¿Qué es la vida? Por perdida
Ya la di,
Cuando el yugo
Del esclavo,
Como un bravo Sacudí.
J. de Espronceda
A mediados de enero volvió del campo la familia de Gamboa: los criados por mar, los amos por tierra. Leonardo llegó algunos días después.
Lo primero que hizo doña Rosa en la ciudad fue darle licencia o papel a María de Regla para buscar acomodo o amo. El papel (así se le llama por antonomasia en Cuba) en cuestión, firmado por don Cándido, rezaba poco más o menos como sigue: «Concedo papel a mi esclava María de Regla, para que en el término de diez días de la fecha busque acomodo o amo en la ciudad. Es criolla, racional, inteligente y ágil, sana, robusta, no ha padecido nunca enfermedad, no tiene tacha conocida, sabe coser de llano, entiende de lavar y aplanchar, de cuidar niños y enfermos. Se le da papel porque ella lo ha pedido. No ha conocido más amos que aquél donde nació y el que ahora la vende. Habana, etc.»
Despachado este asunto, que doña Rosa juzgaba de mucha importancia, se ocupó del negro fugado. Achacaba toda la culpa del suceso al Mayordomo, motivo por el cual en la primera oportunidad se le fue a las barbas con la irónica inquisición de:
—Supongo que Vd. ha hecho muchas diligencias para averiguar el paradero de Dionisio.
—Sí, mi señora doña Rosa, varias, muchas diligencias, contestó él embarazado, pues mentía como un turco. Sólo que estos negros... vamos, son el mismo dianche. Saben agazaparse... ¡Vaya que si saben!
—Veamos qué ha sacado Vd. en limpio.
—Poca cosa, mi señora, casi nada. Se dijo que le habían muerto de una puñalada, y... pare Vd. de contar. Porque no habiéndose levantado sumaria del hecho, que yo sepa, ni aprehendido al hechor, ni enterrado al muerto, he supuesto, suposición bien fundada, me parece, que lo de la puñalada ha sido mero rumor, una farsa, esparcido quizás por el mismo Dionisio para desorientar y evitar que le sigan la pista. Digo a Vd., mi señora doña Rosa, que saben mucho estos negros, mucho...
—Quedo enterada, dijo la señora en su despecho. Luego añadió: Pues es preciso que aparezca ese negro.
—Preciso, repitió don Melitón.
—Muerto o vivo ha de estar en alguna parte, agregó doña Rosa.
—Eso digo yo, dijo el Mayordomo.
—Nada ha dicho Vd. de provecho, exclamó doña Rosa incomodada. ¿Cómo es que no se le ha ocurrido poner un avisito en el Diario?
—Vaya que sí se me ha ocurrido, señora doña Rosa, replicó el hombre, contento de poder vindicarse. Se me ha ocurrido más de una vez, muchas. Sí, señora, se me ha ocurrido.
—Entonces, ¿por qué no lo ha puesto en planta?
—Pues ahí está el ajo de la dificultad, mi señora doña Rosa. Es que no sé como redactar esos avisos. Jamás las he visto más gordas. Cosa natural; en mi pueblo no había gacetas.
—La cosa es lo más fácil del mundo. ¿No recuerda Vd. las señas de Dionisio? ¿Su figura? ¿Su empaque? Negro criollo, prieto rechocho, marcado de viruelas, cara redonda, grandes entradas, boca grande, nariz chata, buenos dientes, ojos saltones, cuello corto, aire aristocrático, oficio cocinero, sabe leer, debe darse por libre, falta de la casa de sus amos desde tal fecha; se dará una buena gratificación al que lo capture y entregue en tal parte, haciendo responsable a daños y perjuicios, etc., etc. Todo como se lee cada día en el Diario, bajo el epígrafe o como se llame, de... Esclavos prófugos.
—Ya, ya, me parece bien dicho todo eso, señora doña Rosa. Suena lindamente de palabra, mas cójase la pluma y póngase en el papel... Declaro sin vergüenza, mi señora, que no me da el naipe en achaque de escritos para gacetas. Claro, yo no nací para gacetillero, y el que no nació para casado, dice el refrán, que no engañe a la mujer.
—En muy poca agua se ahoga Vd., don Melitón. ¿Se atrevería Vd. a repetir lo que acabo de decirle?
—Creo que sí. Talento me falta, memoria no, me sobra.
—Está bien. Pues para que no se olvide, ahora mismo se va Vd. a la imprenta del Diario. Se halla en esta calle, pasados los portales del Rosario, una casa de zaguán, con dos ventanas de espejo, donde antes se jugaba a la lotería de cartones... Ahí. Entra Vd. y busca a don Toribio Arazoza, el redactor. No puede Vd. equivocarse: es hombre de facha ordinaria, gordiflón, barbudo... Casi nunca se afeita, siempre se ríe con los labios, no con el semblante... Vd. me entiende. Pues a ése le relata Vd. cuanto le he dicho de Dionisio, que él sabe cómo se redactan los avisos sobre esclavos prófugos.
Apenas salió don Melitón, doña Rosa levantó los ojos y las manos juntas al cielo, y exclamó:—¡Ah! ¡Qué Mayordomo tan bruto tiene mi marido! Por milagro anda en dos pies.
A la vuelta de éste de la imprenta, le despachó el ama en una volante de alquiler, camino del Cerro, para inquirir si ya había sido conducido Dionisio al depósito de negros cimarrones que tenía establecido el Consulado de Agricultura y Comercio de La Habana e isla de Cuba, contiguo al elegante sitio de recreo de los señores condes de Fernandina. No se hallaba allí el prófugo, por la sencilla razón de que sólo se remitían a ese depósito general aquellos negros de las fincas rurales que, alzados a los montes, se cogían vivos con perros, y que, por su ignorancia o malicia, no podía averiguarse de pronto el nombre de sus legítimos dueños.
Pesquisas tan infructuosas empezaban a sembrar el desaliento en el ánimo de doña Rosa, cuando se presentó en su casa un negro en traje militar para pedirla con la mayor cortesía una audiencia de pocos minutos. Le midió ella de alto a bajo con una mirada inquisitiva, y dijo:
—¿Tondá?
—Muy humilde criado de la señora, contestó él haciendo un arco de su esbelto cuerpo.
—¿Qué se ofrece? preguntó seria doña Rosa.
—¿No es de la señora un aviso sobre un moreno huido?...
—Sí.
—¿Cómo se llama el moreno? y perdone la señora...
—Dionisio.
—¿Dionisio Jaruco?
—No, Gamboa, pues es mi esclavo. Bien que, como criollo de Jaruco, no es extraño que pretenda pasar por ese apellido.
—El mismo que yo sospechaba. En el baile de corte que dio la gente de color allá afuera la antevíspera de Nochebuena, conocí a un moreno que se decía Dionisio Jaruco. Sus señas corresponden fielmente con las que le dan en el Diario, y creo no me será difícil cogerlo, si la señora me concede el permiso para buscarlo.
—Regalaría dos onzas de oro al que lo capturase, tres, cuatro, cualquier dinero. Ha cometido una gran falta y deseo castigarlo cual merece. Temo que se resista. El la echa de guapetón.
—No tenga la señora pena por eso. Se lo voy a traer amarrado codo con codo.
—Mi regalía es segura.
—No me lleva el dinero, me lleva solamente aquello de que quien la debe que la pague. Cumplo con las órdenes de mi jefe, el Excelentísimo señor don Francisco Dionisio Vives, que, con la aprobación de S. M. el Rey, que Dios guarde muchos años, me ha comisionado para prender a los delincuentes de color.
Salía temprano María de Regla de la casa en la calle de San Ignacio; llamaba a la puerta de la de mejor apariencia, mandaba el papel a la señora, y sentada en el umbral, mientras descansaba venía la respuesta, reducida invariablemente a que el ama tenía bastantes criados y no necesitaba ninguna de alquiler. Teníase por denigrativo entre la gente de color el servir a otra persona que el amo, género de idiosincrasia de que no tuvo María de Regla ni sospecha sino al cabo de muchos chascos y desengaños parecidos al que acaba de mencionarse. En realidad no abrigaba ella intención ni esperanza de obtener alquilador o amo: ambas cosas la repugnaban altamente, estimando uno u otro extremo como la mayor desgracia que podría sobrevenirla. Si hubiera sido mujer capaz de mostrar en el rostro a primera vista las emociones del espíritu, el más miope habría podido observar cómo se enrojecía de la vergüenza cada vez que sacaba el papel del seno para darlo al criado que venía a abrirla la puerta.
Su intención, su esperanza, el deseo más vehemente de su alma al solicitar la vuelta a La Habana, fue buscar a Dionisio para unirse a él si estaba vivo, o quitarse la vida si había muerto. Por eso, lejos de sentirlo, experimentaba una especie de regocijo secreto siempre que la devolvían el papel acompañado de un no, seco y decisivo. Pero el plazo que la habían concedido era, sobre corto, fijo; ya habían cursado varios días en vanas diligencias; si se cumplía y no presentaba alquilador ni amo, ¿qué haría su señora, mujer de carácter tan firme y severo con sus esclavos? En estos críticos momentos su hija Dolores la reveló la substancia de la conversación que doña Rosa acababa de tener con Tondá, cuyo nombre y hechos andaban en boca de todos; y aguijada por el temor de perder de una vez a su adorado Dionisio, resolvió dedicar los pocos días que del plazo fatal la restaban, a la consecuencia del que ya era el único objeto de su existencia.
Tomando lengua, se dirigió una mañana temprano al mercado de la Plaza Vieja, uno de los dos que entonces existían dentro de los muros de la ciudad. Era aquel un hervidero de animales y cosas diversas, de gentes de todas condiciones y colores, en que prevalecía el negro; recinto harto estrecho, desaseado, húmedo y sombrío, circunscrito por cuatro hileras de casas, quizás las más alterosas de la población; todas, o la mayor parte, de dos cuerpos, el bajo con anchos portales de alto puntal, que sostenían balcones corridos de madera.
Al pie de uno de los pilares de aquéllos se apoyó María de Regla y se estuvo largo rato contemplando en melancólico silencio el abigarrado y revuelto cuadro del mercado. Todo allí era nuevo para ella. En el centro se alzaba una fuente de piedra, compuesta de un tazón y cuatro delfines que vertían con intermitencias chorros de agua turbia y gruesa que, sin embargo, recogían afanosos los aguadores negros en barriles para venderla por la ciudad a razón de medio real de plata uno. De ese centro partían radios o senderos, nada rectos por cierto, en varias direcciones, marcados por los puestos de los placeros, al ras del piso, en la apariencia sin orden ni clasificación ninguna, pues al lado de uno donde se vendían verduras u hortalizas, había otro de aves vivas, o de frutas, o de caza, o de raíces comestibles, o de pájaros de jaula, o de legumbres, o de pescados de río y de mar, todavía en la cesta o nasa del bote pescador; o de carnes frescas servidas en tablas ordinarias montadas por sus cabezas en barriles o en tijeras movibles; y todo respirando humedad; sembrado de hojas, cascaras de frutas y de maíz verde, plumas y barro; sin un cobertizo ni un toldo, ni una cara decente; campesinos y negros, mal vestidos unos, casi desnudos otros; vaharadas de varios olores por todas partes; un guirigay chillón y desapacible, y encima el cielo azul, visto como a través de una claraboya, en que aparecía uno que otro volador celaje, imitando, ya transparente cendal, ora las alas de ángeles invisibles.
Entraban en la plaza y salían de ella negros y negras; éstas con el propósito de hacer la provisión diaria de casa de sus amos, aquéllos con el de procurarse al precio de por mayor las carnes, verduras o frutas que revendían al por menor dentro de la ciudad o en sus barrios extramuros: tráfico éste, de paso sea dicho, bastante lucrativo en no pocos casos.
Había algo en el traje nuevo de prusiana que vestía María de Regla; en el modo de llevar el pañuelo de seda con que se velaba a medias los mórbidos hombros y el de Bayajá con que se cubría las pasas; en el color negro lustroso de la cara y brazos desnudos y torneados, anunciando salud y robustez; en su aspecto general de forastera; en la tristeza o timidez que su semblante y actitud revelaban, había algo, decimos, en todo esto, que no podía menos de llamar la atención, aún de las personas indiferentes y muy ocupadas de sus propios quehaceres.
Pero todas, quier curiosas, quier compasivas o naturalmente observadoras, ya entrando en la plaza, ya saliendo de ella, le echaban una mirada de través a la ex enfermera, y seguían de largo. Su actitud aparentemente contemplativa (de ningún modo su traje) hacía sospechar a primera vista que la aquejaba una dolencia extraña, o que, siendo demasiado novicia o corta de genio, no acababa de tender la mano y pedir una limosna por el amor de Dios al transeúnte. Cualquiera de estos motivos era bastante para enfriar la compasión y apagar la curiosidad en la clase de gente que acudía al mercado. Solamente una negra gruesa, con tendencia a la obesidad, y de fisonomía franca y alegre, que salía con un tablero lleno de carne a la cabeza, tuvo suficiente resolución para detenerse delante de la cuitada forastera, preguntándole de un modo brusco, mas benévola expresión:
—¡Ah! ¡Critiana! ¿Qué hace ahí pará? ¿Qué ha perdió?
—Mi marido, contestó de plano María de Regla.
Lo inopinado de la pregunta no la dio tiempo a ocultar aquello que más fijo tenía en el pensamiento.
—¡Su marío! replicó asombrada la carnicera. Pué échatelo a buscá.
Remedó con esto el dicho de los muchachos en el juego de la gallina ciega.
—En eso ando (repuso la ex enfermera con un suspiro lastimero) hace mucho tiempo.
—¿Cómo cuanta?
—¡Uf! Como doce años.
—¡Ojó! La vía de un critiana. ¿Cómo ñama su marío?
—Dionisio.
—¡Dionisia! ¡Dionisia! No mi ricorda. ¿Aónde viva?
—Yo no sé. Por eso lo busco.
—¿Uté no e de la suidá?
—No, no soy de la ciudad. He vivido en el campo más de doce años.
—¡Anjá! ¿Uté deja su marío atrá?
—Yo no lo dejé, mis amos me separaron de él.
—Uté e cravo, ¿no?
—Sí, esclava soy por desgracia. Me han tenido desterrada en la Vuelta Bajo por todo el tiempo que le he dicho, y hace pocos días que me trajeron a la ciudad para buscar amo o una persona que me alquile. Aquí en el seno tengo el papel. De tanto guardarlo ya está sucio. He andado de ceca en meca y no he encontrado quien me compre, ni me tome en alquiler. Estoy cansada, aburrida, y ahora busco a mi marido que desapareció de casa en los días de Pascuas.
—Venga colmíga, dijo la carnicera; y mientras subían por la calle del Teniente Rey o Santa Teresa, preguntó:—¿Cómo ñama uté?
—Yo soy María de Regla Santa Cruz, para servir a usted.
—¡Ah! ¿Uté e sija de Dolore Santacrú?
—No. Dolores y yo fuimos esclavas de los señores condes de Jaruco. A la muerte del señor Conde, viejo, nos vendieron en pública subasta para pagar las costas de la testamentaría y las deudas. Yo estaba recién casada con Dionisio, y por fortuna nos compró juntos don Cándido Gamboa, comerciante de esclavos de África. Desde entonces no sé de Dolores. ¿La conoce Vd.?
—La conoca bien, bien. Dolore vende carne, vende fruta, vende tóo, y Dolore se liberta. Depué, Dolore me saca del barracó. Aquí tiene la jierre entoavía. (Sobre el homóplato derecho se le veían las iniciales G. B. marcadas con un hierro candente) Dolore compra un casite y yo vende carne, vende duse y vende tóo pa elle. Yo trabaja, trabaja y mi liberta tambié. Lo branco mete pleito con Dolore, Dolore mete pleito con lo branco y le ecribán, y le ajobá, y le procuraó y se jué se come le dinero, la casite, tóo que Dolore tien. Dolore se pone loco y ahora elle etá serrá a San Dionisia.
—¡Pobrecita! No sabía su triste suerte. ¡Loca! ¿Qué llama Vd. San Dionisio?
—La casa de lo loca que ha jecho la gobernaó.
—Me parece que si las cosas siguen como van, un día de éstos voy a hacerle compañía a Dolores en la nueva casa de San Dionisio.
—Si uté quiée trabajá, yo le da trabaja pa jace dinera.
—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de ganar dinero y ver si puedo libertarme con mi marido y mis hijos. ¿Dónde vive Vd.?
—Vive ne la calle Ancho.
—¿Dónde es eso?
—Allá fuer. Yo tien marío. Mosotro no son casá por le iglese. Elle e carretiller, que vende agua, y yo vende carne, mantec, güeve, frute, tóo que pué.
—¿Cómo se llama Vd.?
—Me ñama Ginoveve Santa Crú. Mi marío e Tribusio Polanca. Elle tien uno sijo ñamao Malanga que ha sacao mala cabesa. ¡Ha matao ma branco!... Tondá lo coge como ratón con quesa le dominga depué de Niño perdío, cuando diba nel entierre de ña Chepa Alarcó.
—¿Chepilla Alarcón? repitió preguntando María de Regla.
—Sí, sí, agrego Genoveva. Le meme. Asín se ñamaba. Ha perdío un güen caserite.
—¿Tenía una nieta?
—Sí, tube un. ¡Ma linde! ¡Ah! ¡qué bunite! No la ha vito ma bunite en la vía.
En este punto, trayendo la calle del Aguacate, las dos negras cruzaron la de O'Reilly, e indicó de paso Genoveva, con el dedo, a María de Regla la casita, entonces cerrada, donde había fallecido la anciana de que hablaban. En la inmediata calle de la Bomba, la guía torció a la izquierda y llamó a la tercer puerta de la derecha con el acostumbrado pregón de: ¡Caserite! ¿No mi toma na hoy?
Respondió al llamado nada menos que Nemesia Pimienta, sólo conocida de la vendedora como su parroquiana reciente, desconocida del todo para la ex enfermera del ingenio de La Tinaja. Mientras aquella servía la carne de puerco, la manteca y los huevos que le pidieron, ésta que se había quedado algo atrás, cosida al batiente cerrado, registró a su sabor una buena porción de la sala. Arrimada a la testera de frente para la calle, se hallaba sentada en un columpio con los pies apoyados en el travesaño de la silla que tenía delante, una joven que a María de Regla le pareció blanca. De este color era su vestido; pero negro el del pañuelo de batista que ceñía su torneado cuello; negro el del copioso cabello hecho dos trenzas que coronaba la bien modelada cabeza; negro el de los zapatos de carro de oro que aprisionaban sus piececitos de elevado empeine y arqueado puente; la hermosa desconocida vestía luto en el cuerpo y en el corazón, según la honda tristeza que anunciaban, tanto su semblante como su actitud. Por las prendas de ropa que se veían en el suelo, en el respaldo de la silla y en su mismo regazo, se echaba de ver que cosía; de cuya labor no levantó los ojos sino en los momentos en que su compañera, que se ocupaba del mismo modo, abría la puerta de la calle y ayudaba a deponer en el quicio el tablero pesado de la vendedora.
Para que se fijara la imagen hechicera de la enlutada en la viva memoria de María de Regla, no pudo ser más propicia la ocasión; y de tal modo fue así, que luego repetía a media voz, paso a paso detrás de su protectora:—¡La niña Adela! ¡la niña Adela!, comparando allá en su mente la fisonomía de aquélla con la de la más joven de sus amas.
Como oyese la carnicera la cantinela, dijo en tono de represión:
—¡Ah! Ese niñe no ñama Adel, ñama Sesil.
