Algunas horas después Delaberge se internaba en el bosque y se dirigía muy pensativo hacia Rosalinda.
No tenían sus pensamientos ni la ligereza de las blancas nubecillas que corrían por encima de los árboles, ni tampoco la alegría de las flores, cuyas notas de color vivísimo salpicaban la hierba, sino que eran muy graves y trascendentales.
«Sí—iba diciéndose,—Miguelina se engaña: algo hay que puedo yo hacer por ese muchacho que es mío y de quien la fatalidad para siempre me separa... Puedo darle la felicidad con que sueña y que desespera alcanzar. Ama a la señora Liénard, y ella siéntese también inclinada a amarle. Solamente que, por orgullo, teme el muchacho descubrir su ternura, y ella también, demasiado respetuosa con ciertas exigencias sociales, duda en dejarse llevar por sus propias inclinaciones. Pues bien, yo puedo servir de lazo de unión entre estos dos corazones que se desean y no se atreven a confesarlo. Dignos son el uno del otro y como hechos para saborear esa felicidad rarísima: el amor en el matrimonio. Esta felicidad yo se la habré dado y al menos tendré una acción buena en mi existencia inútil. Me consolaré en mi soledad pensando que ellos son felices y, aunque delgadísimo, esto será un lazo de unión entre mi hijo y yo.»
Esta idea le alegró un poco el corazón, y meditando en todo ello perdíase su mirada en las lejanías del bosque... Una apagada y verdosa claridad reinaba en aquel fresquísimo lugar. Los diminutos pétalos que envuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, se desprendían de las ramillas y caían al suelo como finísima lluvia, produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol los hacía a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.
«Durante toda mi existencia—pensaba Francisco—han ido cayendo en el pasado todos mis días, lo mismo que esos pétalos secos, sin que un solo acto generoso los haya iluminado un instante. Ya no será ahora así, ya tendré un rayo de sol en mi pobre vida.»
Del mismo modo que el verdor le refrescaba los ojos, la idea de que iba a trabajar por la felicidad de Simón, de que ya no vivía únicamente para sí, le refrescaba el alma. Esto le daba valor para hablar a la señora Liénard de esos delicados asuntos de sentimiento, tan peligrosos cuando se ha estado a punto de amar a la mujer con quien se trata de ellos.
Mucho se esforzaba en olvidarla, pero no podía disimularse que aún sentía una tierna inclinación hacia esa mujer, cuyo sabroso encanto y cuyo espíritu lleno de alegres ternuras habían por un momento hecho latir su corazón de cincuentenario. En el aire perfumado de los bosques la riente imagen de la señora Liénard se le aparecía con mayores atractivos aún; veía sus ojos límpidos, su frente pura y la morbidez de sus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba de él una profunda melancolía al pensar que todas esas delicias, que todas esas suavidades de la intimidad femenina no se habían hecho para él. Un húmedo soplo, que de vez en cuando movía las hojas de los árboles y parecía subir de las profundidades del bosque iba murmurando en sus mismos oídos: «¡No será para ti!...»
De pronto, la presencia de un roble joven y robusto, que elevaba a los cielos su tronco recto y liso, le recordaba a su hijo Simón y le hacía avergonzarse de su vuelta al egoísmo.
«Seamos fuertes—se decía entonces,—si no te costase esto un sacrificio, ¿dónde estaría el mérito del acto que vas a cumplir?»
Arrojaba de sí con energía esas añoranzas y luchaba valientemente con esos enternecimientos retrospectivos. Quería presentarse ante la señora Liénard, dueño por completo de sí mismo, a fin de hacer más persuasivas sus palabras y arrancarle la confesión de su amor por el joven Princetot. Apresuró el paso como si la rapidez de la marcha hubiese tenido la virtud de avivar sus ardores y de espolear su voluntad. Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligero latir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en el salón donde se encontraba la señora Liénard.
—¡Ah!—exclamó ésta al verle,—en la cara le conozco que viene usted para despedirse...
Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa de sus labios y de sus ojos.
—No sé cómo expresarle—continuó diciendo la joven—hasta qué punto me entristece la idea de su marcha.
Mientras hablaba, sus clarísimos ojos se ensombrecían y cubríanse de una sutil humedad, por lo que Delaberge comprendió que eran absolutamente sinceras sus palabras.
