¡Dulce Cuba!, en tu seno se miran
en el grado más alto y profundo,
las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral.
José María Heredia
Llaman Vuelta Abajo o Vuelta Bajo en la isla de Cuba, a aquella región que cae a la parte poniente del meridiano de La Habana, y que, principiando en las cercanías de Guanajay, termina en el cabo de San Antonio. Se ha hecho famosa por el excelente tabaco que se produce en las fértiles vegas de sus numerosos ríos, principalmente sobre la vertiente meridional de la cordillera de los Organos. Para darla semejante dictado parece que hay una razón de mucho peso, a saber: la baja nivelación del suelo de ese territorio, comparada con la alta del ya descrito.
Empieza el descenso a pocas millas al oeste de Guanajay, advirtiéndose desde luego un cambio brusco en el aspecto del país. El color del suelo, sus elementos componentes, la vegetación, el clima y el género de cultivo en general son del todo diferentes. Así es que el rápido declive constituye una rampa para el que va y un cerro para el que viene de la Vuelta Abajo.
Al borde de esta precipitosa rampa se desplega ante los ojos del viajero un cuadro inmenso, magnífico, que no hay lienzo que le contenga, ni ojos humanos que le abarquen en toda su grandeza. Figuraos una aparente planicie, limitada al oeste por las brumas del lejano horizonte, al norte por las colinas peladas que corren a lo largo de la costa, y al sur por las ásperas y alterosas sierras que forman parte de la extensa cordillera de montañas de la Vuelta Abajo. Y hemos dicho aparente llanura, porque de hecho es una serie sucesiva de valles transversales, estrechos y hondos, formados por otros tantos riachuelos, arroyos y torrentes que descienden de las laderas septentrionales de los montes y, después de un curso torcido y manso, se pierden en las grandes e insalubres cuencas paludosas del Mariel y de Cabañas.
A la vista del grandioso cuadro, Isabel, que era artista por sentimiento y que amaba todo lo bueno y bello en la naturaleza, mandó parar los caballos a los bordes de la rampa y echó pie a tierra, sin aguardar a que se aceptara la proposición por sus compañeros. Serían las ocho de la mañana. Ensanchábase allí el camino, describiendo una zeda para disminuir en lo posible lo precipitoso de la bajada. Por esta razón, aunque ambas laderas se hallaban cubiertas largo trecho de un arbolado crecido y hojoso, ni sus copas sobresalían mucho del nivel de la planicie que ocupaban los viajeros, ni obstruían, que digamos, la vista panorámica de más allá. Asombrosa era la vegetación. A pesar de lo avanzado de la estación invernal, parece que había vestido sus mejores galas y que orgullosa sonreía a los primeros rayos del almo sol. Do quiera que no había hollado la planta del hombre ni el casco de la bestia, allí brotaba, por decirlo así, a raudales el modesto césped o rastrera grama, el dulce romerillo, el gracioso arbusto, el serpentino bejuco y el membrudo árbol. Hasta de las ramas verdes y gajos secos, cual cabelleras de seres invisibles, pendían las parásitas de todas clases y formas, que viven de la humedad de que está constantemente saturada la atmósfera de los trópicos. El suelo y la floresta, en una palabra, cuajados de flores, ya en ramilletes, ya en festones de variada apariencia y diversidad de matices, formaban un conjunto tan gallardo como pintoresco, aun para aquellas personas acostumbradas a la vista de los campos feracísimos de Cuba.
Para mayor novedad y encanto, se ofrecía allí la vida bajo sus formas más bizarras: bullía materialmente el bosque vecino con todos los insectos y pájaros casi que cría la prolífica tierra cubana. Todos a una zumbaban, silbaban o trinaban entre el sombrío ramaje o la espesa yerba, y hacían concierto tal y tan armonioso como no podrán jamás hacerlo los hombres con la voz ni los instrumentos músicos. Dichosos ellos que de puro pequeños e inermes no excitaban la codicia del cazador, ni temían ser interrumpidos en sus inocentes correrías y revoloteos mientras recogiendo la miel en el cáliz de las flores, o saltando de rama en rama, hacían temblar las hojas, desprendían el rocío cuajado en ellas y las gotas, al dar en la hojarasca seca del suelo, remendaban una lluvia en que no tenían parte las nubes.
No hay paridad ninguna en la fisonomía del país visto por ambos lados de las montañas. Por el del sur, la llanura con sus cafetales, dehesas y plantaciones de tabaco, continúa casi hasta el extremo de la isla y es lo más ameno y risueño que puede imaginarse. Al contrario por el lado del Norte, en el mismo paralelo se ofrece tan hondo, áspero y lúgubre a las miradas del viajero que cree pisar otra tierra y otro clima. Ni porque está ahora cultivado en su mayor parte hasta más allá de Bahía Honda, se desvanece esa mala impresión. Quizás porque sus labranzas son ingenios azucareros, porque el clima es sin duda más húmedo y cálido, porque el suelo es negro y barroso, porque la atmósfera es más pesada, porque el hombre y la bestia se hallan ahí más oprimidos y maltratados que en otras partes de la Isla, a su aspecto sólo la admiración se trueca luego en disgusto y la alegría en lástima.
Tal, poco más o menos, sintió Isabel en presencia de aquel pedazo de la famosa Vuelta Abajo. Sus puertas, que eran de hecho las alturas en que se hallaban detenidos los viajeros, no podían ser más espléndidas; podían calificarse de doradas. Pero ¿qué pasaba por allá abajo? ¿Sería aquélla la morada siquiera de la paz? ¿Habría dicha para el blanco, reposo y contentamiento alguna vez en su vida para el negro, en un país insalubre y donde el trabajo recio e incesante se imponía como un castigo y no como un deber del hombre en sociedad? ¿A qué aspiraba ni qué podía esperar tanto ser afanoso cuando pasado el día y venida la noche se entregaba al sueño que Dios, en su santa merced, concede a la más miserable de sus criaturas? ¿Ganaba alguno, entre tanto trabajador, el pan libre y honradamente para sostener una familia virtuosa y cristiana? Aquellas fincas colosales que representaban la mayor riqueza en el país, ¿eran los signos del contento y de los puros placeres de sus dueños? ¿Habría dicha, tranquilidad de espíritu para quienes a sabiendas cristalizaban el jugo de la caña-miel con la sangre de millares de esclavos?
Y la ocurrió naturalmente que si se casaba con Gamboa, tarde que temprano tendría que residir por más o menos tiempo en el ingenio de La Tinaja, a donde ahora se dirigían en son de paseo. Naturalmente también, se agolparon a su mente, como en procesión fantástica, los rasgos principales de su breve existencia. Recordó su estada en el convento de las monjas Ursulinas de La Habana, donde en medio del silencio y de la paz se nutrió su corazón de los principios más sanos de virtud y caridad cristiana. Como en contraste recordó la muerte de su piadosa madre; la orfandad en que quedó sumida; su desolación y hondo pesar; los días serenos e iguales que después había venido pasando en el cafetal La Luz, bello jardín, remedo del que perdieron nuestros primeros padres, acariciada por sus más allegados e idolatrada por sus esclavos como no lo fue reina alguna sobre la tierra. Recordó, en fin, la situación aflictiva en que dejó a su padre, achacoso y ya entrado en años, el cual no aprobaba del todo aquel viaje, tal vez porque podía ser el preludio de separación más grave y prolongada.
Brevísimos fueron el silencio y recogimiento de la joven; pero tan intensa, tan viva su emoción, que no pudo evitar se le llenaran de lágrimas los ojos. Leonardo se hallaba a su lado, teniendo por la brida el brioso caballo, y ya por divertirla de sus tristes ideas, ya por echarla de cicerone, comenzó a describir los puntos culminantes del magnífico panorama que tenían a la vista. Había pasado él varias veces por aquellos lugares; conocía a palmos el terreno que pisaba y quería dar muestras a las amigas de su buena memoria. El primer ingenio a nuestros pies, dijo, es el de Zayas. Los árboles de esta parte de la loma nos impiden ver las fábricas, pero aquéllos son sus últimos cañaverales. Debe de estar moliendo, porque hasta acá llega el olor del melado. Muele todavía con trapiche y mulas. Tenemos que pasar por el mismo batey. Después, en el centro de este gran valle, un poco hacia nuestra derecha, por junto al tronco de aquella ceiba, pueden verse las tejas coloradas de la casa de calderas del viejísimo ingenio de Escobar o del Mariel. Según me cuenta mamá, fue el primero que se fomentó en esta parte de la Vuelta Abajo. También debe de estar moliendo pues veo salir humo de entre la arboleda del batey. Luego, ¿no ven Vds., una nube blanca que atraviesa el valle en toda su latitud a la altura de los árboles describiendo una porción de vueltas y revueltas? Un poeta diría que era un cendal de gasa. A mí me parece la piel de una culebra soltada en la huida del monstruo de las montañas al mar. Pues no es otra cosa, si bien reparan Vds., que los vapores que van marcando el curso torcido del río Hondo, notable por lo estrecho de su cause y por las grandes avenidas que hace en tiempo de lluvias. Ahora estará bajo y habrá puentes para pasarlo sin necesidad de mojarnos los pies. Del otro lado, por aquí derecho, en vuelta del noroeste, ¿divisan Vds., un bosque muy verde y tupido del cual asoman unas torres que parecen redondas? Ese es el ingenio Valvanera, de don Claudio Martínez de Pinillos, recién creado Conde de Villanueva. A la izquierda, al pie del monte de Rubín o Rubí, se ven los cañaverales del ingenio La Begoña, y a la derecha, aún no discernible, La Tinaja, cerca de una legua del pueblo de Quiebra Hacha.
Muy pendiente era la bajada por aquel lado al vastísimo valle de los ingenios de azúcar, y aunque trazada en zig zag, todavía trabajaban mucho los caballos para mantener el carruaje en el conveniente nivel. Acortaba el calesero las riendas del de varas, temeroso de un resbalón; y se abatía de nalgas y se deslizaba que no marchaba de firme. Con esto crujían las sopandas de cuero, sobre las cuales se mecía la caja del quitrín a guisa de zaranda, y el sudor empezaba a brotar del tronco de las orejas y de los ijares de las fatigadas bestias.
—Poco a poco, Leocadio, dijo Isabel en llegando a lo más agrio de la cuesta. No había visto yo camino más pendiente.
Cabalgaba Leonardo al estribo derecho del carruaje, y dijo en son de broma:
—¿Es Isabel la que habla? La creía yo más guapa que eso.
—Si se figura Vd. que tengo miedo, repuso ella prontamente, se engaña de medio a medio. No temo ni pizca por mí, temo por los caballos. Mire Vd., el de barras: la carga es mucha y la bajada precipitosa; se ha bañado en sudor, y estoy esperando verle caer y rodar. Sí, mejor será apearnos. Para Leocadio.
—No, no se apee, niña, dijo el calesero con instancia, arriesgando un choque con sus amas. Como su merced se apee en este paraje, tendrá que apearse en todas las lomas. Pajarito es mu resabioso y sabe más que las bibijaguas. Déjeme su merced darle cuarta y verá cómo no se hace más el chiquito.
—Eso es lo que tú quisieras, que te dejase maltratar al pobre caballo. ¿No sabes que no está acostumbrado a las lomas? De ningún modo consentiré que le pegues. Para, te digo.
—La niña tiene perdíos los animales y la gente, murmura Leocadio recogiendo las riendas para parar. Cuando estaba viva la señora estos caballos volaban como pájaros. A ella sí que le gustaba jarrear de duro.
En este punto intervino Leonardo, oponiéndose al propósito anunciado por su amiga, no ya sólo porque de hacerlo así el tronco adquiriría el vicio de que hablaba el calesero, sino porque de resultas de la sombra del arbolado de la derecha aun no había enjugado el sol la humedad del suelo barroso del camino. Cedió ella con visible repugnancia, y como para no tomar parte directa en el martirio, según dijo, de los caballos, entregó los cordones del de la pluma a su hermana Rosa y cerró los ojos mientras duró la bajada.