Más vale callar, pensó María de Regla, y no replicó palabra; pero se quedó en sus trece, por cuanto siguió creyendo en que había singular semejanza entre su niña y la enlutada de la casa en la calle de la Bomba, cuyas señas guardó para la primera oportunidad.
Hasta las dos de la tarde anduvieron las negras vagando por las calles de la ciudad; y en el medio tiempo logró la carnicera reducir a plata los efectos que llevaba en el tablero. Por la puerta llamada popularmente de la Muralla, salieron a la Alameda y se sentaron en un asiento de piedra, protegido por un árbol frondoso, entre el antiguo café de Atenas y la estatua de Carlos III.
De una mugrienta bolsita de cañamazo cuya boca se recogía con un bramante, y que Genoveva llevaba en el seno, sacó y contó hasta doce pesos en pesetas sevillanas, reales y medios de plata, de los cuales, deducidos los siete, poco más o menos, costo de las mercancías negociadas, restó una ganancia neta de cinco duros. No se requería conocimiento de los números para hacer la cuenta, ni de más convincente argumento para probar lo remunerativa de aquella industria. Convencida de ello, se decidió a adoptarla María de Regla.
Hablaba después ella de lo que se decía respecto de su marido, de la herida que había recibido en riña, por aquel mismo barrio, y de su desaparición desde la víspera de Nochebuena. Entonces recordó Genoveva haber oído decir a Malanga, que por esa fecha había amparado a un moreno que encontró mal herido a la entrada de la calle Ancha. Esta especie la había corroborado en todas sus partes el carretillero aguador, quien momentos antes que su malévolo hijo, según se recordará, pasó por allí y no se detuvo porque juzgó muerto al herido. Preso en la cárcel Malanga, no era fácil averiguar de pronto quién fuese, ni qué se había hecho el moreno herido; pero María de Regla se convenció que no podía ser otro que Dionisio, y se propuso explotar en todos sus alcances datos tan preciosos.
En este punto de la conversación de las dos mujeres, pasó a caballo por delante de ellas, y atravesó el centro del Campo de Marte, en dirección de la calzada de San Luis Gonzaga, el joven negro militar, de que hemos hablado varias veces.
—¡Tondá!, dijo Genoveva indicándoselo a su compañera.
Sin poderlo remediar, a su vista diole un vuelco el corazón a María de Regla. Es que creyó ver a Dionisio en las garras de aquel joven intrépido que portaba sable, que la ley protegía, y que el prestigio de sus muchos actos de valor heroico hacía casi invulnerable. Se puso en pie por un impulso desconocido, dio algunos pasos en la dirección que llevaba cuando le perdió de vista tras la nube de polvo que levantaban las patas de su veloz caballo en la distante calzada, retrocedió al asiento y se desplomó sin habla junto a su asombrada amiga.
Fue causa este ligero incidente para que las dos mujeres tardaran todavía algún tiempo antes de ponerse de nuevo en camino. Pero no bien entraron en la calle Ancha, echaron de ver desusada agitación y extraño movimiento de pueblo. Hombres, mujeres y muchachos corrían como desatentados en opuestas direcciones. Los más se refugiaban en sus casas, cerraban las puertas con estrépito y se asomaban a los postigos de las ventanas para preguntar al vecino o al transeúnte el motivo de aquellas carreras, cerramientos de puertas y exclamaciones. Este contestaba:—Un fuego en Jesús del Monte; el otro:—Un levantamiento de negros en la tenería de Xifré; aquél:—Un robo en la calle de las Figuras; quién:—Un matado.
El último en hablar fue el único que se acercó a la verdad, confirmando la noticia algo después de las tres de la tarde, con muchos aspavientos y palabras inconexas, el carretillero o aguador Polanco. Muy conocido en el barrio, su aparición en la calle Ancha fue saludada con un escopeteo graneado y cruzado de preguntas de ventana a ventana. Ocioso era aquel trabajo, porque él de motu propio venía anunciando la muerte alevosa de Tondá, delante de la zapatería de la calle de Manrique esquina a la de la Maloja.
Por Malanga, preso en la cárcel pública, había averiguado Tondá el asilo de Dionisio Gamboa, y corrió a prenderlo con aquella confianza y descuido que nacen del valor llevado hasta la temeridad. Llamado a la puerta del obrador por un hombre tan conocido como Tondá, no pudo Dionisio equivocar sus intenciones, y desde luego, formó su resolución. Se levantó del banco en que trabajaba, y se acercó con las manos a la espalda, en ademán de entregarse.
El movimiento de avance por parte del prófugo determinó otro opuesto por parte del perseguidor, que le fue fatal. Grande, como se ha dicho, era el desnivel de la calle, y había además detenida entonces a la puerta de la zapatería una volante alquilona que obstruía el paso. Para hacer campo, Tondá, ya desmontado, retrocedió corto trecho; descuido éste de que se aprovechó en el instante el astuto cocinero, para metérsele dentro y abrirle el vientre de lado a lado con el mismo trinchete de que se servía para las reparaciones de la suela de los zapatos. Herido y todo el heroico Tondá, persiguió al asesino, cayendo exánime a poco andar en medio de la honda calle.
El hecho es histórico en casi todos sus pormenores.
¿Qué soñar con el que adora,
y qué sufrir cuando tarda,
y qué temer cuando llega,
y qué llorar si se marcha?
J. Velarde
En una mañana del benigno enero diole a Cecilia un vuelco el corazón, y dijo entre sí:—¡Eh! Viene él hoy. Y desde ese momento no pudo pensar en otra cosa, ni hacer nada de provecho. Veces infinitas se asomó al postigo de la ventana, creyendo la cuitada que así apresuraría la venida del objeto de sus ansias; y otras tantas se dejó caer, desfallecida de alma y cuerpo, en el columpio arrimado a la testera opuesta.
De poco le valió el volverse toda oídos y ojos. Por el contrario, tal era la ofuscación de sus sentidos, que escuchando no oía, mirando intensamente no veía. Esto explica por qué se pasaron algunos segundos antes que ella realizase la presencia del amante, llenando el hueco de la entornada puerta de la calle, cual en un espejo su imagen adorada. Entonces, olvidada por completo de sus propósitos de venganza, de los desdenes anteriores, de los supuestos agravios recibidos con sus veleidades y su marcha al campo, corrió a su encuentro con los brazos abiertos, le besó y se dejó besar por él en el delirio de la pasión. No cabe duda, el hecho de la corta ausencia había obrado el milagro de convertirlos en íntimos amigos, en cariñosos hermanos, en ternísimos amantes.
—¿Estás sola? la preguntó él.
—Sola, contestó ella con lánguida expresión.
—¿Me esperabas? agregó tiernamente teniéndola estrechada todavía por la cintura.
—Con el alma y con la vida, repuso la joven en su amoroso entusiasmo.
—¿Quién te dijo que yo venía hoy?
—¡El corazón!
La besó de nuevo en los ojos y en la boca, y añadió:
—Te hallo pálida y más delgada que a mi partida para el campo.
—¿Le parecen poco las noches y los días que he pasado sin pegar los ojos velando a mamita? Tampoco han faltado otros sinsabores...
—¿Cuándo se enfermó tu abuela?
—Desde el año pasado mamita no gozaba de salud. Pero su gravedad se puede decir que principió la víspera de Nochebuena. Cuando yo llegué, a eso de las dos de la madrugada, la encontré con una calentura que volaba... No se levantó más.
—¿Dónde habías estado tú hasta esa hora?, preguntó el joven sorprendido.
—En una parte.
—¿En qué parte?
—¡Oh! En una parte.
—¿Me dirás dónde?, la preguntó Leonardo poniéndose serio.
—Espero que me diga Vd., antes dónde ha estado todo ese tiempo, replicó ella no menos seria, tratando de herir por los mismos filos.
—Yo he estado donde tú sabes.
—Ya, en el campo, Vd. me lo dijo, ¿pero se fue Vd. por mi voluntad?
—¡Ah! ¡Vengativa! ¿Esas teniendo? Según eso, tú has estado en una parte por pique conmigo.
—Por pique no. No tengo nada de vengativa. Ni un tantico. Lo que yo no quiero, lo que no puedo aguantar es que me la den de boba. Fue Vd. a divertirse con sus amigas en el campo, ¿había de quedarme en casa encerrada como monja? No faltaría más.
—Fui de mala gana. Hubiera preferido quedarme, pero mamá se propuso llevarme... ¿No te lo dije así?
—Me lo dijo con la lengua.
—Yo no digo mentira.
—¿No tiene Vd. la boca debajo de la nariz como los demás hombres? Va que sí. Ninguno dice mentira. ¡Qué! Sería un pecado. ¿Pero cuál de Vds., si se ofrece, no engaña a la mujer más buena del mundo?
—¿Qué sabes tú de eso?
—Mucho más de lo que Vd. se figura. Muy lépero ha de ser el que se burle de mí.
—No hables boberías y dejémonos de cosas que no tienen fundamento. Es gana que busques motivos de quejas. Tú no puedes ponerte brava conmigo. Dime, ¿en dónde estuviste la víspera de Nochebuena?
—¿De mal a mal?
—De bien a bien, cielo mío. De ti no quiero ni la gloria de por fuerza.
—Eso sí. Pues venía del baile de etiqueta que dio la gente de color en la casa de Soto, allá afuera.
—¿Cómo fuiste?
—A pie.
—No quiero decir eso. ¿Quién te convidó? ¿Con quién fuiste al baile?
—Me convidó Uribe el sastre, que fue uno de la comisión, y fui al baile con Clara su mujer, con Nemesia y con José Dolores su hermano...
Leonardo torció el ceño y no supo ni pudo ocultar su disgusto.
—El que se pica ajos come, dijo Cecilia sonriendo. ¿Qué diré yo cuando recuerde que Vd. fue al campo para seguir a una guajira?
—Veo que no pierdes la ocasión de zaherirme, dijo Leonardo disimulando su desazón. Y me parece que serías capaz de querer a cualquier hombre con tal de darme caritate.
—No tanto, ni tan calvo que se le vean los sesos. Hay muchos hombres a quien no podría querer por más picada que estuviese con el preferido de mi corazón.
—Malo es que tú seas de naturaleza celosa y vengativa.
—Sea Vd. leal y constante y nada tendrá que temer de la mujer más vengativa y celosa nacida.
—Con las celosas no valen la lealtad ni la constancia del amante más fino. Mucho menos valen si tú das entrada a hombres con quien no debes ligarte.
—¿A quién he dado yo entrada? Vamos, explíquese.
—¿Quieres oírlo de mi boca? ¿Quién te acompañó al baile estando yo ausente? ¿Con quién bailaste? ¿En casa de quién vives ahora?
—¿Y eso es lo que Vd. llama darle entrada a los hombres?
—Por ese camino al menos se va derecho al corazón de las mujeres.
—No al mío que está forrado y claveteado en cobre. Pero si de alguno no debe Vd. abrigar recelo es del hermano de Nene. Entre nosotros no ha cabido nunca, creo yo, más que una sincera y desinteresada amistad. Nosotros nos conocemos y tratamos desde chiquitos. Hemos jugado juntos a la gallina ciega y a la lunita, hemos crecido el uno al lado del otro sin pensar en amores, al menos por mi parte. Sé que siente por mí un cariño entrañable; sé que se desvive por mí; sé que su mayor delicia es serme útil; sé que tiene orgullo en adivinar mis pensamientos; sé que si le pido un favor se aflige y se culpa a sí mismo porque no se adelantó a mi deseo; sé que no consentirá me ofendan ni las moscas; sé que es capaz de cometer cualquier locura por agradarme; sé que me cree el non plus ultra de las mujeres; sé que tiene celos de Vd. que se lo comen vivo; pero aún no me ha hecho una declaración de amor. Sabe, el pobre, porque no tiene un pelo de tonto, que yo no he de quererlo, ni casarme con él en la vida. Muchas veces lo he sorprendido mirándome cual se mira a las santas; yo he hecho como si no lo notase o entendiese y él no se ha atrevido a declararse. De aquí no ha pasado desde que nos conocemos. En su trato es una dama, muy galán y respetuoso con las mujeres, bien criado con los hombres; sólo le falta la cara blanca para ser un caballero en cualquier parte. Le hablo con esta claridad de José Dolores porque se me figura que a Vd. no le cae en gracia, qué no lo ve con buenos ojos.
—Te engañas, dijo Leonardo alarmado por el hermoso retrato que acababa de trazar Cecilia de José Dolores Pimienta. No tengo prevención ninguna contra tu amigo. No lo miro con buenos ni con malos ojos, por la sencilla razón de que no me cuido si vive o si muere. A mí no puede hacerme sombra semejante sastrecito. Siento, sí, que en estas circunstancias hayas creído necesario explicarme la clase de relaciones que han existido y existen entre Vds. dos. No me interesa eso en lo más mínimo.
—A Vd. le corresponde hablar así, a mí no. Sería la más descastada de las mujeres si olvidara por un momento los muchos favores que le debo a José Dolores. El fue mis pies y mis manos, mi todo, durante la enfermedad de mamita; él hizo los mandados; él llamó varias veces al médico; él trajo las medicinas de la botica; él hizo caldos de gallina para la enferma; él veló conmigo a su cabecera; él fue por los óleos a San Juan de Dios; él corrió con el entierro; él lloró tanto como yo la muerte...
En este punto los sollozos y las lágrimas le cortaron la palabra a Cecilia. Después continuó como ofendida por el tono y las frases despreciativas que había empleado Leonardo respecto de José Dolores:
—Hay favores que no se pueden pagar bastantemente; la mujer que los olvida no merece el pan que come. José Dolores siempre me ha distinguido y respetado, y lo que es en el baile sacó la cara por mí, exponiéndose a la muerte.
—¿Con qué motivo sacó la cara por ti?
—Con motivo de haberme ofendido un negro.
—¿Por qué te ofendió?
—Porque me negué a bailar con él.
—¿Le desairaste?
—No. Yo no le conocía. Era un intruso, ¿por qué había de bailar con él? Además, tenía comprometido el minué con Brindis. Tampoco quería yo bailar pieza con los negros. Las dos o tres que bailé con ellos fue por compromiso.
—El mal estuvo en tu concurrencia a un baile de gente de color...
—Lo sé, lo confieso, me pesará toda la vida haber ido. Eso me parece que le apresuró la muerte a mamita.
Volvió a llorar Cecilia; y Leonardo, para alejar de su mente aquella idea, o para averiguar lo que había ocurrido dentro y fuera del baile, la preguntó:
—¿Qué casta de negro era el que te ofendió?
—No sé. En mi vida le había visto. Tampoco me conocía él a mí sino por mera inferencia. Creo que me invitó a bailar para tener la ocasión de insultarme y vengar así un agravio que supuso alguien le había hecho por mi causa.
—¿Quién le hizo el agravio?
—No lo dijo. Sólo dijo a gritos que yo tenía la culpa de que se viera separado de su mujer.
—Debía estar loco o borracho.
—Borracho no, más bien loco. Daba miedo. También me dijo que me vio cuando yo gateaba; que sabía quien era mi madre y que conocía a mi padre como a sus manos.
—Mal pudo conocer a tus padres, observó Leonardo con aire sentencioso, siendo así que eres hija de la Cuna. ¡Disparate!
—¡Ah! Escuche, agregó Cecilia recordando: dijo que su mujer fue quien me crió, que yo era mulata y que mi madre vivía y estaba loca.
—¿No se averiguó cómo se llamaba ese diablo de negro?
—Sí, se supo al fin. Lo reconoció un oficial de la sastrería de Uribe. Lo llamó por el nombre de Dionisio Gamboa, aunque él sostuvo que no se llamaba así, sino Dionisio Jaruco.
—¡Ah! ¡Perro! exclamó Leonardo apretando los puños al mismo tiempo que los dientes. ¡Qué buen novenario merece! Lo llevará, como hay un Dios en el cielo, en cuanto se le capture. A bien que ya Tondá le sigue la pista. No hay tal Dionisio Jaruco ni calabaza. Su nombre sí es Dionisio, pero su apellido debe ser Gamboa, porque pertenece a mamá. El muy indigno, mal agradecido, infame, al robo de la ropa antigua de papá ha añadido la fuga y dejado a mamá sin cocinero. A ningún negro se le han consentido en casa más desvergüenzas que a él. Y véase el resultado. La pagará. Que se esconda bajo siete estados de tierra, de ahí le sacarán. Se le castigará cual merece, lo juro. Me parece que si le desuellan vivo no paga las que debe. Después, ¡atreverse a insultarte...!
Arrebatado por la cólera, tardó algún tiempo en comprender Leonardo que había asustado a Cecilia con tan inoportunas amenazas, además de ponerse en ridículo a sus ojos, pues ésta advirtió sin esfuerzo que el furor de su amante contra el negro no procedía tanto del agravio a ella inferido, cuanto de haber dejado la familia sin cocinero. Volviendo sobre sus pasos, aunque tarde, añadió el joven:
—Pero, a todas éstas, ¿qué has tenido tú que ver con la separación de Dionisio de su mujer? Nada, absolutamente nada. Dudo que fueses nacida cuando mamá zampó a María de Regla, la mujer de Dionisio, por escandalosa y desobediente, en el ingenio de La Tinaja. Y si no habías nacido, ¿cómo pudo criarte? Ella sí crió a mi hermana Adela. Vamos, es un disparate, una equivocación suya, pretexto para desfogarse contigo que no podías devolverle el insulto.
—Para eso, dijo Cecilia con satisfacción, que le costó caro el meterse conmigo. A la salida del baile esperó a José Dolores en la esquina de la calle Ancha. Pelearon con cuchillo y el negro cayó a los primeros golpes...
—¿Muerto? exclamó Leonardo, que no esperaba semejante desenlace.
—Me parece que no. El quedó en el suelo quejándose mucho. ¿Le duele a Vd. que se le hubiese castigado tan pronto la falta?
—No, no, se apresuró Gamboa a corregir la falta de galantería que acababa de cometer manifestando sentimiento por la herida de su esclavo. No me duele perder un negro. Tenemos muchos. Siento sí que tú hayas estado por medio. Fue un escándalo. ¡Tú complicada en un homicidio! Mas hablando de otra cosa, ¿qué médico asistió a tu abuela en su enfermedad?
—Montes de Oca.
—¿Cómo vino él a curarla?
—Yo fui por él.
—¿Le conocías?
—De vista.
—¿Le conocía tu abuela?
—Ella sí. Mamita fue a verlo a su casa y él venía a verla todos los meses.
—¿Para curarla?
—No. Mamita no había estado casi nunca enferma de médico.
—¿Qué dares o tomares se traían ellos?
—Mamita recibía una mesada por conducto de Montes de Oca.
—¡Una mesada! Ahora recuerdo que hace mucho tiempo Montes de Oca le tomó a papá en alquiler esa misma María de Regla, mujer del cocinero, para criar a una niña, hija ilegítima de un amigo suyo. Y he aquí descifrado el por qué de la equivocación de Dionisio. Seguro, se figuró que tú eres la tal niña. Por supuesto, tú no fuiste, pero ¿quién saca al muy bestia del error? Ni habías nacido entonces. Mira tú, después de eso María de Regla crió a Adela por cerca de dos años. Lo que te sé decir es que esa crianza le ha costado muchos disgustos a mamá. Montes de Oca se comprometió a pagarle dos onzas de oro a papá por el precio del alquiler de María de Regla. Sospecho que nunca cumplió, porque él es mal pagador. Hallo, pues, extraño, incomprensible, que Montes de Oca le pasara una mesada a Vds. ¿No sabes tú su origen?
—No entiendo, contestó Cecilia dudosa.
—Quiero decir, repuso Leonardo, que si tú sabes el motivo, la razón, o como se llame, del por qué le pasaban la mesada a tu abuela.