—Sí—repuso Francisco también profundamente conmovido;—vengo a despedirme de usted; probablemente marcharé mañana.
—¡Tan pronto!... Me han dicho, sin embargo, esta mañana que de su conferencia con los usuarios no ha resultado nada bueno... ¿Habremos de renunciar a toda esperanza de arreglo?
—Eso no; lo que hay es que les ha faltado a los usuarios un poco de paciencia... No he recibido todavía la respuesta del ministro; pero, entre nosotros, puedo decirle que estoy casi seguro de que habrá de ser satisfactoria.
—Gracias por el interés que nos demuestra... Mas es para mí un dolor que usted se marche... Me había acostumbrado ya a sus buenas visitas, y no puedo imaginarme que sea ésta la última... Siéntese aquí, muy cerquita...
Hablaba con tono tan afectuoso, filial casi, que fue dando a Francisco mayor aplomo para abordar la delicadísima cuestión de que quería hablarle. Se sentó a su lado y le dijo así, esforzándose por sonreír:
—Antes de separarnos, señora mía, sería bueno quizás que reanudásemos nuestra conversación de ayer... Temo no haber correspondido como debía a la confianza de que me dio usted tan gran testimonio... Al ver mi prisa por marcharme, seguramente me acusó usted de indiferencia. No hay nada de eso. He pensado mucho, por el contrario, en todo lo que usted me dijo y he tomado en ello un verdadero interés.
—¿Será cierto?... Me alegro mucho, pues ya me sentía avergonzada de no haberle hablado sino de mí y casi me arrepentía de haber estado contándole tan minuciosamente las quimeras que rebullen en mi loca cabeza.
—¿Es que no son en realidad sino quimeras?
Camila Liénard se ruborizó y abrió inmensamente sus hermosos ojos. Delaberge prosiguió:
—En ese retrato que hizo usted del marido soñado, pienso que no es imaginario todo... Puede que haya en alguna parte un ser real en quien usted pensase... inconscientemente, cuando me iba enumerando las cualidades de su ideal.
—No... no, yo se lo aseguro; yo no sé...
—Pues bien, esta última noche, he pensado tanto en todo esto que he acabado por leer muy claramente en el fondo de su corazón.
—¡Vaya!...—murmuró la dama afectando tomarlo a broma.—En ese caso, sería usted mucho más hábil que yo misma... ¿Y qué es lo que ha leído usted en mi corazón?
—Probaré de explicárselo... Se ha encontrado usted con alguien hacia el cual se siente secretamente atraída y al que cree enteramente digno... Si no escuchase más que su propio gusto, iría usted espontáneamente hacia él... Pero ese joven... porque es joven—añadió con un poco de tristeza,—aunque es su igual por la inteligencia y por el corazón, no pertenece a la misma clase social que usted, y se siente detenida por escrúpulos convencionales; teme usted que sus amigos, que las personas de su propia sociedad condenen la elección y condenen el suyo como un matrimonio desigual...
Mientras Delaberge hablaba, la señora Liénard había vuelto un poco su rostro y con una de sus lindas manos hurgaba nerviosamente en las flores de un jarrón que tenía a su alcance.
Arrancó por fin una ramilla de madreselva y la fue desmenuzando poco a poco entre sus rosados dedos.
—Sea usted franca y dígame si he leído bien en su corazón.
—Creo... que sí—murmuró la viuda sin mirarle.
—Y ahora, ¿desea usted que le diga el nombre de ese joven?
—No—murmuró levantando hacia él sus húmedos ojos; después añadió aturdidamente, con una vivacidad en que se descubría a la vez su contento y su angustia:—Usted le ha visto... El es quien le ha hablado de mí...
—No, él tiene demasiado orgullo para confiarse así a un extraño.
—Entonces...—exclamó impetuosamente la señora Liénard.—¿Cómo ha podido adivinar usted?...
—Seguramente conoce usted—dijo sonriendo Delaberge,—aquel dicho de su país: «Los enamorados llevan sobre sí una planta cuyo perfume embalsama los caminos por donde pasan». Cuando mi primera visita, este perfume embalsamaba Rosalinda entera, y al regresar a Val-Clavin, acompañado del señor Princetot, adiviné que llevaba consigo la planta y que florecía por usted.