No deseaba ésta cosa mejor. Joven y viva de carácter, amaba el peligro y se perecía por manejar, fueran las que fuesen las fatigas que experimentasen las caballerías en trasportarla por aquellos derrocaderos, como al niño en su cuna de viento.
Molía Zayas en efecto. Las pilas de caña miel recién segada cerraban casi los costados exentos de la casa de ingenio, pues sólo dejaban un pasaje bastante amplio, eso sí, por el lado del batey, o camino que traían los viajeros. Notábase allí gran vocerío y movimiento, lo mismo dentro que fuera. Dentro, las mulas del trapiche pasaban y repasaban por delante del espacio abierto en su precipitado giro, azotadas despiadadamente por los mozos negros que corrían a par de ellas con ese único propósito. Por entre aquel estrépito infernal se oía distintamente el crujir de los haces de caña que otros esclavos desnudos de medio cuerpo arriba metían de una vez y sin descanso en las masas cilíndricas de hierro. Al otro lado del trapiche, aunque eran mayores si cabe la batahola y la algarabía, por decirlo así, de los ruidos confusos, no se veía cosa alguna; impedíalo completamente el denso humo revuelto con el vapor que se desprendía de las hirvientes calderas, donde se cocía el dulcísimo jugo de la caña y llenaba con sus inmensas olorosas columnas todo el interior del gran laboratorio.
Afuera, una doble fila de carretas, o se acercaban cargadas a dicha casa, o se alejaban de vacío en dirección del campo o del corte de caña, como se dice; todas tiradas por un par de bueyes no menos flacos que tardos en sus movimientos. Pie a pie de cada yunta marchaba el conductor o carretero esclavo, armado de ahijada larga y pincho agudo de hierro; y a todo lo largo de la doble fila de carretas, ya en una dirección, ya en otra opuesta, cabalgaba en su mula marchadora el bovero blanco, armado también, mas no de vara, sino del indispensable cuero, con el que de cuando en cuando cruzaba las espaldas de aquel negro que creía remiso en el uso de la férrea ahijada.
La hechura de las carretas era lo más zurdo y primitivo que puede imaginarse; el engrase de los ejes por darse, con lo que las cargadas chirriaban sin cesar; al paso que las de vacío, con sus desmesuradas ruedas y holgura de manga, sobre no guardar jamás la perpendicular, fuera cual fuese la nivelación del piso, hacían un retintín desagradable, chocando de continuo las sueltas bilortas contra los sotrozos de hierros fijos, y saliéndose de su sitio las tablas de la cama. Por largo trecho en una y otra dirección, el batey y las guardarrayas desaparecían bajo las hojas pajizas y aun los trozos útiles de caña dejados caer por incuria, por exceso de carga o por defecto material de los vehículos empleados en su trasporte. A este lamentable desperdicio contribuían como los que más los conductores. No bien se alejaba el boyero de un punto dado, se aprovechaba el conductor inmediato para sacar de la carga el trozo de caña que mejor le parecía, en cuyo acto arrastraba otros varios que se caían en el camino y allí quedaban para ser hollados y molidos por las carretas que venían detrás. No se cuidaba de eso, antes se llevaba a la boca por un extremo el trozo de caña y le chupaba afanoso, sin dejar de animar a los bueyes con voces descompasadas y repetidos pinchazos hasta sacarles sangre: puede ser en desquite por la que el boyero hacía saltar de sus espaldas con la pita, o llámese punta, del terrible látigo.
Tales escenas u otras muy parecidas a éstas se repitieron a la vista de los viajeros, a su paso por los ingenios de Jabaco, Tibotibo, El Mariel o antiguo de Escobar, Ríohondo y Valvanera.
Entre las dos plantaciones últimamente mencionadas, sólo avistaron una pequeña sitiería, a la margen derecha del camino, quiere decir, de un grupo de cabañas pajizas donde algunas familias pobres cultivaban un corto paño de tierra y criaban animales domésticos. No podía dársele siquiera el nombre de aldea, dado que allí, ni en muchas millas a la redonda, había escuela ni iglesia. Los ingenios de fabricar azúcar no consentían, por lo general, en su inmediata vecindad, esos símbolos del progreso y de la civilización.
Para librarse de aquellos amargos pensamientos procuraba separar los ojos del suelo negro, duro y sin lustre, cual hierro dulce, del camino, y los pasaba por cima de las flores o güines color violado claro, de las cañas en sazón, hasta tropezar en la zona azulosa donde se unía el horizonte con las cumbres oscurísimas de las distantes montañas.
Pero por más de un motivo poderoso no la era dable a Isabel aquella concentración que demandaba el espíritu en su agonía. Bruscas cuanto frecuentes eran las ondulaciones del terreno; el camino, aunque ancho, necesariamente torcido; las cañadas estrechas y hondas; la mayor parte de las cuales había que pasarlas por puentes hechos sin arte ni solidez, con maderos rollizos, o con tablas sacadas de los troncos de las palmas. Tenía que ser la marcha, en consecuencia, lenta y cautelosa, y luego no sabía Rosa regir el caballo de fuera; razón por qué más bien que de ayuda servía de estorbo al de varas, ya atravesándosele delante, ya no tirando a la par, o tirando en dirección opuesta a la del movimiento del carruaje. Quejose más de una vez el calesero de estos tropiezos, hasta que Isabel, para acallarle y evitar un contratiempo serio, reasumió los cordones del caballo de la pluma.
Si Rosa supiera, no habría podido manejar mejor en aquella alegre mañana de viaje. A la izquierda del quitrín, donde lo permitía la amplitud del camino, iba Diego Meneses, tan galán a caballo como decidor y amable a pie y entonces inspirado y elocuente, dispuesto más que otras veces a ver las escenas que recorrían sólo por su lado poético y brillante. A cada paso hallaba motivo para empeñar la atención de su entusiasta amiga, ya indicándole los festones de aguinaldos blancos o campanillas pendientes de todos los arbustos a orillas de los cañaverales, ya los güines de las cañas, que comparaba con las garzotas de innumerables guerreros en marcial arreo, mecidos blandamente por la gentil brisa de la mañana; ora los grupos de tomeguines que con rumor sordo, cual de viento rastrero y en gran tropel, seguían por algún trecho la dirección de los viajeros, rozando con las yerbas y luego desapareciendo por entre los troncos de las cañas; o el vivaracho sabanero de tardo vuelo, que salía con estrépito del espeso matorral y se posaba con mucha dificultad en la primer hoja de caña con que tropezaba en su desatentada fuga; o la esquiva garza blanca que se abría paso por entre las ramas del roble ribereño, y con el largo cuello replegado a la espalda y los pies colgando seguía en su huida el curso del arroyo; o la bandada de alborotosas cotorras que cubrían los naranjos silvestres y sólo se veían cuando se aferraban a la dorada fruta para extraerle la simiente; o el gavilán, en fin, águila de Cuba, que daba gritos y gritos penetrantes mientras se cernía por encima de las palmas más alterosas, entre la tierra y el cielo.
Finalmente, pasadas las diez de la mañana, atravesaron los viajeros los cañaverales del ingenio Valvanera, a la vista de sus grandes fábricas. Dos millas adelante se acercaron al pueblo de Quiebra Hacha. Aquí se dividía en dos el camino que traían, uno que torcía al oeste y era el carretero de la Vuelta Abajo, y el otro, el de La Angosta, que servía de entrada a los ingenios de azúcar, ya establecidos en esa región de la costa. Este tomaron nuestros viajeros. A su paso por el pueblo varias personas reconocieron y saludaron con amistoso respeto a Leonardo Gamboa.
Presentábase adelante el país tan áspero, desigual y montuoso como el anterior recorrido, aunque el arbolado era más frondoso y lozano, casi primitivo, y el suelo surcado de arroyos bulliciosos y de limpias aguas que corrían a perderse al fondo de la bahía del Mariel, o en el mar abierto al Norte. Tras media hora de camino debajo del bosque, donde no penetraban los rayos del sol, se avistaron los cañaverales de un ingenio en el repecho de una colina, acotados por una cerca rústica hecha de gajos, que mantenían en posición horizontal rajas de leña o estacas con horquilla hincadas en tierra y atados juntos de trecho en trecho, para mayor seguridad, con un bejuco que, cuando verde, es bastante flexible y elástico, conocido en la Vuelta Abajo con el nombre vulgar de colorado, Bauchinis heterophyllas.
Luego que, siguiendo por breve espacio, paralelo a dicha ruda cerca, en cuyo tiempo ganaron los viajeros la altura de la colina, se les ofrecieron en toda su extensión y grandeza los campos de caña y allá, en el centro del cuadro, el variado grupo de sus fábricas, coronando otra colina de mayor planicie y más ancha base. Aquél era el ingenio de La Tinaja, y Leonardo Gamboa, que servía de guía, se las mostró a sus amigos con cierto sentimiento de orgullo. Para ello había motivo sobrado, no ya sólo por el valor en dinero que representaba la finca, y por las consideraciones sociales que se les guardaban a sus dueños, mas también por el cuadro bello y pintoresco del conjunto, contemplado a buena distancia; encubridora eficaz de los lunares y manchas inherentes a casi todas las obras, así humanas como divinas.
El camino por donde se habían internado los viajeros hasta allí era el denominado de la Playa, porque servía para el acarreo de los azúcares al pueblo del Mariel, desde el cual se embarcaban y conducían en goletas al mercado de La Habana. Cruzaba la colina por su cúspide y había establecida en ella una talanquera no menos rústica que la cerca, pues se reducía a unas varas en bruto, metidas por sus cabezas en los orificios de dos largueros paralelos. Arrimada a la cerca, y en su encuentro con la talanquera, se alzaba una cabaña o bohío de los de vara en tierra o de dos aguas, tan gacho que la techumbre se componía de hojas enteras de la palma tendidas en los costados o vertientes, con las puntas descansando en el suelo.
Adelantose Leonardo para ver por qué no se hallaba en su puesto el negro guardiero y abría la talanquera. Con tal objeto, plantó su caballo ante la única entrada del bohío, e inclinando el cuerpo, trató de registrar el interior. Inútil trabajo: la puerta o boca era muy estrecha y baja, y más allá de dos pies del umbral no podían penetrar ojos humanos, no tanto por la viva claridad del día afuera, cuanto por la densa nube de humo de leña que ardía dentro y no tenía otro medio de escape que ése.
—No veo nada y dudo que haya alma viviente en el bohío, dijo Gamboa hablando con las señoras en el quitrín, parado en medio del camino. ¡Maldito negro!
—Tal vez duerme, dijo Isabel.
—Si no es el sueño de la muerte, repuso Gamboa, juro que no le salva nadie de un bocabajo.
—¿De qué se trata? preguntó Meneses. ¿De abrir la talanquera? Yo abriré y no perderé el casamiento por eso.
—No harás tal, replicó Leonardo colérico. No lo consiento.
—Bien, sugirió Isabel con su voz argentina y dulce. Abrirá el calesero; los caballos están harto cansados para echar a correr. Leocadio, apéate.
—No, no, Isabel, replicó Leonardo, cada vez más colérico. Tampoco puedo consentir en eso, no debo consentirlo. Si el guardiero está vivo abrirá la talanquera, que para eso y para más le han puesto ahí.
Sacó el reloj y añadió enseguida:
—Ya han dado las doce, hora en que sueltan la negrada para que coma. Si hubiéramos llegado aquí un poco antes, habríamos oído la campana del ingenio. Apostaría a que el taita guardiero se ha metido en el cañaveral para verse con alguna de sus carabelas. ¡Por Dios vivo que la paga! Nada, no está en parte alguna. ¡Caimán! ¡Caimán!, gritó a todo torrente.