—No lo sé; mejor dicho, no me he puesto jamás a averiguarlo.
—Tú lo sabes y no quieres decírmelo. Lo leo en tus ojos.
—Mal lector es Vd. entonces.
—Niego a pie puntillas que Montes de Oca pasaba la mesada por cuenta propia.
—También lo niego yo.
—¡Ah! ¿Ves? Tú sabías y me lo negabas.
—Vd. no me preguntó eso. Vd. me preguntó que si yo sabía el origen o el motivo de la mesada, y todavía estoy en ayunas. Lo único que sé es que Montes de Oca la pasaba por cuenta de un amigo...
—Que tú conoces. ¿No? la interrumpió Leonardo.
—De vista, contestó Cecilia a medias.
Su nombre.
—¡Ay! Ese se queda para el curioso lector.
—Dilo, dilo, la instó el joven cogiéndole la mano. No deseo saberlo por mera curiosidad, sino por algo que te diré después.
—Vd. lo conoce como a sus manos.
—¿Quién, pues?
—Su padre de Vd.
—¡Mi padre! exclamó Leonardo asombrado de la revelación. ¡Será posible que mi padre lleve la pertinacia....! (Se contuvo y agregó luego:) ¿Estás segura?
—Segurísima.
—¿Desde cuándo le conoces tú?
—¡Uf! Desde que yo era chiquitica.
—¿Cómo le conocías?
—De verlo en las calles. A cada rato tropezaba con él. Cuando menos lo esperaba lo tenía encima. Se ponía bravo y me decía muchas cosas: que estaba hecha una mataperros, perdida, mal criada, y que iba a hacer que me prendieran los soldados.
—¿Sabías tú su nombre entonces?
—No, ni lo supe hasta mucho después, cuando me había hecho una mujer. Conmigo no ha tenido él amistad, con mamita sí. De Corpus a San Juan, solía hablarle por la ventana, siempre de mí.
—¿Qué la decía?
—Nada bueno, por cierto. Le decía, por ejemplo, que me celara de Vd.; que no me dejara ir a bailes con Vd., que Vd. era muy enamorado; que tarde que temprano me dejaría Vd. por otra; en fin, que Vd. estaba para casarse con una muchacha muy rica y sólo aguardaba a recibirse de Bachiller en Leyes.
—Me sorprende oír eso de mi padre. No lo creería si otra persona me lo dijera. ¿Qué objeto le lleva verdaderamente en el asunto? Su conducta contigo aleja la idea del amor. No está enamorado de ti, no. Tampoco ha sido él hombre de enamorarse por andar alegre. Ahora me desengaño...
—Es que mamita también estaba opuesta a nuestras relaciones. A la hora de su muerte me mandó que no lo quisiera a Vd.
—Tú no piensas en obedecerla, ¿no es así?, dijo el joven apasionadamente.
—Ya es demasiado tarde, contestó Cecilia poniéndose colorada. (Después añadió en voz baja:) Dios quiera que no me pese haber desobedecido a mamita.
—Nunca te pesará, repuso Gamboa con calor, te lo juro por lo más sagrado, el haberme querido bien. Veo, entre tanto, que nada de lo que me has dicho explica el enredo de la mesada. ¿Por qué, a santo de qué se la pasaba mi padre a tu abuela? Ve aquí lo que me encalabrina y desespera. Es posible que no continúe pasándotela a ti...
—Tal pienso yo, dijo Cecilia bastante afectada.
—No es eso lo peor, agregó el joven reflexionando, sino que el médico te cobrará la cura de la enferma. Del árbol caído todos hacen leña.
—Por esa parte estoy tranquila. En toda la enfermedad de mamita, en vez de pedirme estuvo el médico dándome dinero para los gastos.
—¿Cómo cuánto te dio?
—Como quince onzas de oro. Yo no llevé la cuenta... José Dolores.
—Dale con José Dolores. No quisiera volver a oír su nombre en tu boca.
—¿Qué tienes?
Interrumpiose a lo mejor el prolongado diálogo de los amantes por la llegada de Nemesia, con grande disgusto de los tres. De Cecilia, porque así quedaba sumergida en el mar de confusiones respecto de su suerte futura, do la había arrojado la muerte repentina de su abuela. Con disgusto de Leonardo, porque después de lo averiguado acerca de la posición de Cecilia en aquella casa, comprendió que debía sacarla de ella cuanto antes, so pena de perderla para siempre, y no había tenido tiempo de arreglar con su acuerdo el nuevo plan de vida.
Por su parte Nemesia también experimentó un vivo disgusto; porque sin más argumento ni prueba que la presencia allí del temible rival de su hermano, cuando le creía más distante y olvidado de Cecilia, quedó convencida que ni los celos en ella, ni la ausencia en él, habían obrado el milagro de trocar en odio, siquiera en indiferencia, el profundo afecto que se profesaban los dos. ¡Pobre José Dolores! exclamó Nemesia entre sí. De ésta la perdiste. ¡Tontos de nosotros que nos habíamos halagado con la esperanza de que se quedaría en el monte!
—Está de Dios, hijo, que no ha de ser tuya Celia, dijo Nemesia con gran sentimiento, a su hermano cuando volvió de la sastrería.
—¿En qué te fundas para darme tan mala noticia?, preguntó el hermano alarmado.
—Me fundo en que él ha vuelto. Los topé a los dos esta mañana como uña y carne.
—¿A dónde?
—En esta sala. Solitos...
—Luego él no fue al campo para casarse.
—¡Casarse! Tal vez se ha casado y ahora anda atrás de la querida.
—¡Qué! ¿Crees tú que va a sacarla de aquí pronto?
—Cuando menos... Para ponerle casa.
—Cuando menos no, dijo José Dolores irritado a lo sumo.
—No. Si la destina para querida, mientras más pronto se la lleve mejor; porque primero me dejo escupir a la cara que hacer el papel de tapa. No es él hombre para pasarme la mota y reírse de mí. Que no se ponga en mi camino. ¿Dónde está ella?
—Vistiéndose allá dentro. Eso es que lo espera esta noche.
—Es posible. Así será bueno que me arrime a un lado por ahora. Una tragedia le causaría más pesar a ella que a él.
—Todavía no se ha perdido todo, José Dolores, dijo Nemesia pensativa. Mientras la vida dura, hay esperanza.
—¿Qué esperanza, hermana? O él o yo. Los dos juntos no cabemos. ¿Me resignaría yo a servir de tapa tampoco? Creo que no, Nene.
—Bobería, José Dolores: del lobo aunque sea un pelo. ¿Quién puede decir con verdad que es el primero en el corazón de una mujer? Naiden. Ten por sabido que ella no es firme ni de ley. Dice una cosa ahora y luego otra. Se dobla como la hoja del caimito: cátala colorada, cátala blanca. Si tú la hubieras oído cuando él se fue para el monte atrás de la muchacha blanca..., sabrías quién es ella.—¡No lo quedré más en mi vida! No volverá a verme la cara. Aunque me se arrodille, aunque me bese los pies, no le perdonaré la que me ha hecho. De mí no se burla ni el sol de los hombres. Apuradamente, con él no se acabaron para mi. Hay muchos, me se sobran. ¿Cuántos, cuántos tan buenos mozos como él no se darían santos con una piedra en el pecho con tal que yo los quisiera? No seré de las que se quedan para vestir santos o cuidar sobrinos. Juro que el primero que me diga jí, le digo já. Y veremos quién pierde más, si él o yo.
El que excusa la vara, quiere mal a su hijo; y el que lo ama, con muchas varas lo corrige.
Proverbios, XIV, v. 24
Llegado había inopinadamente el momento de poner en planta el plan ideado por don Cándido antes de su marcha al campo.
La muerte de seña Josefa había arrojado a Cecilia en brazos de Leonardo, el cual, sabía su padre, no era tan simple ni tan virtuoso que desaprovechase la ocasión que se le presentaba de tomarla por manceba, con achaque de ampararla.
Miraba don Cándido este evento casi como una catástrofe, cuyo único medio de evitarla, en su concepto, consistía en sustraer a Cecilia de la vista y comercio de Leonardo, aún cuando para lograrlo fuese necesario usar de fuerza. Pero le ocurrió que tal vez podría ejecutarse la misma cosa sin ruido ni responsabilidad como se le diese una apariencia legal. Movido por esta idea feliz, decidió aconsejarse con el abogado y Alcalde mayor don Fernando O'Reilly, amigo y condiscípulo de Leonardo, con quien él tenía bastante amistad.
Mientras caminaba en la dirección de la calle de los Oficios, componía mentalmente un discurso regular en forma de diálogo para presentar su caso bajo la mejor y más plausible luz, ante el señor Alcalde Mayor. Sucedió, sin embargo, que en presencia de Su Señoría se le fueron de la mente las especies, cual pichones espantados del palomar, y sólo acertó a decir:—que la Valdés le sonsacaba a su hijo Leonardo, le seducía con sus artimañas, y no le dejaba seguir los estudios de derecho, y quería saber qué remedio podía poner la justicia a tamaño escándalo.
Oyole el Alcalde con una sonrisa de satisfacción y de marcada condescendencia, y dijo:
—¡Cuánto me alegro, señor don Cándido, de oírle! ¡Estoy encantado, sorprendido! ¿Pues no ha de llamarme la atención y complacerme, si desde que presido en este tribunal de justicia, por disposición soberana, ha más de un año, es Vd. el primero que se acerca a él en queja semejante? No es que no ocurran en La Habana casos iguales, no; ocurren a millares; es que tales son la ignorancia y la relajación de las costumbres, que sólo se consideran delitos los atentados contra la vida y la propiedad ajena, aquéllos a que se sigue daño inmediato de la persona o de los bienes del vecino. Los ataques a la moral, a la honestidad, a las buenas costumbres, a la religión, éstos no son delitos, son meras faltas, pecados veniales, deslices que no tienen pena señalada en ningún código escrito. ¡Qué error, amigo don Cándido! ¡Qué confusión de ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es honesto y lo que es deshonesto, lo que es permisible y lo que es vedado, lo que es loable y lo que es reprehensible!
«Saco, en su Memoria sobre la Vagancia, que acaba de premiar la Sociedad Patriótica, atribuye al juego, que llama guarida de nuestros hombres ociosos, la escuela de corrupción para la juventud, el sepulcro de las fortunas de las familias, el origen funesto de la mayor parte de los delitos que infestan la sociedad en que vivimos.
«Yo difiero de tan autorizado parecer, y opino que reconocen dos causas principales los males de que todos nos quejamos, a saber: la ignorancia y la política de gobierno de Vives. No hay escuelas. ¿Y cuáles son los resultados? Los robos frecuentes a la luz del día, los asesinatos sin causa ni provocación, los pleitos interminables, las injusticias notorias, la prostitución de las mujeres, el desorden social. La política de gobierno de Vives es también causa de corrupción y extravíos sin término ni paralelo en el mundo. Se pudren los presos en la cárcel y no se castiga a los grandes delincuentes. Tampoco se averigua sino rara vez el origen de los crímenes más atroces, gracias, si alguna se atrapa a los malhechores. ¿Quién ha matado a Tondá?
—¡Cómo! exclamó don Cándido, interrumpiendo al Alcalde. ¿Han muerto a Tondá?
—Ayer tarde le abrieron el vientre de una cuchillada.
—¿Tiene V. S.[57] los pormenores del lamentable suceso?
—No, señor. Anoche se me comunicó la noticia en el teatro, extrajudicialmente. Se dice sólo que el matador fue un negro prófugo a quien él trató de prender.
—Tengo motivos para sospechar que el asesino ha sido mi cocinero. Días pasados encargó mi mujer su captura a Tondá...
—No tendría nada de extraño, prosiguió el Alcalde. En caso que le prendan, caso dudoso en estos tiempos que corren, me tomo la libertad de darle a Vd. un consejo: entregue el esclavo a la noxa...
—¿A la qué señor don Fernando?
—A la noxa, digo.
—Estamos. ¿Mas quién es esa dama?
—Natural es que no lo sepa Vd., puesto que no ha estudiado leyes. Se entiende en derecho entregar el esclavo a la noxa, al acto de la renuncia del dominio directo que sobre él tiene el amo, en favor del tribunal de justicia que le juzga por el delito o daño cometido. Pierde Vd., de este modo un negro que cuando más y mucho vale en buena venta 500 pesos; pero ahorra Vd. los costos y las costas del proceso, los cuales suelen montar al doble de esa suma, si el amo se hace parte en el juicio. Sábese que si no se le unta la mano al juez pedáneo, levanta una sumaria negra contra el reo. Luego hay que hacer lo mismo con el escribano que da fe, con el oficial de causas que provee a veces a su antojo, con el fiscal que acusa y no quiere trabajar de balde, con el juez, con el asesor, etcétera, etcétera.
—¿Pleitos yo, señor don Fernando? No en mis días. Valdría mejor colgarse de un farol.
—Hace Vd. bien... Pero volviendo a la pretensión... ¿Decía Vd.?
—Decía, señor Alcalde, repuso don Cándido cual si saliera de un sueño, que una mozuela trae loco a mi hijo Leonardo, le seduce y encanta con sus mañas y no le deja concluir sus estudios de abogado...
—Vamos por partes, dijo O'Reilly con calma. ¿Cómo se llama la seductora?
—Cecilia Valdés, contestó tímidamente el querellante.
—Bueno. ¿Qué casta de mujer es ésa?
—No entiendo.
—Quiero decir: ¿es joven o de edad mediana? ¿Casada o soltera? ¿Bonita o fea? ¿Blanca o de color? Todo esto es fuerza que sepamos antes de proceder a la graduación del tanto de culpa y a la aplicación de la pena que en justicia le quepa.
—Diré a V. S., señor Alcalde, con lealtad cuanto sé en el particular, dijo Gamboa titubeando y con las orejas encendidas de la vergüenza. La chica es joven, bastante joven, como que apenas contará 18 años de edad. No ha sido casada; tampoco, a lo que entiendo, puede calificársela de fea, más bien de bonita, de real moza, diría. Es pobre, sí, pobre, pobrecita, y de color, aunque pasará por blanca donde quiera que no conozcan sus antecedentes...
—Muy bien, perfectamente, replicó el Alcalde pensativo. Se conoce que está Vd. enterado del caso. Así me gusta. Ya podremos juzgar con pleno conocimiento... Sólo ocurre un vacío, llamémosla duda, a saber: ¿conoce Vd. los hechos que expone, por sí mismo o por referencia de tercera persona?
—Unos conozco por mí mismo, otros, digamos, por inferencia.
—Entendámonos. En primer lugar, diga Vd. si sabe con quién vive la joven.
—Ahora, supongo que con alguna amiga suya.
—Nada de suposiciones, señor don Cándido. ¿Le consta a Vd.? ¿Sí o no?
—No, señor, no me consta, lo infiero.
—Eso me gusta. En esta clase de negocios la franqueza es lo primero. Al abogado y al juez hay que hablarles como se le habla al confesor, con el corazón en la mano. Y antes, ¿con quién vivía la pardita?
—Con la abuela.
—¿Viven sus padres? ¿Tiene parientes, allegados, protectores en suma, alguien que haga por ella? Siendo tan linda, como Vd. dice, bueno es saber todo eso, averiguarlo en tiempo.
—Poco ha murió la abuela. La madre (añadió balbuciente y más enrojecido que nunca), la madre... Verdaderamente no sé a estas horas si vive o si muere. De cualquier modo, de nada le valdría si viviera. En cuanto al padre... ella no le tiene conocido... Es hija de la Real Casa Cuna. ¿Está V. S.?
—Bien. ¿Conoció Vd. a la abuela de persona?
—Sí, señor, la conocí, aunque nunca tuve trato íntimo con ella. Sería largo de referir y ajeno de este lugar el detenerme en detalles. Me consta, sin embargo, que para mujer de color (era parda) llevó vida ejemplar, que practicaba la virtud, que se confesaba y comulgaba a menudo, que criaba a la nieta en el santo temor de Dios, que la vigilaba estrechamente, y, sobre todo, que no la consentía holgorios, devaneos con mozuelos ni cortejos de ventana.
—Luego la muchacha de que se trata es bien criada, de vida honesta y no ha dado aún qué decir.
—Así es la verdad; sólo que, como de raza híbrida, no hay que fiar mucho en su virtud. Es mulatilla y ya se sabe que hija de gata, ratones mata, y que por do salta la cabra, salta la que la mama.
—Bien dicho. Confesemos que nuestros refranes encierran gran fondo de sabiduría. Confesemos también que nuestras mulatas, generalmente hablando, son frágiles por naturaleza y por el deseo, ingénito en las criaturas humanas, de ascender o mejorar de condición. Y he aquí la clave para descifrar el por qué de su afición a los blancos y de su esquivez para con los hombres de su propia raza. A bien que hablo con persona que debe entenderme. Nadie como Vd. que, por su larga residencia en el país, ya se ha aplatanado, habrá tenido mejores oportunidades de observar la idiosincrasia de nuestra clase de color libre. Pero una regla general, una fuerte presunción, una teoría, por plausible y brillante que parezca, sobre la índole o aficiones de éstas o de esotras gentes, no constituye hecho, no denuncia delito, siquiera cuasi-delito, que es lo que penan las leyes y juzgan y castigan los tribunales de justicia.
«Resumamos. Comparece Vd. ante mí, el Alcalde Mayor, en queja contra la Valdés a quien acusa Vd. del cuasi delito de seducción y distracción inferido a su primogénito de Vd., que se halla aun bajo la patria potestad. Por ende, pide Vd. se lance un mandamiento de prisión contra la seductora, y que, sin oírla, se la castigue, privándola de su libertad. De acuerdo. Hasta aquí no hay irregularidad aparente, la querella está fundada en derecho y Vd. le tiene excelente para no consentir en que una pelandusca extravíe y pervierta a su hijo, mucho más cuando sigue una carrera tan honrosa y noble como es la de la toga. Aplaudo la vigilancia y severidad de principios que Vd. mantiene.
—Me confunde V. S., exclamó don Cándido, contento por la vuelta que, al parecer, tomaba su pretensión. No merezco esos elogios. ¡Ca! No los merezco ni por cien leguas.
—Pero (continuó con seriedad el Alcalde) como juez recto y de conciencia, demando las pruebas del delito; espero que el actor haga buena la acusación, interrogo para conocer los antecedentes y consecuencias del reo, y lejos de provocar una sumaria condenatoria, obtengo la más brillante declaración absolutoria. Permítame Vd., señor don Cándido, que le diga con la franqueza que me caracteriza que Vd. mismo, llevado sin duda del amor innato a la verdad y a la justicia, abona la conducta de la acusada, hace cumplido elogio de su carácter, y la vindica de toda imputación o mala fama; atándome las manos, por supuesto, para proceder en justicia.
Abrumado don Cándido por la salida inesperada del juez, durante un buen espacio de tiempo no atinó a decir palabra, sólo a estrujarse los dedos e inclinar la cabeza. Luego dijo en voz tímida y confusa:
—Por mi madre, señor Alcalde, que nunca pude pensar fuese tan seria la cosa. ¡Vaya que si lo es! ¡Pues no estaba yo engañado! De medio a medio. Y suponía que no había más sino llegar y besar. O ¿no es que V. S. toma el asunto por donde más quema, cual si dijéramos, a punta de lanza? No estoy seguro, lo pienso nada más, señor don Fernando.