El rubor cubría las mejillas de la señora Liénard, sus labios sonreían y brillaban sus ojos con luces del alba, pero no podía articular ni una palabra. Por única respuesta, con gentil movimiento de gratitud tendió sus dos manos a Delaberge, quien las guardó un momento entre las suyas.
—No—prosiguió diciendo.—Simón Princetot no me ha hecho confidencia alguna... Mis palabras no tienen otro motivo que el vivísimo y simpático interés que siento por usted, señora mía... Volvamos ahora a sus escrúpulos. En realidad, si duda usted y vacila en seguir su propia inclinación, no es sino por el temor de lo que han de decir las gentes...
Camila convino en ello con toda franqueza. Aunque vivía muy independiente, no dejaba de tener parientes y amigos de rancio pensar, que sin duda se escandalizarían. En provincias, todavía les parecen a muchas gentes infranqueables las barreras que separan a las distintas clases de la sociedad; los perjuicios y las prevenciones persisten con mayor fuerza que en París; se conocen unos a otros demasiado para no ser esclavos del qué dirán. El día en que sus relaciones supiesen su matrimonio con el hijo de un hostelero, quedaría descalificada y se haría el vacío en su derredor... Su primera educación y la influencia del medio habían hecho al propio Delaberge muy formalista; tenía el culto de lo respetable y el espíritu de la jerarquía, y por eso comprendía tan bien los escrúpulos de la señora Liénard. En otra ocasión, tal vez los hubiera aún exagerado. Pero cuando se juzga en causa propia, se es menos rígido y muchas veces un deseo nos hace cambiar los más íntimos sentimientos.
El vivo interés que el inspector general sentía ahora por Simón le llevaba a transigir con sus antiguos principios y sin mucho miramiento pegó fuego a sus naves.
—Seguramente—dijo,—en las cuestiones de pura conveniencia hemos de tener en cuenta la opinión pública. Pero cuando se trata de unir para siempre la propia vida con la vida de otro, no se ha de escuchar sino la voz del corazón. Por otra parte, examinándolo bien, tal vez no están del todo justificadas las desaprobaciones que usted teme... Simón es un hombre superior, es muy querido y aun popular en todo el país, y si un día le tienta la política, no hay duda que puede abrirse camino hasta llegar al Parlamento. Si quiere utilizar sus excelentes cualidades en la Administración pública, yo le prometo ayudarle con todas mis fuerzas. En todo caso, paréceme que tiene suficiente voluntad y los méritos necesarios para llegar muy alto. Añada usted a todo esto, que sus padres son ricos y que adoran a su hijo. Si un día creen que su actual profesión es un obstáculo para su matrimonio, crea usted que no vacilarán en vender la hospedería y en vivir como burgueses, de sus rentas... Y entonces nada quedará ya de las suspicacias y prevenciones de sus amigos. La gente pone pronto buena cara a todo aquel que triunfa, y yo le aseguro a usted que Simón triunfará. Así, pues, no le preocupe la opinión de los demás: deje a un lado todo prejuicio, siga sus propias inclinaciones y ame usted a quien le ama.
—Gracias, señor Delaberge—respondió ella, premiándole sus consejos con una mirada llena de ternura;—tiene usted razón completa, y no escucharé sino la voz de mi corazón.
—Sea en buena hora... Es probable que venga Simón mañana o pasado para darle cuenta de la resolución recaída en el asunto de los deslindes... Recuerde usted bien que es noblemente orgulloso y muy reservado. Ayúdele usted a hacerle más expansivo... Es usted mujer, y estoy seguro de que sabrá arrancarle su secreto... Y ahora, señora mía—añadió levantándose,—voy a despedirme de usted... para mucho tiempo.
—¡Todavía no!... Antes que se marche quiero que visite por última vez los jardines de Rosalinda.
Le llevó hacia la terraza y cruzaron las anchas avenidas del jardín donde las flores ponían toques de encendido color y donde las madreselvas llenaban el aire con su penetrante perfume.
Como el primer día, se apoyó Camila suavemente en su brazo y le hizo admirar de una en una, sus plantas y sus flores. Visitaron el rústico emparrado bajo el cual habían hecho sus ramos un día y desde el que se disfrutaba de tan maravillosas perspectivas; siguieron un trecho por las orillas del riachuelo sobre cuyas tranquilas aguas inclinaban los sauces sus ramajes; no se detuvieron sino en la glorieta donde tuvo Delaberge la primera revelación del amor de Camila por el hijo de la señora Miguelina....