Los montes del rededor fueron los únicos que le devolvieron el eco de sus voces con temblor continuado, hondo y siniestro; y luego empezó a ladrar un perrillo dogo dentro del bohío. Ahí está el guardiero, pensó el joven, y se hace el dormido para no tomarse el trabajo de abrir la talanquera. Lo haré salir a patadas, agregó alto, dando un puñetazo en el pomo de la silla. Echó pie a tierra sin más demora y se metió en el bohío, teniendo siempre el caballo de la brida.
Muy mal sonaron estas palabras y aquellos juramentos en los oídos de la modesta Isabel, aun cuando para no avergonzar a su amigo ni irritarle más contra el pobre esclavo, se guardó de representarle lo absurdo y aun el riesgo de su final propósito, si a posta éste se escondía por tener oculto algún compañero en el bohío o por otra causa cualquiera. Afortunadamente, nada de eso ocurría. En aquel mismo instante las señoras del carruaje, Meneses y el calesero a caballo oyeron un ruido de ramas en el bosque vecino, agitadas por una persona o animal que se abría paso con alguna dificultad, y después apareció en la orilla un negro anciano mal vestido, con un gorro de lana en la cabeza, un palo largo y nudoso en la mano, que le servía de apoyo, tal vez para no besar la tierra con la frente, pues tenía el cuerpo hecho un arco por la edad, por los trabajos o por la costumbre inveterada de vivir en casas de techo bajo. Echó de ver a los viajeros apenas salió del bosque, porque se detuvo un momento indeciso del partido que debía tomar, y en soltando entre las altas yerbas algo que brillaba a los rayos del sol y parecía botella u otra vasija por el estilo, después continuó andando derecho al carruaje por la parte opuesta al bohío.
Esta circunstancia casual le salvó del primer choque de la ira de su amo, el cual, no bien salió del bohío, le reconoció desde lejos y se lanzó sobre él a carrera tendida. Pero mientras montó a caballo y salvó la distancia que le separaba de su intentada víctima, dio tiempo para que éste se pusiera inconscientemente al amparo de las señoras. Lo probable es que el infeliz esclavo no tuviese noticias de que aquellas personas eran esperadas en el ingenio, ni que entre ellas viniese guiándolas su joven amo. A derechas no le conocía tampoco. Pero al notar que se le venía encima a todo correr, y que gritaba:—¡Ah, perro! ¡Ahora lo verás!, no pudo desconocerle ni dejar de caer de rodillas a los pies del caballo, quien, conteniéndose y todo, le echó a rodar con el solo bote del pecho.
El susto de las señoras fue grande. Rosa hizo una exclamación de horror; doña Juana repitió:—¡Jesús! ¡Jesús! e Isabel medio que se incorporó en el asiento, sacó el brazo fuera del carruaje y dijo más indignada que asustada:—¡No le mate, Leonardo!
—Agradecer debe que están Vds. delante, dijo Leonardo; de otro modo me parece que le mataba. Tan indignado me siento contra él.
—¡Ah, mi suamito!, exclamó el viejo incorporándose trabajosamente hasta ponerse otra vez de rodillas, como humildísimo pecador en presencia de su airado juez.
—¿Dónde te habías metido, perro brujo? le preguntó el joven, y sin aguardar por la respuesta continuó preguntando o diciendo: ¿Qué hacías en el monte? ¿Por qué no estabas en tu bohío? ¿A que habías ido a cambalachar por aguardiente con el tabernero del pueblo la raspadura que robas en el ingenio? Sí, sí. Lo juraría.
—¡No, mi suamito, no siñó, sumercé! ¡Caimán no roba rapaúra! ¡Caimán no bebe aguaurdiente!
—¡Cállate, perro viejo! Anda, corre a abrir la talanquera. ¿No corres todavía? ¿No sabes correr? Ya haré que el Mayoral te avive un poco con el cuero. ¡Anda! ¡Vuela!... y trató de pegarle (sin alcanzarle por fortuna) un puntapié en la cabeza desde el caballo.
Parecía ser el guardiero hombre de más de sesenta años de edad. Tenía al menos encanecida la cabeza, y aun la escasa barba, que le cubría el labio superior, señal segura de vejez en las gentes de su raza. A unos brazos desproporcionadamente largos y huesosos, unía dedos crispados, cual si padeciese lepra; ojos chicos de expresión hosca y triste, nunca más triste que, cuando después de abierta la talanquera, echó una mirada a las señoras del quitrín y pareció rogarles le protegieran de la cólera de su amo.
Pasado el primer momento de irritación y de ceguedad, comprendió éste que había mostrado demasiado apasionamiento y bastante grosería delante de señoras que, además de hallarse bajo su protección, iban a disfrutar de su hospitalidad en el ingenio. El caballo había sido más generoso que él puesto que, pudiéndolo, no atropelló al esclavo cuando le halló postrado en su camino. Tuvo vergüenza Gamboa de su conducta, pero muy soberbio para reconocer su falta y enmendarla con la franqueza que demandaba el caso, se limitó a referir los rasgos principales de la vida del guardiero, por supuesto, calumniándole de paso.
—No se figuren Vds., dijo, que el taita Caimán es lo que parece, un viejo inerme y manso o esclavo leal y humilde. Han de saber Vds. que el sobrenombre que lleva no se lo han puesto a humo de paja; es lo más astuto, maligno, con ribetes de taimado que existe; ni tan ignorante que no practique ciertas artes, que le dan importante consideración entre los suyos. Pasa por brujo y por hacerse invisible cuando le conviene o se halla en peligro. Construye ídolos y encantos que tienen propiedades mágicas en ciertos casos. Nadie diría que ve, oye ni entiende, y sin embargo, tanto de día como de noche nada ni nadie se le escapa; y sabe, como el caimán, hacerse el dormido para asegurar mejor la presa. La juventud la ha pasado en el monte huido, y en sus repetidas fugas ha visitado todos los palenques del Cuzco y hecho amistad con los negros cimarrones más famosos de la Vuelta Abajo. Ahora está muy viejo para tales trotes, y, en consideración a haber sido uno de los fundadores del ingenio de La Tinaja, el único que sobrevive de los que tumbaron aquí los primeros palos, mamá hizo que lo pusieran de guardiero, y le conserva en ese puesto contra la opinión de los empleados que conocen su historia y sus malas mañas. Cuando quiere o le conviene no le gana a vigilante ni el perro más fino. Puede decirse que es libre: cría gallinas, engorda todos los años uno o dos cochinos que vende, y entierra el dinero en alguna parte, y posee una yegua, en la cual puede dar vueltas de noche a los linderos de la finca. Pero como digo, es muy taimado y maligno y apostaría cualquier cosa a que no se hallaba lejos del bohío y de su puesto sin algún objeto doloso y reprobado a la mira. Por el cañaveral se ve con sus compañeros del ingenio; por el monte sólo con los cimarrones o con los taberneros del pueblo para cambiar azúcar por tabaco, aguardiente u otra cosa por el estilo.
—Así debe de ser, Leonardo, comenzó diciendo Rosa, pues me pareció que traía una...
La tía y la hermana, más avisadas que ella, no la dejaron terminar la frase; y nadie más habló en el resto del camino.
Entre la una y las dos de la tarde, bajo un sol de fuego cuyos rayos los reflejaban las hojas de la caña cual si fueran bruñidas espadas, se desmontaron los viajeros en la gran casa de vivienda de La Tinaja.
Lo más negro de la esclavitud no es el negro.
José de la Luz y Caballero
Bajo más de un concepto era una finca soberbia el ingenio de La Tinaja, calificativo que tenía bien merecido por sus dilatados y lozanos campos de caña-miel, por los trescientos o más brazos para cultivarlos, por su gran boyada, su numeroso material móvil, su máquina de vapor con hasta veinticinco caballos de fuerza, recién importada de la América del Norte, el costo de veinte y tantos mil pesos, sin contar el trapiche horizontal, también nuevo y que armado allí había costado la mitad de aquella suma.
La casa de calderas o de ingenio era tan fuerte como vasta: edificio exento casi enteramente, cuya armadura se componía de pares rollizos, apoyados en soleras pesadas y éstas en pilares, dichos horcones en el país, sin escuadría ninguna ni más pulimento que el que pudo darles con la zuela el vizcaíno carpintero-arquitecto contratado en la finca para esos trabajos. Tenía el aire imponente y rústico que parecía demandar su destino. Debajo de su cubierta de tejas coloradas se abrigaban el trapiche, la máquina de vapor y el tren Jamaiquino de elaborar el azúcar, montado sobre tres hornos o fornallas. No se hallaban en el mismo nivel todos estos aparatos: el de las calderas era varios pies más bajo; y para pasar de un departamento a otro había que descender dos anchas escalinatas de piedra, flanqueando el plano del trapiche y máquina de vapor. Esto se hacía así para que tuviese una caída fácil el guarapo, que al salir de las masas corría por una canal de madera a la artesa, llamada allí mansera, donde algo se limpiaba y seguía al tacho o paila para recibir el primer hervor.
Paralelo con este edificio había otro tan grande y más gacho, cerrado por sus costados con paredes de mampostería y una sola entrada, haciendo frente a la parte de las calderas mencionadas. Este era la casa para la purga y el secado del azúcar. En otros separados se hallaban la carpintería, la herrería, la enfermería, y la que puede llamarse casa de maternidad; las habitaciones del mayoral, del boyero, carpintero, mayordomo y maestro de azúcar, quien temporalmente residía también en el ingenio. Para el maquinista, cuyo oficio a la sazón desempeñaba un joven americano, se había construido una habitación provisional con tablas de cedro, cerca de la máquina de vapor; único sitio abrigado en aquel feo caserón. Seguían después, formando grupo, sobre doscientas cabañas o bohíos de paja, con sus correspondientes corrales y gallineros adjuntos, para la morada de los trescientos esclavos, o dotación del ingenio. Las otras casas exentas, a saber: las del bagazo, la de batir el barro para la purificación del azúcar, y otras de menos importancia, se hallaban erigidas en el espacio medianero entre la de calderas y la de purga.
La planta de aquélla, denominada por antonomasia «de vivienda», figuraba en paralelogramo trapezoidad, sentada en el suave declive de una colina, cuya diferencia de nivel se había procurado remediar alzando el piso por el frente. Era de un solo cuerpo de fábrica de manipostería gruesa con cubierta de tejas huecas coloradas, amplio pórtico, la sala cuadrada al medio, flanqueada a ambos lados por dos crujías de cuartos, pasadizos corridos por el interior, patio rectangular en el centro, cerrado por una tapia alta con caballete de vidrios, y una portada en el lienzo del fondo, que se cerraba con cerrojo y cerradura y servía para la comunicación interior de la servidumbre de la casa. En el patio crecían muchas flores, algunos naranjos, higueras y parras, que no contribuían poco con su verdor y su sombrío a la frescura de los cuartos; aunque para quebrar la reflexión de los rayos solares en puntos de medio día, habían puesto cortinas de cañamazo en todo el derredor de los pasadizos. Arreglo igual se advertía en el pórtico, que por su elevación y amplitud, se hallaba más expuesto a los embates del viento y a los efectos desagradables de la reflexión solar en el extenso y desolado batey.
Desde lo alto de la escalinata del pórtico se registraba de un extremo a otro la casa de calderas al frente, la de purga algo más a la derecha, aunque sólo por el lado de las gavetas para secar el azúcar; el barracón de los negros o la estacada que encerraba sus habitaciones rústicas; en suma, la mayor parte de las que componían la vasta población del ingenio; los campos de caña hacia el oeste, los techos pajizos de las casas del potrero, y más allá un palmar inmenso, un codo del río y luego la selva alterosa y primitiva, que formaba como el fondo oscuro de este variado cuadro campestre.