—Aun cuando sea siempre cosa seria (dijo el Alcalde con su acostumbrada ecuanimidad), el lanzar mandamiento de prisión contra un individuo cualquiera que sólo se sospecha haber cometido un delito, no es eso lo que me detiene en el caso presente; me detiene el hecho de que Vd. mismo con su franca declaración me ha quitado el asidero de que se podría echar mano para proceder con las apariencias de legalidad. Deme Vd. el asidero y le sirvo de la mejor gana, no obstante que sé le voy a causar disgusto al amigo Leonardo, contribuyendo al plagio de su amiga.
—¡Maldito asidero! dijo don Cándido para sí. ¿Pues no se aparece a la hora nona? Luego añadió alto: Tratárase de tablas sin nudos ni alabeos, señor don Fernando, o de ladrillos sin caliches, o de tejas sin marras, y me tendría V. S. más listo que un gerifalte. ¿Qué se me alcanza a mí de asideros judiciales? Ni jota. ¿Por qué V. S. que sabe tanto, no le da un corte al negocio y me saca del atolladero?
—Porque no sería eso legal, ni quedarían cubiertas las apariencias, a lo menos en el fuero interno del juez. La sugestión debe venir de Vd. Estaba entretanto pensando, señor don Cándido, suponga Vd. que doy orden de arresto, que Vd. prende a la muchacha, que la mete en la cárcel o logra Vd. esconderla por algún tiempo. ¿Ha meditado Vd. en las consecuencias?
—¡Consecuencias! repitió el hacendado sorprendido. A fe que no he pensado en ello. Ni me ocurre que me traiga consecuencias el paso... a menos que haya un tonto que salga a su defensa.
—Precisamente, porque creo que le sobrarán los defensores, digo lo que digo.
—Pues, ¿no he dicho a V. S. que es pobre, oscura, desconocida, huérfana, sola en el mundo...?
—También me ha dicho Vd. de ella dos cosas que valen más que el dinero, el nacimiento, el parentesco y las buenas relaciones: me contraigo a su juventud y a su belleza. Recuerde Vd. las palabras de Cervantes; vienen aquí de molde: «que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida». Con tales adminículos no estará ella nunca sola en el mundo.
—Contra esa sentencia de don Quijote, hay esta otra que no sé de quién es: «Santo que no es visto, no es adorado». Dígolo, porque si logro atraparla, cuenta V. S. con que la pondré donde no la vean ni los pájaros.
—Repito a Vd. que la cosa no es tan fácil como parece a primera vista. Ni ¿dónde la pondría Vd. que nadie la oyese, la viese, la compadeciese y la amparase? Leonardo, si está de veras enamorado de ella, será el primero en declararse su campeón, la buscará, la encontrará y la salvará, mal que les pese a sus captores. ¿No sería, por tanto, más derecho, más cuerdo y puesto en razón, que se deje quieta a la muchacha en su casa y no provoque un conflicto? Quizás él la corteje por pasatiempo, por capricho o porque no ha tropezado con otra que le guste más. ¿Qué sabemos?
—Lo que yo me sé de memoria, señor don Fernando, es que mi hijo es muy terco, tan terco como un vizcaíno, y que aunque no sea más que por terquedad, todavía comete una locura y trae una desgracia a la familia.
—¡Desgracia! repitió el Alcalde admirado. No lo concibo. Dice Vd. que la chica es bien criada, de estado honesto, linda, que puede pasar por blanca, ¿qué mayor desgracia podría sobrevenirle a Vd., a la familia, a Leonardo, en una palabra, si olvidado de sí mismo, cegado por la pasión, en un momento de extravío toma por esposa a la Valdés?
—¿Por esposa dice V. S.? exclamó don Cándido con ademán fiero y tono resuelto. Antes que tal haga, por Dios vivo que le desnuco de un trancazo. No, no, yo se lo aseguro a V. S., él no se casará con la Valdés.
—¿Cuál es, entonces, la desgracia que Vd. tanto teme?
—Para hablarle en plata, señor don Fernando, no recelo, ni me pasa por la cabeza, que mi hijo lleve su fatuidad hasta el punto de tomar por esposa a la Valdés; lo que temo, lo que miro como una gran desgracia para la familia es que se la eche de querida. Estas mulatas son el diablo.
—¿Conque no es otra la desgracia a que Vd. alude? preguntó el Alcalde sonriendo. Mírese el asunto bajo el punto de vista que se quiera, o yo soy muy obtuso que no alcanzo a descubrir el lado malo, o no es, ni ha sido nunca, causa original de desgracia para una familia, sea cual fuere su posición social, el que uno de los hijos solteros se eche de querida a una moza de la clase inferior a la suya. Si no fuese así, señor don Cándido, ¿qué familia sería feliz en la tierra? Todas tendrían que lamentar igual o peor desgracia. En todo país de esclavos no es uno ni elevado el tipo de la moralidad; las costumbres tienden, al contrario, a la laxitud, y reinan, además, ideas raras, tergiversadas, monstruosas, por decirlo así, respecto al honor y a la virtud de las mujeres. Especialmente no se cree, ni se espera tampoco, que las de la raza mezclada sean capaces de guardar recato, de ser honestas o esposas legítimas de nadie. En concepto del vulgo, nacen predestinadas para concubinas de los hombres de raza superior. Tal, en efecto, parece que es su destino. Gracias, pues, debe Vd. dar a Dios de que no se le haya metido en la cabeza a su hijo de Vd., que parece ser testarudo y voluntarioso, el enredarse con una negrita. Esa sí que sería una desgracia para la familia. Ahora bien, señor don Cándido, ¿por qué no prohíbe Vd. a Leonardo que visite a la Valdés? Esto lo hallo más fácil y puesto en razón, sobre todo, no tan ocasionado a escándalo. El culpable es él que la solicita y persigue, no ella que se está quieta en su casa. Y aquí entre nos, amigo don Cándido, tiene todos los visos de una injusticia que Vd. pretenda el castigo de la víctima y la absolución del victimario.
—El error nace de que V. S. supone inocente a la Valdés.
—¿Qué pruebas hay para suponer lo contrario?
—Varias. Entre otras, la de habérsela avisado que desistiera de esos amores.
—¿Por medio de quién se la avisó?
—Por medio de la abuela.
—¿En nombre de quién?
—En... mi nombre.
—¿Y ella no hizo caso?
—¡Qué había de hacer la muy pizpireta! Peor la ha hecho desde entonces.
—La ha hecho divinamente.
—¡Cómo! ¿La apoya V. S. en su maldad?
—No tal, no la apoyo, le hago la justicia de creer que ama bien y mucho, y opino que en los negocios del corazón no mandan las abuelas, ni los padres de los amantes. Nada: es preciso darle un corte a este asunto. Prohíbale Vd. a Leonardo que visite a la Valdés. ¿No es Vd. su padre? ¿No tiene Vd. autoridad sobre él? ¿Sí? Prohibición absoluta; no más visitas a la Valdés, y asunto concluido.
Quedose estupefacto don Cándido.
—¡Eh! Aquí te quiero ver, escopeta, pensó él. Vea Vd.; las mismísimas preguntas que yo esperaba;—«¿No es Vd. su padre? ¿No tiene Vd. autoridad sobre su hijo?» Y es que tenía preparada una respuesta. Se ha marchado. Sí, échale un galgo. Cabeza de chorlito, chorlito, chorlito...
—Señor don Fernando, añadió resueltamente, cortando de pronto el monólogo. Carezco de palabras para explicarme con la debida claridad, pero trataré de darme a entender. La prohibición que V. S. aconseja no... puede hacerse...
—¿No sería impertinencia el preguntar?...
—Me expongo a que me desobedezca el muchacho.
—¿Es posible?
—Cierto. Sabe V. S., sin duda, cómo son las madres criollas con sus hijos, principalmente con el primogénito, como sucede en mi caso. El varón es la idolatría de Rosa. De tanto mimarle le tiene perdido, hecho un badulaque, un camueso, irrespetuoso con los mayores y desobediente conmigo. Su madre, sin embargo, se ha tragado que es un ángel, una paloma sin hiel; no cree nada malo de él, y no consiente que nadie, incluso yo, le toque a un pelo de la ropa. Por mí ya estaría en un barco de guerra aguantando chicote. Apuradamente, no le da el naipe para los estudios; y quiere la madre hacerle abogado, doctor de la Universidad, oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe. ¡Qué sé yo cuánto más! En vano la digo que, con nuestro caudal y el título de Casa Gamboa que espero de un día a otro de Madrid, nuestro hijo no tiene necesidad de quebrarse la cabeza con los libros. Aunque no sepa ni el cristus, ha de hacer papel en el mundo. Pero ella está empeñada en hacerle hombre de letras menudas y se saldrá con ello, o... revienta. Yo le digo, primero que tu hijo llegue a abogado a doctor y oidor, tiene que hacerse Bachiller. Los exámenes son en abril, y el mozo, por seguir tras la mozuela, no abre un libro de derecho, no asiste a las clases. Luego, quisiéramos casarle, su madre y yo, este mismo año, con una señorita muy virtuosa y agraciada, hija de un paisano y antiguo amigo mío. Quizás sienta la cabeza y se dedica a la administración de nuestros cuantiosos bienes. Ya vamos para viejos mi mujer y yo, mañana o esotro día morimos los dos, que somos hijos de la muerte. ¿Quién entonces tomará el timón? El, que es hombre, no ninguna de sus hermanas, débiles mujeres y solteras aún. ¿Comprende ahora V. S. cuál no será nuestra desgracia si nuestro primogénito, el hijo que ha de llevar el nombre de la familia, el título de nobleza, la administración de los bienes, etc., no estudia, no se recibe de Bachiller, no se casa con la señorita con quien está comprometido, e infatuado con la Valdés se la echa de querida? Sin el auxilio de V. S., en estas circunstancias aflictivas, ¿qué serán de la paz y de la felicidad de mi familia?
—Pues hablara para mañana, señor don Cándido, exclamó el Alcalde. ¿Por qué no hizo uso Vd. de esos argumentos desde el principio? El último, sobre todo, no tiene réplica, lleva el convencimiento al ánimo más reacio y frío. Me doy por vencido, y desde este punto me tiene Vd. a sus órdenes. ¿Qué quiere Vd. que haga con la Valdés?
Extraña y honda impresión produjeron en el rico hacendado las últimas palabras del Alcalde. Parado y cariacontecido se quedó por largo rato, incapaz de bullir ni de hablar. ¿Qué le pasaba? Había realizado el objeto de su solicitud. ¿Qué más podía apetecer? ¿Se había arrepentido de la pretensión? ¿Empezaba a sentir el peso de la responsabilidad que se iba a echar encima? ¿Dudaba del buen éxito de la medida? ¿Sentía causarle gran pesar al hijo? ¿Hacerle grave injusticia a la moza? ¿Temía ahora al escándalo? No es fácil explicarlo. El mismo, si le hubiesen preguntado, no habría podido dar cuenta de sus sentimientos.
Como notase el Alcalde su perplejidad, repitió la anterior pregunta con mayor énfasis.
—No sé, respondió don Cándido a espacio; no sé verdaderamente. Lo que es en la cárcel... lo pensaría mucho. Sería demasiado para la pobre muchacha. Estaba pensando que en mi potrero de Hoyo Colorado... El Mayoral es casado, con hijos pequeños, y ese punto dista buen trecho; pero se ofrecen varias dificultades, grandes, insuperables. No, no, tal vez convendría más ponerla en el ingenio de un amigo mío que ya conoce a la chica y está enterado... Aquí cerca: en Jaimanita. El también es casado... entrado en años. Incapaz... ¿Qué cree V. S.?
—Yo no creo nada, señor don Cándido; Vd. es el que debe pensar y resolver. A mí me toca dar la orden de arresto tan luego como se me pida en toda forma.
—¿Qué quiere decir V. S. «con toda forma»?
—Quiero decir, espero que la parte interesada me presente la queja por escrito.
—¿Pues no ha oído V. S. mi queja en toda forma?
—No basta eso, es preciso reducirla a escrito.
—¿Y tendría que firmarse?
—Por supuesto.
—Que me emplumen si me había pasado por la mente que se exigían tantos requisitos... ¿No podría hacerse la cosa de otra manera, extrajudicialmente? Le tengo miedo a las formalidades judiciales.
—En esta clase de delitos no se puede proceder de oficio. Para que Vd. vea que deseo servirle, voy a indicarle un medio.
—Veamos. V. S. sabe de estas cosas más que yo.
—¿En qué barrio reside la Valdés?
—En el del Ángel.
—¿Conoce Vd. al Comisario?
—Sí, señor. Entiendo que es Cantalapiedra.
—El mismo. Ahora bien. Véale Vd., preséntele la queja y dígale que me pase un oficio comprensivo del caso. El sabe cómo se redactan esos documentos.
—Bien, le veré hoy mismo; ¿mas no habría modo de evitar que apareciera mi nombre?
—No importa, hombre, replicó O'Reilly casi enfadado. La cosa no pasará de nosotros tres. Al oficio le doy yo carpetazo apenas lo leo; al Comisario se le tapa la boca y se le estimula a obrar con discreción y celo poniéndole unas cuantas amarillas en la mano, y Vd., sabido se tiene que al buen callar llaman Sancho.
—Entiendo. ¿Dónde ponemos a la chica?
—Eso corre de mi cuenta. Será en un lugar donde no corra peligro su honestidad ni su persona, al mismo tiempo que esté segura y nadie pueda extraerla sin mi permiso, o el de Vd.
—No será en la cárcel.
—No, de seguro que ahí no.
—Menos en Paula.
—Tampoco en Paula, y por obvias razones. En fin, la pondré en las Recogidas, en el barrio de San Isidro, bien recomendada a la madre.
—Está bien. Ahí no entran mozuelos, supongo.
—No, que yo sepa. Tal vez uno que otro empleado. Ahora bien, ¿por cuánto tiempo se la encierra?
—Por seis meses.
—Corriente: por seis meses.
—A ver. Pienso que será mejor un año. Largo tiempo es; pero mi hijo no se recibirá de Bachiller hasta abril y no se casará hasta noviembre. Sí, por un año...
—Hecho. En cuanto a mí, concluyó diciendo el Alcalde con solemnidad, lo de menos es el término del encierro, lo demás es la sinrazón, la tropelía, la arbitrariedad que se comete con esa muchacha. Entiéndalo Vd., don Cándido, no hago esto por consideraciones a Vd., con cuya amistad me honro, hágolo por respeto a las frases finales de su anterior peroración, «por la paz y la felicidad de la familia», cosas para mí sagradas.
Querer estorbar el paso
a dos que se quieren bien,
es echarle leña al fuego
y sentarse a verlo arder.
Canción popular
A pretexto de tener que sacar a cierto amigo de un compromiso de honor, logró Leonardo que su bonísima madre le hiciese un préstamo irredimible de cincuenta onzas de oro, de su caja particular.
Con este dinerillo se apresuró el joven a tomar en alquiler una pequeña casa en la calle de Las Damas, y con la misma premura se ocupó del ajuar. Nada olvidó; ni se hizo de las cosas que creyó necesarias en un solo establecimiento central, que no los había entonces en La Habana. Para ello visitó los baratillos de la Plaza Vieja; las ferreterías de la calle de Mercaderes; las hojalaterías de la de San Ignacio; las locerías de la de Riela o Muralla; una mueblería de segunda mano de la de San Isidro y otros más cercanos a su nueva casa.
Cosa extraña en verdad que este mozo, viva encarnación de la pereza, la volubilidad y el egoísmo, en un momento dado desplegase la actividad, la delicadeza, el tino y la inteligencia de la hacendosa y más consumada ama de llaves. Pero era que le movía una pasión desaforada y que le inspiraba la imagen hechicera de la joven cuya ruina había decidido en los recesos más oscuros de su corazón salaz.
Completados estos arreglos y altamente satisfecho de su obra, salió una tardecita del ventoso marzo, cerró la puerta, se metió la ponderosa llave de hierro en la faltriquera de la casaca, y a paso ligero, palpitándole el corazón más de lo usual, fue en busca del ave rara que decía adornar con su bello plumaje aquella jaula y convertirla en un paraíso con sus trinos de amor.
Pero en vez del ave rara, tras la cual corría en alas del deseo, se encontró con una especie de arpía, con Nemesia, parada y fría en medio de la sala de la casa, en el callejón de la Bomba, cual estatua de llorona en el cementerio. Reprimió él cuanto le fue dable su disgusto, y se esforzó en ser más amable y fino con la compañera y amiga de Cecilia.
—¿Qué dice mi mulata santa?, la preguntó haciéndola una rendida cortesía.
—Esta mulata no dice nada porque no es santa, contestó ella sin moverse.
—Entonces diré yo, agregó Leonardo risueño.
—El caballero puede decir lo que guste.
—¿Tienes tú hoy el moño tuerto?, preguntó el joven examinándole la cara de cerca.
—No más que ayer ni que otras veces.
—Nene, ésa es grilla, y si la pisan chilla. Tienes la cara más seria que un chico de especias.[58]
—Alabo la penetración del caballero.
—Sobre que pasa de castaño oscuro.
—No siempre está la marea para tafetanes. (Quiso decir la Magdalena).
—Habla, canta claro, mulata de mis culpas, añadió alto Leonardo para que le oyese Cecilia si estaba en el aposento inmediato. No me gustan los tapujos.
—Ni a mí tampoco, repuso Nemesia.
—En fin, Nene, si tu enfurruñamiento es conmigo, desembucha, desembucha. Mientras más pronto mejor, porque temo más tu enojo que a una espada desnuda.
—No se le conoce al caballero, pues hace lo que hace.
—¿Y qué hago yo?
—¿Me lo pregunta a mí? Meta la mano en su pecho.
—La meto hasta el codo y nada me revela, al menos contra ti.
—Contra mí no, contra Dios y la Virgen, que miran al caballero desde el cielo.
—¿Hablas de veras? Ni que hubiera yo cometido un gran pecado sin saberlo.
—Así parece cuando acabado de hacer lo que ha hecho, se presenta el caballero en esta casa tan fresco como si no hubiera rompido un plato.
—¿Pues no voy entrando en cuidado?
—Menos lo da a entender el caballero.
—Uno de los dos ha debido perder el juicio. Acabemos de una vez: llama a Celia.
—¿Qué la llame, eh?, exclamó Nemesia con sarcástica sonrisa. ¡Qué valor tiene el caballero!
—¿Se necesita de valor acaso para rogarte que llames a tu queridísima amiga?
—Para lo que se necesita de valor, de mucho valor, es para preguntar por Celia la persona que sabe donde está ella.
—¿Y yo lo sé mejor que tú? Vamos, doña Josefa o doña Nemesia, no me haga eso. Tú te burlas.
—Quien tiene la sangre como agua para chocolate no puede burlarse.
—Pues si no está aquí Celia, ¿dónde se halla? preguntó Leonardo verdaderamente alarmado.
—Le digo al caballero, repuso Nemesia enfadada, que yo no nací ayer, ni me mamo el dedo.
—Por Dios bendito, Nene, te juro que no sé de Celia desde hace cuatro días. ¿Se han peleado Vds.? ¿La ha mortificado tu hermano? ¡Ah! Dime, dime, por lo que más quieras en este mundo, ¿qué ha pasado entre Vds.? ¿Qué sabes tú?
Empezó Nemesia entonces a creer en la sinceridad de las palabras angustiosas del joven, y dijo llorando:
—No me hallaba presente, y me alegro ahora, porque no sé qué hubiera hecho yo para impedir que se llevaran a Celia.
—¡Qué se la llevaran! repitió Leonardo aterrado y colérico. ¿Quién ha podido llevársela contra su voluntad?
—Me se figura que ella del susto perdió las fuerzas.
—¡Susto! ¿Por qué? ¿De quién?
—Del Comisario.
—¿Qué tenía que ver el Comisario con Celia?
