El 6 de julio de hace cincuenta años moría en Byhalia (Oxford) el genio que dinamitó la novela contemporánea, se llamaba William Faulkner. Sureño, Nobel y dipsómano impregnó de manera decisiva a varias generaciones de creadores como García Márquez, Vargas Llosa, Onetti…
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Instalado literariamente en el condado ficticio de Yoknapatawpha ( Noroeste de Misisipi) se ganó la vida como guionista de cine, trabajo que despreciaba, sin olvidar jamás que era preciso soñar y apuntar «más alto de lo que sabes que puedes lograr» . Desde su primera novela, La paga de los soldados (1926) a La Mansión (1959), pasando por Sartoris (1929), El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! o El villorrio (1940), su obra ha sido una referencia segura, y hoy, pese a su dificultad, sigue moviendo al asombro.
¿Su secreto?, trabajar y leer incansablemente, todo bueno y malo, sin ocultar su desprecio por los autores más jóvenes, hasta proclamar que «El día en que los hombres dejen de tener miedo, volverán a escribir obras maestras, es decir, obras perdurables».
