AQUI PORTADA

CECILIA VALDES

O

LA LOMA DEL ANGEL

NOVELA DE COSTUMBRES CUBANAS

POR

CIRILO VILLAVERDE

Que también la hermosura
tiene fuerza de despertar
la caridad dormida.

Cervantes


ÍNDICE

Introducción
Prólogo
PRIMERA PARTE
Capítulo I, Capítulo II, Capítulo III, Capítulo IV, Capítulo V, Capítulo VI, Capítulo VII, Capítulo VIII, Capítulo IX, Capítulo X, Capítulo XI, Capítulo XII
SEGUNDA PARTE
Capítulo I, Capítulo II, Capítulo III, Capítulo IV, Capítulo V, Capítulo VI, Capítulo VII, Capítulo VIII, Capítulo IX, Capítulo X, Capítulo XI, Capítulo XII, Capítulo XIII, Capítulo XIV, Capítulo XV, Capítulo XVI, Capítulo XVII
TERCERA PARTE
Capítulo I, Capítulo II, Capítulo III, Capítulo IV, Capítulo V, Capítulo VI, Capítulo VII, Capítulo VIII, Capítulo IX
CUARTA PARTE
Capítulo I, Capítulo II, Capítulo III, Capítulo IV, Capítulo V, Capítulo VI, Capítulo VII Conclusión
Glosario
Bibliografía
Notas

INTRODUCCION

Cirilo Villaverde nació el 28 de octubre de 1812 en el ingenio Santiago, cercano al pueblo de San Diego de Núñez (Pinar del Río). Su padre era médico del ingenio y en ese medio pasó sus primeros años.

En 1823 vino a La Habana, donde cursó estudios de pintura, filosofía y derecho. Se recibió de Bachiller en Leyes en 1832, pero apenas ejerció esta profesión. Sus principales actividades fueron la enseñanza y el periodismo.

Trabajó como maestro en los colegios Buenavista y Real Cubano de la capital y La Empresa de Matanzas. Publicó para uso de las escuelas un Compendio geográfico de la isla de Cuba (1845), El librito de cuentos y las conversaciones (1847) y El librito de los cuentos (1857).

Su obra es extensa y variada como periodista y literato. Colaboró en las principales publicaciones de la época.

Dio a conocer sus primeras narraciones—El ave muerta, La peña blanca, El perjurio y La cueva de Taganana—en Miscelánea de Útil y Agradable Recreo (1837) y en El Album, Engañar con la verdad, El espetón de oro y la primera parte de Excursión a Vuelta Abajo, todas en 1838. La Cartera Cubana insertó en su sección de folletines Amores y contratiempos de un guajiro y Una cruz negra, en 1839. La Siempreviva en ese mismo año publicó la primera versión de Cecilia Valdés o La loma del Ángel.

Mientras desempeñaba su cátedra en el colegio La Empresa comenzó a escribir para Faro Industrial de La Habana. De regreso a la capital, fue uno de sus principales redactores y condueño junto a Bachiller y Morales. En este diario aparecieron entre 1842 y 1847 la segunda parte de Excursión a Vuelta Abajo (1842), El guajiro (1842), La peineta calada (1843), Dos amores (1843), El penitente (1844), La tejedora de sombreros de Yarey (1844-45) y otras de menor importancia, así como multitud de notas, crónicas y artículos de crítica literaria y de costumbres calzados con su nombre o con los seudónimos de Sansueña, Yo, El ambulante del oeste, Lola de la Habana y otros.

Villaverde, defensor de los ideales independentistas, participó como propagandista activísimo en la conspiración de La Mina de la Rosa Cubana de 1848. Al ser descubierta la misma por delación de un conjurado fue apresado en La Habana y condenado primero a muerte «en garrote vil» y más tarde a diez años de prisión. Escapó el 31 de marzo de 1849 con otros presos y escondido en la bodega de una goleta costera, llegó a los Estados Unidos.

En Norteamérica continuó luchando por sus principios políticos. Fue en Nueva York secretario de Narciso López, a quien conocía desde 1846, y redactor en jefe de La verdad. Publicó en Nueva Orleans entre 1853 y 1854 el periódico El independiente, etc.

Se trasladó a Filadelfia en 1854, donde vivió como profesor de español y contrajo matrimonio con Emilia Casanova, una destacada activista de la independencia cubana.

Regresó a La Habana en 1858, acogido a la amnistía. Aquí trabajó al frente de la imprenta La Antilla, que publicara algunas obras de interés para nuestras letras, como los artículos de costumbres de Anselmo Suárez y Romero, y colaboró en el periódico literario La Habana en compañía de Sterling y Calcagno, con importantes juicios críticos sobre Betancourt y otros contemporáneos. Volvió poco después a Nueva York, donde continuó sus labores de maestro y periodista. Fue entonces redactor de La América (1861-62), La Ilustración Americana (1865-1869), El Espejo y El Avisador Hispanoamericano. En 1864 fundó con su mujer un colegio en Wechawken. Durante esta segunda estancia en los Estados Unidos continuó luchando por la independencia de Cuba, como muchos otros cubanos de su tiempo. Sólo regresó a la Isla en 1888 por dos semanas.

Murió en Nueva York el 20 de octubre de 1894. Su figura al morir contaba con la admiración y el reconocimiento de sus contemporáneos por su doble condición de patriota y novelista.

La novela que consolidó su fama literaria fue Cecilia Valdés o La loma del Ángel, publicada en su forma definitiva en Nueva York en 1882. Ninguna de sus obras anteriores respondió a empeño tan elevado ni despertó como ésta el entusiasmo del público y la crítica. En ella Villaverde recoge el panorama de la vida cubana desde 1812 hasta 1831. Muestra sus categorías políticas, sociales y económicas y las terribles lacras que padecían. La obra, con sus clases poderosas y sus clases oprimidas, con sus funcionarios venales y su burguesía indolente, con sus mulatos discriminados y sus negros esclavos, con sus familias enriquecidas por el régimen esclavista y sus aristócratas de blasones comprados a la decrépita monarquía española, sirve de esclarecedor prólogo a nuestra historia republicana.

El ambiente de esta época colonial, trasladado con amplitud y minuciosidad a las abundosas páginas del libro, es lo decisivo en la obra, lo que determina su vigencia en la apreciación de los críticos. Porque Cecilia Valdés está muy lejos de ser una obra perfecta. El autor explica en el prólogo su proceso de creación; proceso que indudablemente resintió el saldo final del trabajo. El asunto central—drama de amor, celos, venganza y muerte—apenas difiere de los usuales en los folletines de la época; los personajes en su mayoría no trascienden de los rasgos externos; la acción es desarticulada y digresiva, hurtada a la historia y los personajes principales por criaturas y sucesos de menor cuantía; el estilo, híbrido, plagado de debilidades románticas entre las que alborean atisbos realistas; el lenguaje, oscilante entre el arcaísmo más rebuscando y el espontáneo giro popular nuestro; el desenlace, atropellado, en contradicción con las dimensiones de la narración.

Pero Cecilia Valdés es en nuestra historia literaria, a pesar de esas abundantes y graves deficiencias, la mejor creación novelística del siglo XIX.

Muchos cubanos de hoy la conocen a través de la adaptación teatral de Agustín Rodríguez y José Sánchez Arcilla, musicalizada admirablemente por Gonzalo Roig; versión que necesariamente fue vertebrada con la historia de los protagonistas. Despojado del lujo descriptivo de su ambiente, el asunto resulta endeble y melodramático. Esta aplaudida adaptación confirma que lo fundamental en Cecilia Valdés es el ambiente. Su costumbrismo, de vigorosa indagación política, social y económica, es el que atenúa sus defectos y sitúa a la obra en las puertas de la novelística realista.


A LAS CUBANAS

Lejos de Cuba y sin esperanza de volver a ver su sol, sus flores, ni sus palmas, ¿a quién, sino a vosotras, caras paisanas, reflejo del lado más bello de la patria, pudiera consagrar, con más justicia, estas tristes páginas?

El autor


[1] o de Atala y Renato;[2] pero esto, aunque más entretenido y moral, no hubiera sido el retrato de ningún personaje viviente, ni la descripción de las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuido en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. Lejos de inventar o de fingir caracteres y escenas fantasiosas e inverosímiles, he llevado el realismo, según entiendo, hasta el punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales, como vulgarmente se dice, vestidos con el traje que llevaron en vida, la mayor parte bajo su nombre y apellido verdaderos, hablando el mismo lenguaje que usaron en las escenas históricas en que figuraron, copiando en lo que cabía, d'après nature,[3] su fisonomía física y moral, a fin de que aquéllos que los conocieron de vista o por tradición, los reconozcan sin dificultad y digan cuando menos: el parecido es innegable.

Apenas si he aspirado a otra cosa. Lo único que debo agregar en descargo de mi conciencia, por si alguien juzgare que la pintura no tiene nada de santa ni de edificante, es que, al situar la acción de la novela en el teatro habanero y época corrida de 1812 a 1831, no encontré personajes que pudieran representar con mediana fidelidad el papel, por ejemplo, del payo Lorenzo, o el del pacato de don Abundio, o el del enérgico padre Cristóbal, o el del santo arzobispo Carlos Borromeo; al paso que abundaban los que podían pasar, sin contradicción, por fieles copias de los Canoso, los Tramoya y los don Rodrigo, matones, bravos y libertinos, cuya generación parece ser de todos los países y de todas las épocas.

Tampoco ha de achacarse a falta del autor si el cuadro no ilustra, no escarmienta, no enseña deleitando. Lo más que me ha sido dado hacer, es abstenerme de toda pintura impúdica o grosera, falta en que era fácil incurrir, habida consideración a las condiciones, al carácter y a las pasiones de la mayoría de los actores de la novela; porque nunca he creído que el escritor público, en el afán de parecer fiel y exacto pintor de las costumbres, haya de olvidar que le merecen respeto la virtud y la modestia del lector.

Por lo demás, si la obra que ahora sale a luz completa, no contiene todos los defectos de lenguaje y de estilo que sacó el primer tomo impreso en La Habana, si hay mayor corrección y verdad en la pintura de los caracteres, si resultan eliminadas ciertas escenas y frases de escasa o dudosa moralidad, si el tono general de la composición es más uniforme y animado, en mucha parte a los consejos de mi esposa, con quien he podido consultar capítulo tras capítulo, a medida que los iba concluyendo.

C. Villaverde

Nueva York, mayo, 1879


PRIMERA PARTE

Capítulo I

Tal es el fruto de la culpa,
Tello, cosecha de dolor.

Solís

Hacia el oscurecer de un día de noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciudad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro. El traje de éste, las guarniciones de aquéllas y los ornamentos de plata maciza, mostraban a las claras que era rica la persona a que pertenecía tan lujoso equipaje. Prendida estaba de los calamones, no sólo por el frente, sino también por un costado y hasta la mitad del otro,—la cortina o capacete de paño con banda de vaqueta. Sea el que fuese quien ocupaba el carruaje a la sazón, no puede negarse que tenía interés en guardar la incógnita, aunque parecía excusada la precaución, por cuanto no había alma viviente en las calles, ni se divisaba otra luz que la de las estrellas, o la artificial de algunas casas que se escapaba por las anchas rendijas de las puertas cerradas.

Pararon de repente las mulas al trote en la esquina del callejón de San Juan de Dios y salió a espacio y con no poco trabajo de la calesa un caballero alto, bien puesto, vestido de frac negro abotonado hasta el cuello, dejando ver por debajo el chaleco o chupa de color claro, pantalones de carranclán de pie, corbatín de cerda y sombrero de castor con copa enorme y ala angosta. Por lo que podía distinguirse en aquella media luz de las estrellas, las facciones más notables del hombre eran la nariz, que tenía aguileña, los ojos bastante vivos, el rostro ovalado y la barba pequeña. El color de ésta y el del cabello, las sombras del sombrero y de las paredes alterosas del convento vecino, lo oscurecían tal vez sin ser negro.

—Sigue hasta la calle de lo Empedrado—dijo el caballero en tono imperioso, más bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas—y espera inmediato a la esquina. En caso que diese la ronda contigo, di que perteneces a don Joaquín Gómez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?

—Sí, señor, contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenía el sombrero en la mano.

Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquél.

El callejón de San Juan de Dios se compone de dos cuadras solamente, cerrado por un extremo en las paredes del convento de Santa Catalina y por el otro en las casas de la calle de la Habana. El hospital de San Juan de Dios, que le da nombre, y que por sus altas y cuadradas ventanas, siempre deja salir el vaho caliente de los enfermos, ocupa todo un lado de la segunda cuadra y los otros tres, casitas pequeñas de tejas coloradas y un solo piso, el de las últimas en particular más alto que el nivel de la calle, con uno y dos escalones de piedra a la puerta. Las de mejor apariencia de ellas eran las de la primera cuadra entrando de la calle de Compostela. Eran todas de un mismo tamaño, poco más o menos, de una sola ventana y puerta, ésta de cedro con clavos de cabeza grande, pintadas de color de ladrillo, aquélla o de espejo o volada[4] y de balaustres de madera gruesa. El piso de la calle se hallaba en su estado primitivo y natural, pedregoso y sin banquetas.

El caballero desconocido, arrimado a las paredes, debajo de los salientes aleros de tejas, se detuvo a la puerta de la tercera casita de su derecha y dio dos golpecitos con la punta de los dedos. Allí sin duda le aguardaban, porque tardaron en abrir lo que tardó en pasar de la ventana a la puerta la persona que quitó la tranca con que se cerraba por dentro. Esa resultó ser la ama de la casa; mulata como de 40 años de edad, de estatura mediana, llena de carnes, aunque conservaba el talle estrecho, los hombros redondos y desnudos, la cabeza hermosa, la nariz algo gruesa, la boca expresiva y el cabello espeso y muy crespo. Vestía camisa fina bordada, de manga corta, y enaguas de sarga sin pliegues ni adorno ninguno.