—Vino a prenderla.
—¿A prenderla sin haber cometido delito? No puede ser... ¡Ah! Aquí ha habido un engaño, una intriga, un complot infame para arrebatarme a mi Celia. Cuéntame lo sucedido, todo.
—No me hallaba presente, repitió, pero una mujer de la casa, que vio cómo pasó la cosa, me contó que ayer por la tarde entró de repente Cantalapiedra, preguntó por Celia, y en cuanto ella salió, le dijo que estaba presa, la cogió por un brazo, y sin más se la llevó para no se sabe donde.
—Lo extraño es que Celia se dejara prender sin defenderse, sin averiguar el motivo de la prisión. ¡Ni que hubiera estado ella de acuerdo y avisada! Cosa que me resisto a creer. ¡Ay del miserable esbirro que le puso la mano encima! ¿No sabes a donde la llevaron?
—Nada hemos podido averiguar yo y José Dolores. El Comisario se llevó a Celia en una volante.
—¡Qué intriga! Tan infame como audaz. Pero averiguaré la verdad, y sea el que fuere el autor del ultraje, me la pagará con las setenas.
Sin más, partió Leonardo a la carrera en busca del comisario Cantalapiedra, quien, según hemos dicho, vivía en el recuesto de la loma del Ángel, por el lado que mira a la Muralla. No se hallaba en casa, y la querida informó al joven que era posible estuviese en el palacio de Gobierno recibiendo órdenes.
Yendo, pues, Leonardo en esa dirección, ocurriole que, si Cecilia había sido presa por mandamiento del juez, no podían haberla conducido a otro lugar que a la cárcel (situada entonces en el ángulo sudoeste del palacio de la Capitanía General) y se detuvo delante de la reja.
Detrás de ella, mejor, en la jaula formada por las dos rejas de hierro, había de pie un hombre mal vestido y de peor catadura. A fin de obtener una respuesta categórica, se encaró con él Leonardo y le preguntó con aire y tono de autoridad:
—¿Sabe Vd. si han traído ayer presa a esta Real Cárcel a una muchacha blanca, bonita, vestida de luto...?
—No sé, contestó el hombre. Soy el segundo llavero y ayer no estaba de guardia. Vea el señor en el libro del Alcaide.
—La alcaidía está cerrada.
—Eso es que el Alcaide ha ido a manducar. Tendrá el señor que esperar hasta mañana. Porque yo sólo aguardo por el campanazo de la Fuerza para entregar la cárcel al oficial del retén y guiñarme.
—¿Quién es aquel negro que sostiene una viva conversación con otros presos en medio del patio?
—¿Cuál dice el señor? ¿El de la chupa blanca?
—Sí, ese mismo.
—A ése lo denominan Jaruco.
—¿Nombre supuesto, no?
—Pues, su nombre legítimo no es Jaruco, es pegado; pero asina se le puso en el libro y asina se denominará mientras esté en esta Real Cárcel. Dende antier entró en gayola. ¿Lo conoce el señor?
—Me parece que sí. Llámele Vd. a la reja, si no hay inconveniente.
—No hay embarazo, porque aunque está incomunicado, ya no tenemos bartolinas para tantos presos. ¡Eh de Jaruco! gritó el llavero desde su puesto.
Y repetida la palabra por otros presos en el mismo tono de voz, se acercó Jaruco; reconociéndose sin dificultad el amo y el esclavo. Entrole a éste tan fuerte temblor convulsivo, que tuvo que agarrarse con entrambas manos a la reja.
—Sumerced me eche la bendición, balbuceó anegado en lágrimas.
—¿Por qué lloras?, le preguntó Leonardo colérico.
—Lloro, niño Leonardito, recordando el mal rato que le habré dado a la familia con mi ausencia.
—¿Con tu ausencia, perro? Con tu fuga.
—Niño, yo no me huí. Mi salida de casa la víspera de Nochebuena tuvo por objeto asistir a un baile de la gente de color allá afuera. A la vuelta para la ciudad tuve una tragedia con un mulato. Fui herido en el pecho, me recogió un conocido en la calle y me llevó al cuarto en que vivía. Mientras me curaba se pasó el tiempo. Después me sucedió esta desgracia.
—¿Qué desgracia?
—La de esta prisión injusta. Todos los hombres estamos expuestos a un golpe de mala suerte.
—De mala suerte, no, de mala cabeza. Está visto, Dionisio, que ustedes los negros no quieren por bien sino por mal. Si mamá te hubiera despachado para el ingenio cuando hiciste aquella perrada de marras, no te verías ahora en la cárcel. ¿De qué delito te acusan?
—Todavía ignoro la causa de mi prisión, niño Leonardito.
—¿La ignoras, eh? ¿No será por la muerte de Tondá?
—Puede ser que me levanten ese falso testimonio, niño; porque quien está de mala se cae de sus pies y se mata. Hágase el cargo, niño, que yo estaba muy tranquilo, cosiendo zapatos en una zapatería de la calle de Manrique, cuando se presentó a la puerta el capitán Tondá. Desde que lo vi llegar conocí que venía a buscarme, y traté de escabullirme. Se apeó del caballo y me fui para él como si quisiera entregarme. A la puerta de la tienda había una volante parada y me escurrí por entre ella y la pared de la casa. Tondá me cayó atrás gritando:—¡Date, date! ¡Ataja! Tropezó con una piedra, cayó sobre el sable que llevaba desnudo y se hirió en la barriga. ¿Tuve la culpa de su muerte?
—¿Quién te prendió?
—El Capitán pedáneo de la Salud. Me cogió cuando yo salía para mi trabajo.
—Supongo que te dijo por qué te prendía.
—Ni palabra. Sólo me dijo que tenía orden de cogerme, vivo o muerto.
—En buena te has metido, Dionisio. Será mucho y darás gracias a Dios si de ésta escapas con el pellejo.
—Sea lo que Dios y la Virgen quieran. Fío en mi inocencia. ¿Pero no cree el niño que el amo y Señorita harán algo por mí?
—¿Hacer? Nada. No lo esperes. ¡Por cierto que te has portado decentemente con tus amos! Por ellos, por la familia toda, por ti mismo, Dionisio, será mejor que te tuerzan el pescuezo en el campo de la Punta. Con eso no volverás a insultar a las niñas blancas.
—¿Yo, niño yo he insultado a alguna niña blanca o de color? No, niño Leonardito, no tengo conciencia de haber insultado a ninguna.
—¿Y aquélla que fue la causa de tu riña con el mulato a la salida del baile?
—Yo no la insulté, niño. Por los huesos de mi madre que yo no le dije una mala palabra. Le pedí un minué, me dijo que estaba cansada y luego salió a bailar con José Dolores Pimienta. Me quejé a ella del desaire, tomó él su defensa, nos trabamos de palabras y nos batimos en la calle.
—Si te dejan hablar no te ahorcan. A otra cosa. ¿Sabes si han traído aquí presa a la misma joven de tu tragedia con Pimienta?
—Estoy seguro que no está aquí. Apenas pone un preso el pie en el patio, se publica y circula su nombre a gritos.
—Dios te proteja, Dionisio.
—Niño, por caridad, una palabra más. Recuerdo que debo entregar a su merced una prenda que le pertenece.
—¿Qué prenda? Acaba pronto, prontito.
—Tenía yo en la faltriquera, con la esperanza de entregárselo algún día, el reloj que Señorita le regaló a su merced el año pasado; pero me lo quitaron al entrar en esta cárcel. Debe de estar en manos del Alcaide.
Contó Dionisio, en las menos palabras, el cómo y cuándo vino a su poder el reloj, y dijo conmovido al retirarse su joven amo:
—¿Podría decirme el niño cómo está María de Regla?
—Mamá la trajo del ingenio. Se halla ahora en la ciudad ganando jornal. ¿No la has visto?
—No, señor. Esta es la primera noticia que tengo de su venida. ¿Por qué Dios no quiso que tropezara con ella? No me vería hoy en esta cárcel. Me hubiera servido de madrina para con Señorita y estaría cocinando en casa.
Ya de noche volvió Leonardo a casa del Comisario y le sorprendió en el acto de sentarse a la mesa a cenar con su querida.
—¡Hola! ¡Tanto bueno por aquí! exclamó Cantalapiedra muy risueño, yendo al encuentro de Leonardo, con la mano abierta y tendida.
—Me alegro de encontrarle, dijo éste serio y frío, haciendo como que no había reparado en la demostración amistosa del Comisario.
—Le aguardaba, añadió Cantalapiedra disimulando la mala impresión del desaire hecho. Fermina acababa de decirme que Vd. había honrado con su presencia este humilde albergue.
—¿Puedo hablar dos palabras con Vd.?
—Y doscientas también, señor don Leonardito. Sabe Vd. que soy su más obediente servidor. Sentí no hallarme en la comisaría cuando Vd. estuvo al oscurecer. Había tenido que ir de carrera a la Secretaría Política. De suerte que no sé como no nos encontramos en el camino, si viene de allá. ¡Bonora! gritó; una silla para este caballero.
—Excuse los cumplimientos, dijo Leonardo con altivez. No es cosa de sentarse. Hablemos de pie con tal que sea a solas.
—¿Por qué no aquí mismo delante de Fermina? Yo no tengo secretos para ella. Somos uña y carne.
—¿Con qué autoridad prendió Vd. a Cecilia Valdés? preguntó el joven imperiosamente.
—No con la que me ha investido S. M. el Rey don Fernando VII, Q. D. G., sino con la del señor Alcalde Mayor que firmó la orden de arresto, a queja de un padre de familia.
—¿Qué Alcalde y qué padre de familia se servirá Vd. decirme?
—Ese es demasiado pan por medio, señor Gamboa, contestó el Comisario riendo. Paréceme como que está Vd. algo ofuscado... Siéntese y cálmese.
—La muchacha no ha cometido delito ninguno, así que es improcedente e ilegal su prisión, si es que todo no ha sido más que una farsa, o cosa peor, sabe Dios con qué fines.
—Nada de eso va contra mí, que he sido un mero instrumento en este asunto.
—Diga Vd. si no el nombre del querellante.
—Vd. lo sabe mejor que yo, y si no lo sabe lo sabrá en breve.
—¿Estará Vd. autorizado para revelar el del Alcalde?
—No hay inconveniencia: el señor don Fernando de O'Reilly, grande de España de primera clase, Alcalde Mayor del distrito de San Francisco...
—¿A dónde llevó Vd. a la muchacha? Ella no está en la cárcel pública.
—No me es lícito revelarlo ahora. La conduje a donde se me ordenó.
—Luego Vd. la oculta con fines deshonestos.
—De mi negativa a satisfacer la curiosidad de Vd. no se desprende semejante injuriosa deducción. Lógica, lógica, señor estudiante de Filosofía.
—Importa poco que quiera Vd. echarle del reservado y del misterioso conmigo. He de averiguar la verdad, y puede que todavía les pese al autor y al instrumento de esta intriga grosera e indecente.
Dicho lo cual, partió enojadísimo camino de su casa. La familia tenía visita en la sala. Sin entrar en ella dispuso le alistaran el carruaje, mudó de traje, y cuando por señas le preguntó su madre a la reja del zaguán el motivo de aquella precipitación:
—Voy a la ópera, contestó brevemente.
Cantábase la ópera del maestro Rossini Ricardo y Zoraida, a beneficio de la Santa Marta, en el lindo teatro Principal.[59] Era entonces empresario de la compañía don Eugenio Arriaza, y director de la orquesta don Manuel Cocco, hermano de don José, que ya vimos en el ingenio de La Tinaja. El patio o corral y los palcos se hallaban medianamente ocupados por un público nada aficionado entonces a las funciones líricas. Leonardo entró algo después de alzado el telón. Por supuesto, no oyó la obertura del Tancredo, que precedió a la ópera aquella noche.
Buscaba a un hombre cuyo puesto en el teatro sabía de antemano, pues como Alcalde Mayor debía presidir la función desde el palco central, en el segundo piso. Sentado estaba al par de su madrileña esposa, embebido en la música y el canto, mientras le guardaba las espaldas, de pie junto a la puerta, el paje mulato, de rigurosa librea cubierta de castillos y leones bordados de oro. Todo esto lo observó a través del ojo de buey de la puerta del palco, cerrada contra el pasillo. Pudo haber llamado, seguro de obtener entrada y un amable recibimiento; pero prefirió esperar en el balcón de la sala de refresco que daba sobre la alameda de Paula.
Según calculó Leonardo, a poco de concluido el primer acto, sintió pasos mesurados a través del salón, luego una mano que se posaba en sus hombros y de seguidas una voz que en tono dramático declamaba:—¿Qué dice el amigo del valiente Otelo?
—¡Ah! ¿Eres tú, Fernando? Lo más distante que tenía de mi mente.
—¿Qué haces aquí tan solitario y pensieroso?
—Acabo de entrar.
—No te vi en las lunetas. ¿Por qué no viniste desde luego a mi palco?
—Supuse que no había lugar para mí.
—Para ti siempre lo hay a mi lado.
—Gracias.
—¿Estás en los momentos de la inspiración? ¿La pitonisa en el trípode? lo celebro. Sentiría interrumpirte.
—¡Yo inspirado! Puede ser: del demonio.
—No tendría nada de extraño que te inspirase la escena urbano-marina que se desplega ante este balcón. ¿Va que componías allá en la mente un artículo descriptivo? De seguro. En efecto, ¿quién que abriga un alma de poeta no se inspira a la vista de esa hilera de casas desiguales de nuestra derecha, en que sobresalen los altos balcones de la solariega del Conde de Peñalver? ¿O a la de esta alameda sin árboles que termina en el café de Paula, ahora a oscuras y desierto? ¿O a la del hospital del mismo nombre en el fondo, que parece una pirámide egipcia, desde cuya ennegrecida cima, según dijo Bonaparte, nos contemplan los siglos? ¿O del lado opuesto, la de la oscurísima masa del navío Soberano, clavado, por decirlo así, en las serenas aguas de la bahía? ¿No ves cómo se destaca del cielo, donde chispean las estrellas? ¿Quién no diría que éstas, en vez de luz derraman lágrimas por la próxima desaparición del último resto de nuestras glorias navales?
—Fernando, esa escena tan poética para ti, no tiene para mi significación ninguna. Quizás porque me la sé de memoria, o porque estoy de un humor negro.
—Para mí, chico, siempre tiene encantos la naturaleza. En presencia de ella olvido todas mis penas. Y a propósito ¿has leído en El Diario «Un rasgo de mi visita al Etna»? Arazoza estuvo el otro día en casa en solicitud de algo original... Se empeñó y le di esos borrones.
—Casi nunca veo El Diario.
—Pues búscalo y léelo. El artículo es corto. Se publicó hace tres o cuatro días. Lo escribí en Palermo. No quise ponerle mi nombre, porque dice mal de un Alcalde Mayor... Tú me entiendes. Salió con mis iniciales solamente y ¿has de creer que ya han venido a darme la enhorabuena más de veinte amigos? Sí. Pedro José Morillas me dio un abrazo y me puso el artículo por las nubes. Deseo oír tu opinión.
—Tarde será que pueda dártela, Fernando. Mi cabeza se abrasa y estoy más para pegarme un tiro, o pegárselo a alguien, que para lecturas.
—¡Hombre! Me sorprende. Te desconozco. ¿Eres tú el mismo estudiante de la clase de Filosofía en el Colegio de San Carlos, u otro en tu figura? ¿Qué ha sido de aquel buen humor y de aquella alegría pegadiza con que te ganabas el afecto de todos tus condiscípulos? Déjate de necedades y niñeces. ¿Estás enamorado? Podías dar en semejante gansada al cabo de tus veinte y más abriles y de tu experiencia...
—No es la pasión del amor la que me devora el pecho al presente. Es la cólera, es el dolor, es la desesperación que produce el primer desengaño de lo que son el mundo, los hombres y la amistad.
—Vamos. ¿A qué negarlo? Tú estás enamorado y mal correspondido. Los síntomas lodos son de amor. ¿Cuál es el origen real de tus cuitas? Confíamelas. Sabes que soy tu amigo.
—¡Mi amigo! exclamó el joven con sonrisa irónica. Creía que lo eras, pero me he desengañado que eres mi peor enemigo.
—¿Qué fecha tiene su desengaño?
—La misma del flaco servicio que me has hecho. No sé cómo su memoria no te roe las entrañas.
—¿Va que has perdido el juicio? ¡Vamos, hombre! Ya caigo. Todo tu coraje nace... ¡Ja, ja!
—No te rías, dijo serio Leonardo. No es éste paso de risa.
—¿Pues de qué es? recalcó el Alcalde. He aquí la primera vez, desde que nos conocemos, que te veo grave y... bobo.
—No llames gravedad ni bobería a lo que toca en furor.
—Déjate de niñadas a estas horas. Tu enojo principal parece que es conmigo, y si no estuvieras encalabrinado, verías que, lejos de odio, me debes gratitud.
—No faltaba otra cosa, sino que tras de haberme herido por donde más me duele, esperes mi agradecimiento. ¡Qué frescura la tuya! ¿Sabías tú que Cecilia Valdés era mi muchacha?
—Lo supe el mismo día en que, según dices, te hice el flaco servicio...
—Pero antes de eso, ¿tenías tú noticias de su existencia? ¿Conocías su carácter y antecedentes?
—¡Qué había de conocer! Ni jota.
—Luego, ¿cómo sin conocimiento de los hechos, sin formación de sumaria, diste el mandamiento de prisión?
—Porque hubo quien lo pidiera sin tales requisitos.
—¿Y a semejante proceder llamas amistad hacia mí?
—Ahí verás.
—¿Qué delito achacan a la muchacha para el atropello?
—Ningún otro, a lo que entiendo, que el de quererte demasiado.
—Así, tú a sabiendas has cometido una injusticia; digámoslo por lo claro, una arbitrariedad.
—Me confieso culpable de ese pecado.
—¿Pecado dices? Es más que eso. En nuestras leyes se conoce como un cuasi delito, que todavía puede que te salga a la cara. Si se han figurado que la triste huérfana no tiene quien la defienda, se engañan de medio a medio. Aquí estoy yo, que pondré el asunto en tela de juicio.
—Mal harás, Leonardo, replicó el Alcalde con calma y dignidad. Mal harás, te repito. Por lo que a mí toca, tus lanzadas no me harían daño ninguno, rebotarían en la cota de malla de mi elevada posición, de mis títulos de nobleza y de mi valimiento aquí y en la corte. Por este lado soy inmune. Pero tú, con tomar el camino que dices, (te hablo como compañero y amigo), no conseguirías otra cosa que escandalizar un poco y poner en berlina a tu padre, en cuya queja formal y escrita me apoyé para el procedimiento... arbitrario que me imputas. Tu padre, tu bueno y honrado padre, vino a mi tribunal y estableció querella en toda forma contra esa muchacha, por seductora de un menor, hijo de familia rica y decente, con sus encantos y trapacerías. En la discusión que tuvimos, se lamentó, casi con lágrimas en los ojos, de que estabas hecho un perdido, jugador, mujeriego; que no estudiabas ni podrías recibirte en abril como él y tu madre esperaban, para que tomaras la administración de los bienes el año entrante, es decir, después de casarte con la bella y virtuosa señorita de Alquízar, como estabas comprometido, todo por esa mozuela casquivana, cuyas relaciones amorosas desdoran sin duda a un joven que ha de ser Conde antes de mucho.