Cosa del medio día del 24 de diciembre de 1830, arrellanados en cómodas butacas de vaqueta, se hallaban los amos del ingenio en cómodas butacas de vaqueta colorada, se hallaban los amos del ingenio La Tinaja, junto con otras varias personas, al abrigo de la reflexión solar, tras las cortinas de cañamazo. Casi todos los caballeros, don Cándido Valdés, cura de Quiebra Hacha, el capitán del partido y el médico fumaban tabaco; doña Rosa, la esposa del capitán antes dicho, la mujer y cuñada del mayoral del potrero y las señoritas Gamboa, comían unas dulces cañas de la tierra, otras, naranjas de China y guayaba del Perú, etc., productos éstos de la estancia del ingenio. Por allí andaban nuestros conocidos de La Habana: Tirso, Aponte, Dolores, junto con otra de las negras que habían venido por mar, y dos o tres más de la dotación del ingenio, que por criollas y de mejor apariencia las habían destinado al servicio doméstico, todos haciéndose útiles.
De las señoritas Gamboa, Carmen y Adela no calentaban asiento, picaban un pedazo de guayaba o de naranja y emprendían luego largos paseos, enlazadas de las manos, de un extremo a otro del pórtico, con manifiestas señales de impaciencia por la tardanza, a su juicio, de las amigas de Alquízar. Adela en particular, cada vez que tocaba en el ángulo del sur, levantaba un canto de cortina de cañamazo y echaba una ansiosa mirada por toda la guardarraya maestra adelante hasta su intercepción en el camino de la Playa. Al fin, poco después de la una de la tarde, se oyó a lo lejos ruido de ruedas de un carruaje y la marcha precipitada de varias caballerías; y Adela, sin ver nada aún, exclamó alegre:—¡Ahí están!
No se engañó esta vez. A poco más llegaron al pie de la escalinata del pórtico las señoritas Ilincheta en su carruaje, el cual, junto con sus ocupantes, los caballos y los jinetes, venían cubiertos con el polvo de la tierra colorada. Inútil sería detenernos a describir punto por punto las variadas escenas del encuentro de ambas familias en medio de las soledades de la Vuelta Abajo. Más de un motivo había para que, al menos algunos de los presentes, mirasen aquel instante como un evento verdadero, digno de nota. Sucede, además, que los jóvenes, y también a veces las personas mayores, cuando se reúnen en un sitio de campo con ánimo de pasar sólo unos días en franca y cordial sociedad, lejos de los lugares donde se han acostumbrado a vivir y divertirse, se sienten fuertemente atraídos; si son amigos lo son y lo expresan más; si parientes, se persuaden que los unen más estrechos lazos; si amantes, ¡ah!, su amor les parece eterno, la dicha de amarse, celestial.
Las mujeres se estrecharon fuertemente entre los brazos. Adela lloró de alegría al apretar entre los suyos a Isabel, por la cual sentía afición extraordinaria. Para ella era la más modesta y amorosa de las mujeres. También doña Rosa distinguía a la mayor de las Ilincheta, y en la ocasión de que hablamos la mostró señalada cordialidad. Hasta don Cándido tan seriote y desmañado, que no tuvo ni una sonrisa para su hijo cuando éste se acercó a pedirle la bendición, recibió a las señoritas Ilincheta con desusadas demostraciones de cariño, y se las presentó a los caballeros que estaban de visita, diciendo:—También éstas son mis hijas. Y hablando con Isabel añadió: He aquí tu casa; espero que goces y te diviertas en ella como en la tuya encantadora de Alquízar.
Ya no duró el recibimiento en el pórtico sino corto rato. Sobre estropeadas las señoras del viaje, necesitaban algún reposo, asearse, cambiar de traje, antes de sentarse a la mesa. Doña Rosa, o la mujer del Mayoral Moya, que hacía de ama de llaves para ahorrarle trabajo a esa señora, había hecho preparar alojamientos para las señoritas Ilincheta y para su tía, inmediatos a los aposentos ocupados por la familia de Gamboa en la crujía de la derecha, después de la sala.
Ya de tardecita se sentaron a la mesa en la gran sala de la casa de vivienda, entre señoras y caballeros, unas dieciséis personas, atendidas por la mitad de ese número de siervos. Doña Rosa hizo los honores. La secundó cuanto era compatible con su carácter don Cándido, aunque éste guardó sus cumplimientos para el administrador de Valvanera en primer lugar, en segundo lugar para el cura de Quiebra Hacha, en tercero para el médico de su finca y para el Capitán del partido. Todos debían pasar la noche en el ingenio para tomar parte en las ceremonias que iban a celebrarse al día siguiente, o primero de Pascua de Navidad. Fuera de la esposa y de la cuñada del Mayoral del potrero, ninguno de los empleados del ingenio fue invitado a comer en la casa de vivienda; y el mismo Moya, que tenía vara alta con los amos actuales de La Tinaja, no tomó asiento, aún invitado por don Cándido, so pretexto de haber comido.
Reinaron en el banquete la jovialidad y animación, templadas por las maneras decentes propias de la buena crianza, aunque excepto Meneses, el joven Gamboa y el cura, nadie de los presentes había recibido educación esmerada ni frecuentado el trato de la alta sociedad cubana. El último nombrado, don Cándido Valdés, criollo, se había educado en el Seminario de San Carlos, de La Habana. En materias religiosas era tolerante hasta la despreocupación; en política profesaba opiniones liberales que solía llevar hasta la exaltación.[45] El médico Mateu, de Galicia, había hecho la práctica de su profesión a bordo de los buques negreros, y ahora curaba por iguala en varios ingenios de la comarca. Pasaba por buen mozo; pero su bien parecer corría parejas con su necedad y pedantería. Creía que todas las mujeres se enamoraban de él, y desde su puesto en la mesa le lanzaba miradas a hurtadillas a Rosa Ilincheta, cuya graciosa figura, viveza y fogocidad de carácter sobraban para volverle el juicio a hombre de más seso que él. El cura simpatizó desde luego con Isabel, que en todas sus palabras y acciones revelaba las altas prendas de su espíritu. Don Manuel Peña, asturiano, casado con una criolla buena moza, desde el mostrador o taberna del pueblo había ascendido a Capitán pedáneo, especie de Juez de paz, y única circunstancia por la cual los amos del ingenio de La Tinaja le sentaban a su mesa. Don José de Cocco era otra especie de hombre; natural de Cádiz, tenía fina apariencia, los dientes muy blancos y los ojos azules, poca talla, bastante chiste y escasa instrucción.
Este se dedicó a obsequiar a la segunda de las señoritas Gamboa, a cuyo lado quedó en la mesa, con la conciencia, sin embargo, de bajo ninguna circunstancia una de las amas del ingenio La Tinaja daría su corazón ni su mano al Administrador del ingenio Valvanera. Por lo que toca a Adela, la más linda de todas, su extremada juventud la ponía a cubierto de los galanteos de los hombres allí reunidos.
Circuló entre éstos libremente la copa del vino desde el principio hasta el fin de la comida; terminada la cual, se levantaron los manteles para servir los postres sobre la tabla desnuda, de bruñida caoba. Trájose enseguida el café puro en tazas de trasluciente China, la espumosa champaña, el coñac francés y el ron de Jamaica. Después don Cándido Gamboa sacó a relucir su gran vejiga olorosa y dorada, y repartió sendos tabacos, cual brevas, entre el Capitán, el Médico y el Cura, pues Cocco no fumaba, tampoco Meneses, y Leonardo no se hubiera atrevido a tocar un cigarro delante de su padre.
Puesto el sol terminó el banquete. Pero pasando la familia y las visitas al amplísimo pórtico donde ya los criados habían enrollado las cortinas de cañamazo, pudo echarse de ver que hacía suficiente claridad en el campo circunvecino. Era que por un lado surgía la luna creciente de entre el bosque lejano y hería oblicuamente las hojas y flores de las cañas y los troncos blancos de las palmas, al paso que desde lo alto del cielo azul y diáfano como el cristal, vertían innumerables estrellas chispas de plata y oro.
Por sus pasos contados, después del banquete, todas las personas reunidas en la casa de vivienda se dividieron en tres grupos. Doña Rosa, en compañía de doña Juana, la Moya, la mujer del Capitán y Antonia, la mayor de las señoritas Gamboa, volvieron a ocupar los sillones de vaqueta colorada. Don Cándido, con el Cura, el Capitán y el Mayoral del potrero, para digerir mejor la comida y saborear sus olorosos tabacos, daban cortos paseos y conversaban en una cabeza del portal. El primero, sobre todo, aprovechó la ocasión de tomar algunos informes, más imparciales que los de su mayoral, acerca de las ocurrencias en la finca durante los quince o más días que precedieron al de su llegada a ella. Con este motivo dirigió como de paso varias preguntas a Moya, el cual, honrado con aquella distinción por el amo del ingenio delante del Cura y del Capitán pedáneo, se apresuró a contestarlas con lisura y no poca satisfacción. Por ejemplo, preguntado:
—¿No se ha sabido nada, Moya, acerca de los negros que se fugaron la semana pasada? El Mayodomo me ha dicho que son siete, entre ellos una negra.
—Veríficamente, señor don Cándido, no se ha sabío naitica entre dos platos, contestó.
—Pero, ¿se ha hecho alguna diligencia?
—¡Pues no, señor don Cándido! Se han registrao los montes de Santo Tomás y los montes de La Angosta. En toas partes se han encontrao rastros frescos, mas como los perros de don Liborio Sánchez no son buscaores sino mordeores, anque le tienen gran interés a los negros no han dao con ellos. Y me se ha puesto que no han salío de los linderos del ingenio, porque no se han juío en denantes y no saben andar por el monte. Con buenos perros ya se hubieran topao, segurito. ¡Ah! Dios me dé perros que huelan un negro dende una legua...
—Por lo que a mí toca, dijo el capitán Peña cortándole la palabra a Moya, debo informar al señor don Cándido que he hecho en su obsequio cuanto cabía en mis facultades. En efecto, apenas tuve aviso de la ocurrencia por parte que me dio su mayoral de Vd., don Liborio Sánchez, no perdí tiempo en pasar atento oficio, valiéndome del correo de Bahía Honda, a los señores don Lucas Villaverde y don Máximo Arosarena, inspectores en San Diego de Núñez, de la partida que capitanea don Francisco Estévez, que acaba de formarse por disposición de la Real Junta de Fomento, para perseguir negros cimarrones en las jurisdicciones desde el muelle de Tablas o el Mariel, Callajabos, Quiebra Hacha, etc., hasta los límites occidentales de Bahía Honda. Con mi oficio a los señores inspectores incluí la filiación, edad y naturaleza (poco más o menos, se entiende, pues Vd. sabe que todos los negros se parecen) de los siete que se le han fugado a Vd. Espero, pues, que si tropieza con ellos la partida, cosa factible, porque sospecho que han tirado hacia las sierras cercanas del Cuzco, que los capture y... Ni debe extrañar al señor don Cándido que se le hayan fugado siete negros, cuando por la misma época se han alzado 12 de Santo Tomás, 8 de Valvanera, 6 de Santa Isabel, 20 de La Begoña, y 40, sí señor, 40, como Vd. lo oye, de La Angosta, el ingenio aquí inmediato, perteneciente al Excmo. Señor Conde de Fernandina. La lista de todos éstos obra ya en poder de los señores inspectores, y, supongo también, del capitán Estévez.