Había pocos muebles en la sala: arrimada a la pared de la derecha una mesa de caoba, sobre la cual ardía una vela de cera, dentro de una guardabrisa o fanal, y varias sillas pesadas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, clavados con tachuelas de cobre. En aquella época esto se tenía por lujo, mucho más tratándose de una mujer de color, que ocupaba aquella habitación como ama y no como criada. El caballero no le dio la mano al entrar, sólo le hizo un saludo grave sin dejar de ser gracioso y amable; lo que sin disputa era aún más extraño, pues aparte de su diferencia de condición y de raza, la de sus edades respectivas era notable a primera vista y no cabía entre ellos otra relación que la de la amistad, más o menos sincera y desinteresada. Enseguida preguntó en tono triste y acercándose a la mujer cuanto podía, a fin de no levantar la voz, que la tenía algo bronca:

—¿Y qué tal la enferma?

La mulata sacudió la cabeza con aire todavía más triste y contestó con tres monosílabos:

—¡Ah! muy mal.

Algo más animada, aunque sin despejársele el semblante, agregó poco después:

—¿No se lo dije al señor? Entodavía ha de acabar con ella el golpe.

—Pues qué, replicó desazonado el caballero, ¿no me dijo Vd. anoche que estaba mejor y más tranquila?

—Lo estaba, sí, señor; pero la mañana la ha pasado muy desinquieta y agitada. Decía que le daban calor las sábanas, que le ardía la cabeza, y varias veces ha tratado de salirse de la cama buscando aire. De manera que fue preciso mandar por el médico. Vino y recetó un calmante: lo tomó, porque la pobrecita toma cuanto le dan. De sus resultas ya se duerme como una piedra, ya dispierta sobresaltada. ¡Ay, señor, su sueño se parece tanto a la muerte! Me da miedo, mucho miedo. Yo se lo decía al señor desde un principio, el golpe era demasiado para ella. Esa muchacha no tiene fuerzas para soportarlo. ¡Ah! mi señor, de esta hecha la perdemos, lo estoy mirando; me lo ha dado el corazón.

Y no dijo más, porque la emoción le ahogó la voz en la garganta.

—Veo que Vd. se acobarda, seña Josefa, dijo el desconocido con dulzura y sentimiento. ¿Pues no ha tratado Vd. de convencerla de que la separación es sólo por muy corto tiempo? No es ella ninguna chiquilla...

—¡Que si no he tratado! El señor parece que no la conoce entodavía. Ella no oye razones. Es la más voluntariosa y cabecidura que ha nacido. Además, dende ese lance no está en su cabal juicio y razón. ¿El señor mismo no trató aquella noche fatal de consolarla y tranquilizarla? ¿Y qué sacó? Acuérdese lo que semos: nada. El señor va a ver por sus propios ojos que se escogió mal el momento de someterla a semejante prueba. No se habían pasado los cuarenta días y luego tenía una calentura que volaba. Sí, concluyó ya del todo conmovida y llorosa—me tengo tragado que de ésta no sale ella con juicio o con vida.

—Dios querrá, seña Josefa, que no se realicen tan funestos pronósticos, dijo el caballero preocupado. Después de breve rato añadió:—Ella es joven y robusta, y todavía la naturaleza triunfará de todos sus males y penas. Fío más en esto que en la ciencia oscura de los médicos. Aparte de eso, Vd. sabe que se ha hecho lo hecho por el bien de todos, mejor dicho... Más adelante me lo agradecerán, estoy seguro. Yo no podía ni debía darla mi nombre. No, no, repitió como azorado del eco de su propia voz. Nadie mejor que Vd. lo sabe. Vd. que es mujer de razón, conocerá y confesará que así tenía que ser. Es preciso que la chica lleve un nombre, nombre de que no tenga que avergonzarse mañana, ni esotro día, el de Valdés, con que quizás haga un buen casamiento. Para ello no había más remedio sino pasar por la Real Casa Cuna. Esto no ha podido ser más doloroso para la madre, bien lo sé, que para... todos nosotros. Pero dentro de breves días la habrán bautizado y entonces haré que la traiga aquí María de Regla, mi negra, que tres meses hace perdió un hijo del mal de los siete días, y la está amamantando en la Casa Cuna por orden mía. Ella la devolverá sana, salva y cristiana a los brazos de su madre. Yo tengo arreglado todo eso con Montes de Oca, el médico de la Real Casa, por quien a menudo sé de la chica. Al principio lloraba mucho y se negaba a tomar el pecho de María de Regla, por lo que enflaqueció un poco. Pero ya todo eso ha pasado y ahora está gorda y rozagante, es decir, según me ha informado Montes de Oca, porque yo no la he visto desde la noche en que la hice pasar por el torno... Los ojos se me fueron tras ella. Es indecible cuánto me costó ese paso... Pero, a otra cosa. Vd. sabe, sin embargo, que no cabe equivocación.

—Demasiado que lo sé—dijo la mulata enjugándose las lágrimas. No puede equivocarse, no. Por lo tocante a eso estoy tranquila, como que a pesar de sus chillidos, que me partían el alma, le hice la media luna azul en el hombro izquierdo, según el señor me ordenó. Yo no sé a quién le dolería más, si a ella o a mí... La madre, la madre, mi señor, es la que me tiene sin sosiego. Ella no puede resistir. De por fuerza pierde el juicio o la vida. Yo se lo repito al señor.

Seña Josefa, como la llamó el desconocido, se conocía que era mujer inteligente, si bien por el descuido de su educación incurría a menudo en las faltas de lenguaje comunes al vulgo de las gentes en Cuba. A pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba las muestras de una juventud bella y distinguida, buenos ojos, la expresión amorosa de la boca y la redondez del cuello, de los hombros y de los brazos. Tenía el color cetrino que resulta de la mezcla de hembra negra y varón indio; pero lo crespo del pelo y el óvalo del rostro no admitían la probabilidad de semejante maridaje, sino el de madre negra y padre blanco. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras. Honda debía de ser la pesadumbre que a la sazón la aquejaba, según eran la frecuencia de sus suspiros, la contracción repetida de su entrecejo y la abundancia del humor acuoso en que nadaban sus grandes ojos y le empañaban el brillo. Por lo demás, había en su actitud más desesperación que verdadero pesar. En efecto, como luego veremos, tenía razón sobrada para lo uno y no le faltaba para lo otro.

Hacía ratos que ambos personajes estaban callados, cada cual a vueltas con sus propios pensamientos, que de seguro no coincidían en ningún punto, a tiempo que se oyeron un lamento y un grito desgarrador salidos del interior de la casa. La mujer hizo una exclamación dolorosa, se llevó ambas manos a la cabeza y corrió como desalada por el primer aposento al segundo cuarto. Maquinalmente el caballero hizo con las manos el mismo movimiento y siguió sus pasos en silencio, aunque a cierta distancia. Allí no había más luz que la mortecina de una lamparita de aceite en una mesa, sobre la cual se veía un nicho o retablo de titiritero, donde se veneraba una figura de talla, con traje talar o de mujer, que miraba al cielo y tenía clavada en el pecho una espada, cuya empuñadura parecía de plata. En el lado opuesto había un catre, con colgaduras de seda, ya ajadas, y a la cabecera una silla de cuero, que en el momento que entró allí seña Josefa, la había desocupado una anciana negra, escuálida, imagen de la muerte, cuya cabeza blanca contrastaba con el ébano de su cuello largo y huesoso. Tenía en la mano derecha un rosario y varios escapularios al pecho sobre la camisa blanca; ciñéndola el talle de la falda de cañamazo, una correa negra y larga a lo fraile agustino. Estaba como embebida o rezando con gran fervor, y al tocarle en el hombro seña Josefa, alzó de repente la cabeza, la volvió hacia la puerta del aposento, vio en ella de pie al desconocido, hizo un movimiento de horror o de susto y desapareció por la puerta del fondo sin decir palabra.

Ocupó su lugar seña Josefa. Abrió con tiento las cortinas del lecho, y por señas indicó al caballero que se acercara; lo que hizo éste, al parecer, con repugnancia. Los ojos de ambos se clavaron en el rostro pálido de una muchacha de 20 años, yaciente boca arriba y aparentemente muerta. Porque no se movía a la sazón, tenía los ojos hundidos y cerrados los párpados, cuyas pestañas eran tan largas que daban sombra a las mejillas. La cabeza era lo único que tenía fuera de las sábanas, y eso casi enterrada en la almohada, la cual desaparecía bajo una mata de pelo negro, undoso y esparcido por todas partes en el mayor desorden. De en medio de aquel fondo negro se destacaba el rostro ovalado, pálido de cera de la enferma, con la barba aguda, la frente cuadrada y alta, la boca pequeña, los labios belfos, y la nariz bastante bien hecha para mujer de raza mezclada, como sin duda era aquélla de que ahora se trata. El conjunto era bueno, femenil; pero había tal expresión de angustia y melancolía en el semblante marchito por la enfermedad, que daba lástima el contemplarle. Movida por este sentimiento tal vez seña Josefa dijo al oído del caballero:—Se ha dormido.

La contestación del caballero fue sacudir la cabeza negativamente, acaso porque en aquel instante creyó notar un temblor convulsivo que recorría de pies a cabeza todo el cuerpo de la paciente. Tras el temblor empezó a levantársele el pecho, movimiento fácil de percibir por encima de la sábana, como una ola en mar sereno que repunta, de repente, y precursor del suspiro que exhaló enseguida del fondo del corazón, acompañado de un gemido doloroso y agudo. Comprendiendo el caballero lo que debía sobrevenir, sin poderlo remediar, apartó primero la vista y disimulada y paulatinamente se retiró a los pies de la cama. Incorporada en aquel instante la enferma, exclamó con aire de espanto:

—¡Mamita! ¿Era su merced?

—¡Hija mía! ¿Qué quieres? ¿Estás mejor?

—¡Ah! ¡Mamita! prosiguió la muchacha en el mismo aire de azorada.—La he visto, la acabo de ver. Sí, no me queda duda. ¡Ahí está! agregó señalando al cielo. ¡Se va! ¡Me la llevan! Debe estar muerta. ¡Ay!—Y se le escapó otro grito desgarrador.

—¡Hija! le observó la madre afligida. Dispierta. Tú estás soñando o esas son ilusiones tuyas.

—Venga acá, mamita, mire su merced misma.

Diciendo esto la atraía a sí por el brazo.

—¡Véala! ¿No es aquella la Virgen Santísima dentro de una nube dorada, con los pies desnudos, apoyados en las alas de infinitos ángeles? Ella es. ¡Mire! Por aquí. ¡Allá! Vea. ¡Se eleva!

—Visiones, hija mía. No hagas caso. Acuéstate y descansa.

—¿Cómo quiere su merced que me acueste, si veo que se llevan a mi hija, la hija de mis entrañas?

—¿Pero quién se la lleva, mi vida?

—¿Quién se la lleva? ¿Pues no lo ve su merced? La Virgen Santísima. Se la lleva en los brazos. Debe estar muerta. ¡Ah!

—Ella no se ha muerto, no lo creas; le dijo débilmente seña Josefa, pues sobre este punto no estaba más segura que la enferma. Tu niña está viva y pronto la verás. Esos son sueños tuyos.

—Sueños, sueños, repitió la muchacha, distraída. ¿Yo soñaba? ¿No será más que un sueño? Pero, ¿y mi hija? ¿Dónde está? ¿Por qué me la han quitado? Y de que yo la perdiera su merced tiene la culpa, concluyó diciendo con iracundo ademán y acento.

No tuvo valor seña Josefa para replicar palabra, bien por no irritar más a la enferma con una contradicción poco menos que inútil, bien porque la acusación era directa y fundada. Sólo acertó a volver los ojos hacia su derecha, con lo que los de la enferma naturalmente siguieron la misma dirección y en consecuencia tropezaron con el bulto oscuro del desconocido, que hacía por ocultarse tras las colgaduras de la cama.

—¿Quién está ahí? preguntó apuntando con el dedo. ¡Ah! ¡El es, el ladrón de mi hija! ¡Mi verdugo! ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Vienes, basilisco, a gozarte en tu obra? A tiempo llegas. Gózate a tus anchas. Mi hija ha volado al cielo, lo sé, de ello estoy convencida, yo la seguiré muy pronto; pero tú, tú, causa de nuestra condenación y muerte, tú bajarás... al infierno.

—¡Jesús! exclamó seña Josefa santiguándose. Tú no sabes lo que dices. Calla.

Y anegada en lágrimas se arrojó sobre su hija con el doble objeto de impedirle que se levantara y de que siguiera en aquella terrible increpación contra el caballero desconocido. Por prudencia o por remordimiento, éste callaba e inclinó más la cabeza. El, de todos modos, estaba muy disgustado y luchaba consigo mismo a fin de tomar una resolución. Porque, previéndolo, había venido a ponerse al alcance de las recriminaciones, al parecer justas, de la enferma, quien aunque delirante, le echaba en cara la pérdida de su hija y la ruina de su razón. Mas no hizo por defenderse. Se sentía, al contrario, humillado, altamente ofendido por cuanto siendo sus intenciones las más puras, guiadas por el deseo del bien de todos los inmediatamente interesados, las resultas llevaban camino de ser muy desastrosas. A los ojos de su propia conciencia la justificación era fácil; el mundo, sin embargo, debía juzgarle por los hechos. Y a este juicio le tenía él horror cerval.

Continuaba entre tanto la lucha entre la madre y la hija. Esta, con los ojos de espantada, los cabellos desgreñados, la frente cubierta de sudor copioso, las mejillas encendidas por la fiebre, repelía con ambas manos a la madre y le repetía:—Déjame, mamita, déjame ver esa cara de hereje. Quiero pedirle cuenta de mi hija. El me la ha quitado, él, entrañas de fiera. Y la madre, siempre inundada en lágrimas estrechándola en sus brazos, le respondía:—Por el amor de Dios, hija mía, por la Purísima Concepción de María Santísima, por tu salud, por la de tu hija, que vive y está buena, cállate, tranquilízate. Yo te lo ruego por lo que más quiera.