—¿Conque tal es el epítome de la historia que te ha contado mi padre? Escucha, o contempla ahora el reverso de la medalla. No hay tal seducción, engaño ni calabazas en este negocio. La muchacha es lindísima y me idolatra. ¿Por qué no había de corresponder a su amor? Pero resulta que desde chiquita viene papá siguiéndole los pasos, manteniéndola, vistiéndola, calzándola, celándola, rondándola, cuidándola mucho más y mejor de lo que jamás ha mantenido, vestido, calzado, rondado y cuidado a ninguna de sus hijas. ¿Para qué? Con qué fines preguntarás tú. Sólo Dios y él lo saben. No quiero pensar mal todavía; pero el hecho de secuestrarla precisamente cuando acaba de morir la abuela, única persona que podía oponer obstáculo serio a la realización de torcidos deseos, me hace sospechar que no abriga mi padre las mejores intenciones... Me tranquiliza y complace, sin embargo, que sea cual fuere la lluvia de oro que él derrame a los pies de la joven, no conseguirá más de lo que ha conseguido de ella hasta aquí: un odio acérrimo. Pero tú, mi amigo, por hacerme bien me la arrebatas y la entregas atada de pies y manos en poder de mi padre. ¿Habré yo de perdonarte esta mala partida? Jamás.
—Eres injusto, muy injusto con tu padre y conmigo. Con él, porque no accedí a sus ruegos sino cuando me convencí plenamente de que eran rectas y santas sus intenciones respecto de ti, de la familia y de la misma Valdés. Conmigo eres injusto, porque viendo que tu padre estaba resuelto a cortar de cualquier modo, costara lo que costara, tus relaciones clandestinas con la muchacha, decidí encerrarla en las Recogidas por un corto tiempo, digamos, hasta tanto que te recibes de Bachiller y te cases como Dios manda y como conviene a tu clase y al caudal de tu familia. Que después, si te parece, volverás... a los primeros amores.
Leonardo se quedó callado y pensativo, y dijo luego con tibieza:—¡Adiós, Fernando!
Este le detuvo por el brazo y repuso:—No has de irte de esa manera, cual si hubiésemos reñido. Ven a mi palco: saludarás a mi esposa y oirás a mi lado el segundo acto de la ópera. Para aliviar ciertos dolores no hay bálsamo comparable con el de una buena música.
El mayor monstruo, los celos.
Calderón
—¿Qué enredo te traes tú con una muchachuela de los arrabales?, le preguntó doña Rosa a su marido todavía en la cama.—Di, contesta, añadió codeándole por las espaldas, porque le pareció que se hacia el sueco o el dormido.
—Yo no me traigo ni me llevo enredo con nadie, Rosa, contestó don Cándido entre sueños.
—Tu sí, tú sí. Me lo han dicho, lo sé de buena tinta.
—¿Quién te ha contado ese cuento?
—No es cuento, es verdad. Tú has sacado de su casa a una muchacha hace pocos días... El autor no es del caso.
—Lo es, Rosa. Hay quien influya en ti poderosamente.
—Luego aclararemos ese punto. Nadie me quita que tú has vuelto a las andadas...
—¿Ves lo que yo decía? Ya te han preparado contra mí. Tu hijo...
—Pues échale ahora el muerto a mi hijo.
—Tu hijo, digo, continuó don Cándido sin turbarse, estaba a punto de cometer la mayor de las calaveradas que ha cometido hasta el presente. Me interpuse, porque al fin soy su padre, y evité la comisión... Tú no quieres que le toquen a él, ¿qué otro recurso me quedaba sino tocarle a ella? Hete, en resumen, el monto de mis andadas.
—¡No me quedaba que oír! ¿Conque para evitar que el hijo cometiera una calaverada, va el padre y da un escándalo?
—En este caso no ha habido escándalo ninguno.
—¡Cómo! ¿Se ha hecho la cosa a ocultas? Tanto peor. Véase qué interés tienes tú en ello.
—No otro, a fe mía, que el de impedir la comisión de una verdadera infamia por una persona que nos toca tan de cerca como es nuestro hijo.
—¿Qué infamia? Tú usas unas palabrotas...
—Tiempo ha que Leonardo viene persiguiendo a una chica de color...
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé por la misma razón que tú lo ignoras.
—Nada me dices con eso. Es natural que Leonardito, joven y bien parecido, persiga a las chicas, como dices tú. Lo que no parece natural es que tú, ya viejo y feo, estés tan enterado de las persecuciones mujeriles del muchacho. ¿Te da envidia? ¿Quisieras que se metiera a fraile? ¿Por qué le celas?
—Porque soy responsable de su conducta ante Dios y el mundo.
—¡Qué virtuoso! ¿No hacías tú lo mismo y aun peor cuando eras de su edad?
—Quizás hice lo mismo que él cuando mozo, peor no; al menos no me remuerde la conciencia de haber corrompido a ninguna joven honesta o de su casa.
—Haces bien: santificate. Pero me parece excusado el trabajo que te tomas... Siempre creeré que, respecto a mujeres, Leonardito a tu lado es niño de teta.
—Dejémonos de recriminaciones, Rosa, y vamos al grano, a lo que nos toca más de cerca, como padres del mozo... La cosa es muy seria, es grave... Supe... Importa un bledo el cómo, el dónde, el cuándo. Supe que hacía grandes compras de muebles y de cachivaches caseros. Ha debido gastar un dineral. ¿De dónde lo ha habido? ¿Ha contraído deudas? ¿Le ha ganado al juego? O... ¿es que tú, tan bonaza como siempre, le has facilitado los medios?
Don Cándido había dado en el hito. ¿Negaría doña Rosa el préstamo, por haberlo hecho a ocultas del marido? Equivaldría a desacreditar al hijo a los ojos del padre, siempre dispuesto a mirar sus faltas por el lado más negro. Por eso, aunque convencida y mortificada por el engaño que con ella se había practicado, prefirió declarar la verdad y cargar con la culpa de la disipación del hijo predilecto.
—¿Ves ahora, Rosa, dijo don Cándido sin acrimonia, las malas resultas del cariño ciego de ciertas madres para con sus hijos? ¿No reconoces que en algunos casos más vale pecar con ellos por duro que por blando? Leonardo te pide dinero y tú se lo prestas, porque no puedes decirle que no, y porque te figuras que si se lo niegas se muere del pesar... Y él coge el dinero, compra muebles, alquila casa... ¿Para qué diablos? Claro, clarito, para llevar a ella la querida. No se necesita gran penetración... De suerte que, si no me anticipo, ¡adiós, estudios! ¡Adiós, bachillerato! ¡Adiós, casamiento en noviembre!, como tú y yo habíamos acordado, de acuerdo con él.
—Bueno está todo cuanto dices, mas estoy esperando que digas dónde tienes oculta a la muchacha.
—En las Recogidas. Paréceme, agregó a la carrera viendo que la esposa callaba y se agitaba en el lecho; paréceme que éste ha sido el partido mejor y menos riesgoso que pudiera haberse escogido para salvar al mozo del precipicio y a la moza de su ruina...
—Sí, dijo doña Rosa; ¿te figuras que porque has metido a la muchacha en las Recogidas, ya todo quedó arreglado y concluido? Sábete que no has conseguido nada. El niño ha tomado la cosa muy a pecho. Está ciego de amor.
—¡Quiá! exclamó don Cándido en tono despreciativo. ¡Amor, amor! Ni gota. Lo que siente ese mozo es hervor de la sangre, calentura de cabeza. Nada tiene que ver en ello el corazón. Se le pasará. Pierde cuidado.
—¿Se le pasará, eh? Tal vez. Pero el niño no come, no duerme, sufre, padece, se aflige, llora. Temo que le cueste una enfermedad el sentimiento. Ya, como tú no lo ves, no lo oyes, no lo entiendes, hablas del modo que hablas.
—Pon tú algo de tu parte. A ti, que tienes más influencia en él que yo, a ti te corresponde consolarle y hacerle entrar por vereda. ¿Va que no le has dicho que por el próximo correo de España espero el título de Conde de Casa Gamboa, con que se ha servido agraciarme nuestro augusto soberano? ¿A que no? Puede que la noticia le alegrase.
—¡Alegrarle! ¡Qué poco conoces a tu hijo! Le di la noticia. ¿Y sabes lo que me contestó? Que la nobleza comprada con la sangre de los negros que tú y los demás españoles robaban en África para condenarlos a eterna esclavitud, no era nobleza, sino infamia, y que miraba el título como el mayor baldón...
—¡Ah! ¡El bribón, el insurgente, el desorejado! estalló don Cándido en un paroxismo de indignación. ¡Vaya si le hierve la sangre criolla en las venas! Todavía sería capaz el muy trompeta de principiar por su padre la degollina como se armara en esta Isla el desbarajuste de la Tierra Firme. Y quieren libertad ¡porque les pesa el yugo! ¡porque no pueden soportar la tiranía! Que trabajen los muy holgazanes y no tendrán tiempo ni ocasión de quejarse del mejor de los gobiernos. Yo les daría palo entre oreja y oreja como a los mulos...
—Basta de sandeces y de vituperios, le atajó doña Rosa incomodada. Tiras de los criollos como si mis hijos y yo fuéramos de tu tierra. Odias a los habaneros, ¿por qué te duele que te paguen en la misma moneda? Leonardito en parte tiene razón. Le privas de todos sus gustos y placeres... No sé cómo no se desespera. Cuenta con que él hará cuanto esté en su mano para sacar a la muchacha del encierro...
—Como tú no le des el dinero, dijo don Cándido sobresaltado, para sobornos, dudo mucho que se salga con el intento. No le des dinero, no se lo des a tontas y a locas. Mas ya que tu cariño consiste en atragantarle a regalos, hagámosle uno de tal calidad que le llene de orgullo y le haga avergonzarse de la sima de bajeza a que se proponía descender.
—¿Cuál es el regalo que esperas obre el milagro...?
—La casa de Soler que Abreu se sacó en rifa está de venta. Comprémosla, alhajémosla para Leonardo cuando se case con Isabel. La venden en 60,000 duros.
—Casi el valor de un ingenio.
—La casa vale ese dinero. Es un palacio; como no hay otro en La Habana. No debes pararte en pelillos: se trata de la salvación de tu hijo más querido. De mi cuenta corren la compra y la habilitación de la jaula, de la tuya corre la domesticación del pájaro que ha de ocuparla.
Arreglado el plan y distribuidos los papeles, don Cándido desempeñó el suyo sin tardanza ni dificultad. Doña Rosa, al contrario, en consecuencia de su carácter peculiar, desde los primeros pasos puso obstáculo invencible a la realización del proyecto.
Entraban por mucho en la composición de carácter de doña Rosa la altivez y la suspicacia para que dejase de ser a menudo injusta e imprudente en sus relaciones domésticas... Nadie mejor que Leonardo conocía ese flaco de su madre. No bien le declaró ella las condiciones del proyecto de domesticación, fundadas todas en su renuncia a la posesión de Cecilia, resolvió predisponerla contra el marido atizando los celos de la esposa a lo sumo. Bastóle para ello el que la refiriese, sin nombrarla, cuanto había oído de boca de Cecilia, referente a los tratos clandestinos y sospechosos de don Cándido con la joven y la anciana del barrio del Ángel desde mucho tiempo atrás; a los dineros que en ellas venía gastando con la largueza o la prodigalidad del viejo enamorado; al extraño interés que siempre había tomado en el sostenimiento y bienestar de las dos mujeres; a la vigilancia con que había celado a la muchacha y cuidado de la salud de la anciana; en una palabra, a los eficaces y constantes servicios que en estos negocios de dudosa moralidad le había prestado Montes de Oca.
Todas y cada una de estas noticias, junto con otras ya mencionadas, habían llegado a oídos de doña Rosa en diferentes épocas y por diversos conductos. La relación tardía y amañada del hijo sólo sirvió de complemento y confirmación de lo mismo que ella se sabía de memoria o que meramente sospechaba.
Ocioso parece añadir que en este caso, como en todos los de su índole, surtió la cizaña su maligno efecto. Pues que irritada la madre contra el padre por la supuesta persistente violación de la fe conyugal, en venganza o represalia tramó en secreto con el hijo la mina que debía hacer saltar los parapetos levantados por don Cándido en defensa del honor de Cecilia Valdés. A su ejecución comprometió doña Rosa su dinero y su influjo.
Para ayudarla en la ardua empresa, tres condiciones únicamente exigió ella: una, que el hijo continuara los estudios hasta graduarse de Bachiller en leyes; otra, que se casara con Isabel Ilincheta a fin de año; y la tercera, que aceptara, sin murmurar, el regalo del palacio que, con ese preciso objeto, le hacía su padre. Todo lo prometió de plano Leonardo.
El primer paso dado fue el de solicitar los servicios de María de Regla, aquella enfermera del ingenio de La Tinaja, cuya astucia y talento la madre y el hijo reconocían de consuno, a pesar de la ojeriza con que la miraban. Prestose ella de la mejor gana, tanto porque estaba en su índole el papel de conspiradora, cuanto que se prometía pagar con bienes los muchos males recibidos de manos de los dos. De luego a luego comenzaron los trabajos de zapa.
Produjo una verdadera revolución la entrada de Cecilia en la casa de las Recogidas. Su juventud, su belleza, sus lamentos, sus lágrimas, los motivos mismos de su prisión, supuestos hechizos empleados para seducir a un joven blanco de familia millonaria de La Habana, todo concurrió para inspirar curiosidad, simpatía o admiración en las mujeres de varios colores y condiciones que cumplían términos más o menos largos de condena.
Por vulgares que ellas fuesen, por apagado que estuviese en su pecho el sentimiento de la dignidad personal, imposible les fuera sustraerse al influjo de unas circunstancias cuya magia ejercerá su imperio en este mundo sublunar mientras refleje la luz del sol. Al parecer, de poco podían valerle a Cecilia sus simpatías y arranques de admiración; con todo eso, fuerza bastante tuvieron para crear en torno suyo aquella atmósfera de respeto y de consideración que tanto contribuyó al alivio de sus penas mientras estuvo en las Recogidas, y que al cabo le abrió las puertas.
El guardador de estas ovejas descarriladas era un solterón verde, suerte de monigote con quien los años ni las penitencias habían domado las humanas pasiones. Hasta la fecha presente, sólo habían ingresado en el establecimiento a su cargo mujeres de baja extracción, viejas, feas y gastadas por los vicios. En condiciones bien diferentes vino Cecilia a aumentar su número. Tal vez había pecado; pero de seguro que no por vicio ni mala inclinación. Esto abonaban sus pocos años, su porte decente y modesto, su donoso aspecto y el nácar de sus tersas mejillas. El dolor, la vergüenza de verse encerrada y confundida entre unas mujeres conocidamente de mala conducta, era sin duda lo que la hacía prorrumpir en lágrimas y quejas continuas. Tantos y tales extremos de genuino pesar eran incompatibles con el delito.
Así razonó el portero de la Casa de las Recogidas, y sin más reparo se declaró el campeón y el amigo de Cecilia. Su placer era ir a deshoras hasta la ventana del cuarto que la habían asignado, para sorprenderla, a ocultas, en sus demostraciones de sentimiento, enamorarse más de ella y encenderse en ira contra sus perseguidores. A veces la encontraba en la silla con la cabeza y los brazos descansando en la mesa, mientras dejaba a la abundosa mata de sus cabellos sueltos el cuidado de cubrir aquellas partes de su espalda que no acertaba a vedar de miradas profanas el traje flojo. Otras veces levantaba ella de repente los ojos y las manos juntas al cielo y exclamaba en la mayor angustia:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué culpas he merecido yo este tremendo castigo?
En todos estos casos se retiraba el guardián a su portería hecho un basilisco.
En uno de esos momentos de indignación filantrópica, se le apareció como llovida María de Regla, con achaque de venderle frutas del tiempo y conservas, negocio en que se ocupaba entonces. El hombre no quería comprar ni enredarse en una conversación que podía distraerle de sus agridulces pensamientos. Pero no por eso desistió de su propósito la vendedora. Esperaba, al contrario, repulsa más terminante. Díjole en el tono meloso que solía:
—¿Le duele al señor la cabeza o las muelas? (No le dio el tratamiento de su merced).
—Nada me duele, gruñó él.
—Me alegro, porque ésos son los dolores de los dolores. Vea el señor si las recogidas quieren frutas o dulces en almíbar.
—No estamos para frutas ni dulces ahora. Tampoco hay plata en casa.
—Yo fío.
—Anda con Dios y déjame en paz.
—Otras veces me han comprado aquí frutas y dulces.
—No en mi tiempo. Sería cuando estaba el papanatas que suele reemplazarme.
—Quizás.
—Yo no permito tráfico con las presas. El reglamento prohíbe todo tejemaneje por la portería.
—Pues me han dicho que el señor era más bueno que el pan con las pobres recogidas.
—Te han engañado. Yo soy malo, malísimo.
—El señor no es malo. ¡Qué va! Le conozco en la cara que no lo es.
—Basta. No quiero palique.
—Está bien. El que manda, manda. Me iré; pero antes ¿no tendría la bondad de oírme el recado que acaba de darme un caballerito para el señor?
—¿Qué recado? Despacha, replicó con rudeza el hombre después de mirar fijamente a la vendedora.
—¿Tiene aquí el señor presa a una niña blanca?
—No tengo preso a nadie. No soy carcelero; soy un mero guardián de las recogidas, por delegación del ilustrísimo señor Obispo Espada y Landa.
—Perdóneme el señor. Quise decir que si no había aquí recogida una niña blanca.
—Blanca al parecer. Sí. ¿Y qué?
—Pues el caballerito que le digo se interesa mucho por esa niña.
—¿Qué me importa a mí su interés? No vamos a comer con eso.
—Nunca debe decirse «de esta agua no beberé». Porque el caballerito que digo es riquísimo y está muy enamorado de la niña. Y el señor sabe de lo que es capaz un caballerito rico cuando está loco de amor y le impiden ver y hablar a su adorado tormento.
—Estamos, dijo el portero algo más aplacable. ¿Qué pretende el tal caballerito?
—Poca cosa. Quiere que el señor dé a la niña de su parte estas naranjas (escogiendo seis entre las más hermosas del tablero), y que le diga que él está metiendo empeño y gastando mucho dinero para sacarla cuanto antes de esta prisión.
—¡Hombre!, dijo el guardián titubeando; yo no he hecho jamás el papel de corre-ve-y dile.
—Vamos, señor, que no le pesará. Sépalo: el caballerito es muy rico, muy agradecido y está muy enamorado.
El portero asustado, tembloroso, indeciso, se estuvo largo rato parado, mirando, ya a la negra, ya a las naranjas. Al cabo preguntó con voz ronca por el temor o la vergüenza:
—¿Cómo se llama el caballerito?
—La niña sabe, replicó María de Regla, marchándose bruscamente.
Quedose el portero pensativo, como clavado a la reja de la portería. A poco le pasó el cerrojo a la puerta, le echó llave, y con tres naranjas en cada mano entrose en el amplio patio de la Casa de las Recogidas.
Hubo de todo lo que puede llenar de ilusiones a un hombre enamorado, y de esperanza a una mujer afligida, en la breve entrevista que tuvo el portero con Cecilia. Hubo aquello de:—Vd. es mi salvador. ¿Qué ángel le trajo a esta pobre mujer perseguida? Soy inocente. Mi único delito es amar mucho a un joven que se muere por mí. Aquí me ha puesto el padre del caballerito de quien Vd. me habla. Toda su rabia contra mí es porque no lo quiero a él y quiero a su hijo. Tenga Vd. piedad de una mujer injustamente perseguida.