—No me extraña la fuga de mis siervos, dijo don Cándido pensativo. Ni son éstos los primeros negros que se me huyen. Ahí están, si no, Chilala, José, Sixto, Juan, Lino, Nicolás, Picapica, etc., que no me dejarán mentir. Esos, cuando no se hallan alzados en los montes, sufren, como ahora, una condena más o menos larga en la finca, y llevan grillos de doble ramal, o arrastran cadena con maza. Goyo, o Caimán, el guardiero de la talanquera en el camino de la Playa, se sabe que ha pasado su juventud entre esas serranías que se ven desde aquí... Mas todos ésos son congo real, congo loango o congo musundi, raza humilde, sumisa, leal, la más propia para la esclavitud, que parece su condición natural. Sólo tiene un defecto, eso sí, grave, capital: es la raza más holgazana que sale del África. Si pudieran los congos vivir sin comer, no habría fuerzas humanas que les obligaran a doblar el lomo y trabajar. Serían capaces de pasarse la vida echados panciarriba... Y por no trabajar, a menudo se huyen... Lo que me extraña mucho, lo que no acierto a explicarme es el por qué han seguido el ejemplo de los congos Pedro y Pablo carabalí, Julián arará, Andrés bibí, Tomasa suama, Antonio briche ni Cleto gangá. Estos negros industriosos, incansables para el trabajo, fuertes, robustos, formales, éstos no se fugan sin causa. No, negros que siempre tienen tiempo para sus amos y para sí, que juntan dinero y a menudo se libertan, no se huyen por poca cosa. Son muy soberbios, tal es su único defecto, para alzarse sin causa poderosa. Antes se ahorcan que fugarse al bosque...
Podía echarse de ver por esto poco que algo se le alcanzaba a don Cándido Gamboa de achaque de etnología africana. Ya se ve, el tráfico constante en esclavos por muchos años, la posesión de dos o tres centenas de éstos, le habían enseñado que según su raza eran más sumisos o levantiscos, más o menos a propósito para llevar hasta la muerte el pesado yugo de la esclavitud. Sucedía, sin embargo, que otra cosa le había enseñado a Moya su larga experiencia en el manejo de negros suyos y ajenos, y todo su ser se sublevaba cuando oía decir que los había buenos y malos, y que algunos no se huían jamás sin causa poderosa, más bien se quitaban la vida. Por eso Moya, a riesgo de quebrar pajita con el amo, dijo:
—Se conoce que el señor don Cándido ha visto negros y sabe los que sirven pa esto y no sirven pa lo otro. Con permiso del señor don Cándido yo digo que toos los negros son lo mesmo cuando la Guinea se les mete en la cabeza. Entonces toos jalan pa atrás como los mulos y es preciso jarrearlos con el cuero. Vamos a ver. ¿Por qué se han juío los siete de acá? ¿Por falta de comía? ¿Por falta de frasá? ¿Por falta de cochino? ¿Por falta de conuco? Naa de eso les hace falta. Too eso lo tienen ellos a bombón. ¿Por el mucho trabajo? ¿Por el mucho cuero? Ahora no trabajan, como quien dice, y veríficamente don Liborio de Corpus a San Juan da un bocabajo.
—Si me es dado decir lo que pienso, terció en este punto el Cura modestamente, mi opinión es que no debe esperarse de gente tan ignorante como son los negros, el que juzguen y actúen cual las criaturas racionales. Sería excusado buscar la razón de sus alzamientos y delitos en los instintos de la justicia y el derecho. No. La causa ha sido quizás la más quimérica, la más absurda, la menos justificada... Es, sin embargo, coincidencia rara que a un tiempo se hayan alzado tantos negros y de aquellas fincas precisamente que han cambiado de poco acá su sistema de moler caña. ¿Será que esas estúpidas criaturas se han figurado que se les aumenta el trabajo porque en vez de moler con bueyes o mulas se muele con máquina de vapor? ¿Qué sabemos? Vale la pena investigarlo.
—Ya, dijo don Cándido, siempre pensativo, siguiendo con los ojos entreabiertos las columnas de humo cenizoso que se le escapaban de la boca. El argumento de mi tocayo es bueno tratándose de negros congos, falso, hablándose de negros de otras naciones de África. He observado de cerca sus índoles diversas y sé lo que digo. El trato más que otra cosa tiene que ver con la conducta de ciertos negros. Todos han nacido para la esclavitud, ésa es su condición natural; en su mismo país no son otra cosa que esclavos, o de unos pocos amos o del demonio. Los hay, no obstante, que necesitan rigor, mucho rigor, el látigo siempre encima para que trabajen; los hay que por las buenas se saca de ellos cuanto se quiere.
—Asina es, como dice el señor don Cándido, volvió Moya a meter la cucharada. Mas yo digo que si hay negros que no se pueen quejar del trato, ésos son los del señor don Cándido. Ellos están como las flores: bien comíos, bien vestíos, ca uno con su conuco y su cochino, muchos casaos, no trabajan más que de sol a sol, y no se les da cuero por náa y náa, como yo he visto que se hace en otros ingenios. Sacan mu poca fajina: dos o tres horas los domingos. Y cuando no se muele caña casi too el resto del tiempo es suyo para hacer canasta, engordar sus cochinos, guataquear sus conucos... Casi todas las ascuas tienen un día de tambor. ¿Qué más quieren esos endinos? Ni el obispo está mejor.
—Y vuelta a la misma tema, dijo don Cándido molesto. Moya, está bien lo que Vd. asegura y repite; pero nada de eso me convence, ni me explica la causa, la causa real y verdadera de la fuga de mis carabalíes. Lo peor es que sospecho que Vd. sabe algo y no quiere decirlo delante del señor Cura y del Capitán.
—Pues por toas éstas y por la en que Jesucristo murió, dijo Moya con vehemencia besando las cinco cruces que había formado con los diez dedos de las manos enlazadas, que no sé naitica más. Y si dejo algo embuchao, que aquí mesmo me parta un rayo, y ustees perdonen mi moo de hablar.
—No hay que maldecir por tan poca cosa, dijo el Cura.
—Registre Vd. su memoria, Moya, dijo sonriendo don Cándido al ver su apuro.
—El caso es, repuso éste después de breve detención, que yo no sé que puée ser la causa y que no puée ser causa pa que se juya un negro. El señor don Cándido dice que unos negros se ajorcan y no se juyen; y dispués dice que el mal trato es la causa de los cimarrones. Bueno. También dice el señor don Cándido que los carabalí son mu soberbios. Yo digo que son mu perros y más perros que toos los negros juntos. Pedro briche es el cabecilla de sus carabelas en el ingenio. Siempre habla lengua con ellos, y el Mayoral está quemao con él. Yo lo sé; pero no le había puesto nunca la mano encima, ni dende que vino de África creo yo que naiden le sacó sangre con el cuero. Pues, señor, la semana antes pasáa, Pedro briche no se presentó en la jila, ni dormió por la noche en el barracón. ¿Qué querían que hiciera don Liborio? Al día siguiente va y lo coge sotaventao, y le da unos cuerazos por arriba de la camisa, lo puso en el cepo por dos días, le quitó el mando de contramayoral y lo sopló al campo a chapear. Se emperró más. Yo le dije que le diera un buen bocabajo, pero temió que le levantara toa la negráa. Y ya se ha visto el resultao, se fue al monte con seis compañeros porque no se le castigó bastante.
—¿No lo decía? dijo don Cándido con aire satisfecho. Y añadió, antes que Moya le quitara la palabra:—¿Y qué dice de todo eso Goyo, el guardiero del camino de la Playa? ¿Sabe Vd. si le han sondeado?
—¿Cómo que no? contestó Moya prontamente. El primerito que se vio pa eso. ¿No ve el señor don Cándido que hasta la puerta mesma de su bujío se encontró rastro fresco de negros que venían del monte, del lado de allá? Pero él juró por toos los santos del cielo que no vio, oyó ni sintió náa en too este tiempo. Se calentó don Liborio contra él y quiso arrimarle unos cuerazos pa que cantara; mas yo se lo quité de la cabeza, porque pensé que se iba a poner brava la señora doña Rosa en cuanto que supiera que habían castigao al taita Caimán.
Con esto don Cándido menudeó sus paseos sin curarse de las personas que le hacían compañía, quizás para que no le interrumpieran en sus meditaciones. Luego, volviéndose de improviso para Moya, en tono breve e imperioso le preguntó por el Mayoral.
—Cuando yo venía del potrero, contestó Moya, estaba él con la gente en el corte de caña, enfrente de la tumba nueva. No debe de tardar ya, pues como no hay que cortar yerba de Guinea pa la comía de los caballos, porque hay cojollo, soltará la gente más temprano. Mire, ahí vienen las carretas con las últimas cañas pa probar la máquina... Allá lejos se ve el boyero en su mula, y más lejos entoavía, por la otra guardarraya, veo ahora a don Liborio. El cañaveral me tapa sus perros y yo no pueo decir si va solo o con la gente. El viene a caballo.
9. Limpio soy yo, y sin delito...
10. Por cuanto ha hallado achaques
contra mí, por eso me ha tenido
por enemigo suyo.
11. Ha puesto en un cepo mis pies,
ha guardado todas mis sendas.
Job, XXXIV
Mientras en un extremo del pórtico ocurría la escena trazada ya, tenía lugar en el opuesto otra muy diversa. Formaban allí grupo animado e interesante las señoritas Ilincheta, junto con las dos más jóvenes de Gamboa, rodeadas por el medio círculo de los caballeros que las galanteaban o admiraban. Todos en pie. Las señoras apoyadas de espaldas en la barandilla, y los caballeros pendientes de los labios de Rosa Ilincheta que, en pocas palabras, llenas de gracia y gráfica expresión, describía los pequeños incidentes del viaje, su mal manejo parte del camino, y sus propias impresiones.
Leonardo se sonreía, Cocco aplaudía, Mateu el médico hacía piruetas de gusto, y Meneses se mantenía serio de celos, porque crecían con esto los admiradores de su linda amante. Adela e Isabel, dadas las manos, escuchaban y callaban. De pronto alguien le tiró de la falda a Adela por el lado de fuera del pórtico. Volvió ella el rostro con viveza y vio a una negra de buen aspecto, en traje muy diferente del que usaban las demás esclavas de la finca.
—¿Qué quieres?—preguntó Adela bastante asustada.
—Su merced me dispense, niña. Venía por el médico. (No le veía por la oscuridad y las faldas de las señoras interpuestas.)
—Y ¿quién eres tú?
—Soy la enfermera, criada de su merced.
—¡La enfermera! repitió Adela sorprendida.
—Sí, niña, la enfermera María Regla. ¿Y su merced no es la niña Adelita?
—La misma que viste y calza.
—¡Ah! exclamó la esclava, apretándole suavemente los pies a la joven, ya que no podía otra parte de su cuerpo. Me lo decía el corazón. Ayer la vi pasar por el batey desde la ventana de la enfermería. Quedé en dudas de cuál sería mi niña, si la niña Carmen o su merced. ¡Cuánto ha cambiado! ¡Qué linda se ha puesto mi hija, Virgen Santa!
—Me lo decía el corazón, linda, mi hija, remedó Adela. Si soy tu hija, si me quieres tanto, ¿por qué no has venido a verme? Te avisé con Dolores. ¿Por qué no saliste a hablarme? Me tienes muy brava.
—¡Ay! exclamó la negra. No me diga eso, niña, que me mata... Su merced no iba sola.
—No. Iba con mamá, Carmen, la mujer de Moya y su cuñada Panchita. ¿Qué tenía eso de particular?
—Bastante, niña de mis ojos.
—Habla, explícate.
—No puedo ahora, niña mía.
—¡Qué! ¿Tú no piensas pedirle la bendición a mamá?
—Sí, niña. Debo, lo deseo en el alma, venía... Desde el punto que llegó Señorita de La Habana, pensé correr y echarme a sus pies...
—¿Por qué no lo has hecho así? ¿Quién te lo ha impedido?
—Señorita misma.
—¿Mamá? No, no puede ser. Te engañas, sueñas, María de Regla.