Pero como se prolongase demasiado aquella lucha, se acercó el caballero a la cama, tomó en la suya una mano de la enferma, la cual ella no rechazó, y con voz grave, mas llena de exquisita ternura, le dijo:

—Charo, óyeme. Te prometo que mañana verás a tu hija. Vuelve en ti. ¡Cálmate! No más locuras.

Séase que de tanto bregar se le agotasen las fuerzas, séase que la impusiese respeto la voz del desconocido, es lo cierto que la enferma, exhalando un profundo suspiro, cayó repentinamente de espaldas en la almohada y allí quedó por breve rato sin movimiento. No creyó menos la madre, al pronto, sino que había expirado. Púsola con ese motivo la mano en el corazón, y como, ya por el susto, ya porque en efecto se le había paralizado la sangre en las venas a la paciente, no sintió por unos instantes las pulsaciones. Así que, grandemente asustada, se volvió para el caballero, que al parecer contemplaba impasible aquella escena muda, y con acento de amarga reconvención le dijo:

—¿Lo ve el señor? Está muerta.

No fue esto parte a hacerle perder al caballero su natural ecuanimidad. Lejos de ello, con mucha calma y deliberación le tomó el pulso a la muchacha, a guisa de médico, y después dijo:

—Traiga Vd. éter. Se ha desmayado. Esta moza está muy débil, necesita alimento.

—El médico lo ha prohibido, observó seña Josefa.

—El médico no sabe lo que se pesca. Dela Vd. caldo. Pero despache con el éter.

Traído el álcali volátil, se le aplicaron a la nariz; pero las únicas señales de vida que dio la muchacha fue un estremecimiento de los párpados, que no abrió por cierto, y un llorar en silencio, o hilo a hilo, según reza la gráfica expresión vulgar. Mientras esto pasaba delante de la cama de la enferma, asomó la cabeza blanca por entre la puerta del fondo, medio abierta, la anciana negra antes mencionada; pero la retiró de golpe persignándose cual si viese al diablo, sin duda porque aún estaba allí el caballero desconocido. Al fin, éste se alejó de aquel sitio de dolor y de tribulación, saludó a seña Josefa con una mera inclinación de cabeza, y salió a la calle murmurando en su despecho:

—¡Y nadie más que yo tiene la culpa!

Capítulo II

Sola soy, sola nací,
Sola me tuvo mi madre,
Sola me tengo de andar,
Como la pluma en el aire.

Algunos años adelante, mejor, uno o dos después de la caída del segundo breve período constitucional, en que quedó establecido el estado de sitio de la Isla de Cuba y Capitán General de la misma don Francisco Dionisio Vives, solía verse por las calles del barrio del Ángel una muchacha de unos once a doce años de edad, quien, ya por su hábito andariego, ya por otras circunstancias de que hablaremos enseguida, llamaba la atención general.

Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores. Porque a una frente alta, coronada de cabellos negros y copiosos, naturalmente ondeados, unía facciones muy regulares, nariz recta que arrancaba desde el entrecejo, y por quedarse algo corta alzaba un si es no es el labio superior, como para dejar ver dos sartas de dientes menudos y blancos. Sus cejas describían un arco y daban mayor sombra a los ojos negros y rasgados, los cuales eran todo movilidad y fuego. La boca tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter. Las mejillas llenas y redondas y un hoyuelo en medio de la barba, formaban un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna.

De cuerpo era más bien delgada que gruesa, para su edad antes baja que crecida, y el torso, visto de espaldas, angosto en el cuello y ancho hacia los hombros, formaba armonía encantadora, aun bajo sus humildes ropas, con el estrecho y flexible talle, que no hay medio de compararle sino con la base de una copa. La complexión podía pasar por saludable, la encarnación viva, hablando en el sentido en que los pintores toman esta palabra, aunque a poco que se fijaba la atención, se advertía en el color del rostro, que sin dejar de ser sanguíneo había demasiado ocre en su composición, y no resultaba diáfano ni libre. ¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios rojos tenían un borde o filete oscuro, y que la iluminación del rostro terminaba en una especie de penumbra hacia el nacimiento del cabello. Su sangre no era pura y bien podía asegurarse que allá en la tercera o cuarta generación estaba mezclada con la etíope.

Pero de cualquier manera, tales eran su belleza peregrina, su alegría y vivacidad, que la revestían de una especie de encanto, no dejando al ánimo vagar sino para admirarla y pasar de largo por las faltas o por las sobras de su progenie. Nunca la habían visto triste, nunca de mal humor, nunca reñir con nadie; tampoco podía darse razón dónde moraba ni de qué subsistía. ¿Qué hacía, pues, una niña tan linda, azotando las calles día y noche, como perro hambriento y sin dueño? ¿No había quien por ella hiciera ni rigiera su índole vagabunda?

Entre tanto la chica crecía gallarda y lozana, sin cuidarse de las investigaciones y murmuraciones de que era objeto, y sin caer en la cuenta de que su vida callejera, que a ella le parecía muy natural, inspiraba sospechas y temores, si no compasión a algunas viejas; que sus gracias nacientes y el descuido y libertad con que vivía, alimentaban esperanzas de bastardo linaje en mancebos corazones, que latían al verla atravesar la plazuela del Cristo, cuando a la carrerita y con la sutileza de la zorra hurtaba un bollo o un chicharrón a las negras que de parte de noche allí se ponen a freírlos; o cuando al descuido metía la pequeña mano en los cajones de pasas de los almacenes de víveres en las esquinas de las calles; o cuando levantaba el plátano maduro, el mango o la guayaba del tablero de la frutera; o cuando enredaba el perro del ciego en el cañón de la esquina, o le encaminaba a San Juan de Dios, si iba para Santa Clara:[5] que todas éstas eran travesuras dignas de celebración en una niña de su edad y parecer.

Su traje ordinario, no siempre aseado, consistía en falda de zaraza, sin más pañizuelo ni otro calzado que unas chancletas, las cuales anunciaban de lejos su aproximación, porque sonaban mucho en las banquetas de piedra de las pocas calles que entonces tenían tales adornos. Llevaba también el cabello siempre suelto y naturalmente rizado. El único ornamento de su cuello era un rosarito de filigrana, especie de gargantilla, con una cruz de coral y oro pendiente, memoria de la madre cara y desconocida.

A pesar de aquella vida suya y de aquel traje, parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado a creer que jamás dejaría de ser lo que era, cándida niña en cabello, que se preparaba a entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia. Sin embargo, las calles de la ciudad, las plazas, los establecimientos públicos, como se apuntó más arriba, fueron su escuela, y en tales sitios, según es de presumir, su tierno corazón, formado acaso para dar abrigo a las virtudes, que son el más bello encanto de las mujeres, bebió a torrentes las aguas emponzoñadas del vicio, se nutrió desde temprano con las escenas de impudicia que ofrece diariamente un pueblo soez y desmoralizado. ¿Y cómo librarse de semejante influjo? ¿Cómo impedir que sus vivarachos ojos no viesen? ¿Qué sus orejas siempre alerta no oyesen? ¿Que aquella alma rebosando vida y juventud no se asomara antes de tiempo a los ojos y a los oídos para juzgar de cuanto pasaba en su derredor, en vez de dormir el sueño de la inocencia? ¡Bien temprano, a fe, llamó a sus puertas la legión de pasiones que gastan el corazón y abaten las frentes más soberbias!

Una tarde, entre otras, pasaba la chica, como de costumbre, a la carrerita, por cierta calle de que no hay para qué mencionar ahora el nombre. Asomadas a una de las altas y anchas rejas de hierro de las ventanas de una casa de apariencia aristocrática, estaban dos niñas poco más o menos de su edad y una joven de 14 a 15, las cuales, como viesen pasar aquella exhalación, según se expresó una de ellas mismas, excitada grandemente la curiosidad de todas, la llamaron con instancia. No se hizo de rogar la mozuela, antes se entró, desde luego por el zaguán, y se presentó con mucho desembarazo a la puerta de la sala, donde ya la esperaba el grupo de las tres jovencitas. Allí, éstas la tomaron por la mano y la llevaron delante de una señora algo gruesa, vestida con mucho aseo, que estaba arrellanada en un ancho sillón y descansaba los pies en un escabel.

—¡Ah! exclamó ésta cuando la hubo visto de cerca. ¡Y qué mona es! Dicho lo cual se enderezó en el asiento, operación que le costó un buen esfuerzo, y agregó:

—¿Cómo te llamas?

—Cecilia, respondió vivamente.

—¿Y tu madre?

—Yo no tengo madre.

—¡Pobrecita! ¿Y tu padre?

—Yo soy Valdés, yo no tengo padre.

—Esa está mejor, exclamó la señora recapacitando.

—Papá, papá, dijo la mayor de las señoritas dirigiéndose a un caballero que estaba recostado en un sofá a la derecha del estrado. Papá, ¿ha visto Vd. niña más preciosa?

—Ya, ya, contestó el padre casi sin volver el rostro. Dejadla en paz. Pero apenas salieron esas palabras de sus labios, reparó en él Cecilia, y entre admirada, y reída, dijo:

—¡Ay! Yo conozco a ese hombre que está ahí acostado. Este, por debajo de las manos, con que ya se sombreaba la frente, le echó una mirada fiera, en que iban pintados su mal humor y disgusto. Enseguida se levantó y dejó la sala, sin decir más palabra. Extraño es en verdad que sólo este hombre no sintiese simpatía por la linda callejera.

—¿Conque no tienes padre ni madre? Tornó a preguntar la buena señora, un si es no es preocupada por la anterior escena. ¿Y cómo vives? ¿Con quién vives? ¿Eres hija de la tierra o del aire?

—¡Ave María Purísima! exclamó la niña doblando la cabeza sobre el hombro derecho y mirando fijamente a sus preguntadoras. ¡Ay, Jesús! ¡Qué gente tan curiosa! Yo vivo con mi abuela, que es una viejecita muy buena, que me quiere mucho y que me deja hacer cuanto yo quiero. Mi madre se murió hace mucho tiempo y... mi padre también. No sé más ni me pregunten más.

Bien quisieran las jovencitas hacer más preguntas, e informarse de otros pormenores acerca de la vida y parentela de Cecilia; pero, por una parte, su padre les había dicho que la dejaran en paz, y, por otra, su madre, ya incapaz de dominar su desazón, les indicó por un gesto muy significativo que era tiempo saliese de allí mozuela tan procaz. Colmada de regalos y despedida al fin, Cecilia, pasaba por el zaguán en vuelta de la calle, a sazón que bajaba de los altos un jovencito en traje veraniego, es decir, de chupa y pantalón de Arabia quien apenas la vio, la reconoció y le dijo desde lo alto:

—Cecilia, ¡eh, Cecilia! Oye, mira.

Ella, sin contener el paso, mas sin dejar de mirar al que le daba voces, le decía hasta la puerta de la calle: ¡Cuico! ¡Cuico! Y al mismo tiempo abría la mano derecha, ponía el dedo pulgar en la punta de la nariz y movía los otros con gran rapidez. Que es una manera de burla que a menudo se hacen los muchachos en nuestras calles, como diciendo: ¡Ah! ¡que te engañé! ¡Ah! que me escapé de tus majaderías.

No es para referir aquí la escena que se siguió a la ida de la chica de aquella casa. Del señor y de la señora puede decirse que no volvieron a mencionar su nombre. Las señoritas, al contrario, aún cuando tornaron a la ventana para ver y saludar a sus amigas, que de vuelta del paseo pasaban en sus lujosas volantas, no cesaron de hablar de Cecilia y de repetir su nombre, ayudándoles entonces el hermano mayor, quien la conocía y a menudo se encontraba con ella cuando iba a la clase de latín del padre Morales, enfrente del convento de Santa Teresa.

En el medio tiempo la chica, siguiendo por la calle adelante salió a la plazuela de Santa Catalina, cuyo terraplén, que corre por todo el frente, subió a saltos, y luego bajó a la calle del Aguacate por una escalera de mampostería. Una vez allí, se dirigió derecho, aunque con cierta cautela, a la casita inmediata a la esquina ocupada por una taberna. No tocó ni se detuvo delante de la puerta, sino que empujó con suavidad la hoja de la derecha o macho, la cual estaba sujeta con una media bala de hierro en el suelo. Había sido de bermellón la pintura de dicha puerta, pero lavada por las lluvias, el sol y el tiempo, no le quedaban sino manchas oscuras en torno de la cabeza de los clavos y en las molduras profundas de los tableros. La ventanilla, que era de espejo y alta, sólo tenía tres o cuatro balaustres, había perdido la pintura primitiva, quedándole un baño ligero de color de plomo. Por lo que toca al interior, su apariencia era más ruin, si cabe, que el exterior. Se componía de una salita, dividida por un biombo para formar una alcoba, cuya puerta daba precisamente hacia la de la calle, y otra a la derecha con salida al patio angosto y no más largo que el fondo de la casita. A la izquierda de la entrada y a la altura de una vara, había un hueco en la pared medianera, a modo de nicho, en cuyo fondo se veía una Madre Dolorosa de cuerpo entero, aunque muy reducido, con una espada de fuego que le atravesaba el pecho de parte a parte. Alumbraban día y noche tan peregrina pintura dos mariposas, es decir, dos hornillas con su pabilo correspondiente, flotando en tres partes de agua y una de aceite, dentro de vasos ordinarios de vidrio. Una guirnalda de todas flores artificiales y de pedazos de cartulina dorada y plateada, ajadas, descoloridas y polvorosas adornaba el retablo. Y en torno, por las paredes, en el biombo y detrás de las puertas y ventanas, gran número de letreros, por ejemplo: ¡Ave María Purísima! ¡La Gracia de Dios sea en esta casa! ¡Viva Jesús! ¡Viva María! ¡Viva la Gracia y muera el Pecado! Con otros muchos por el estilo, que no hay para qué repetirlos. Las estampas, sin cuadro, pegadas a las paredes con obleas o engrudo, eran más numerosas que los letreros, todas de santos, impresas por el impresor Boloña[6] en papel común y recogidas de manos de los demandantes de los conventos a cambio de limosnas, o compradas a la puerta de las iglesias en los días de fiestas.