Salió de allí el portero otro hombre.—¿A quién se le ocurre traer aquí una muchacha como ésta?—se preguntaba a sí mismo. Al demonio, solamente al espíritu maligno para tentar y sacar de sus casillas a la gente pacífica. Aquí quisiera ver a los varones fuertes, a los mismos santos. ¿Resistirían? Se ablandarían, se derretirían, se entregarían de patas en las garras de Satanás. ¿Habrá quien tenga valor para verla llorar, para oírla quejarse y suplicar y no tomar su parte? Hará de mí lo que se le antoje. Es claro. Y quedaré mal con el señor Obispo, mi protector, caeré de su gracia, perderé el puesto que ocupo en esta casa. Mas, ¿qué remedio? Ella es muy linda, llora, y yo no soy de palo. ¡Maldita frutera!
Dos o tres días después volvió ésta, y el portero de las Recogidas no la recibió mal. Traía nueva pretensión: la de hablar a solas con la presa en la prisión. Estaban prohibidas las visitas dentro de la casa; sólo podía hablarse con las recogidas en presencia del guardián, a la reja de la portería. Pero María de Regla arguyó el punto con habilidad diciendo, entre otras cosas, que no era de esperarse, el portero ayudara a matar de tristeza a una niña inocente, y se hiciera cómplice de la mayor de las injusticias que se habían cometido hasta entonces en La Habana. Que el caballerito, amante de la niña, ya tenía muy adelantadas las diligencias para sacarla del encierro, y, por supuesto, excluiría de su gratitud a todos los que habían oprimido a su adorado tormento. Enseguida añadió, cual si de pronto recordara:
—El caballerito me dio para el señor esta media docena de onzas de oro, por si la niña necesitaba algo de comer, o de vestir, o cualquier antojo...
Este último argumento acabó por dar al traste con el resto de virtud o empacho del portero. Concedió la entrada. En pocas palabras describiremos ahora la escena que se siguió a la entrevista de la mensajera con la presa.
María de Regla encontró a Cecilia en la misma posición en que dijimos la había sorprendido el guardián días antes; sólo que esta vez no la cubría el cabello aquella parte de la espalda que daba a la entrada de la celda. Algo echó de ver ahí la antigua enfermera, que le llamó grandemente la atención.
—¡Jesús! dijo. ¿Qué veo? ¿Será posible que esta niña sea la misma que yo sospechaba? ¡Qué cosas pasan en este mundo!
A aquella voz y aquellas incoherentes exclamaciones, levantó Cecilia la cabeza y preguntó en tono desmayado y doliente:
—¿Qué quiere usted?
—Quiero que me diga su merced su nombre de pila.
—Cecilia Valdés.
—¡Jesús! volvió a exclamar la negra. ¡La propia que yo me imaginaba! Parece un sueño. ¿Sabe su merced quién le pintó esa media luna?
—¿Qué media luna?
—La que su merced lleva en este hombro (tocando con el índice el izquierdo de la muchacha).
—Esta no es pintura, es un lunar, mejor dicho, una marca que me ha quedado ahí de resultas de un golpe recibido en mi niñez.
—No, si su merced es de verdad verdad la Cecilia Valdés que yo conozco, ése no es lunar, ni marca de golpe: es la media luna que la abuela de su merced le pintó con aguja y añil antes de echarla en la Real Casa Cuna.
—¡Oh! Mamita nunca me habló de semejante cosa.
—Yo lo sé porque ésa fue la señal que me dieron para reconocerla entre las demás niñas de la Real Cuna.
—¿Quién es Vd. que sabe tanto de mí?
—¿Es posible que su merced no me conozca todavía? Debía acordarse de mí.
—No, por cierto.
—Pues yo le di de mamar a su merced, primeramente en la Real Casa Cuna, y después, por cerca de un año, en casa de la abuela de su merced, cuando ella vivía en el callejón de San Juan de Dios. Su merced ya hacía peninos y hablaba champurriado, no le digo más, en los días en que me la quitaron de los brazos. ¡Ay! No sabe su merced las lágrimas y pesares que me ha costado su crianza; no sólo a mí, también a mi marido. Sí, su merced ha sido la causa primera y principal de nuestras desgracias.
—¿Qué les ha pasado a Vds.?
—A mí me desterraron de La Habana habrá doce años, y mi marido está preso en la cárcel. Le achacan la muerte del Capitán Tondá.
—¡Conque eso es así como Vd. dice! ¡Conque yo soy la mujer más infeliz que pisa la tierra! ¡Ay de mí, que sin haberle hecho mal a nadie todos me caen encima!
—No llore, ni se lamente, niña. Aunque causante de nuestras desgracias, su merced es inocente, no tiene culpa ninguna.
—¿Cómo no he de llorar y lamentarme, si tras de verme perseguida injustamente, hecha la piedra de escándalo de las mujeres de esta casa, que me atosigan con sus preguntas y majaderías, por remate de cuenta viene Vd., que dice me crió, y me echa en cara las desgracias de Vd. y de su marido? ¿Cabe mayor infelicidad que la mía?
—Cuando yo le relate mi historia, tejida con la de su merced, se convencerá de que tengo mucha razón.
—Pero ¿quién es Vd.?
—Mi nombre es María de Regla, humilde criada de su merced y esclava del niño Leonardo Gamboa.
—¡Ah! exclamó Cecilia poniéndose en pie y abrazando a su interlocutora.
—¡Oiga! dijo ésta con sentimiento. La niña me reconoce y abraza como esclava del niño Leonardo, no como la madre de leche que soy de su merced.
—No, la abrazo por ambos motivos, sobre todo porque su venida es nuncio de salvación para mí.
La negra se cruzó de brazos y se puso a contemplar a Cecilia faz a faz. De tiempo en tiempo murmuraba en tono bajo: ¡Vea Vd.! ¡La misma frente! ¡La misma nariz! ¡La misma boca! ¡Los mismos ojos! ¡Hasta el hoyito en la barba! ¡Sí, su pelo, su cuerpo, su aire, su propio ángel! ¡Qué! ¡Su vivo retrato!
—¿De quién? preguntó Cecilia.
—De mi niña Adela.
—¿Y quién es esa niña?
—Mi otra hija de leche, hermana de padre y madre del niño Leonardo.
—¿Conque tanto me parezco a ella? Ya me lo habían dicho algunos amigos que la conocen de vista.
—Y dígalo que se parece. Jimaguas no se parecerían más. ¿Si será por esto porque el niño Leonardo está tan enamorado de su merced? Pero él peca y su merced peca con quererse como se quieren. Si se quisieran como amigos o hermanos, pase; como hombre y mujer es un pecado. Los dos están en pecado mortal.
—¿Por qué me dice Vd. eso? preguntó Cecilia sorprendida. En quererse mucho un hombre y una mujer, no sé yo que haya pecado.
—Sí, lo hay, niña; a veces hay hasta pecado prieto. Por una parte, él es blanco; mas, dentro de poco será de sangre azul, porque su padre ya es Conde de Casa Gamboa. Y tiene un palacio para vivir con la que haya de ser su esposa legítima. Y su merced... Perdone, niña, que sea tan clariosa. Su merced es pobre, no tiene ni gota de sangre azul y es hija... de la Casa Cuna. No es posible que lo dejen casarse con su merced.
—Todo sea que se le ponga en la cabeza. A bien que él es hombre y hace lo que quiere. Y aunque no, estoy segura que cumplirá la palabra que me ha dado.
—No podrá cumplirla, niña. Desengáñese, no podrá cumplirla aunque quiera.
—¿Por qué no?
—Porque no. A su tiempo lo sabrá su merced. Ese casamiento es un sueño, no se verificará...
—Luego Vd. se opone. No comprendo la razón.
—Yo no me opongo, niña mía. No soy yo quien se opone, es otro, es la naturaleza, son las leyes divinas y humanas. Sería un sacrilegio... Pero, ¿qué es lo que digo? Cuando menos ya es tarde. Dígame, niña, ¿qué tiene en los ojos?
—Nada tengo en los ojos, repuso Cecilia restregándoselos inocentemente.
—Sí, veo algo en ellos que es mala señal. Me parece que tiene amarillo el globo del ojo. No cabe duda. Esas ojeras, esa palidez, ese rostro desencajado... ¡Pobrecita! Su merced está enferma.
—¡Yo enferma! No, no, dijo ella muy apurada.
—Su merced ya es mujer del niño Leonardo.
—No entiendo lo que Vd. dice.
—¿Ha sentido su merced náuseas? ¿Así como ganas de provocar?
—Sí, varias veces. Más a menudo desde que estoy en esta casa. Lo atribuyo a los sustos y pesares de mi injusta prisión.
—Tate. Cierto son los toros. ¿No lo dije? La causa de la enfermedad de su merced es otra. Yo la sé, la adivino. ¿No sabe la niña que he sido enfermera por muchos años? ¿Qué soy casada? Ya no hay remedio. Ninguno... ¡Pobre niña! ¡Inocente! ¡Desgraciada! A su merced le ha hecho mucho daño esa carita tan linda que Dios le ha dado. Si su merced hubiera nacido fea, tal vez no le pasara lo que le pasa ahora. Estaría libre y sería feliz. Mas... lo que remedio no tiene, olvidarlo es lo mejor. En fin, diré al niño Leonardo el estado de su merced y segurito que se apresurará a sacar a la niña de esta maldita casa.
Afectaron fuertemente a Leonardo Gamboa las últimas nuevas que de Cecilia le trajo la esclava. Sin pérdida de tiempo, como lo había previsto ésta, se abocó con su condiscípulo y amigo el Alcalde Mayor, que había decretado la orden arbitraria de prisión, ante el cual hizo valer aquellos títulos, junto con esta circunstancia. Le reveló igualmente en secreto el estado delicado de la muchacha. Derramó por todas partes el oro a manos llenas y tuvo la inefable satisfacción de ver coronados sus esfuerzos con el éxito más completo hacia los postrimeros días del mes de abril.
Fue al cabo suya Cecilia, a pesar de la tenaz oposición de su padre. De la prisión la condujo a la casa que habían alquilado en la calle de las Damas, dándole por cocinera, sirviente de confianza y dueña a la María de Regla de siempre. No parecía que hubiese hombre más feliz sobre la haz de la tierra.
Aún cuando todo esto se ejecutó con entera reserva de don Cándido, nada ocultó Leonardo de doña Rosa. Desde el principio al fin la mantuvo informada de los pasos que daba, a medida que se daban. Y, sentimos decirlo, no sabemos en quién produjo más regocijo el desenlace del drama, si en su hijo o en la madre. Así se alzaba una barrera insuperable, creía ella sinceramente, entre la muchacha y las imprudentes pretensiones de su marido.
En medio de estas escenas, desplegó Leonardo tino y fuerza de voluntad sin ejemplo, poniendo el mayor esmero en llenar las condiciones del contrato secreto celebrado con su madre. Asistió a las clases de derecho regularmente, y cuando llegó la hora de graduarse, visitó uno por uno a los doctores que debían examinarle, principalmente a don Diego de la Torre, que gozaba de fama de muy rígido con los graduados; le pasó la mano a Fray Ambrosio Herrera, secretario de la Universidad, a quien comunicó en secreto que en vez de los tres duros de las propinas de costumbre, se proponía meter tres onzas de oro en cada cartucho. Así allanó el camino de la recepción; así logró calarse la muceta de ordenanza, ascender a la cátedra del aula magna, ponerse en la coronilla de la cabeza la birreta colorada, pronunciar un ininteligible discurso en latín, y obtener el título de Bachiller en Leyes «némine dissentiente»[60] el 12 de abril de 1831.
Satisfechos por este lado sus compromisos, todavía tuvo tiempo para tomar formal posesión del palacio que le había regalado su padre. Enseguida, con el ánimo de adormecer la vigilancia de éste, corrió a darle una «caradita» a Isabel en su paraíso de Alquízar, y ver de concertar con ella, si era posible, la manera y la época del casamiento.
La encontró bastante fría y desanimada. Repugnábale en alto grado la idea de presenciar, por segunda vez, las escenas horrorosas del ingenio. Como visita, porque faltaría la ocasión juntamente con el deseo; como ama, porque si de amante no logró suspender los terribles castigos impuestos allí a los negros, por una necesidad fatal de la institución, mal podía prometerse que de casada se aboliesen. Y ora tomase Leonardo estas razones de su amiga cual meros escrúpulos monjiles, ora se persuadiese que ellas quizás le relevarían de una promesa en que ya no se interesaba mucho su corazón, tornó a La Habana sin haber tratado de allanar el inesperado inconveniente.
Volado había el tiempo con inconcebible rapidez. A fines de agosto tuvo Cecilia una hermosa niña; suceso que, lejos de alegrar a Leonardo, parece que sólo le hizo sentir todo el peso de la grave responsabilidad que se había echado encima en un momento de amoroso arrebato. Aquella no era su esposa, mucho menos su igual. ¿Podría presentarla sin sonrojo, magüer que bella como un sol, en ninguna parte? No había él descendido tanto todavía por la cuesta suave del vicio, que hiciese del sambenito gala.
Se desvanecía, sin duda, la ilusión con la fácil posesión del objeto codiciado que consistía tan sólo en la cualidad deleznable antes mencionada. Al amor hizo en breve lugar la vergüenza. Tras ésta debía presentarse el arrepentimiento, y se presentó al galope, mucho antes de lo que era de esperarse, supuestas las condiciones de alma fría y moral laxa de que había dado pruebas el joven Gamboa.
Los primeros síntomas del cambio no tardó Cecilia en descubrirlos con dolor; en pos vino el tropel de los celos a complicar la situación de las cosas. A los tres o cuatro meses de unión ilícita fueron menos frecuentes y menos prolongadas las visitas de Leonardo a la casa de la calle de las Damas. ¿De qué valía que él colmase de regalos a la querida, que se adelantase a todos sus gustos y aun caprichos, si era cada vez más frío y reservado con ella, si no mostraba orgullo ni alegría por la hija, si no pudo lograr jamás que trocara siquiera por una noche la casa de los padres por la suya propia?
Explícase la extraña conducta de Leonardo con Cecilia, por la grande influencia que sobre él ejercía su enérgica madre. Porque era cosa cierta que si del mozo habían huido todas las virtudes a la temprana edad de 22 años, como huyen las tímidas palomas del palomar herido por el rayo, no era menos cierto que aún calentaba su corazón marmóreo el dulce amor filial.
Doña Rosa, además, había averiguado por aquellos días la historia verdadera del nacimiento, bautizo, crianza y paternidad de Cecilia Valdés, contado ahora por María de Regla con el objeto de obtener el completo perdón de sus pecados y alguna ayuda en favor de Dionisio, que seguía en estrecha prisión. Espantada dicha señora del abismo a que había empujado a su hijo, le dijo con aparente calma:
—Estaba pensando, Leonardito, que es hora de que sueltes el peruétano de la muchachuela... ¿Qué te parece?
—¡Jesús, mamá! replicó escandalizado el joven. Sería una atrocidad.
—Sí, es preciso, añadió la madre en tono resuelto. Ahora, a casarte con Isabel.
—¿También ésa? Isabel ya no me quiere. Tú has leído sus últimas cartas. En ellas no habla de amores, habla únicamente de monjío.
—¡Disparate! No hagas caso. Yo arreglo el negocio en dos palotadas. Han cambiado las cosas. Conviene que se case temprano el mayorazgo, siquiera no sea con otro fin que el de asegurar sucesión legítima para el título. A casarte con Isabel, digo.
Por carta de don Cándido a don Tomás Ilincheta, pidió doña Rosa la mano de Isabel para su hijo Leonardo, heredero presunto del condado de Casa Gamboa.
En respuesta, la presunta novia, acompañada de su padre, hermana y tía, vino a su tiempo a La Habana y se desmontó en casa de sus primas, las señoritas Gámez. Quedó, pues, aplazado el matrimonio para los primeros días de noviembre, en la pintoresca iglesia del Ángel, por ser la más decente, si no la más cercana a la feligresía propia. La primera de las tres velaciones regulares se corrió el último domingo del mes de octubre, pasadas las ferias de San Rafael.
No faltó quien comunicara a Cecilia la nueva del próximo enlace de su amante con Isabel Ilincheta. Renunciamos a pintar el tumulto de pasiones que despertó en el pecho de la orgullosa y vengativa mulata. Baste decir que la oveja, de hecho, se transformó en leona.
Al oscurecer del 10 de noviembre llamó a la puerta de Cecilia un antiguo amigo suyo, a quien no veía desde su concubinaje con Leonardo.
—¡José Dolores! exclamó ella echándole los brazos al cuello, anegada en lágrimas. ¿Qué buen ángel te envía a mí?
—Vengo, repuso él con hosco semblante y tono de voz terrible, porque me dio el corazón que Celia podía necesitarme.
—¡José Dolores! ¡José Dolores de mi alma! Ese casamiento no debe efectuarse.
—¿No?
—No.
—Pues cuente mi Celia que no se efectuará.
—Sin más se desprendió él de sus brazos y salió a la calle. Cecilia, a poco, con el pelo desmadejado y el traje suelto, corrió a la puerta y gritó de nuevo: ¡José! ¡José Dolores! ¡A ella, a él no!
Inútil advertencia. El músico ya había doblado la esquina de la calle de las Damas.
Ardían numerosos cirios y bujías en el altar mayor de la iglesia del Santo Ángel Custodio. Algunas personas se veían de pie, apoyadas en el pretil de la ancha meseta en que terminan las dos escalinatas de piedra. Por la mira a la calle de Compostela subía un grupo numeroso de señoras y caballeros cuyos carruajes quedaban abajo. Ponían los novios el pie en el último escalón, cuando un hombre que venía por la parte contraria, con el sombrero calado hasta las orejas, cruzó la meseta en sentido diagonal y tropezó con Leonardo, un el esfuerzo de ganar antes que éste el costado del sur de la iglesia, por donde al fin desapareció.
Llevose el joven la mano al lado izquierdo, dio un gemido sordo, quiso apoyarse en el brazo de Isabel, rodó y cayó a sus pies, salpicándole de sangre el brillante traje de seda blanco.
Rozándole el brazo a la altura de la telilla, le entró la punta del cuchillo camino derecho al corazón.
Lejos de aplacar a doña Rosa el convencimiento de que Cecilia Valdés era hija adúltera de su marido y medio hermana por ende de su desgraciado hijo, eso mismo pareció encenderla en ira y en el deseo desapoderado de venganza. Persiguió, pues, a la muchacha con verdadero encarnizamiento, y no le fue difícil hacer que la condenaran como cómplice en el asesinato de Leonardo, a un año de encierro en el hospital de Paula. Por estos caminos llegaron a reconocerse y abrazarse la hija y la madre, habiendo ésta recobrado el juicio, como suelen los locos, pocos momentos antes de que su espíritu abandonase la mísera envoltura humana.
Por lo que hace a Isabel Ilincheta, desengañada de que no encontraría la dicha ni la quietud del alma en la sociedad dentro de la cual le tocó nacer, se retiró al convento de las monjas Teresas o carmelitas, y allí profesó al cabo de un año de noviciado.
Casada Rosa con Diego Metieses, se esforzó en reemplazar a la hermana mayor en el cariño del padre y de la tía, yendo a morar con ellos en el edén de Alquízar.
La causa criminal formada a Dionisio por el homicidio de Tondá, no vino a fallarse sino cinco años después de los sucesos aquí relatados. El tribunal le condenó a diez de cadena y el célebre don Miguel Tacón le destinó al presidio de La Habana para la composición de calles.
FIN
A
abarca: calzado rústico de cuero de buey que cubre la planta, los dedos o la mayor parte del pie y se sujeta con cuerdas o correas.
Agramante, campo de: lugar de mucha confusión, donde nadie se entiende.