—Ni me engaño, ni sueño, niña Adelita. ¡Ojalá! Señorita ha prohibido que ponga los pies en esta casa.
—¿Cómo es que yo no sé nada de eso? ¿Quién te ha ido con semejante cuento?
—No ha sido cuento, niña Adelita. Dolores me refirió una conversación que Señorita tuvo con el amo sobre mí...
—¿Ya lo ves? Dolores entendió mal. Mamá no está brava contigo. Y si no, ahora mismo voy a averiguarlo.
—No lo haga, niña Adelita, no, por el amor de Dios, replicó la esclava muy asustada, deteniendo a la joven por un canto del vestido. Por sí, o por no, será mejor que Señorita no me vea ahora. ¿Está ahí el médico?
—Pues yo quiero verte a solas. Arreglaremos el modo. Con Dolores te avisaré. ¿Y para qué quieres al médico?
—Para un moreno que han traído del monte mordido por los perros.
—¡Mordido por los perros! repitió Adela. ¡Ay! Debe de ser muy serio el caso cuando llaman al médico. ¡Si le habrán despedazado! Es probable. Esos perros son como fieras. ¡Qué horror, Dios mío! Mateu, añadió en alta voz, ahí le buscan.
Cosas bien extrañas en verdad empezaba Isabel a averiguar respecto de la familia bajo cuyo techo se hallaba hospedada y del ingenio tan ponderado de La Tinaja. Interesada vivamente en la suerte de la enfermera, antigua nodriza de su tierna amiga, ahora desterrada de la casa solariega, y conmovida, horrorizada con lo que había oído respecto del esclavo, mordido por perros feroces, cosas todas inauditas para ella, no pudo ocultar Isabel de Leonardo, ni su intenso disgusto ni sus hondas emociones.
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha dado? le preguntó él.
—No sé, contestó ella. Me siento mal.
—Me pareció, continuó Leonardo, que te había afectado el cuento del negro herido. No seas boba. ¿Qué apostamos a que no ha sido mayor la cosa? ¿A que no pasa de unos cuantos rasguños? Si conocieras a la enfermera pensarías como yo. Mamá no la puede ver por escandalosa. Ni hay que dar nunca entero crédito a lo que dicen los negros. Todo lo exageran y abultan.
—¿Qué fue, Adela? preguntó doña Rosa desde su asiento oyéndola llamar al médico.
La enfermera desapareció en un instante, y antes que Adela contestase a su madre se apareció el Mayoral a caballo, precedido por sus dos hermosos alanos, para dar cuenta en voz campanuda de todo lo que había pasado. Era éste hombre alto, enjuto de carnes, mas de recios miembros, muy moreno de rostro, ojinegro, el cabello crespo y poblado de barba, cuyas grandes patillas le cubrían ambos lados de la cara hasta tocar en los ángulos de la boca, que por esto parecía más chica. A pesar del sombrero de ala ancha que llevaba siempre puesto, lo mismo en el campo que en la casa, al aire libre que bajo techo, pues muchas veces hacía uso de él como de gorro de dormir, cuando se lo quitó para hablar con don Cándido viose que mientras la parte superior de su frente parecía de un hombre blanco, la nariz, las mejillas y las manos nadie diría sino que eran de un mulato; tan quemadas estaban del sol. Venía armado, como suele decirse, hasta los dientes, de machete de cinta, puñal con cabo de plata o que brillaba como tal, y el ponderoso látigo, cuyo mango, hecho de un gajo de naranjo silvestre, no era arma menos terrible por ser sólo contundente.
Comenzó diciendo:
—Santas tardes tenga el señor don Cándido con toa la compaña. Yo soy venío a participasle que han traío a Pedro brichi con algunas mordías. Se arresistió y fue preciso atojarle los perros.
—¿Quién le ha capturado? preguntó el amo con mucha calma.
—La partía de don Francisco Estévez, nombráa pa coger negros cimarrones.
—¿Sabe Vd. dónde le han capturado?
—En los cañaverales de La Begoña, cerquitica de las sierras.
—¿Estaba él solo? ¿Y los compañeros?
—Náa se sabe de ellos, señor don Cándido, ni Pedro quie decislo tampoco. Me se figura que será preciso biraslo pa que cante. Por eso vengo a donde el señor don Cándido pa que me diga qué hago con Pedro. Está muy emperrao...
¿Dónde le tiene Vd. don Liborio? preguntó el amo después de larga pausa.
—En la enfermería.
—¿Qué, tan estropeado está?
—No por eso, señor don Cándido. Lo tengo en el cepo de la enfermería pa mayor seguriá, y no he querío ponesle grillos por las herías; y luego dispués me se figura que tiene malas intenciones. Sus ojos son dos tomates maúros, y he reparao que cuando se le ponen asina los ojos a los negros es que quieen hacer una fechuría. Yo le digo al señor que está mu emperrao ese negro. Mire el señor si es perro, que cuando lo metí en el cepo me dijo:—el hombre no muere más que una vez, y que «ya estaba cansao de trabajar pa su amo». El señor debe de saber que luego que los negros cogen y hablan asina es porque, como dice mi compadre Moya, que está presente, se les ha metío la Guinea en la cabeza. Apuráamente ellos se tienen tragáo que cuando se ajorcan aquí van derechitos a su tierra.
—¡Aberraciones de la ignorancia! exclamó el Cura.
—Sí, señor don Cándido, continuó el Mayoral, ese negro está pidiendo cuero como los muertos misa.
Se sonrieron el Cura y don Cándido, y éste dijo:
—A su tiempo, don Liborio, a su tiempo se maduran las uvas. Por lo pronto no me parece conveniente azotarle. Se pondrá bueno de las mordidas, y entonces habrá lugar de castigarle por su falta, una de las más graves que pueden cometerse en estas fincas. Alzarse, fugarse el esclavo, privar al amo de sus servicios sin causa poderosa y bastante, por más o menos tiempo, es imperdonable; no sólo por él mismo, sino por el mal ejemplo a sus compañeros. Se le castigará, no lo dude. No habrá quien le apadrine. En otro negro cualquiera esa misma falta aparecería leve. A bien que Pedro puede resistir un novenario... Tiene buenos jarretes. A otra cosa. ¿No sabía la partida de Estévez que ese negro era mío? ¿No la informó Vd. que estaba yo aquí?
—Sí, señor, sabía toito y yo le dije que viniera a la casa de vivienda pa entregar el cimarrón y recebir la captura, que es un doblón de a cuatro. Mas me contestaba y dice que prefería dormir en el monte. Además, que no quería que lo viesen los negros mansos, porque le daban el soplo a los cimarrones; además que tenía que dir donde La Angosta a ver si cogía los cuarenta negros que se le juyeron a suescelencia el señor Conde la Fernandina la semana pasáa arriba, y el Mayoral lo había mandao a ñamar...
En aquel punto desfilaban en el batey del ingenio de La Tinaja, entre la casa de vivienda y la de calderas, los 300 y más esclavos de su dotación, y el Mayoral diciendo, «con licencia», fue a ponerse a su cabeza para pasarles revista y darles las últimas órdenes por medio de los contramayorales, que eran también esclavos. Desde buena distancia les había precedido el rumor de sus conversaciones y el sonido de las prisiones de los penados. Dos de ellos llevaban grillos, con barra atravesada y cadena de dos ramales suspendida a la cintura, y caminaban con mucho trabajo, pues para avanzar tenían que describir medios círculos, ya con un pie, ya con el otro. Uno llevaba grillete, del cual pendía una cadena como de unos seis pies de largo, cuyo extremo inferior iba engarzado al anillo de una masa férrea como pesa de reloj, la que, al caminar, era fuerza que llevara al brazo, so pena de que el roce de la argolla moliera el hueso de la canilla, aunque se lo había abrigado con un trapo. Este mismo se detenía de cuando en cuando y alzaba la voz en tono melancólico y timbre argentino, que resonaba por todas partes diciendo:—«Aquí va Chilala, cimarrón».
Penados o no, varones o hembras, todos traían algo a la cabeza, ya haces de cogollo, ya de ramas de ramón de que tanto gustan las caballerías en Cuba, ora racimos de plátanos verdes o maduros, ora de palmiche para los cerdos; éste una calabaza, aquel un brazado de leña. Unos pocos, quince o veinte, llevaban camisa y calzón de cañamazo nuevos o de pocos meses de uso y estaban enteros; el traje de los restantes se componía de harapos, a través de cuyos agujeros se les veían las carnes negras y sin lustre. Ninguno calzaba zapatos, uno que otro, abarcas de cuero sin curtir, ajustadas al pie por cordones de majagua, bien de arique de yagua que no son menos resistentes. Las hembras, de treinta a treinta y cinco por todas, sobre andar revueltas entre los hombres, apenas se distinguían por otra cosa que por la especie de saco talar de cañamazo con que se cubrían el cuerpo desde los hombros hasta un poco más abajo de las rodillas, sin mangas; para que no faltase nada a la tosca imitación de la túnica romana.
—¡Ajilar! gritó don Liborio con su voz de trueno, recorriendo a caballo las desordenadas filas como un general que ordena una evolución. Con lo cual, sin tropiezo, por el mero hábito, la mayor parte formó; pero los perezosos, los torpes, los impedidos por las prisiones, por la demasiada carga o por la prisa que se dieron los delanteros a cerrar las filas, ésos se quedaron detrás, menos visibles que los otros. Contra estos infelices estalló la cólera del Mayoral. Enarboló el látigo y empezó a repartir latigazos a diestro y a siniestro, sin distinguir inocente de culpable, hasta lograr la formación deseada.
Si así es como se ha razonado con el esclavo en todos tiempos y países, ¿podría esperarse que fuesen una excepción a esta regla general los señores del ingenio de La Tinaja? De ninguna manera. En su opinión, como en la de la mayoría de los amos, no era el negro la cosa de que habla el derecho romano. Había bastante diferencia. Para ellos, que entendían por derecho únicamente aquello que no torcía el cumplimiento de sus pasiones y caprichos, el hombre-cosa de la antigua Roma tal vez no pensaba, era una máquina de trabajo; al paso que el hombre-cosa actual, estaban plenamente convencidos, pensaba al menos en tres cosas: en el modo de sustraerse al trabajo, en quemarle la sangre a su detentor, y en obrar siempre en oposición a sus miras, deseos e intereses.
Para el amo en general, el negro es un compuesto monstruoso de estupidez, de cinismo, de hipocresía, de bajeza y de maldad; y el solo medio de hacerle llenar sin murmuración, reparo ni retraso la tarea que tiene a bien imponerle, es el de la fuerza, la violencia, el látigo. El negro quiere por mal, es dicho común entre los amos. Por eso, en concepto de éstos, aquel Mayoral que no disimula ni perdona falta, que como rayo hiere al que delinque, que en todas ocasiones tiene entereza bastante y valor para «meter en cintura» a gente tan perversa e ingobernable, ése es más meritorio, más digno de consideración y respeto. Siempre se ha admirado más al inquisidor que más herejes mandaba al quemadero.
Así se explica por qué, luego que el Mayoral dio la orden de tumba, y todos soltaron la carga a sus pies, no importa si de forraje o de frutos, de cuyas resultas éstos se reventaron con la caída, dando ocasión a que el Mayoral hiciese nuevo uso del látigo, los señores del ingenio de La Tinaja aprobaron y celebraron el castigo; porque era claro que los culpables habían procedido de malicia y no por torpeza y ofuscación a causa del anterior vapuleo.
Doña Rosa, mujer cristiana y amable con sus iguales, que se confesaba a menudo, que daba limosna a los pobres, que adoraba en sus hijos, que en abstracto al menos estaba dispuesta a perdonar las faltas ajenas para que Dios, que está en el cielo, la perdonara las suyas; doña Rosa, sentimos decirlo, al ver las contorsiones de aquéllos a quienes la punta del látigo de cuero trenzado del mayoral abría surcos en sus espaldas o brazos, se sonreía, tal vez por creer grotesco el espectáculo, o exclamaba, exclamación en que la hacían coro las personas de que se hallaba rodeadas:—¡Hase visto gente más bruta!