Reducíase a bien poco el mueblaje, aunque en su poquedad y ruina se conocía que había visto mejores tiempos cuando nuevo. El más apetecible de la casa era una butaca de Campeche, ya coja, con orejas grandes y desvencijada. Agregábanse tres o cuatro sillas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, del mismo estilo, fuertes, macizas y antiquísimas. Hacía juego con ellas una rinconera de la propia madera, cuyos pies estaban labrados en forma de pezuña de sátiro, con molduras y hojas de parra.

A pesar de la estrechez de aquel albergue, había un gato dormilón, varias palomas y gallinas, muy familiarizadas sin duda con sus dos únicos huéspedes humanos, pues que iban y venían, saltaban sobre los respaldos de las sillas, maullaban, arrullaban y cacareaban sin consideración ni temor. A un lado de la alcoba había una cama alta, cuadrilonga, que siempre estaba de recibo, como que era de cuero sin curtir, cuya dureza la suavizaba un colchón de plumas, cubierto perennemente con una colcha de mil y un retazos o taracea. Las columnas salomónicas, en vez de colgaduras, sostenían San Blases, escapularios, cruces de cartón, piedras de vidrio y palmas benditas de los domingos de ramos de muchos años atrás.

En realidad aquélla no era casa sino en cuanto daba abrigo a dos personas, porque, fuera de las dos piezas mencionadas, no tenía comodidad ni más desahogo que el patio dicho, donde estaba la cocina, mejor, fogón, cajoncito de madera lleno de ceniza, montado sobre cuatro pies derechos, y protegido de la lluvia por una especie de alero de mesilla. Nos hemos detenido tanto en la descripción de la casucha donde entró Cecilia, porque pare su imaginación el benigno lector en el contraste que ofrecería una niña tan linda, rebosando vida y juventud, en medio de tanta antigualla, que no parecía sino que el cielo la había colocado allí para decirle a cada rato al oído:—Hija, contempla lo que serás y sé más cuerda.

Pero estamos seguros que eso era lo menos en que ella pensaba, y entonces con doble motivo, cuanto que más le importaba que no la sintiese entrar cierta persona que, de espaldas en la butaca, frente al nicho, parecía rezar o dormitar. Sin embargo, por más tiento que pusiese la picaruela en el modo de asentar la planta, no lo pudo hacer tan callandito que no la oyese y sintiese distintamente la vieja, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones con forro de pergamino.

—¡Hola! le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, enhorquilladas en la punta de la nariz, a guisa de muchacho a la grupa de un caballo, ¡Hola señorita! ¿Aquí está Vd? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son éstas horas de venir a pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados.) ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones.) ¡Qué linda estabas para ir por los óleos! Y echándole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron el gato que pestañeaba a menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas. Ven acá, espiritada, añadió; mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tú no tienes rey ni Roque que te gobierne, ni Papa que te excomulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes más vida que correr por las calles? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me quedaba que ver!

Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa se echó en brazos de la malhumorada y gruñidora abuela, y, como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.

Capítulo III

Malditas viejas,
Que a las mozas malamente
Enloquecen con consejas.

Zorrilla

Con más zalamería y astucia de las que cabían en una niña de su edad, Cecilia abrazó y besó a su abuela, a la cual dio el nombre de Chepilla (alteración caprichosa de Josefa), que así generalmente la llamaban. Bastó eso para aplacar su enojo, y nada hay en ello que extrañar, porque, según adelante veremos, había sido tan infeliz aquella mujer, sentía tal necesidad de ser amada por el único ser que la interesaba de cerca en el mundo, que mantener seriedad con la nieta, hubiera sido lo mismo que prolongar su propio martirio. Por supuesto que selló sus labios de golpe, y no acertó a otra cosa que a contemplarla, bien así como momentos antes había estado contemplando el dulce rostro de María Santísima, en fervorosa oración.

Mientras la niña estrechaba por la cintura a la vieja con sus torneados brazos y recostaba la hermosa cabeza en su pecho, semejante a la flor que brota en un tronco seco y con sus hojas y fragancia ostenta la vida junto a la misma muerte, la figura de seña Josefa se mostraba más extraña y fea de lo que era naturalmente. Su rostro mismo formaba contraste con lo demás del cuerpo. Ya fuese porque tenía la costumbre de llevarse el cabello atrás, ya porque lo sacó de naturaleza, la verdad es que le lucía la frente demasiado ancha, la nariz grande y roma, la barba aguda, y la cuenca de los ojos hundida. Esto daba aviesa expresión a su semblante, no muy fácil de pasar por alto al menos avisado observador. Aún había morbidez en sus brazos, y sus manos podían calificarse de lindas. Pero lo más notable de su fisonomía eran sus ojos grandes, oscuros y penetrantes, restos de una facciones que habían sido agradables, desarmonizadas ahora por una vejez prematura.

Mulata de origen, su color era cobrizo, y con los años y las arrugas se le había vuelto atezado, o achinado; para valernos de la expresión vulgar con que se designa en Cuba al hijo de mulato y negra, o al contrario. Podía tener 60 años de edad, aunque aparentaba más, porque ya empezaba a blanquearle el cabello, cosa que en las gentes de color suele suceder más tarde que en las de raza caucásica. Los padecimientos del ánimo aniquilan primero el semblante que el cuerpo mortal del hombre. Como veremos después, la resignación cristiana, obra de su fe en Dios, pasto con que al fin alimentaba su espíritu en las largas horas consagradas al rezo y a la meditación, sólo la hubiera mantenido en pie contra los embates de su miserable suerte. Por otra parte, con el triste convencimiento del que de una ojeada midió su pasado y su porvenir, y lo que debía y podía esperar de su nieta, hermosa flor arrojada en mitad de la plaza pública, para ser hollada del primer transeúnte, ya en el último tercio de su vida, con los remordimientos de la pasada, antes de airarse, comprendió que le tocaba aplacar la cólera de su juez invisible y procurarse momentos de calma, ínterin sonaba la hora postrimera.

En aquélla en que la sorprende nuestra narración, aunque hubiese cumplido los 80 de su vida, habría creído que había vivido muy poco tiempo si llegaban sus últimos momentos y dejaba tras sí a la nieta joven y desamparada en el mundo, y no le era dado asistir al desenlace de un drama en que ella, bien a su pesar, sin ser la heroína, representaba, hacía tiempo, papel muy importante. Acomodado el carácter de seña Josefa, naturalmente irascible, a la regla de conducta de que antes se ha hablado, como medio de alcanzar el perdón de sus propias culpas, fácil es comprender por qué, si bien justamente enojada con Cecilia porque llegaba tarde, y por otras muchas faltas anteriores, se sentía más bien dispuesta a disculparla que a reñirla. Después, como ella le vino con sus zalamerías, en vez de hurtarle el cuerpo, esto la sirvió de pretexto plausible para confirmarse en su propósito. En su virtud, cambiando prontamente de tono y aspecto, se contentó con preguntarle por segunda vez dónde había estado.

—¿Yo? repitió la niña apoyando ambos codos en las rodillas de la abuela y jugando con los escapularios que le pendían del pescuezo. ¿Yo? En casa de unas muchachas muy bonitas que me vieron pasar y me llamaron. Allí estaba una señora gorda sentada en un sillón, que me preguntó cómo me llamaba yo, y cómo se llamaba mi madre, y quién era mi padre, y dónde vivía yo...

—¡Jesús! ¡Jesús! exclamó seña Josefa persignándose.

—¡Ay! continuó la chica sin parar mientes en la abuela. ¡Qué gente tan preguntona! ¿Y no sabe su merced cómo una de las muchachas aquellas me quería cortar el pelo para hacer una cachucha? Sí, señor. Pero yo me zafé.

—¡Vea Vd. espíritu maligno y por dónde trepa! volvió a exclamar la abuela como si hablase consigo misma.

—Y si no es por un hombre, prosiguió Cecilia, que estaba acostado en el sofá, y regañó a las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luego se fue para su cuarto bravísimo... ¿Su merced no sabe quién es ese hombre, abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces allá en Paula, cuando vamos a misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahora recuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle me dice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice que mandará a los soldados que me cojan y me lleven a la cárcel. ¡Qué sé yo cuánto más! Le tengo mucho miedo a ese hombre. ¡Debe ser muy regañón!

—¡Niña! ¡Niña! exclamó sordamente la anciana apartándola un poco de su pecho y mirándola de un modo extraño y fijo, más enojada que sorprendida. Pero como si le ocurriese un grave pensamiento o un doloroso recuerdo y entre amonestarla y aconsejarla, lo que acaso equivalía a alumbrarle aquello de que debía estar ignorante toda la vida, su ánimo triste luchase en un mar de dudas, con sorpresa de la nieta selló de golpe sus labios. Poco a poco fue serenándose el piélago alborotado: se desvanecieron una después de la otra las nubes apiñadas en aquel horizonte naturalmente sombrío; y volviendo a estrechar la niña en sus desnudos brazos, añadió con toda la dulzura que pudo dar a su voz, por naturaleza bronca, con toda la calma de que pudo revestir su semblante:

—¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas más a esa casa.

—¿Por qué, mamita?

—Porque, contestó la abuela como distraída, no sé verdaderamente, mi alma, no lo sé, no podría decirlo si quisiera..., pero es claro y constante, niña, que esa gente es muy mala.

—¡Mala! repitió Cecilia azorada, ¿y me hicieron tantas caricias, y me dieron dulces, y raso para zapatos? ¡Si tú supieras lo que me chiquearon...!

—Pues no te fíes, niña. Tú eres muy confiada y eso no está bien. Por lo mismo que te chiquearon tanto debías de andar con cuatro ojos. Querían atraerte para hacerte algún daño. Uno no puede decir de qué son capaces las gentes. ¡Tantas cosas suceden ahora que no se veían en mi tiempo...! Cuando menos lo que procuraban era que te descuidaras, para coger unas tijeras y ¡tris! tumbarte el pelo. Sería una lástima, porque tú lo tienes muy hermoso. Además, que ese pelo no te pertenece, sino a la Virgen, que te salvó de aquella grave enfermedad... ¡Acuérdate! Yo le ofrecí que si te ponías buena le daría tu cabellera para adornar su efigie en Santa Catalina. No te fíes te digo.

Esto diciendo, le cogía la cabeza a la nieta entre ambas manos y le desparramaba los copiosos rizos por la espalda y los hombros.

—Sí, replicó Cecilia apretando los labios y levantando con aire de desdén la frente, como yo soy tan boba para que me engañen así, así...

—Sin embargo, hija, lo mejor de los dados es no jugarlos. Yo bien sé que tú eres una muchacha dócil y entendida; pero estoy cierta que no conoces a esa gente. Mira, no les hagas caso; aunque se les seque el gañote llamándote, no vayas a donde están. Mas ahora que me acuerdo: lo mejor es que ni por cien leguas te acerques por su rededores. Luego, ese hombre que tú misma dices que donde quiera que te topa te pone mala cara. ¡Sabe Dios quién será! Aunque no debemos pensar mal de nadie, con todo, como puede ser un santo puede ser un de... (Y se persignó sin concluir la palabra.) El Señor sea con nosotras. Además, Cecilia, tú eres muy inocente, algo atolondrada, y en esa casa... ¿Tú no lo sabes? hay una bruja que se roba a las muchachas bonitas. Por milagro de su Divina Majestad has escapado. Tú estuviste allí por la tarde, ¿no?

—Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.

—¡Ay de ti si llegas a entrar de noche! Vamos, no vayas más en tu vida a esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.

—¡Anjá! Con que allí vive también un muchacho ya grande, que a cada rato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo. Siempre que me ve me quiere coger, me corre detrás y sabe mi nombre...

—Estudiante, perverso, como todos ellos. Cuando menos se le cayó de las uñas al mismo Barrabás. Pero voy viendo que tú tienes una cabecita dura como una piedra, y que por más que me afano en aconsejarte no consigo nada. En efecto, ¿quién ha visto que una niña tan linda como tú se ande azotando calles, con la chancleta arrastro y el pelo suelto y desgreñado, hasta las tantas más cuantas de la noche? ¿De quién aprendes estas malas mañas? ¿Por qué no me has de hacer caso?

—Y Nemesia, la hija de seño Pimienta el músico, ¿no se está en la calle hasta las diez? Antenoche nada menos la topé en la plazuela del Cristo jugando a la lunita con una porción de muchachos.

—¿Y tú te quieres comparar con la hija de seño Pimienta, que es una pardita andrajosa, callejera, y mal criada? El día menos pensado traen a esa espiritada, a su casa en una tabla con la cabeza partida en dos pedazos. La cabra, hija, siempre tira al monte. Tú eres mejor nacida que ella. Tu padre es un caballero blanco, y algún día has de ser rica y andar en carruaje. ¿Quién sabe? Pero Nemesia no será nunca más de lo que es. Se casará, si se casa, con un mulato como ella, porque su padre tiene más de negro que de otra cosa. Tú, al contrario, eres casi blanca y puedes aspirar a casarte con un blanco. ¿Por qué no? De menos nos hizo Dios. Y has de saber que blanco, aunque pobre, sirve para marido; negro o mulato ni el buey de oro. Hablo por experiencia... Como que fui casada dos veces... No recordemos cosas pasadas. Si tú supieras lo que le sucedió a una muchachita, cuasi de tu misma edad, por no hacer caso de los consejos de una abuela suya, la cual le pronosticó que si daba en andar por las calles tarde de la noche le iba a suceder una gran desgracia...