Este paseo iba recordando a Francisco sus desvanecidos ensueños de ternura y toda sus ilusiones muertas... Tenía para él la melancolía de los crepúsculos de otoño, y también el tibio perfume de un ramo de violetas medio mustias.
Cuando volvían por la avenida principal, donde florecían sus hermosos rosales, la señora Liénard arrancó una rosa de púrpura y la ofreció a Delaberge con una mirada llena del más profundo reconocimiento:
—Deje que haga florecer sus manos... Por el camino aspirará usted el perfume de esta rosa y él le recordará mejor a su pequeña amiga de Rosalinda... Gracias, señor Delaberge, gracias... Ha sido usted muy bueno para mí... Bueno como un padre.
—¡Sí, como un padre!—murmuró Francisco, pensando, lleno de dolor, en que estas palabras encerraban la más cruel de las ironías.
Atrajo hacia sí a la señora Liénard, besó en silencio su frente purísima, y partió...
Lentamente hizo de nuevo el camino que había hecho una tarde en compañía de Simón. Vio el hermoso y robusto árbol que el joven con tan profunda pasión había estrechado entre sus brazos, y a su vez, impulsado por una infantil superstición, quiso abrazarlo también...
Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le había tan brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponía irisados reflejos; dormía taciturna el agua en medio de los espesos cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de compasión sus blancos penachos. Un coro de ranas elevábase de vez en cuando de entre los tallos verdeantes y rectos y después súbitamente se apagaba, dejando percibir en toda su intensidad el silencio de los campos. ¿Habrá llegado ya la respuesta del ministro?—pensaba Delaberge.—Si llega esta tarde, todo habrá concluido... y mañana marcharé.
La cocina del Sol de Oro tenía su habitual aspecto de todos los días. Perezosamente apoyado en los umbrales de la puerta, el Príncipe silbaba aguardando la hora de comer. El fuego era más vivo que nunca y la señora Princetot, preocupada con sus cacerolas, ni siquiera levantó los ojos al entrar Delaberge. La delgadísima criada, sentada ante la mesa, preparaba displicentemente una ensalada.
—¿No ha traído nada el cartero?—preguntó el inspector general.
—Sí que ha traído, señor Delaberge—respondió el Príncipe que, al fin, se decidió a abandonar los umbrales de la puerta.—Hay un telegrama para usted.
Con tardo paso, se dirigió hacia una pequeña vitrina, fijada en la pared y en la cual se guardaban las cartas que llegaban dirigidas a los viajeros. Abrióla y entregó a su huésped un pequeño pliego.
A pesar de su aparente indiferencia, lo mismo el hostelero que su mujer sentíanse vivamente intrigados por ese telegrama encerrado en el sobre amarillo en que se ponen los despachos oficiales. Sospechaban que ese pliego contenía la respuesta ministerial y hacía ya más de una hora que aguardaban impacientes el regreso de Delaberge.
Mientras éste, después de haber roto el sobre, se acercaba a la puerta para leer mejor el telegrama, el Príncipe, guiñando sus ojuelos llenos de malicia, observaba disimuladamente el rostro del lector y trataba de descubrir en él si la noticia que el papel contenía iba a ejercer una buena o mala influencia sobre el importante asunto que tanto interesaba al pueblo. Por su parte, la señora Miguelina, olvidando un momento sus cacerolas, dirigía su furtiva mirada en la dirección de su antiguo amante y pensaba con honda angustia: «¿Se marchará, al fin?»
El telegrama oficial decía de este modo:
Director general de montes a inspector general, en Val-Clavin.—Proposiciones aprobadas por el ministro. Nuevas instrucciones en este sentido se mandan al inspector provincial de Chaumont.
Plegó Delaberge tranquilamente el telegrama y se lo metió en el bolsillo. Su rostro expresaba una visible satisfacción.
—Señora Princetot—dijo,—marcharé mañana por la mañana y le agradeceré, lo mismo que al señor Princetot, que me preparen esta misma noche la cuenta...