También se sonrieron los caleseros Aponte y Leocadio, junto con dos mozos más, que desde el colgadizo de la gran caballeriza del ingenio, atraídos por el continuo estallar del temible cuero, presenciaban a salvo la escena y esperaban se despejase el campo para salir y recoger el forraje destinado a las caballerías de que estaban hecho cargo inmediatamente.
Si añadimos que en estas circunstancias hasta los perros del Mayoral mostraron a su modo una alegría desusada, no creemos decir nada nuevo. Ello, mientras don Liborio hablaba con los amos del ingenio, se mantuvieron echados a los pies de su caballo; pero apenas se dirigió a los negros, se colocaron a sus flancos y no perdieron de vista ni sus ojos ni los movimientos de su brazo derecho, aguardando sin duda la orden de echarse sobre la víctima y rematarla.
Es de consignarse aquí, sin embargo, que no todas las señoras presentes se unieron al coro a que antes se ha aludido. Doña Juana, al contrario, apartó los ojos para no ver, ya que la política la vedaba retirarse y era fatal el oír los latigazos y los quejidos sordos de las víctimas. En igual caso se hallaban las sobrinas de esta señora y las dos hijas menores de Gamboa; pero éstas tuvieron siquiera el arbitrio de refugiarse en el patio. Allá las seguían Meneses, Cocco y Leonardo, a tiempo que don Cándido llamó a este último y le ordenó acompañase al médico al hospital y se informase menudamente de lo ocurrido con el preso. En conversación íntima a poco con el cura y el capitán, agregó:
—Quiero acostumbrarle (a su hijo) a estas cosas desde temprano, porque yo mañana o esotro día me muero y él por necesidad habrá de reemplazarme en el manejo del caudal; sobre todo en la administración de esta finca, que por más de un motivo le pertenece. Este ha de ser su mayorazgo.
De aquel mandato imperioso de don Cándido nació el que Leonardo, repugnándole y todo la visita, ya que no le era dado desobedecer, ni excusarse tampoco, pretendiera le acompañasen sus amigas y hermanas. Cedieron éstas sin dificultad, lo mismo que Rosa, tanto más cuanto que se brindaron a ir de la mejor gana Meneses y Cocco. Isabel de pronto se negó; mas instada y reflexionando que tal vez habría ocasión de ejercer en aquella visita uno de los actos de misericordia, cedió también, y cuando salía del brazo con Leonardo, dijo al paso a doña Rosa en tono amable y risueño:—Me llevan.
—Bien hecho, repuso doña Rosa.
—¡Buena pareja! dijo doña Teresa, la mujer del capitán Peña, a tiempo que Leonardo e Isabel descendían por las gradas del pórtico al batey.
—¡Hermosa! dijo doña Nicolasa, la mujer de Moya.
—¿No crees, Rosa, (dijo don Cándido a la suya al paño, concordando mentalmente con la oportuna observación de aquellas dos mujeres), cada vez más acertada la idea de casar cuanto antes a Leonardo con Isabel?
—Sí, contestó doña Rosa distraídamente.
—A ella la tengo por una buena cosa. Y se conoce que está enamorada de Leonardo. Luego el matrimonio es un freno...
No sabía don Liborio contar de cálamo currente[46] más de una decena. Pero tenía feliz memoria y era buen fisonomista; de modo que, exceptuando los siete esclavos prófugos, ocho enfermos en el hospital y los veintiocho adscritos a las diversas dependencias de la finca, carpinteros, albañiles, herreros, mozos de cuadra y sirvientes, los demás, hasta el número de 306, varones, hembras, solteros, casados, grandes y chicos, no le quedó género de duda que uno tras otro habían pasado por delante de sus ojos y entrado en el barracón. Satisfecho sobre este particular cerró la portada, pasó el cerrojo horizontal de figura de T, y le echó la llave; la cual, junto con el látigo colgó de un clavo fijo en la jamba de la puerta de su casa, por la parte fuera, debajo del colgadizo.
Si hubiera leído el Quijote, habría podido decir con el caballero andante: «Nadie las mueva, que estar no pueda con Roldán a prueba.» Porque al pie de esos símbolos del poder señorial cubano, lloviese, ventease, hiciese calor o frío, dormían los feroces alanos del Mayoral y ¡ay del sin ventura que osase acercarse para desprender la llave o el látigo!
Después de comer solo, porque la familia estaba de visita en la estancia, don Liborio a pie, con machete y puñal al cinto, acompañado de sus perros, se dirigió de prisa a reunirse con el médico en el hospital. Para llegar a él, allá en los confines del plano o cuadrado donde se habían erigido todas las fábricas del ingenio, había que pasar por junto al ángulo de un seto de piñones que protegía un cañaveral en flor. Allí los perros se separaron de su amo y en el vano empeño de traspasar el obstáculo, gruñeron, o más bien gimieron de aquel modo que suelen cuando husmean la presa cercana. Pero ya hemos dicho que el Mayoral estaba de prisa, y siguió adelante llamando a sus perros.
Apenas penetró en la enfermería, bajó por la guardarraya al batey un negro a caballo, lo atravesó de un lado a otro, entró en el colgadizo de la casa del Mayoral, observó bien por todas partes, vio que no había luz ni gente, y sin apearse de la yegua flaca y desvencijada que montaba en pelo, cogió la llave, descorrió con ella el pestillo de la cerradura y la volvió a su sitio. Después de esta hazaña, siguió a la casa de vivienda y solicitó ver a sus amos, los cuales, hallándose aún en el pórtico, no tuvieron embarazo en recibirle.
No se desmontó, se deslizó por los costados de la bestia al suelo no teniendo estribo en que apoyar el pie. Su primer cuidado fue quitarse el gorro de lana con que se cubría la cabeza, y hecho todo un arco su cuerpo y tembloso, se echó de rodillas delante de doña Rosa, y en su mal español dijo:
—La bendició, mi suamita.
—¡Ah! exclamó dicha señora algo asustada. ¿Eres tú, Goyo? Dios te haga un santo. ¿Cómo estás?
—Mala, mi suamita.
—¿Qué te duele, Goyo?
Contestó con muchos rodeos y perífrasis ininteligibles las más, que ya le pesaba el cuerpo demasiado; que le faltaban las fuerzas y deseaba descansar en el cementerio; que estaba muy viejo; que el padre de doña Rosa le había sacado del barracón de La Habana cuando esta señora no había nacido; que fue uno de los esclavos fundadores del ingenio La Tinaja, uno de los primeros en derribar los montes con el hacha. Todo esto, que se tenía harto sabido la señora con quien hablaba, para informarla, en medio de aspavientos y circunloquios, que sabía donde se hallaban ocultos algunos de los esclavos prófugos, quienes deseaban presentarse desde que supieron que sus amos habían llegado de La Habana, porque estaban casi seguros que no se les castigaría por la falta cometida, en gracia de ser la primera vez; mayormente si el guardiero, que tan largos servicios había prestado en la finca, pedía perdón para ellos a la señora.
—Bien, dijo doña Rosa habiendo consultado con una mirada la opinión de su marido. Está bien, Goyo. Ve. Di a tus ahijados que pueden presentarse sin miedo; que por ti se les hará justicia... ¿Oyes?
Con dirigirse a doña Rosa para pedirla el perdón de los prófugos, dio a entender el guardiero que a lo menos podía concebir su cerebro dos ideas bien definidas. La una, que juzgaba más capaz de caridad el corazón de doña Rosa, por el hecho de ser mujer, que el de don Cándido; la otra, que siquiera por ama legítima del ingenio, pues le había heredado de su padre, había de ser ella más indulgente con las faltas de sus esclavos que él, quien, aunque señor de hecho, no lo era de derecho.
El pensamiento así expuesto parece demasiado abstruso para caber en la cabeza de un negro doblemente estúpido por sus largos años de esclavitud. Pero fuéralo o no en efecto, de esta manera fue como don Cándido interpretó el discurso del esclavo, hiriéndole en lo vivo, de un lado, que prescindiera de él en su embajada; del otro, la odiosa diferencia que marcó entre ama y amo. Es que llovía sobre mojado, como suele decirse, y cogió la ocasión por los cabellos para vengarse del insulto y recobrar, ante las personas testigos de la escena, la que él creía rebajada dignidad del señor amo. En esta disposición de ánimo, y cuando el anciano todo tembloso hacía los mayores esfuerzos para ganar de nuevo el lomo desnudo de su mansísima yegua, dijo don Cándido:
—Lindos estaríamos si por el primer zopenco que se interpone, hubiésemos de perdonar, no ya sólo las faltas más graves, sino hasta los delitos de nuestros esclavos.
Mirole asombrada doña Rosa, y luego dijo con aparente calma:
—¿Pues no estabas tú de acuerdo con mi decisión?
—Tal vez.
—¿Luego...?
—Luego es preciso que se haga justicia a esos bribones que osaron fugarse cuando más necesidad teníamos de sus servicios.
—¿Qué entiendes, Gamboa, por hacer justicia?
—Entiendo, repuso él con sorna, dar a cada quisque su merecido, castigar cual se debe al que delinque.
—Pero eso no sería hacer justicia.
—¿Cómo que no? pregúntale a tu hijo que estudia leyes, qué se entiende por hacer justicia. Recuerda, si no, cómo rezan los edictos de los fiscales de la comisión militar permanente que publica con frecuencia El Diario. «Yo, Fulano de tal, capitán del ejército por S. M., etc., cito, llamo y emplazo por éste mi primer edicto, a Zutano de Cual, para que se presente en la cárcel pública de esta ciudad dentro del improrrogable plazo de tantos días, a descargarse de la culpa que le resulta en la causa que le sigo por asalto y robo en despoblado o por infidencia; cierto y seguro de que si compareciere dentro del término señalado, se le hará cumplida justicia...» ¿Oíste? Cumplida justicia. Me le sé de memoria.
—No creo yo que la comisión militar, o como se llame, castigue a todo el que cita para hacerle justicia.
—Tienes que creerlo, porque por fas o por nefas, así sucede. ¿Cómo es que por más que le citen, llamen y emplacen, nadie se presenta de motu proprio? Claro, porque lo de hacer justicia no pasa de ser jarabe de pico. Puede ser el emplazado tan inocente como un recién nacido; con todo, si le pillan, de seguro que mamá cárcel por tres o cuatro años, y ya esto es un castigo... que de buena gana le daría a todos los que me quieren mal.
—Bien, Cándido, está bien todo eso; el caso es que yo no hablé en el sentido que dices. En resumidas cuentas, prometí el perdón que Goyo vino a pedirme para sus compañeros.
—Pues ahí está el engaño tuyo, Rosa. Tú no has prometido tal perdón ni calabazas. Ni si hubieras prometido era posible cumplir...
—Pero es que mi palabra está empeñada.
—Ese es el ajo, mi cara Rosa. En pocas palabras, tú no has prometido nada y tal fue lo que me propuse probarte para evitar mayores males. Por el mero hecho de decir se les hará justicia no se deduce que prometiste el perdón, lisa y llanamente... sin condiciones.
—Sí, pero Goyo creerá otra cosa, creerá que le he engañado.
—¿Y qué importa el quedar mal con el negro en la apariencia? Nadie tampoco guardó lealtad con los desleales a nativitate.[47]
—Tal vez no importe mucho por Goyo, que al fin es un negro viejo e ignorante, y de seguro no me entendió. Pero, ¿y mi conciencia, Cándido? Mi intención fue...