—Cuéntemelo, cuéntemelo, Chepilla, repitió la niña con la curiosidad de tal.

—Pues, señor: una noche muy escura, en que soplaba el viento recio, por cierto que era día de San Bartolomé, en que, como ya te he dicho otras veces, se suelta el diablo desde las tres de la tarde, estaba la muchacha Narcisa, que éste era su nombre, sentada cantando bajito en el quicio de piedra de su casa, mientras su abuela rezaba arrinconada detrás de la ventana... Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Pues señor, habían tocado ánimas en el Espíritu Santo, y como el viento había apagado los pocos faroles, las calles estaban muy escuras, silenciosas y solitarias, como boca de lobo. Pues según iba diciendo, la muchachita cantaba y la vieja rezaba el rosario, cuando estando así, cate que se oye tocar un violín por allá en vuelta del Ángel. ¿Qué se figuró la Narcisa? Que era cosa de baile, y sin pedirle permiso a la abuela, sin decir oste ni moste, echó a correr y no paró hasta la loma. Así que la vieja acabó de rezar, creyendo que su nieta estaba en la cama, según era natural, cerró la puerta.

—¿Y dejó en la calle a la pobrecita? interrumpió Cecilia a la contadora con muestras de ansiedad y lástima.

—Ahora verás. La viejecita, antes de acostarse, porque ya era tarde y se caía del sueño, cogió una vela y fue al catre de la nieta para ver si dormía. Figúrate cuál no se quedaría ella que la amaba tanto, al encontrarse con el catre vacío. Corrió a la puerta de la calle, la abrió, llamó a gritos a la nieta: ¡Narcisa! ¡Narcisa! Pero Narcisa no responde. Ya se ve, ¿cómo había de responder la infeliz si el diablo se la había llevado?

—¿Cómo fue eso? preguntó azorada la niña.

—Yo te lo contaré, prosiguió seña Chepa con calma, notando que producía el efecto deseado su cuento de cuentos. Pues, señor, al llegar Narcisa a las cinco esquinas del Ángel, se le apareció un joven muy galán, que le preguntó a dónde iba a aquella hora de la noche.—A ver un baile, contestó la inocente.—Yo te llevaré, repuso el joven; y cogiéndola por un brazo la sacó a la muralla. Aunque era muy escuro, reparó Narcisa que según iban andando el desconocido se ponía prieto, muy prieto, como carbón; que los pelos de la cabeza se le enderezaban como lesnas; que al reír asomaba unos dientes tamaños como de cochino jabalí; que le nacían dos cuernos en la frente; que le arrastraba un rabo peludo por el suelo, vamos, que echaba fuego por la boca como un horno de hacer pan. Narcisa entonces dio un grito de horror y trató de zafarse, pero la figura prieta le clavó las uñas en la garganta para que no gritara, y, cargando con ella, se subió a la torre del Ángel, que, según habrás reparado, no tiene cruz, y desde allí la arrojó en un pozo hondísimo que se abrió y volvió a cerrarse tragándosela en un instante. Pues esto es, hija, lo que le sucede a las niñas que no hacen caso de los consejos de sus mayores.

Dio aquí fin a su cuento seña Chepa y comenzó la admiración, el pavor de Cecilia, la cual se puso a temblar de pies a cabeza y a dar diente con diente, aunque sin cesar de bostezar, porque más era el sueño que el miedo; con lo que, dando traspiés, se fue a la cama, que es a lo que tiraba la astuta vieja. Muchos otros cuentos por el estilo le hizo a la andariega muchacha; pero estamos seguros que no sacó otro fruto con ellos que llenar su cabeza de supersticiones y amilanar su espíritu. Ello es, que no por eso dejó la chica de hacer su gusto, escapándose a veces por la ventana, aprovechándose otras del momento en que la enviaban a la taberna de la esquina inmediata, para andarse de calle en calle y de plaza en plaza: cuándo en pos de la incitativa música de un baile; cuándo tras los tambores de los relevos; cuándo de los carruajes del entierro; cuándo, en fin, de la turba muchachil que arrebata el medio de plata en el bautizo.

Capítulo IV

Traen el pensamiento
Lleno de impudicia, y lo derraman
En torpes mil escandalosas voces,
Que inficionan el viento
Y altamente publican lo que aman.

González Carvajal

Cinco o seis años después de la época a que nos hemos contraído en los dos capítulos anteriores, a fines del mes de setiembre, había dado principio el convento de la Merced a la serie de ferias con que hasta el año de 1832, acostumbraban a solemnizar en Cuba las fiestas titulares religiosas, consagradas a los santos patrones de las iglesias y conventos; novenarios coincidentes a veces con el circular del Sacramento, introducido en el culto de Cuba desde los primeros años del siglo por el Señor Obispo Espada y Landa.

El novenario, de paso diremos, comenzaba nueve días anteriores a aquél en que caía el del santo patrono, prolongándose hasta otros nueve, con lo que se completaban dos novenas seguidas. Es decir, dieciocho días de fiesta, religiosas y profanas, que tenían más de grotescas y de irreverentes que de devotas y de edificantes. En ese tiempo se decía misa mayor con sermón por la mañana y se cantaba salve a prima noche dentro de la iglesia, con procesión por la calle el día del santo.

Fuera del templo había lo que se entendía por feria en Cuba, que se reducía a la acumulación en la plazuela o en las calles inmediatas, de innumerables puestos ambulantes, consistentes en una mesa o tablero de tijeras, cubiertos con un toldo y alumbrados por uno o más candiles de quemar grasa, donde se vendía, no ciertamente artículo alguno de industria o comercio del país, ni producto del suelo, caza, ave ni ganado, sino meramente baratijas de escasísimo valor, confituras de varias clases, tortas, obra de masa, avellanas, alcorza, agua de Loja y ponche de leche. Aquello no era feriar en el sentido recto de la palabra.

Pero esto no era por cierto el rasgo más notable de nuestras fiestas circulares. Había en el espectáculo algo que se hacía notable por demasiado grosero y procaz. Nos contraemos ahora a los juegos de envite y de manos que hacían parte de la feria y que provocaban con sus estupendas, aunque mentirosas ganancias, la codicia de los incautos. Los dirigían y ejecutaban en su mayoría hombres de color y de la peor ralea. Si bien groseros los artificios, no dejaban de engañar a muchos que se daban por muy avisados. Estos tenían lugar en la plazuela o en la calle, a la luz mortecina de los candiles o de los faroles de papel, y tomaban en ellos parte gentes de todas clases, condiciones, edades y sexos. Para las de alta posición social, queremos decir, para los blancos, había algo más decente, había la casa de bailes, donde un Farruco, un Brito, un Illas o un Marqués de Casa Calvo tenían puesta la banca o juego del monte desde el oscurecer hasta pasada la media noche, mientras duraban los dieciocho días de la feria.

Procurábase que la casa o casas de bailes estuviesen lo más vecino que se pudiera a la parroquia o convento en que se celebraba el novenario. En la sala se bailaba, en el comedor tocaba la orquesta, y en el patio se jugaba al juego conocido por del monte. La mesa era larga y angosta, para que cupiesen los más de los jugadores sentados a ambos lados, el tallador a una cabeza y en la otra su ayudante, que dicen gurrupié. Para la protección de los jugadores y de los naipes, en caso de lluvia, frecuentes en el otoño, se tendía un toldo del alero de la casa al caballete de la tapia divisoria de la vecina. No todos los tahures, para vergüenza nuestra sea dicho, eran del sexo fuerte, hombres ya maduros, ni de la clase lega, que en el grupo apiñado y afanoso de los que arriesgaban a la suerte de una carta, quizás el sustento de su familia el día siguiente, o el honor de la esposa, de la hija o de la hermana, podía echarse de ver una dama más ocupada del albur que de su propio decoro, o un mozo todavía imberbe, o un fraile mercenario en sus hábitos de estameña color de pajuela, con el sombrero de ala ancha encasquetado, las cuentas del largo rosario entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, y la derecha ocupada en colocar la moneda de oro o plata en el punto que más se daba, perdiendo o ganando siempre con la misma serenidad de ánimo que de semblante.

El banquero, para llamarle por su nombre más decente, era quien hacía el gasto del alquiler de la casa, el de la música y el de las velas de esperma con que se alumbraban la sala de baile, el comedor y la mesa del juego. Todo esto se hacía para atraer a los jugadores. La entrada, por supuesto, era libre, aunque el bastonero, que también tiraba sueldo, no admitía toda clase de persona. En aquella época corría mucho la moneda fuerte, los duros españoles y las onzas de oro. La plata menuda escaseaba, y era cosa de oír el continuo retintín de los pesotes columnarios y sonoras onzas, que maquinalmente dejaban caer los tahures de una mano a otra o sobre la mesa, como para distraer el pensamiento y de algún modo interrumpir el solemne silencio del azaroso juego.

Que nada de lo que aquí se traza a grandes rasgos estaba prohibido o no más que tolerado por las autoridades constituidas, se desprende claramente del hecho de que los garitos en Cuba pagaban una contribución al gobierno para supuestos objetos de caridad. ¿Qué más? La publicidad con que se jugaba al monte en todas partes de la Isla principalmente durante la última época del mando del capitán general don Francisco Dionisio Vives, anunciaba, a no dejar duda, que la política de éste o de su gobierno se basaba en el principio maquiavélico de corromper para dominar, copiando el otro célebre del estadista romano: divide et impera. Porque equivalía a dividir los ánimos, el corromperlos, cosa que no viese el pueblo su propia miseria y su degradación.

Pero esta digresión, por más necesaria que fuese, nos ha desviado un tanto del punto objetivo de la presente historia. Nuestra atención la atraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenía efecto, ofrecía ruín apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de San José, opuesto a la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba por zaguán, pues abría derecho a la sala. Tras ésta venía el comedor con el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los búcaros, de una especie de terra cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y un armario, al que dicen en La Habana escaparate. Otros cuartos seguían a ése, atestados de muebles ordinarios, y paralelo a ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozo cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, terminando cuartos y patio en una saleta atravesada y exenta.

En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos como para hasta diez personas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, merengues, un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa de fuerte condimento. En la sala había muchas sillas ordinarias de madera arrimadas a las paredes, y a la derecha, como se entra de la calle, un canapé, con varios atriles de pie derecho por delante. Aquél, a la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba a cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.

Ese se veía de pie a la cabeza del canapé por el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta, y ya fuese un sobrenombre, ya su verdadero apellido, por éste lo designaremos de aquí adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo o a alguien, en los momentos de que hablamos ahora.

Pero aquella puerta, lo mismo que la ventana de bastidor cuadrado, se veía asediada de una multitud de curiosos de todas edades y condiciones, que apenas permitían acceso a la sala a las mujeres y hombres con derecho o voluntad de entrar. Y decimos con derecho o voluntad porque nadie presentaba papeleta, ni había bastonero que recibiese o aposentase. El baile, conocidamente era uno de los que, sin que sepamos su origen, llamaban cuna en La Habana. Sólo sabemos que se daban en tiempo de ferias, que en ellos tenían entrada franca los individuos de ambos sexos de la clase de color, sin que se le negase tampoco a los jóvenes blancos que solían honrarlos con su presencia. El hecho, sin embargo, de tenerse preparado en el interior un buen refresco, prueba, que si aquella era una cuna en el sentido lato de la palabra, parte al menos de la concurrencia había recibido previa invitación o esperaba ser bien recibida. Así era en efecto la verdad. La ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en unión de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del baile los aficionados a esta diversión y contribuyeran con su presencia al mayor lustre e interés de la reunión.

Serían las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado tan saturada de humedad, que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos que, según hemos dicho antes, asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que a medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unos a pie, otros en carruaje. Cosa de las nueve la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas; las mujeres sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pie en medio, formando grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una vigueta por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma para alumbrar a medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.

Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidas estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba a la de las mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril o Arabia, que entonces se usaban generalmente, y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión más característica, unos por mera afición y otros movidos por motivos de menos puro origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían la palabra a sus conocidas o amigas, a ciencia y presencia de aquéllas que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.

Distinguíase entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras joviales, uno a quien sus compañeros decían Leonardo. Vestía pantalón y chupa de dril crudo con listas rosadas, chaleco blanco de piqué, corbata de seda ajustada al cuello por un anillo de oro y las puntas sueltas, sombrero de yarey, tan fino que parecía hecho de holán Cambray, calcetín de seda de color de carne y zapato bajo con hebillita de oro al lado. Por debajo del chaleco, asomaba una cinta de aguas rojo y blanco, doblada en dos y sujetas las puntas con una hebilla también de oro. Esta servía de cadena al reloj en el bolsillo del pantalón. Había allí otro hombre que se distinguía más si cabe que Leonardo, aunque por distinto camino, esto es, por lo que diferían a su opinión y se reían de sus chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba a las mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad ese sujeto, no tenía pelo de barba, era blanco de rostro, con ojos grandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la boca grande, más expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba a todas partes, como la sombra al cuerpo, un hombre de facha ordinaria, notable por la estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojicos, y, sobre todo, por sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleo que desempeñaba entonces, pues el otro a quien seguía era nada menos que Cantalapiedra, comisario del barrio del Ángel, el cual abandonaba por andarse tras la tentadora cuna.

Rato hacía que la música tocaba las sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frase vulgar, no se había rompido. Acomodaba afanosa el ama de la casa a sus amigas particulares y de más edad en los sillones del aposento, para que a salvo de las pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismo tiempo que no perder de vista a los objetos o de su cuidado, o de su cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinete, se mantenía en pie a la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aún la persona digna de su música, o quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estos saludos contestaba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Cantalapiedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instrumento de la boca:—Así parece, mi capitán.

Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines, sin duda para hacerle honor, apretaban los arcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis,[7] se hacía un arco con su cuerpo y sacaba los bajos más profundos imaginables, y el clarinete ejecutaba las más difíciles y melodiosas variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.