Aquí se detuvo un momento como para ganar un poco de aplomo y después continuó dirigiéndose a sus dos huéspedes, aunque más particularmente a Miguelina:
—Mi comisión ha terminado y no es probable que se me presente nueva ocasión de volver a Val-Clavin. De manera que mi despedida de esta noche es definitiva... Les agradezco mucho todas sus atenciones y voy a pedirles un último favor... En vez de volver a Langres, desearía regresar a París por Is-sur-Tille y Dijón. ¿No tendría su hijo la bondad de conducirme en carruaje mañana por la mañana hasta la estación de Very?
—Nada más fácil—se apresuró a contestar el Príncipe;—la estación no dista más que una media hora y Simón le acompañará sin duda gustosísimo.
El rostro de la señora Princetot se ensombreció y a pesar de su gran fuerza de disimulo no logró encubrir su viva inquietud.
—¿No podrías ir tu mismo, Princetot?—objetó Miguelina.—Simón está siempre tan atareado...
—No, hija, es demasiado temprano para mí—repuso el Príncipe que gustaba de levantarse tarde.—Simón salta de la cama apenas clarea el alba y, además, eso no le empleará más allá de una hora.
—Me agradaría eso tanto más—insistió Delaberge—por cuanto he de hablar con él de ese asunto de los bosques...—Se volvió hacia Miguelina y con voz en que vibraba una sentida súplica añadió:—Tranquilícese, señora Princetot, no molestaré mucho tiempo a su hijo... ¡No me niegue el placer de hacer el camino en su compañía durante los últimos momentos que he de pasar en Val-Clavin!...
La mirada de Miguelina se encontró con la mirada de Francisco y tal vez leyó en ella una solemne promesa de discreción, tal vez comprendió que la palabra «tranquilícese» encerraba el compromiso tácito de ser hasta el fin un extraño para Simón, o tal vez se sintió simplemente conmovida en lo más hondo por la humilde súplica del hombre a quien en otro tiempo había prodigado sus amorosas caricias. No insistió ya en sus objeciones y, después de hacer un ademán de aquiescencia, se volvió silenciosa a sus cacerolas...
* *
*
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Brunete, el pequeño caballo bayo, piafaba impaciente ante la puerta del Sol de Oro. Se habían colocado ya las maletas en la parte trasera de la charrette inglesa, en la que Delaberge tomó asiento al lado de Simón. Después de algunas palabras de vulgar despedida y de una significativa mirada en que puso la señora Miguelina una súplica de silencio, tomó el caballo el trote por el camino del estanque.
El cielo estaba cubierto y una ligera neblina humedecía el rostro y las manos. Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondía y lanzó un profundísimo suspiro. Habían llegado a la rampa de Very y, como la cuesta era muy ruda, Simón bajó para aligerar un poco al caballo, precisamente cuando el inspector general meditaba sobre la manera de abordar la cuestión tratada el día anterior en Rosalinda.
Francisco se quedó solo en el carruaje atormentado por sus tristes pensamientos, pues había también neblina en su corazón.
Contemplaba vagamente los bosques, por encima de los cuales flotaban jirones de bruma y entre cuyos árboles los pájaros lanzaban aquel grito lastimero que anuncia los días lluviosos. En cada uno de los árboles del camino le parecía ver desfilar una a una sus ilusiones de otros tiempos. Reconocía al pasar cada uno de los sitios por donde había paseado con sus agitaciones de joven ambicioso, edificando sus ensueños de fortuna y de ascenso en su carrera. En aquellos tiempos se sentía lleno de confianza en sí mismo, se lanzaba por los caminos del porvenir con la intrépida audacia de un aventurero que marcha a la conquista del becerro de oro. El destino se había mostrado con él por demás complaciente, pues obtuvo el triunfo mucho antes de lo que esperaba. Nunca, mientras era humilde guarda general y atravesaba solo los bosques de Val-Clavin, nunca se había atrevido a imaginar que llegaría a lo más alto de la escala administrativa.
Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habían dado en realidad esos veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frías cenizas: nada fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en suma... La única obra hermosa y útil que podría poner en su activo, era ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado castillos en el aire.
¡Ironías de la existencia!... Sus trabajos administrativos, sus vigilias pasadas en el estudio, sus sabias elucubraciones jurídicas, toda esa actividad oficinesca que constituía su única gloria, había sido, en fin de cuentas, tan estéril como la zizaña. La única creación de que podía envanecerse era debida al azar de unos amoríos de pueblo, al inconsciente olvido de una hora de placer... Y este hijo, obra suya, carne de su carne, prolongación de su propia personalidad, no podía ni tan sólo públicamente reconocerlo; caminaba a su lado y no le podía decir: «Tú eres hijo mío»; no podía hablar con él sino de cosas sin ningún interés...