Agua de Lonja: agualoja, aloja, bebida refrescante preparada con agua, azúcar o miel, canela, clavo y algún otro ingrediente.
aguaitar: acechar.
alcándara: percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.
alcarraza: vasija de barro poroso, que por evaporación del agua que rezuma, enfría la que queda dentro.
alcorza: pasta blanca de azúcar y almidón con la cual se suelen cubrir varios géneros de dulces y se hacen en confiterías diversas figurillas.
aljófar: perla de forma irregular y comúnmente pequeña; cosas parecidas al aljófar, como las gotas de rocío.
almo: nutricio, vivificante.
amarilla: moneda de oro y especialmente onza.
ambigú: comida, por lo regular nocturna, compuesta de manjares calientes y fríos con que se cubre a una vez la mesa.
armella: anillo de metal con espiga o tornillo para clavarlo en un cuerpo sólido.
arrente: a raíz del casco.
asendereado: agobiado de trabajo.
aspillera: abertura larga y estrecha en un muro para disparar por ella.
azuela: herramienta de carpintería compuesta de una plancha de hierro acerada y cortante, con mango corto de madera.
B
badulaque: persona necia e informal.
ballesta: arma para disparar flechas y saetas.
banqueta: acera de calle.
belfo: cualquiera de los labios del caballo y otros animales.
bilorta: vilorta, pequeñas arandelas de hierro que se usaban en el eje de los carruajes para impedir que el cubo de la rueda se saliera de su sitio.
bocabajo: castigo de azotes que se aplicaba a los negros esclavos haciéndolos acostar boca abajo.
bocín: pieza redonda de esparto que se pone por defensa alrededor de los cubos de las ruedas de carros.
bozal: negro recién sacado de su país.
bronco: dícese de la voz y de los instrumentos que tienen sonido desagradable y áspero; tupido, áspero.
broza: desperdicio de alguna cosa.
C
cabio: travesaño superior e inferior que con los largueros forman el marco de las puertas y ventanas.
cachucha: moño o peinado para el cual se necesita algún relleno o postizo, que se usaba en la época y todavía hoy en varias provincias españolas.
caja: tambor.
calamón: clavo de cabeza en forma de botón que se usa para tapizar y adornar.
cambalachar: hacer trueque de objetos de poco valor.
camueso: hombre muy necio e ignorante.
cañón: caño o conducto grande de aguas.
carabela: nombre que daban los esclavos a sus compañeros o camaradas que habían venido de África en el mismo barco negrero, fueran hombres o mujeres.
caradita: caricia, palmadita en la cara.
caritate, dar: causar envidia o celos.
carranclán: paño de lana.
catar: ver, examinar.
caudinas, horcas; pasar uno por las: someterse al más fuerte.
ciar: andar hacia atrás, retroceder.
cicerone: persona que enseña y explica las curiosidades de una localidad, edificio, etc.
ciudadela: modernamente se le llama solar.
cochiherviti: atropelladamente, con precipitación.
coleto: interior de una persona.
columpio: balance, mecedora, sillón.
contralor: oficio honorífico de la casa real equivalente a lo que en Castilla llamaban veedor. Intervenía las cuentas, los gastos y ejercía otras funciones importantes.
correr la tuna: correrla, divertirse, gozar la vida vagando de aquí para allá en fiestas, rumbas y jolgorios.
cortar un traje: murmurar de otro, censurar veladamente.
crujía: tránsito largo en los edificios en cuyos lados hay piezas, para las cuales sirve de paso.
cuarta: látigo.
currutaco: muy afectado en el uso riguroso de las modas.
CH
chicote: látigo.
china pelona: piedra muy dura que abunda en los ríos y arroyos que servía como balas de todos los calibres y para empedrar las calles.
chupa: casaca de lienzo muy usada a principios del siglo XIX en Cuba.
D
dianche: diantre, diablo.
dragón: soldado que hace el servicio alternativamente a pie o a caballo.
E
escabel: tarima pequeña para que descansen los pies del que se sienta.
escarzo: especie vegetal muy común en España, que crece al pie de los robles y encinas, de donde se saca yesca.
escuadría: las dos dimensiones de la sección transversal de una pieza de madera labrada a escuadra.
esguazar: vadear.
espiritada: endemoniada, poseída por el demonio.
esquifaciones: ropas y objetos con que se proveía a los esclavos para cubrir sus necesidades.
estrado: conjunto de muebles en la pieza en que las señoras recibían las visitas y por extensión, la pieza.
G
gañote: gaznate.
garzota: plumaje o penacho que se usa para adorno de los sombreros o turbantes y en los jaeces de los caballos.
gayola: cárcel.
gazuza: hambre.
gaza: lazo que se hace en un cabo.
gerifalte, como un: muy bien, de una manera superior.
gigote: guisado de carne picada rehogada en manteca.
glacis: explanada, declive que se continúa desde el camino cubierto hacia la montaña.
guadaño: bote pequeño usado en los puertos.
guardabrisa: cilindro de cristal más o menos abombado al centro, con que se cubría la vela para proteger del viento la llama.
guiñarse: irse, huir, marcharse.
H
hembrilla: piececita pequeña en que otra se introduce o asegura.
hormilla: pieza circular y pequeña de madera u otra materia.
J
jarrero: mueble no sólo para colocar los jarros, sino también los vasos y otras vasijas para tomar agua, como la tinaja donde se depositaba el líquido.
L
ladino, negro: aquel esclavo que hablaba ya el español, por hacer tiempo que se encontraba en América.
lechuguina, o: persona joven que se compone mucho y sigue rigurosamente la moda.
lesna: instrumento punzante que usan los zapateros y otros artesanos para agujerear, coser y pespuntar. Se compone de un hierrecillo con punta muy sutil y un mango de madera.
lebrillo: vasija de boca ancha.
ludibrio: escarnio, desprecio, burla.
lunita: juego infantil en que las niñas gritaban dando saltos: lunita, lunera, / cascabelera, / cinco toritos / y una ternera.
M
magüer: aunque, a pesar de.
manducar: comer.
manteniente: en el momento, al instante.
mastelero de gavia: palo que va sobre el palo mayor de las embarcaciones de vela.
monacillo: niño que sirve en los monasterios e iglesias para ayudar a misa y otros ministerios del altar.
monis: dinero.
muceta: capa corta que cubre el pecho y la espalda; suele ser insignia de prelados, doctores, licenciados y ciertos eclesiásticos.
mujeriega, a la: cabalgando como ordinariamente lo hacen las mujeres, sentadas en la silla y no a horcajadas como los hombres.
mulecón: dícese del negro que ya pasa de la infancia, sin llegar a la pubertad.
muleque: nombre que se daba a los esclavos entre siete y doce años de edad.
muñidor: persona que gestiona activamente para concertar tratos; criado de cofradía que sirve para avisar a los hermanos las fiestas, entierros y otros ejercicios a que deben concurrir.
N
no embargante: no obstante, sin embargo.
novenario: castigo que se aplicaba a los esclavos negros que consistía en nueve azotes diarios por espacio de nueve días.
O
obrador: taller.
opiata: medicina en la que entra como uno de sus ingredientes el opio.
P
papalina: cofia de mujer, generalmente de tela ligera y con adornos.
penates: dioses domésticos de los etruscos y los romanos. Pertenencias, habitación, vivienda.
peruétano: porción saliente y puntiaguda de una cosa.
petar: agradar, complacer.
picolete: grapa dentro de la cerradura para sostener el pestillo.
picotear: chacharear, darle mucho al pico, hablar de cosas insubstanciales.
ponina: diversiones en que se distribuían los gastos entre los concurrentes.
potala o potada: tipo de embarcaciones pesadas, de poco andar.
poterna: puerta más pequeña que las principales en el sistema de fortificaciones.
pretina: parte de los pantalones que ajusta a la cintura.
pringue: grasa.
Q
quinar: vencer al contrario con argumentos y razones definitivas.
quipo: ramales de cuerdas con nudos en las cuales llevaban sus cuentas los aborígenes.
R
rastrillo: compuerta formada por una reja o verja fuerte y espesa que se echa en las puertas de las plazas de armas para defender la entrada y que, por estar afianzada en unas cuerdas fuertes o cadenas, se levantan cuando se quiere dejar libre el paso.
realce, bordar de: hacer un bordado que sobresale de la superficie de la tela.
refacción: toda cantidad que en dinero o efectos se ofrece como auxilio o ayuda anticipada para un negocio o para reparaciones, mejoras, etc.
regatón: casquillo que se pone en el extremo inferior de las lanzas, bastones, etc.
rengue liso, escapar de: irse de modo oculto o disimuladamente.
retrechería: artificio disimulado y mañoso para eludir la confesión de la verdad.
rinconera: mesita, armario o estante pequeños, comúnmente de figura triangular, que se colocaban en un rincón o ángulo de una sala o habitación.
romper el baile: dar comienzo al baile.
S
sambumbia: bebida cubana hecha con miel de caña, agua y ají.
Sanfrancia o San Francia: pelea, trifulca, pendencia, reyerta.
setena: pena o castigo que consistía en pagar el séptuplo de una cantidad determinada.
sollado: pisos y cubiertas inferiores de las embarcaciones.
sopanda: cada una de las correas anchas y gruesas empleadas para suspender la caja de los coches antiguos.
sotrozo: pasador de hierro que atravesaba un eje del carruaje para contener o impedir que se saliera la rueda que giraba del mismo.
sudadero: manta pequeña que se pone a las cabalgaduras debajo de la silla o aparejo.
suspiro: dulce hecho de harina, azúcar y huevo.
T
tahalí: tira de cuero u otra materia, que se cruza desde el hombro derecho por el lado izquierdo hasta la cintura donde se juntan los dos cabos y se pone la espada.
taracea: tela hecha con retazos pequeños de colores diferentes, llamada también ensaladilla.
tendal: espacio solado donde se pone el café para que se seque al sol.
tiple: guitarrita de voces muy agudas.
tumbaga: aleación de oro y cobre con que se hacen ciertas obras de arte, principalmente joyería barata, como anillos, pendientes, etc.
túnico: traje femenino completo.
U
urca: tipo de embarcaciones pesadas, de poco andar.
V
vaharada: olor vivo y fuerte que se percibe de pronto.
vaqueta: cuero de ternera curtido.
varapalo: golpe dado con palo o vara.
vejiga: vejiga disecada de buey o toro en donde se guardaban los tabacos del gastos o consumo diario de la persona.
veríficamente: verídicamente, de modo verídico.
virago: marimacho, mujer varonil.
volante: volanta, carruaje de dos ruedas y de dos asientos puestos sobre dos varas, de que regularmente tiraba un caballo.
Z
zacatecas: sepulturero.
zaga: parle posterior, trasera de una cosa.
zeda: zeta, letra del alfabeto (Z).
zurriagazo: golpe dado con el zurriago o látigo.
zurriago: látigo con que se castiga o zurra, el cual por lo común suele ser de cuero, cordel o cosa semejante.
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——. En: «La peineta calada». La Habana. Comisión Nacional Cubana de la UNESCO. 1962.
Vanidad. En: «Faro...» Habana, septiembre 26-30 y octubre 1º, 1845.
El misionero de Caroní. En: «Faro...» Habana, noviembre 28-30 y diciembre 1 y 2, 1846.
Fragmento de una novela inédita. En: «Faro...» Habana, noviembre 28, 1847.
A Don José Quintín Suzarte desde las Sierras del Aguacate. En: «La Siempreviva». Habana. Impr. del Gobierno. Tomo I, p. 301-310. 1838.
Un pensamiento. En: «La Cartera...» Habana. Impr. Palmer. Tomo III, p. 72. 1839.
Periodismo. En: «Aurora de Matanzas». Matanzas, febrero 24, 1846. Reproducido con el título de El Periodismo, causa del atraso de las letras en Cuba. En: «Revista histórica, crítica y bibliográfica de la literatura cubana». Matanzas. Impr. Quirós y Estrada. Tomo I, núm. 4, p. 432-439. 1917.
Elementos de Cronología Universal. En: «Flores del Siglo». Habana. Tipografía de la V. de Torres. 1a serie, tomo I, p. 69-76. 1846.
Suceso notable del siglo xviii en La Habana. En: «Flores...» Habana. Tipografía de la V. de Torres. 1a serie, tomo I, p. 125-138. 1846.
Crítica literaria. Gan Eden or Pintures of Cuba, por Maturin M. Ballou. En: «Revista de La Habana». Habana. Impr. del Tiempo. Tomo I, p. 1-8, 1855.
Juicio crítico. «Una feria de la Caridad en 183...» En: «La Habana». Habana. Impr. La Antilla, tomo 3º, p. 7-10, 45-48, 55-59 y 81-85. 1859. Reproducido al frente de: Una feria de la Caridad en 183... de José R. de Betancourt. Barcelona. Impr. Tasso Serra, p. 11-34. 1885. (Biblioteca de «La Ilustración Cubana».)
Narciso López. En: «Revista Cubana». Habana. Tomo XIII, p. 106-115. 1891. «El Fígaro». Habana. Año VII, núm. 43, p. 3. 1891.
Cartas literarias. (Sobre «Ultimas páginas», novela por Ramón Meza.) En: La voz del pasado. (Pensamientos.) En: «El Fígaro». Habana. Año XXXV, núm. 34, p. 1040. 1918.
1841
Noticias de Matanzas. (Con el seudónimo Sansueña.) Diciembre 18.
1842
La Habana en 1841. Enero 1º.
Crítica teatral. Teatro Tacón. Enero 9.
Santa Cecilia. Sarao en la noche del 7 de enero corriente. (Sansueña.) Enero 9.
Mesa revuelta. (Sansueña.) Enero 12.
Visita del buque de vapor Forth de la Real Compañía Inglesa. (Sansueña.) Enero 16.
Teatro Principal. «Lucía de Lamemoore.» (Sansueña.) Enero 18.
Teatro del Diorama. Primera representación de los Raveles. (Sin firma.) Enero 19.
Sansueñas a sus presuntuosos y gratuitos maestros del «Lucero». Enero 22.
Mesa revuelta. (Sansueña.) Enero 22.
Tertulia de Santa Cecilia la noche del 22. (Sansueña.) Enero 24.
Represalias. (Con el seudónimo Cualquiera.) Enero 25.
Represalias. (Cualquiera.) Enero 26, 28, 29, 30 y 31.
Paseos en Matanzas. Enero 30.
Mesa revuelta. (Sansueña.) Enero 31.
Represalias. (Sin firma.) Febrero 1, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 12 y 13.
Teatro Principal. Clara Rosemberg. Febrero 4.
Nuevos periódicos. (Sansueña.) Febrero 4.
Sociedades. (Sansueña.) Febrero 10.
Sociedades habaneras. (Sansueña.) Bailes de Carnaval. Febrero 15.
Modas. (Sansueña.) Marzo 6.
¡Qué osadía! ¡Qué ignorancia! (Con el seudónimo Yo, que utiliza por primera vez.) Marzo 21.
Comunicado. Crítica de la novela noticiera «La mano negra». (Con el seudónimo C. Critilo.) Marzo 15 y 16.
Viaje a Mariel y a Cabañas por los barcos de vapor. Marzo 23 y 24.
San Diego de Núñez. Abril 6.
Exposición de la Academia de San Alejandro en los salones de la Filarmónica. Abril 16.
Exposición de San Alejandro. Abril 22.
Academia gratuita de dibujo San Alejandro. Mayo 4.
Al señor comunicante del periódico. «Noticioso y Lucero.» D. N. Gómez Colón. Mayo 13.
La misma señorita aficionada que tuvo la bondad de contribuir con sus obras de dibujo. Mayo 12.
Un paseo por Canímar. Mayo 12.
Represalias. (Sin firma.) Junio 3.
Declaración de un marinero náufrago. Agosto 1º.
El amante sombra de hogaño. Agosto 1 y 2.
Estaciones del año. Agosto 17.
Una loca y un guajiro. (Yo.) Agosto 19.
Beneficio para los desgraciados de Vuelta Abajo. Agosto 22.
El depósito. (Yo.) Septiembre 18.
Escenas domésticas. (Yo.) Octubre 9.
La escuela de los casados. (Yo.) Octubre 12.
Charlatanismo. Octubre 16 y 20.
Bibliografía cubana. Octubre 24.
Las apariencias. Cuatro artículos de costumbres. (Yo.) Octubre 23-27.
Crítica literaria. Octubre 24.
El día 1º de noviembre. Historia y Tradición. (Yo.) Noviembre 1º.
Santa Cecilia. Noviembre 2.
Teatro Tacón. «Lucrecia Borgia.» Noviembre 5.
Mi elección de cortijo. (Yo.) Noviembre 13.
Una familia instruida y dichosa o La lectura de la biblia. Noviembre 16 y 18.
Lectura amena. De las bailadoras y de los bailadores o el naufragio en tierra. Diciembre 1º.
El velo. Diciembre 12.
Los inocentes. (Yo.) Diciembre 28.
1843
Aguinaldos. (Yo.) Enero 1º.
Amelia y Enrique. (Yo.) Marzo 30.
Fragmentos de la Pasión. (Yo.) Abril 13.
Mi paseo a Carraguao. (Yo.) Abril 30.
Viaje de Mr. J. Colson y D. Juan Peoli a Francial. Mayo 12.
Costumbres. (Yo.) Mayo 14.
Compra y venta. (Yo.) Mayo 14.
Literatura crítica. Ensayos políticos de Francisco J. Anguelo y Guridi. Septiembre 20-24. (Cuatro artículos).
El número 325. (Yo.) Julio 3.
Los pollitos. (Yo.) Julio 30.
A Lola la de Puentes grandes. (Con el seudónimo Lola de la Habana.) Agosto 27, septiembre 12 y octubre 2.
Contestación al señor A. de A. y G. Noviembre 6-9. (Cuatro artículos.)
Crítica literaria. «Amarguras del Corazón», por D. José Güell y Renté. Noviembre 28.
El Faro y Don Farito. (Yo.) Noviembre 11.
Réplica al generoso defensor de don José Güell y Renté. Diciembre 11.
Al paladín de don José Güell y Renté. Diciembre 22.
Sección literaria. «Cuentos de mi abuelo.» Diciembre 23.
Sermón predicado por el muy humilde hermano de la cofradía periodística Don Yo, maestro lego de la facultad redactorial con motivo de la festividad del día. Diciembre 31.
Residencia del año 1843. (Yo.) Diciembre 31.
1844
Una mudada. (Yo.) Agosto 4.
Monetario. (Yo.) Agosto 25-31. (Seis artículos.)
El viaje misterioso. (Yo.) Noviembre 28.
Matilde la cubana o La víctima del amor. (Yo.) Diciembre 28.
1845
Reloj de repetición. Crónica del día de Reyes. (Yo.) Enero 6.
Máscaras. (Yo.) Febrero 25.
Los síngaros... «Poesía de los gitanos.» Nueva York, 1845. Agosto 14.
Guanabacoa. (Yo.) Agosto 15.
Navidad. Septiembre 25-octubre 1º. (Cuatro artículos.)
El viaje misterioso. (Yo.) Noviembre 28.
1846
Aguinaldos. (Yo.) Enero 1º.
La cueva. (Con el seudónimo El ambulante del oeste.) Enero 8.
Charadas. (Yo.) Enero 10.
Amar hasta fracasar, trazada para la A. (Yo.) Enero 28.
Polémica con José María de la Torre. Marzo 6, 7, 8 y 11. (Cuatro artículos.)
Geografía. Abril 6 y 23. (Dos artículos.)
Caracteres y tendencias de la poesía en Cuba (Milanés, Palma, Tolón Orgaz, Turla, Blanchié). Agosto 15.
Lo que somos. (Yo.) Diciembre 6.
1847
Cartas. (Con el seudónimo El ambulante del oeste.). Enero 3 y 6.