Capítulo V

—¿Habéis visto en vuestra vida
Mujer más airosa?
—No.
Ni al Parque jamás salió
Más aseada y bien prendida

Calderón

Mañanas de Abril y Mayo

Después de dar una vuelta por la sala, el comisario Cantalapiedra se entró de rondón en el aposento, y en son de broma le tapó por detrás los ojos al ama de la casa, en los momentos en que ella se inclinaba sobre la cama para depositar la manta de una de sus amigas que acababa de entrar de la calle. La tal ama de la casa, Mercedes Ayala, era una mulata bastante vivaracha y alegre a pesar de sus treinta y pico cumplidos, regordeta, baja de cuerpo y no mal parecida. Atrapada y todo por detrás, no se cortó ni turbó por eso; antes por un movimiento natural acudió con entrambas manos a tentar las del que la impedía ver, y sin más dilación dijo:—Este no puede ser otro que Cantalapiedra.

—¿Cómo me conociste, mulata? preguntó él.

—¡Toma! repuso ella. Por el aquel de algunas gentes.

—¿El aquel mío o tuyo?

—El de los dos, señor, para que no haya disgusto.

Tras lo cual el comisario la atrajo a sí suavemente por la cintura con el brazo derecho y le dijo una cosa al paño que la hizo reír mucho; aunque, apartándole con ambas manos, repuso:

—Quite allá, lisonjero. La que trastorna el juicio está al caer. Ya yo ya... Cátela Vd.

Si con estas últimas palabras aludía la Ayala a una de las dos muchachas que en aquel mismo punto se apearon de un lujoso carruaje a la puerta de la casa, hecho anunciado por el movimiento general de cabezas de dentro y fuera de ella, no cabe duda que tenía sobrada razón. No la había más hermosa ni más capaz de trastornar el juicio de un hombre enamorado. Era la más alta y esbelta de las dos, la que tomó la delantera al descender del carruaje lo mismo que al entrar en la sala de baile, de brazo con un mulato que salió a recibirla al estribo, y la que, así por la regularidad de sus facciones y simetría de sus formas, por lo estrecho del talle, en contraste con la anchura de los hombros desnudos, por la expresión amorosa de su cabeza, como por el color ligeramente bronceado, bien podía pasar por la Venus de la raza híbrida etiópico-caucásica. Vestía traje de punto ilusión sobre viso de raso blanco, mangas cortas con ahuecadores, que las hacían parecer dos globos pequeños, banda de cinta ancha encarnada a través del pecho, guantes de seda largos hasta el codo, tres sartas de brillantes corales al cuello, y una pluma blanca de marabú con flores naturales, las que, con el pelo hecho un rodete bajo y un orden de rizos de sien a sien, por detrás, daban a su cabeza el aire de una gorra antigua de terciopelo negro, que es lo que ella o su peluquero se había propuesto contrahacer. La compañera iba vestida y peinada con poco más o menos como ella, pero no siendo ni con mucho tan esbelta y bella, no atrajo tanto la atención.

Volvíanse las mujeres todo ojos para verla, los hombres le abrían paso, le decían alguna lisonja o chocarrería, y en un instante el rumor sordo de:—La Virgencita de bronce, la Virgencita de bronce, recorrió de un extremo a otro la casa del baile. Que la reina de éste acababa de presentarse, sin la orquesta, dieron de ello claras muestras la animación y el movimiento difundidos por todas partes. Al pasar ella por junto al clarinete Pimienta, le tocó con el abanico en el brazo, acompañando la acción con una sonrisa, que fueron parte para que el artista, que por lo visto esperaba aquel instante con ansia devoradora, sacara de su instrumento las melodías más extrañas y sensibles, cual si la musa de sus sueños platónicos hubiese bajado a la tierra y adoptado la forma de una mujer sólo para inspirarle. Puede decirse en resumen que el golpe del abanico surtió en el músico el efecto de una descarga eléctrica cuya sensación, si es dable expresarlo así, podía leerse lo mismo en su rostro que en todo su cuerpo, desde el cabello a la planta. No se cruzaron palabras entre ellos, por supuesto, ni parecían necesarias tampoco, al menos por lo que a él tocaba, pues el lenguaje de sus ojos y de su música era el más elocuente que podía emplear ser alguno sensible, para expresar la vehemencia de su amorosa pasión.

También le tocó con su abanico y se sonrió con Pimienta la compañera de la llamada Virgencita de bronce pero el menos observador pudo advertir que el toque y la sonrisa de la una no tuvieron sobre él, ni con mucho, la influencia mágica de los de la otra. Al contrario, sus miradas se encontraron con natural y sereno movimiento, por donde era fácil colegir que había inteligencia entre ella y el músico, pero aquella inteligencia que tiene por origen la amistad o el parentesco, no el amor. Sea de esto lo que se fuere, Pimienta siguió con la vista a las dos muchachas, en cuanto se lo permitían las gentes, hasta que entraron en el primer aposento, por la puerta del comedor, entonces cesó de tocar y paró la música.

Los jóvenes blancos, con Cantalapiedra a su cabeza, se habían situado al fin en el comedor, cerca de esa puerta de comunicación, para hallarse a la mira, lo mismo de las mujeres que entraban de la calle, como de las que salían a bailar en la sala. El que llamaban Leonardo, no bien notó la aproximación del carruaje en que llegaban las dos muchachas arriba mencionadas, se abrió camino a la calle con alguna dificultad, y se dirigió derecho al calesero, al cual le habló en baja voz. Este, para oírlo, se inclinó desde la silla del caballo que montaba, se quitó el sombrero en señal de respeto, y diciendo,—sí, señor,—al punto echó a escape con el carruaje la vuelta del hospital de mujeres de Paula.

Mientras las dos muchachas pasaban del comedor al cuarto, la más hermosa preguntó a su amiga en tono de voz que pudieron oír algunos de los circunstantes:

—¿Lo has visto, Nene?

—¿Te ciega el amor? contestó la compañera con otra pregunta.

—No es eso, china, sino que no lo he visto. ¿Qué quieres?

—Pues por tu lado pasó como un reguilete, cuando nosotras entrábamos.

Con esto la otra echó una rápida ojeada en torno del grupo de cabezas que la rodeaban y se inclinaban sobre ella, en el afán de verla a su sabor y de atraer sus miradas. Pero no cabe duda que sus ojos no tropezaron con los del individuo, cuyo nombre ninguna de las dos mencionó, porque torció el ceño y dio claras muestras de su desazón. Cantalapiedra, sin embargo, oyendo sus palabras y observando su semblante, dijo: ¡Cómo! ¿Qué, no me ves? ¡Aquí me tienes, cielo!

La joven hizo un mohín muy sonoro y no replicó palabra. Por el contrario, Nemesia, que se perecía por los dimes y diretes, contestó con más viveza que gracia:

—Ahí se podía estar el señor toda la vida. Naide preguntaba por el señor.

—Ni yo hablaba contigo, poca sal.

—Ni se necesita, cristiano.

—¡Qué lengua, qué lengua! repitió el comisario.

Todo esto pasó en un instante, sin volver atrás la cara las muchachas, ni pararse a conversar, sino el tiempo necesario para que los hombres les abrieran paso. Ya en la puerta del aposento, la Ayala recibió a sus amigas con los brazos abiertos y muchas demostraciones de alegría y de cariño. Y ya fuese por cumplimiento, ya porque así en efecto lo sentía, dijo casi a gritos:—Por ustedes se aguardaba para romper el baile. ¿Cómo está Chepilla? continuó hablando con la más joven. ¿No ha venido? Empezaba a creer que había habido novedad.

—Por poco no vengo, contestó la preguntada. Chepilla no se sentía buena, y luego se ha puesto tan impertinente. El quitrín esperó por nosotras media hora por lo menos.

—Más vale que no haya venido, continuó la Mercedes. Porque la cosa va a durar hasta el alba y ella no podría resistir. Denme sus mantas.

Tiempo era ya de que la fiesta comenzase. En efecto, no tardó en presentarse en el aposento ocupado por las matronas un mulato alto, calvo, algo entrado en años, aunque robusto, quien plantándose delante de la Mercedes Ayala, le dijo en voz bronca y con los brazos levantados:

—Vengo por la gracia y la sal para romper el baile.

—Pues, hermano, a la otra puerta, que aquí no es, repuso la Ayala con mucha risa.

—No hay que venirme con ésas, señora, porque yo soy porfiado. Además, que a nadie sino al ama de la casa corresponde el honor de romper el baile; con más que es su natalicio.

—Eso sería bueno si no hubiera en esta selecta reunión muchachas bonitas, a quienes de derecho corresponde el dominio y la gloria en todas partes.

—Ya se ve, agregó el calvo, que no faltan esta noche en tan selecta reunión muchas y muy bonitas muchachas, pero esta circunstancia, que concurre también en el ama de la casa, no les da derecho a romper el baile. Hoy en el día de su santo, Merceditas, es Vd. el ama de la casa, donde celebramos tan fausto día, y es Vd. la gracia y la sal del mundo. ¿He dicho algo? concluyó recorriendo con la vista los circunstantes en busca de su aprobación.

Todos, que más que menos, ya con palabras, ya con la acción, manifestaron su aquiescencia, de manera que la Ayala tuvo que ponerse en pie, y mal su grado seguir al compañero a la sala. Por entonces ya habían despejado los hombres, dejando un buen espacio libre en el centro. El calvo llevaba de la mano a la Ayala, y con ella se cuadró de frente para la orquesta, a la cual mandó en tono imperioso que tocase un minué de corte. Este baile serio y ceremonioso estaba en desuso en la época de que hablamos; pero por ser propio de señores o gente principal, la de color de Cuba le reservaba siempre para dar principio a sus fiestas.

Bailaba aquella anticuada pieza con bastante gracia por parte de la mujer y con aire grotesco por la del hombre, saludaron a la primera los circunstantes con estrepitosos aplausos, y luego, sin más demora, comenzó de veras el baile, es decir, la danza cubana, modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen. Uno de tantos presentes se arrestó a invitar a la joven de la pluma blanca, como si dijéramos, a la musa de aquella fiesta, y ella, sin hacerse de rogar ni poner ningún reparo, aceptó de plano la invitación. Cuando pasaba del aposento a la sala, para ocupar su puesto en las filas de la danza, se le escapó a una de las mujeres la siguiente audible exclamación:

—¡Qué linda! Dios la guarde y la bendiga.

—El mismo retrato de su madre, que santa gloria haya, agregó otra.

—¡Cómo! ¿Que murió la madre de esa niña? preguntó muy azorada una tercera.

—¡Toma! ¿Que ahora se desayuna Vd. de eso? repuso la que habló en segundo lugar. ¿Pues no oyó Vd. decir que había muerto de resultas de haber perdido a su hija a los pocos días de nacida?

—No entiendo cómo la perdió si vive.

—No me ha dejado Vd. explicar, seña Caridad. Perdió a su hija a los pocos días de nacida porque se la quitaron cuando menos lo esperaba. Hay quien diga que la abuela, para ponerla en la Real Casa Cuna y hacerla pasar por blanca; hay quien diga que la abuela no fue la ladrona, sino el padre de la muchacha, que era un caballero de muchas campanillas y ya se había arrepentido de sus tratos y contratos con la madre. Esta perdió junto con la hija el juicio, y cuando le volvieron la hija, por consejo de los médicos, ya fue tarde, porque si recobró el juicio, que hay quien lo duda, no recobró la salud, y murió en Paula.

—Ha contado Vd. una historia, seña Trinidad, dijo pasito la Ayala con sonrisa de incredulidad a la mulata que acababa de hablar.

—Hija, replicó la Trinidad alto, como me la contaron la cuento; ni quito ni pongo de mi caudal.

—Pues según mis informes, que son de buena tinta, continuó la Ayala, Vd. o la que le contó la historia añadió mucho de su propio caudal. Lo digo porque no se sabe de cierto si la madre de la niña ésta vive o muere; lo único que está bien averiguado es que la abuela oculta a la nieta el nombre de su padre, aunque es preciso ser ciega para no verlo o conocerlo. Cuando menos anda ahora mismo por las ventanas, siguiéndole los pasos a la hija, como que no la pierde de vista un punto. Parece que ese hombre ingrato y desnaturalizado, arrepentido de su conducta con la infeliz Rosarito Alarcón, no halla otro medio de expiar su culpa que seguir a la hija de cuna en cuna y de ponina en ponina, para ver si la liberta de los peligros del mundo. No tenga cuidado. Trabajo le mando. Como que así así se le cortan las alas al pájaro que una vez emprendió el vuelo.

—Pero se puede saber, preguntó la que dijeron Caridad, ¿quién es el señorón de que se trata? Porque aquí tiene Vd. una persona que no lo conoce ni lo ha visto nunca, y no me parece que soy sorda ni ciega.

—Como sé lo que es una curiosidad no satisfecha, seña Caridad, voy a sacarla de dudas, dijo la Ayala acercándose. Creo que hablo con una mujer de secreto, y por eso le digo todo lo que hay en el asunto. Apuradamente no tengo por qué andar con tapujos a estas horas. Sepa que el hombre es...; y poniéndole ambas manos en los hombros a la curiosa, le comunicó en secreto el nombre del individuo. ¿Lo conoce Vd. ahora? concluyó preguntando la Ayala.

—Por supuesto que sí, contestó seña Caridad. Como a mis manos. Lo más que yo conocía. Por cierto que...; pero cállate, lengua.

Serían las diez de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Bailábase con furor. Decimos con furor porque no encontramos término que pinte más al vivo aquel mover incesante de pies, arrastrándolos muellemente junto con el cuerpo al compás de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores y mirones, y aquel subir y bajar la danza sin tregua ni respiro. Por sobre el ruido de la orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compás con exacta medida en la danza criolla.