Habían llegado arriba de la cuesta, y de un ligero brinco el joven Princetot tomó de nuevo su sitio en el carruaje; cosquilleó con su látigo el cuello del caballo y recomenzó éste su trote ligero.
Delaberge pensaba con una profunda tristeza que ya no le quedaban por pasar sino algunos instantes al lado de Simón, y que cada una de las vueltas que daban las ruedas del carruaje apresuraban el momento de la despedida... Hubiera querido hablarle íntimamente, no dejarle sino después de haberle demostrado con toda discreción sus efusivas ternuras.
—¿Llegaremos a la estación un poquito antes que el tren?—preguntó al joven.
—No se lo puedo decir con exactitud, pues no llevo reloj—repuso Simón;—pero no tema usted perderlo... De aquí a diez minutos divisaremos ya la estación.
—En ese caso—dijo suspirando Delaberge,—apenas si me queda tiempo para hablarle de algo que le interesa mucho... Por fin, recibí anoche la respuesta de la Administración central. El ministro aprueba las conclusiones de mi informe y he aquí en resumen lo que yo tengo propuesto: El proyecto de dar a los usuarios el bosque de Carboneras queda abandonado; en cambio, se les concede una superficie igual que se tomará en la parte más excelente de los bosques de Montegrande, bosques que la carretera de Val-Clavin atraviesa. En este sentido se han dado ya las necesarias instrucciones al inspector de Chaumont. ¿Le parece a usted bien?
—¡No podíamos desear más ni mejor!—exclamó Simón.—Es muy equitativo, y todos los usuarios aceptarán con alegría sus proposiciones.
—He aquí el telegrama oficial—prosiguió Francisco sacándolo de uno de sus bolsillos.—Nadie lo conoce todavía y he querido que fuese usted el primero... Le suplico ahora que sea usted mismo quien lleve la noticia a la señora Liénard... Espero que no ha de serle molesto el cumplimiento de este encargo—añadió con una triste sonrisa—y aun diré que no me faltan razones para creer que la joven le agradecerá saber de sus labios la grata noticia.
—Iré a Rosalinda esta misma tarde—exclamó Simón mientras coloreaba el rubor su rostro.
Delaberge se aproximaba suavemente al hijo de Miguelina... Deseaba sentir el roce de su persona, esperando que este contacto había de recalentar un poco su corazón; después le dijo con voz en que vibraba no se sabía qué de paternal:
—Cuando esté en Rosalinda, acuérdese de que los tímidos no triunfan jamás y pues ama usted a la señora Liénard, no tema abrirle francamente el corazón... No se detenga a la mitad del camino... Por otra parte, ¿quién ni qué podría hacerle dudar?... Es usted digno de ella por la educación, por el espíritu y por el carácter... Y en el caso de que, para antes de casarse, desease haberse hecho una situación que satisficiese su amor propio haciendo valer su personalidad, escríbame... Yo puedo procurarle un puesto honroso en alguno de los servicios que dependen del ministerio de Agricultura... Ya ve cómo era usted muy injusto conmigo al considerarme como un obstáculo para sus más caros deseos; por el contrario, yo no pido sino encontrar los medios para apresurar su realización...
A medida que hablaba, contemplaba Simón con una mezcla de confusión y de extrañeza a ese desconocido que, lo mismo que las hadas de los cuentos infantiles, venía a ejercer una tan benéfica influencia en los destinos de su vida... Sentíase profundamente conmovido por la cordial simplicidad con que ese funcionario le daba tan sabios consejos y le ofrecía su valiosa ayuda. Movido a la vez por un sentimiento de vergüenza y de gratitud, balbuceaba encendido el rostro:
—Señor, yo... yo bien quisiera darle las gracias como se merece... mas no encuentro palabras. Siéntome confundido y avergonzado de mis estúpidas desconfianzas... ¿Cómo podría yo demostrarle mi agradecimiento y merecer su perdón?...
—Nada más que guardándome un pequeño recuerdo en su alma...—murmuró Delaberge.
Hubiera querido decir más y expresar con mayor viveza la ternura que subía de su corazón a sus labios, en este supremo momento de la despedida. Comprendía, empero, la fatal necesidad que le condenaba a reprimir un sentimiento que hubiera parecido sospechoso al hijo de Miguelina. Había prometido no ser para él más que un extraño y el mismo interés del joven exigía el religioso cumplimiento de esta promesa. Una terrible angustia le oprimía el corazón... Antes de separarse de él para siempre, hubiera deseado dejar a este muchacho que era hijo suyo un recuerdo material de su afecto, algo que obligase a Simón a pensar en él alguna vez siquiera... Súbitamente se acordó de que poco antes, cuando le preguntó si llegarían a tiempo, había dicho el joven que no tenía reloj, y se le ocurrió la idea de ofrecerle el suyo. Pero, aunque la cosa era insignificante, podría parecer un tanto extraña y ni aún quizás lograría hacérselo aceptar...
Pensando en ello, comenzó lentamente a quitarse la cadena que llevaba pendiente del chaleco y con nerviosidad la hacía saltar entre sus dedos. Luego, afectando un aire indiferente y alegre, que amargamente contrastaba con la desoladora tristeza que escondía en su corazón, habló así:
—Para que piense usted en mí alguna que otra vez se me ha ocurrido una idea... Me ha dicho usted hace poco que no llevaba reloj; deje que le ofrezca el mío... Nada tiene de precioso, pero es muy bueno... Cuando le pregunte usted la hora, se acordará de un viejo solterón que usted tomó ingenuamente por un rival y que, por el contrario, sentía por usted una afectuosísima amistad...
Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecía aturdido y no sabía qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos se leía a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original—pensaba Simón,—pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»
Y mientras le daba con palabras confusas las gracias, llegaba el carruaje ante la pequeña estación casi perdida en medio de los bosques. Ambos saltaron a tierra y en aquel mismo instante la campana anunció la llegada del tren, resonando dolorosamente sus metálicas vibraciones en el corazón del inspector general. Apenas hubo tomado su billete y facturado su equipaje, se oyó en el fondo del bosque el silbido del tren que llegaba.
Aunque no era posible distinguirle todavía al través de la densa niebla, se adivinaba que iba acercándose rápidamente, por las sordas trepidaciones que conmovían el suelo... El temblor asustadizo de las hojas y de las ramas que el tren movía a su paso, llenaba el bosque de un misterioso murmullo.. Pronto apareció la poderosa máquina como surgiendo súbitamente de la niebla, la fila serpenteante de los vagones se dibujó en negro sobre los húmedos verdores y, con gemidos casi humanos, se detuvo el tren en seco ante la humildísima estación.
El joven Princetot había acompañado a Delaberge hasta los mismos andenes... Francisco le envolvió en aquel supremo momento en una afectuosísima mirada y nunca le pareció tan evidente su semejanza con el hijo de Miguelina...
—¡Valor, y buena suerte!—le dijo con voz que se esforzaba en hacer serena.—Cuando esté en Rosalinda, no olvide usted ni una sola de mis recomendaciones... Y ahora, hijo mío, como no sabemos si hemos de vernos otra vez, venga a mí...
Tomó a Simón entre sus brazos, le apretó con fuerza contra su pecho, y tuvo este abrazo tan comunicativos ardores, que el joven se sintió conmovido a su vez y besó a Francisco tantas cuantas veces le iba éste besando también...
Mientras quedaba Simón un tanto sorprendido de la emoción profunda que acababa de experimentar, subió Delaberge al vagón e inmediatamente cerraron la portezuela.
—¡Adiós!...—dijo todavía asomando su pálido rostro por la ventanilla del coche.
* *
*
Y partió el tren entre nubes de vapor cuyos blancos jirones se rasgaban al través de la valla que cerraba la vía... Destrozado el corazón, húmedos los ojos, Delaberge continuaba con la mirada fija hacia la estación que se iba haciendo más pequeña cada vez... y en vano sus ojos querían atravesar el espesísimo velo de la niebla que deformaba todas las cosas y parecía querer aislarle del mundo exterior. Por fin, desesperado y vencido, se dejó caer sobre el asiento... Viajaba también solo esta vez, y un profundo sollozo se anudó en su garganta a la idea de que, de hoy más, solo también viajaría por los tristes caminos de la existencia.
FIN