En la época a que nos referimos, estaban en boga las contradanzas de figuras, algunas difíciles y complicadas, tanto que era preciso aprenderlas por principio antes de ponerse a ejecutarlas, pues se exponía a la risa del público el que las equivocaba, equivocación a que decían perderse. Aquel que se colocaba a la cabeza de la danza ponía la figura, y las demás parejas debían ejecutarla o retirarse de las filas. En todas las cunas generalmente había algún maestro a quien cedían o se tomaba el derecho de poner la figura, la misma que al volver a la cabeza de la danza la cambiaba a su antojo. El que más raras y complicadas figuras ponía, más crédito ganaba de excelente bailador, y se tenía a honra entre las mujeres el ser su compañera o pareja. Con el maestro per se, fuera de esa distinción, que se disputaba a veces, había la seguridad de no perderse, ni verse en la triste necesidad de sentarse, sin haber bailado, después de haberse colocado en las filas de la danza.

En la noche en cuestión, bailaba el maestro con Nemesia, la amiga predilecta de la joven de la pluma blanca. Había él puesto muchas y muy raras figuras, dejando conocidamente para lo último la más difícil y complicada. La segunda, tercera, cuarta y quinta parejas salieron airosas de la prueba, ejecutando la figura con los mismos enlaces, desenlaces y actitudes del maestro; pero no obstante el espacio que tuvo para estudiarla y aprenderla el compañero de la apellidada Virgencita de bronce, pues ocupaba en las filas el sexto lugar, a medida que se acercaba su turno, crecía su ansiedad y volvía el rostro hacia los músicos, en ademán suplicatorio, como esperando que adivinaran su aprieto y parasen la música. Aquella inquietud se comunicó a la muchacha, la cual conoció que iba a pasar por la vergüenza de tener que sentarse en lo más animado y divertido de la danza. El temor llegó a dominar todo su ser, poniéndola pálida y nerviosa. Lo que pasaba en el ánimo de esa pareja no tardó en hacerse visible a los ojos de las demás parejas y de muchos de los espectadores del baile.

La idea no más de que la hasta allí reina de la cuna podía verse obligada a retirarse, antes de tiempo, de las filas, había llenado de cruel y envidioso regocijo a las otras muchachas a quienes habían mortificado sobre manera las preferencias y públicos elogios que de ella hacían los hombres desde el momento de su entrada en el baile. En aquellas críticas circunstancias, Pimienta, que no la había perdido tampoco un punto de vista en medio de sus caprichosos giros y del tumulto de la danza, comprendió al vuelo lo que pasaba, y sin advertir a nadie de su intento, paró la música de golpe. Respiró con desahogo el compañero de la joven, y ésta pagó con una sonrisa celestial aquel socorro tan a tiempo del director de la orquesta.

Capítulo VI

Y del tumulto indiscreto
Que ardiente en su torno gira,
Ninguno le dijo: "mira,
Aquél te adora en secreto.
Que oyendo y viéndote está".

Ramón de Palma

Quince de Agosto

Habrá comprendido ya el discreto lector, que la Virgencita de bronce de las anteriores páginas no es otra que Cecilia Valdés, la misma jovenzuela andariega que procuramos darle a conocer al principio de esta verídica historia. Hallábase, pues, en la flor de su juventud y de su belleza, y empezaba a recoger el idólatra tributo que a esas dos deidades rinde siempre con largueza el pueblo sensual y desmoralizado. Cuando se recuerde la descuidada crianza y se una a esto la soez galantería que con ella usaban los hombres, por lo mismo que era de la raza híbrida e inferior, se formará cualquier idea aproximada de su orgullo y vanidad, móviles secretos de su carácter imperioso. Así es que, sin vergüenza ni reparo, a menudo manifestaba sus preferencias por los hombres de la raza blanca y superior, como que de ellos es de quienes podía esperar distinción y goces, con cuyo motivo solía decir a boca llena,—que en verbo de mulato sólo quería las mantas de seda[8], de negro sólo los ojos y el cabello.

Fácil es de creer, que una opinión tan francamente emitida como contraria a las aspiraciones de los hombres de las dos clases últimamente mencionadas, no les haría buena sangre, según suele decirse. Con todo eso, bien porque no se creyese sincera a su autora cuando la expresaba, bien porque se esperaba que hiciera una excepción, bien porque siendo tan bella era imposible verla sin amarla, lo cierto es que más de un mulato estaba perdido de amores por ella, sobre todos Pimienta, el músico, como habrá podido advertirse. Este tal gozaba la inapreciable ventaja sobre los demás pretendientes, de ser hermano de la amiga íntima y compañera de la infancia de Cecilia, con cuyo motivo podía verla a menudo, tratarla con intimidad, hacérsele necesario y ganar tal vez su rebelde corazón a fuerza de devoción y de constancia. ¿A quién no ha halagado en su vida esperanza más efímera? De todos modos, él siempre tenía presente aquel canto popular de los poetas españoles, que principia:—Labra el agua sin ser dura, un mármol endurecido,—y puede decirse, en honor de la verdad, que Cecilia le distinguía entre los hombres de su clase que se le acercaban a celebrarla, si bien semejante distinción, hasta la fecha presente, no había pasado de uno que otro rasgo de amabilidad con un hombre por otra parte muy amable, cortés y atento con las mujeres.

Acabada la danza, se inundó de nuevo la sala y comenzaron a formarse los grupos en torno de la mujer preferida por bella, por amable o por coqueta. Pero en medio de la aparente confusión que entonces reinaba en aquella casa, podía observar cualquiera que, al menos entre los hombres de color y los blancos, se hallaba establecida una línea divisoria que, tácitamente y al parecer sin esfuerzo, respetaban de una y otra parte. Verdad es que unos y otros se entregaban al goce del momento con tal ahinco, que no es mucho de extrañar olvidaran por entonces sus mutuos celos y odio mutuo. Además de eso, los blancos no abandonaron el comedor y aposento principal, a cuyas piezas acudían las mulatas que con ellos tenían amistad, o cualquier otro género de relación, o deseaban tenerla; lo cual no era ni nuevo ni extraño, atendida su marcada predilección. Cecilia y Nemesia, por uno u otro de estos motivos, o por su estrecha amistad con el ama de la casa, no bien concluyó la danza se fueron derecho al aposento y ocuparon asiento detrás de las matronas hacia el comedor. Allí, sin más dilación, se formó el grupo de los jóvenes blancos, porque, ya se ha dicho, aquellas dos muchachas eran las más interesantes del baile. Las personas conspicuas de ese grupo, sin disputa que eran tres: el comisario Cantalapiedra, Diego Meneses y su amigo íntimo el joven conocido por Leonardo. Este último tenía apoyada la mano derecha en el canto del respaldo de la silla ocupada por Cecilia, quien, por casualidad o a posta, le estrujó los dedos con la espalda.

—¿Así trata Vd. a sus amigos? Le dijo Leonardo sin retirar la mano, aunque le escocía bastante.

Contentose Cecilia con mirarlo de soslayo y torcerle los ojos cual si la palabra amigo sonase mal en quien debía saber que era tratado como enemigo.

—Esa niña está hoy muy desdeñosa, dijo Cantalapiedra, que notó la acción y la mirada.

—¿Y cuándo no? dijo Nemesia sin volver la cara.

—Nadie te ha dado vela en este entierro, repuso el comisario.

—Y al señor ¿quién se la ha dado? agregó Nemesia mirándole entonces de reojo.

—¿A mí? Leonardo.

—Pues a mí, Cecilia.

—No hagas caso, mujer, dijo esta última a su amiga.

—Si no fuera por qué... yo te ponía más suave que un guante, añadió Cantalapiedra hablando directamente con Cecilia.

No ha nacido todavía, dijo ella, el que me ha de hacer doblar el cocote.

—Tienes esta noche palabras de poco vivir, le dijo entonces Leonardo, inclinándose hasta ponerle la boca en el oído.

—Me la debe Vd. y me la ha de pagar, le contestó ella en el propio tono y con gran rapidez.

—Al buen pagador no le duelen prendas, dice a menudo mi padre.

—Yo no entiendo de eso, repuso Cecilia. Sólo sé que Vd. me ha desairado esta noche.

—¿Yo...? Vida mía...

En aquella misma sazón se acercó Pimienta por la puerta de la sala saludando a un lado y a otro a sus amigas, y cuando se puso al alcance de Cecilia ésta le echó mano del brazo derecho con desacostumbrada familiaridad, y le dijo, afectando tono y aire volubles:—¡Oiga! ¡Qué bien cumple un hombre su palabra empeñada!

—Niña—contestó con solemne tono, aunque acaso no era para tanto—José Dolores Pimienta siempre cumple su palabra.

—Lo cierto es que la contradanza prometida aún no se ha tocado.

—Se tocará, Virgencita, se tocará, porque es preciso que sepa que a su tiempo se maduran las uvas.

—La esperaba en la primera danza.

—Mal hecho. Las contradanzas dedicadas no se tocan en la primera, sino en la segunda danza, y la mía no debía salir de la regla.

—¿Qué nombre le ha puesto? preguntó Cecilia.

—El que se merece por todos estilos la niña a quien va dedicada: Caramelo vendo.

—¡Ah! Esa no soy yo por cierto, dijo la joven corrida.

—¡Quién sabe, niña! ¡Qué tarde vinieron! agregó hablando con su hermana Nemesia.

—No me digas nada, José Dolores, repuso ésta. Costó Dios y ayuda persuadir a Chepilla el que nos dejase venir solas, porque lo que es ella no podía acompañarnos. Consintió a lo último porque vinimos en quitrín. Y aún así, (para añadir estas palabras miró a Cecilia como consultando su semblante), si no tomamos la determinación de meternos en él, nos quedamos... Chepilla se puso furiosa en cuanto que se asomó a la puerta y conoció...

—Chepilla no se puso brava por nada de eso, mujer; interrumpió Cecilia con gran viveza a su amiga. No quería que viniésemos porque la noche estaba muy mala para baile. Y tenía mucha razón, sólo que yo había dado mi palabra...

Por prudencia o por cualquier otro motivo, Pimienta se alejó de allí sin aguardar a más explicaciones. No sucedió lo mismo con Cantalapiedra, que era hombre curioso si los hay, por lo que con sonrisa maliciosa le preguntó a Nemesia:—¿Se puede saber por qué la Chepilla se puso furiosa luego que reconoció el quitrín en que ustedes vinieron al baile?

—Como que yo no soy baúl de naiden, contestó la Nemesia prontamente, diré la verdad. (Cecilia le pegó un pellizco, pero ella acabó la frase.) Claro, porque conoció que el quitrín era del caballero Leonardo.

Naturalmente las miradas de Cantalapiedra y de los demás presentes al alcance de las palabras de Nemesia, se concentraron en el individuo que ella había nombrado, y aquél, tocándole en el hombro, le dijo:

—Vamos, no se ponga colorado, que el prestar el carruaje a dos reales mozas como éstas en noche tan fea, no es motivo para que nadie sospeche malas intenciones de un caballero.

—Ese quitrín, lo mismo que el corazón de su dueño, repuso Leonardo sin cortarse, están siempre a la orden de las bellas.

Salía entonces Pimienta por la puerta del comedor y oyó distintamente las palabras del joven blanco, convenciéndole, desde luego, de quién era el quitrín en que Cecilia y su hermana Nemesia habían venido al baile. El desengaño le hirió en lo más vivo del alma; por lo que echando una mirada triste al grupo de jóvenes blancos, de seguidas pasó a la sala donde, después de armar el clarinete, tocó algunos registros a fin de que entendieran sus compañeros que era tiempo de que se reuniera de nuevo la orquesta. Afinados los instrumentos, sin más dilación rompió la música con una contradanza nueva, que a los pocos compases no pudo menos de llamar la atención general y arrancar una salva de aplausos, no sólo porque la pieza era buena, sino porque los oyentes eran conocedores; aserto éste que creerán sin esfuerzo los que sepan cuán organizada para la música nace la gente de color. Se repitieron los aplausos luego que se dijo el título de la contradanza, Caramelo vendo, y a quién estaba dedicada, a la Virgencita de bronce. De paso puede añadirse que la fortuna de aquella pieza fue la más notable de las de su especie y época, porque después de recorrer los bailes de las ferias por el resto del año e invierno del subsecuente, pasó a ser el canto popular de todas las clases de la sociedad.

Excusado parece decir que con una contradanza nueva, guiada por su mismo autor y tocada con mucho sentimiento y gracia, los bailadores echaron el resto, quiere decirse, que llevaron el compás con cuerpo y pies; cuyo monótono rumor en toda apariencia duplicaba el número de la orquesta. Bien claro decía el clarinete en sus argentinas notas: caramelo vendo, vendo caramelo; al paso que los violines y el contrabajo las repetían en otro tono, y los timbales hacían coro estrepitoso a la voz melancólica de la vendedora de ese dulce. Pero ¿qué era del autor de la pieza que tanta impresión causaba? En medio del delirio de la danza, ¿había quien se acordara de su nombre? ¡Ay! No. Como la noche avanzaba sin señales de bonanza, desde temprano la gente curiosa de la calle empezó a desamparar la puerta y ventanas del baile, y a las once no quedaba en ellas caras blancas, al menos de mujer. De esta circunstancia se aprovecharon los jóvenes de familias decentes, a que nos hemos referido más arriba, que abrigaban un cierto escrúpulo para ponerse a bailar con las mulatas amigas o conocidas. Cantalapiedra tomó por pareja a la ama de la casa, Mercedes Ayala; Diego Meneses, a Nemesia y Leonardo a Cecilia; y parte por guardar en lo posible la línea de separación, parte por un resto de ese mismo tardío escrúpulo, establecieron la danza en el comedor, no obstante la estrechez y desaseo de la pieza.

Con semejante ocurrencia puede imaginar cualquiera la agonía de alma de Pimienta. Su musa inspiradora, la mujer adorada, se hallaba en brazos de un joven blanco, tal vez del preferido de su corazón; pues como sabemos, no ocultaba ella sus sentimientos, se entregaba toda al delirio del baile, mientras él, atado a la orquesta cual una roca, la veía gozar y contribuía a sus goces sin participar de ellos en lo más mínimo. La turbación de su espíritu no fue, sin embargo, bastante a perjudicar su dirección de la orquesta, ni a influir desfavorablemente en el manejo de su instrumento favorito. Por el contrario, su inquietud y su pasión no parece sino que encontraron desahogo por las llaves del clarinete; se exhalaron, por decirlo así, según lo peregrino y suave de las notas que de él sacaba, esparciendo el encanto y la animación entre los bailadores. Como suele decirse, no quedó títere con cabeza que no bailara, pues se armó la danza en la sala, en el comedor, en el aposento principal y en el angosto y descubierto patio de la casa. ¿Qué mucho, pues, que entonces no pasara siquiera por la mente de los que tanto se divertían y gozaban, que el autor y el alma de toda aquella alegría y fiesta, José Dolores Pimienta, compositor de la contradanza nueva, agonizaba de amor y de celos?

Pasadas serían las doce de la noche cuando cesó de nuevo la música, con lo que a poco empezaron a retirarse las personas que podían considerarse extrañas para el ama de casa, porque hasta entonces no levantó ésta la voz diciendo que era hora de cenar. Y para apresurar la marcha, agarró ella por el brazo a dos de sus mejores amigas y arrastro casi las llevó al fondo del patio donde dijimos que estaba puesta la mesa del ambigú. Tras ellas siguieron las demás mujeres y los hombres, entre los segundos Pimienta y Brindis, los músicos; Cantalapiedra y su inseparable corchete, el de las grandes patillas, Leonardo y su amigo Diego Meneses. Tomaron asiento en torno de la mesa las mujeres, únicas que cupieron, aunque eran pocas; los hombres se mantuvieron en pie cada cual detrás de la silla de su amiga o preferida. Quedaron juntos a una de las cabeceras Cantalapiedra y la Ayala, sin que sepamos decir si por casualidad o por hacer honor al comisario y a su categoría.

No cabe duda sino que el ejercicio del baile había aguzado el apetito de los comensales de ambos sexos, porque apoderándose los unos del jamón, los otros del pescado, aceitunas y demás manjares en algunos minutos, todos comían y habían aliviado la mesa de una buena porción de su peso. Satisfecha la primera necesidad, hubo lugar a los rasgos de galantería y cariño que en todos los países llevarán el sello de la educación que alcanzan las personas que los ejercen. Las de la verídica historia cuya fisonomía trazamos ahora a grandes pinceladas, no eran, en general, de la clase media siquiera, ni de la que mejor educación recibe en Cuba, y puede creerse sin esfuerzo que sus rasgos de galantería y de cariño en ninguna circunstancia tenían nada de delicados ni de finos.

—Que diga algo Cantalapiedra, dijo alguien.

—Cantalapiedra no dice nada cuando come, contestó él mismo mientras roí a la pierna del pavo.

—Pues que no coma si ha de callar, saltó otro.

—Eso no, porque comeré y diré hasta el juicio final, repuso el comisario. ¿Cómo quieren, sin embargo, que diga si aún no he remojado la garganta?

—¡Ahí va mi copa! ¡Ahí va la mía! ¡Tome ésta! exclamaron diez voces por lo menos, y otros tantos brazos se cruzaron sobre la mesa en dirección del comisario, quien, empuñando una tras otra copa, cada cual llena de un vino diferente, se las fue echando al coleto, sin presentar más muestra del efecto que le causaban que ponerse algo rubicundo y aguársele los ojos. Después, llenando su propia copa de rico champaña, tosió, levantó el pecho, y en voz campanuda, aunque un si es no es carrasposa, dijo:

—¡Bomba! En los felices natales de mi amiga Merceditas Ayala, décima:

Yo te digo en la ocasión,
Merceditas de mis ojos,
Que tu vista guarda abrojos,
Pues que punza el corazón.

Ten de un triste compasión,
Que por tus ojos suspira,
Que por tus ojos delira,
Que por tus ojos alienta,
Que por tus ojos sustenta
Esta vida de mentira.

Tras esta improvisación ramplona y de mal gusto, resonaron vivas y aplausos repetidos y estrepitosos, con destemplado golpeo de los platos con los cuchillos. Y como en recompensa de su poética labor, de ésta recibió una aceituna ensartada en el mismo tenedor con que acababa de llevarse el alimento a la boca, de esotra una tajada de jamón, de la de más allá un pedazo de pavo, de aquélla un caramelo, de su vecina una yema azucarada, hasta que la Ayala puso término al torrente de obsequios levantándose y pasando su copa, llena de Jerez, a Leonardo para que improvisara también como lo había hecho el complaciente comisario. Aprovechose éste de la tregua que se le concedía tácitamente, para levantarse de la mesa, ir derecho, aunque disimuladamente, hasta el brocal del pozo, donde, introduciéndose dos dedos en la boca, arrojó cuanto había comido y bebido, que no había sido poco. Y muy fresco y repuesto se volvió a la mesa. Merced a un medio tan sencillo como expedito, pudo tornar a comer y a beber cual si no hubiera probado bocado ni pasado gota en toda la noche. De los demás hombres que habían bebido con exceso y no conocían el remedio eficaz de Cantalapiedra, que más que menos, pocos acertaban a tener firme la cabeza, sin exceptuar al mismo joven Leonardo.

A esa lamentable circunstancia debe atribuirse el que un mozo tan fino como bien educado, se prestara también a hacer coplas y en obsequio de aquella heroína de la fiesta. Pero bien que mal las hizo, siendo no menos aplaudido y regalado que el anterior coplero, aunque fue de notarse que, lejos Cecilia Valdés de celebrar, como los demás, su esfuerzo poético, se mantuvo callada y visiblemente corrida. Tampoco tomó parte Nemesia en la celebración, si bien por causa muy distinta, a saber: por hallarse empeñada en un diálogo rápido y secreto con su hermano José Dolores Pimienta.

—¿Pues no va desocupada la zaga? le decía él.

—Tal vez no, le replicaba ella.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Como sé muchas cosas. ¿Necesito yo tampoco que me den la comida con cuchara?

—Ya, pero tú no te explicas.

—Porque no hay tiempo ahora.

—Sobrado, hermana.

—Luego, las paredes oyen.

—¡Vaya! Cuando se grita.

—Vamos, no seas porfiado. Te digo que no lo hagas.

—Yo no pierdo la ocasión.

—Vas a pasar un mal rato.

—¿Qué me importa si hago mi gusto?

—Te repito, José Dolores, no te metas en camisa de once varas. No seas cabezadura. Con esa porfía me quitas las ganas de ayudarte. Yo entiendo de eso mejor que tú, lo estoy viendo.

Antes que se hubiese calmado el ruido de voces, de palmadas y de golpes en los platos y la mesa, Leonardo le dijo algo en secreto a Cecilia, y salió a la calle arrastrando a Meneses por el brazo, sin despedirse de nadie, a la francesa, como dijo Cantalapiedra cuando los echó de menos. Una vez fuera, a pesar de la lluvia menuda, ambos jóvenes, siempre de brazo, tomaron a pie la calle de La Habana hacia el centro de la ciudad, y en la primera esquina, que era la de San Isidro, Meneses siguió derecho y Leonardo tomó la vuelta del hospital de Paula.

Nubes ligeras, claro oscuras, despedazadas por el viento fresco del nordeste, pasaban unas tras otras en procesión bastante regular por delante de la luna menguante, que ya traspasaba el cenit, y a veces dejaba caer rayos de luz blanquecina. La calle traviesa, angosta y torcida que llevaba el joven Leonardo no se despejó jamás, ni vio él a derechas su camino hasta que llegó a la plazuela del hospital antes dicho, y entonces sólo el lado izquierdo se alumbraba a ratos, pues las paredes de la iglesia de Paula, elevadas y oscuras, proyectaban una doble sombra sobre el espacio exento. Arrimado a ellas, sin embargo, pudo distinguir su carruaje, los caballos del cual agachaban la cabeza y las orejas, en su afán de evitar la lluvia y el viento que les herían de frente. Estaba echado el capacete y no parecía el jinete por ninguna parte, ni en la silla, su puesto acostumbrado, ni en la zaga, ni en el vano de la ancha puerta de la iglesia, que podía servirle de abrigo. Pero a la segunda ojeada comprendió Leonardo dónde estaba. Sentado en el pesebrón del quitrín, le colgaban las piernas cubiertas con las botas de campana, mientras descansaba la cabeza y los brazos, medio vuelto, en los muelles cojines de marroquí. En el suelo yacía la cuarta que en el sueño se le había desprendido de las manos, la recogió Leonardo al punto, levantó un canto del capacete y con todas sus fuerzas le pegó dos o tres zurriagazos a manteniente, por las espaldas presentadas.

—¡Señor! exclamó el calesero, entre asustado y dolorido, descolgándose.

Ya de pie pudo verse que era un mozo mulato, bastante fornido, ancho de hombros y de cara, más fuerte si no más alto que el que acababa de calentarle las espaldas con el zurriago. Vestía a la usanza de los de su oficio en la isla de Cuba, chaqueta de paño oscuro, galoneado de pasamanería, chaleco de piqué, el cuello de la camisa a la marinera, pantalón de hilo, botas enormes de campana, a guisa de polainas, y sombrero negro redondo, galoneado de oro. Debemos mencionar también, como signos característicos del calesero, las espuelas dobles de plata, que no llevaba a la sazón el mulato de que ahora se habla.

—¡Oiga! le dijo su amo, pues lo era en efecto el joven Leonardo; dormías a pierna suelta, mientras los caballos quedaban a su albedrío. ¿Eh? ¿Qué hubiera sucedido si espantados por casualidad, echan a correr por esas calles de Barrabás?

—Yo no estaba dormiendo, niño; se atrevió a observar el calesero.

—¿Conque no dormías? Aponte, Aponte, tú parece que no me conoces, o que crees que yo me mamo el dedo. Mira, monta, que ya ajustaremos cuentas. Lleva el quitrín a la cuna, toma las dos muchachas que trajiste en él y condúcelas a su casa. Yo te espero en el paredón de Santa Clara, esquina a la calle de La Habana. No consientas que nadie monte a la zaga. ¿Entiendes?

—Sí, señor; contestó Aponte, partiendo en dirección de la garita de San José. En la puerta de la casa del baile, sin desmontarse, dijo a un desconocido que entonces entraba:

—¿Me hace el favor de decirle a la niña Cecilia que aquí está el quitrín?

A pesar del aditamento de niña de que hizo uso el calesero hablando de Cecilia, que sólo se aplica en Cuba a las jóvenes de la clase blanca, el desconocido pasó el recado sin equivocación ni duda. Y ella incontinente se levantó de la mesa y fue a coger su manta, seguida de Nemesia y de la Ayala. Esta última las acompañó hasta la puerta de la calle, en donde ya se habían agrupado los pocos hombres que aún no se habían despedido. Allí, teniendo todavía por la cintura a Cecilia, en señal de amistad y cariño, la dijo:

—No te fíes de los hombres, china, porque llevas la de perder.

—Y ¿yo me he fiado de alguno a estas horas, Merceditas? repuso Cecilia sorprendida.

—Ya, pero ese quitrín tiene dueño, y nadie da palos de balde. Tenlo por sabido. Me parece que me explico.

Con esto y con fingir Cantalapiedra que lloraba por la partida de Cecilia, cosa que causó mucha risa, ésta y Nemesia subieron al carruaje dándoles la mano Pimienta, y de hecho quedó desbaratada la reunión.

Podía ser entonces la una de la madrugada. El viento no había abatido ni cesado la llovizna que, de cuando en cuando, arrojaban las voladoras nubes sobre la ciudad dormida y en tinieblas. Conforme reza la expresión vulgar, la oscuridad era como boca de lobo. No por eso, sin embargo, perdió el joven músico la pista del carruaje que conducía a su hermana y a su amiga, antes por el ruido de las ruedas en el piso pedregoso de las calles, le fue siguiendo las aguas, primero al paso redoblando y luego al trote, hasta que le alcanzó cerca de la calle de Acosta. Puso la mano en la tabla de atrás, se impulsó naturalmente con la carrera que llevaba y quedó montado a la mujeriega. Al punto le sintió el calesero e hizo alto.—Apéate, le dijo Nemesia por el postigo.—No hay para qué, dijo Cecilia.—Yo les voy guardando las espaldas, dijo Pimienta.—Apéese Vd., dijo en aquella sazón Aponte, que ya había echado pie a tierra.—¿No te lo decía? añadió Nemesia, hablando con su hermano.—Aquí dentro va mi hermana y mi amiga, observó el músico dirigiéndose al calesero.—Será así repuso éste; pero no consiento que nadie se monte atrás de mi quitrín. Se echa a perder, camará; agregó notando que se las había con un mulato como él.—Apéate, repitió Nemesia con insistencia.

Obedeció José Dolores Pimienta, conocidamente después de una lucha sorda y terrible consigo mismo, en que triunfó la prudencia; pero cediendo y todo en aquella coyuntura, no renunció a la resolución tomada de seguir el carruaje. Volvió a montar el calesero y continuó la carrera derecho hasta desembocar en la calle de Luz, torciendo allí a la izquierda hacia la de La Habana. Cerca del cañón de la esquina estaba un hombre de pie, guarecido del viento y de la menuda llovizna, con las elevadas tapias del patio perteneciente al monasterio de las monjas Claras. En ese punto, paró Aponte por segunda vez el quitrín, el hombre en silencio subió a la zaga, diciendo luego a media voz: ¡Arrea! Partió entonces aquél a escape, pero no sin dar tiempo a que se acercara lo bastante el músico, para advertir que el individuo que le reemplazó en la zaga del carruaje era el mismo joven blanco, Leonardo, que tantos celos le había inspirado en la cuna.

Capítulo VII