—Tu intención fue perdonar, la interrumpió don Cándido. Lo sé. Por lo que respecta a tu conciencia, añadió con exquisita ironía, debe estar más tranquila y serena que una balsa de aceite, en este caso. Y si hay en ello alguna culpa, échala sobre mí. Tú sabes que el diablo las carga. Quien sintió alguna vez escrúpulos de conciencia respecto de lo que dijo o no dijo, hizo o no hizo a los negros, ese santo varón, o esa santa mujer no ha debido tener esclavos jamás. ¡Escrúpulos de conciencia por semejantes bestias! ¡Ja! ¡Ja!
A este tiempo volvieron de la enfermería las señoritas y caballeros. El médico dijo que el negro había recibido varias mordeduras de carácter grave, no peligroso, en los brazos, antebrazos, canillas y carpos de las manos y de los pies. Parecía desgarrada la epidermis de algunos de los dedos de la mano derecha.—Pero por fortuna, agregó en su lenguaje peculiar, los incisivos de la fiera no han interesado lo bastante para romper ningún vaso principal y no hay temor de hematosis, aunque se ha presentado la hemalopia consiguiente a la exasperación física y moral, bajo la cual viene laborando hace tiempo el enfermo. Esto es preciso combatirlo con aplicaciones de sanguijuelas a las sienes; las que, de paso sea dicho, habrá que traer del pueblo, pues faltan en el botiquín de la finca. Por lo que hace al tétano, fácil es que se presente mediante a que el negro se ha mojado después de recibir las heridas. Con este motivo he dispuesto se le den unturas frecuentes de sebo y aceite con unas cabecitas de ajo majadas. Puedo decir, sin embargo, que hasta ahora no aparece dañado ningún nervio...
Leonardo fue más conciso. Hablando con su madre, dijo de manera que lo oyese su padre: que Pedro apenas le había reconocido a él como su amo; que estaba negado a declarar; que nada sabía de sus compañeros; que, como para intimidarle y obligarle a hablar le dijese don Liborio que ahora sí no se escaparía del cepo y que ahí le tendría hasta que doblase el cogote, contestó riendo que no había nacido el hombre capaz de sujetarle en ninguna parte contra su voluntad. Leonardo, lleno de indignación, le había vuelto la espalda; y, cosa extraña, agregó éste, luego que nos retirábamos, me llamó para decirme que deseaba ver a su amo, a papá.
—Lo esperaba, murmuró don Cándido alejándose. Hay tiempo mañana; no me molestaré ahora por su señoría.
Si se hubiera pedido informe a las señoritas sobre lo que habían visto en la enfermería, habrían referido muy diferente historia de la relatada por el médico y Leonardo. Hubieran dicho que el Hércules africano tendido boca-arriba en la dura tarima, con ambos pies en el cepo, con los hoyos cónicos de los dientes de los perros aún abiertos en sus carnes cenizosas, con los vestidos hechos trizas, por toda almohada para descansar la cabeza, las palmas de las manos, a pesar de tener rasgados los dedos y, necesariamente doloridos, Jesucristo de ébano en la cruz, como alguna de ellas observó, era espectáculo digno de conmiseración y de respeto. Su arrepentimiento de haber concurrido a aquel lugar no podía compararse sino con el dolor que experimentaron, singularmente la piadosa Isabel, cuando se desengañaron que no podían hacer nada en alivio de esta otra víctima de la tiranía civil en su desventurada patria.
Los negros... ¡Oh! mi lengua se resiste
A formular de su miseria el nombre!
D. V. Tejera
Por mostrar celo y actividad a los dueños, o por equivocar la hora precisa, como se guió por el canto de los gallos, el Mayoral del ingenio de La Tinaja, en la mañana de Pascua, puso la gente en pie mucho más temprano de lo acostumbrado.
Con el último solemne tañido de la campana, después de tomar sendas tazas de café, de encender un tabaco y de armarse, descolgó la llave, llamó a sus perros y se encaminó a pie al barracón para abrir la reja de hierro. Metió resueltamente la ponderosa llave en la cerradura, quiso hacerla girar en la guarda y no pudo: ¡Qué demongo! dijo para sí. Aquí han andao. Me parece que voy a dar más cuero... que Dios toca a juicio.
Alumbró con el tabaco el ojo de la llave, dio media vuelta en sentido de cerrar y oyó distintamente correr el pestillo y entrar en el cerradero del cerrojo.—¡Voto a Dios! exclamó. Si estaba abierta la puerta y yo he sío tan caballo que la he cerrao. ¡Va que la dejé abierta anoche! ¿Estaba yo bebió, o loco, o trastornao? ¿O ha habío aquí brujería? ¿Qué pasa, Liborio?
Salían en aquel punto los negros de sus bohíos y fue preciso que don Liborio pensase en lo que había de hacer con ellos. Descorrido el cerrojo, se plantó junto a la jamba de la puerta para verlos desfilar uno a uno, según tenía ordenado. Por eso, aunque hacía bastante oscuro, pudo observar que una negra se parapetaba del compañero y quería pasar desapercibida. Malicioso y vigilante, no necesitó de más para echársele encima, cogerla por un brazo y acercarle la lumbre del tabaco a la cara. Con sorpresa mezclada de alegría vio que era la negra Tomasa suama, prófuga hacía entonces precisamente dos semanas. Mientras sujetaba ésta, apareció recatándose también Cleto gangá, y tras él Julián arará, Andrés bibí y Antonio Macuá, los cuales detuvo y colocó a un lado.
Así que pasaron todos los demás y que formaron en medio del batey, echó por delante a los cinco presos y les ordenó hacer alto frente a frente del centro de la fila, tanto más larga cuanto que era sencilla. Seguidamente empezó el interrogatorio:
—Venga acá, mamá Tomasa, y dígame por vía suyita, ¿de aónde viene la niña ahora?
—De la monte, contestó ella imperturbable.
—¡Oiga! ¿Y qué fue a buscar al monte la niña Tomasa?
—¿Siñó...?
—No lo diga. No se tome ese trabajo la niña; lo sé: fue a pajariar. Yo le daré pajareo. Pero, ¿cómo es que se aparece ahora doña Tomasa suama?
—Venga a presentarse a la suamos.
—¡Bueno! Asina se hace. Pero ¿por aónde dentraron ustedes en el barracón?
—Po la pueta.
—¿Quién abrió la puerta a la niña?
—Naide. Tenía la pueta abieta.
Aquí se remató la paciencia del cómitre.
—Conque estaba abierta la puerta, ¿eh? ¡Ah, pedazo de p...!
Y sin más ni más la pegó tan fuerte bofetón, que la tendió en el suelo aturdida. Mientras ella se ponía en pie, dirigió poco más o menos las mismas preguntas a los cuatro compañeros de la negra y obtuvo poco más o menos idénticas respuestas.
—¡Vírate!,[48] dijo a la esclava echándole garra por un hombro con el objeto de derribarla de bruces.
Mas ella joven, robusta y ya prevenida, se mantuvo firme y dijo:
—Sumecé no me catiga, mi suama mi madrina.
—¡Ja! ¡Ja! déjame reír. ¿La señora tu madrina? Pues dile que se levante de la cama y que venga a salvarte del bocabajo. Mira, negra de Barrabás, vírate o te mato...
—¡Mata! repuso ella con arrogancia.
—Agárrala tú. Túmbala tú, gritó el Mayoral, ya en el paroxismo de la ira, a los compañeros de la esclava.
Tres de éstos obedecieron sin tardanza. Dos la cogieron por un brazo y el otro por un pie, con lo que fue fácil hacerla perder el equilibrio y dar con ella en tierra boca abajo.
De presumir es que la misma ciega obediencia con que los tres se prestaron a ejecutar la orden perentoria del Mayoral, excitara más la cólera de éste respecto a Julián arará, que parecía dispuesto a desobedecer. Midiole don Liborio de alto a bajo con ojos en que se traslucía algo de la rabia que le dominaba, no poco de sorpresa y un mundo de recelos, porque era amenazadora la actitud del negro y, como la mayoría de sus compañeros allí presentes, estaba armado de machete corto o calabozo y azadón. Vino a comprender entonces que había andado algo imprudente, y que estaba perdido como flaquease en el momento crítico. Así que, haciendo de tripas corazón, gritó con más aparente brío que nunca:
—¿Y tú qué haces, perro? ¿Por qué no metes mano? Dobla el lomo... (soltando uno de los ternos que acostumbraba, a falta de mejor expletivo).
Acompañó, además, las palabras con tan fuerte garrotazo con el mango del látigo en la cabeza del esclavo, que le hizo titubear y caer luego de rodillas a los pies de Tomasa. Aun allí, abatido y todo, no dio muestras Julián de que iba a obedecer; antes temiendo el Mayoral que se recobrara del golpe y se pusiera de nuevo en pie, agregó:
—Sujeta por la pata a esa grandísima p... o ¡vive Dios! que te muelo a palos.
Y por vía de apremio le asestó un segundo garrotazo, que no por más fuerte que el primero, sino porque quizás acertó a darle en lugar donde el cabello lanudo no protegía completamente el cráneo, le dividió la piel como con un cuchillo y brotó un chorro de sangre de la herida. Julián a tientas apoyó la mano abierta en la garganta del pie de su compañera, y... empezó el bocabajo.
Tan singular conducta de parte de aquel negro en tales circunstancias, habría llamado la atención imparcial de persona menos estúpida o menos cegada por la pasión que don Liborio; habría inspirado consideración, ya que no respeto, en toda alma noble y generosa; habría excitado siquiera la curiosidad de averiguar el origen de un sentimiento que no dejaba de ser bello porque se abrigase en el pecho de un hombre semi-salvaje.
Varias circunstancias, además, concurrían en el caso del negro y de la negra, que servían para explicar la conducta de ambos en estos momentos de prueba. Y es de creerse que porque estaba al cabo de ellas don Liborio, mostraba tanta saña con la pareja. Julián y Tomasa eran poco más o menos de la misma edad; joven, robusta, agraciada ella; joven, atlético y gallardo él; procedían del mismo país en África; se tenían por paisanos o carabelas, según dicen. ¿Qué extraño sería que se amasen?
Tomasa, por su juventud, alegre humor y buena presencia era la favorita de sus camaradas y de los empleados blancos de la finca. La esclavitud no pesaba tanto para ella, ni tenía motivo para quejarse de su suerte, comparativamente hablando. ¿Por qué se había fugado? Parecía claro: por seguir a Julián, que, arrastrado por Pedro, su padrino de bautismo, el cabecilla del motín, adoptó esa malhadada resolución. Hizo más Tomasa: luego que cayó prisionero Pedro, del modo trágico referido, recabó de Julián el que se presentase y solicitase perdón de los amos por medio de Caimán, que ellos sabían tenía ascendiente en doña Rosa.
Para mayor abrigo, llevaba don Liborio atado a la cabeza un pañuelo de algodón, dos puntas de la lazada del cual le caían por detrás, y encima se había encasquetado el sombrero de paja. Traía la camisa suelta por fuera o faldeta, el puñal en la cinta y el machete en su puesto, asegurado con una faja de lienzo blanco. Apoyó la mano izquierda en la empuñadura, y con la extremidad del mango del látigo arrolló las faldas del vestido de la esclava hasta más arriba de las caderas y soltó la trenza del cuero crudo, que había sujetado en el hueco de la misma mano derecha. Todo esto por su orden, bien calculado con calma y formalidad, como quien no tenía prisa, antes se proponía saborear goce exquisito, a cuyo efecto no debía precipitar los sucesos.
Clareaba el horizonte por el este con las purísimas luces del alba. Descargado el primer latigazo con el aplomo y tino de quien posee brazo experimentado y de hierro, pudo convencerse el Mayoral que la pajuela o punta de cáñamo torcida y nudosa, con chasquido peculiar, había trazado un surco ceniciento en las carnes de la muchacha. Enseguida descargó otros y otros en más rápida sucesión hasta saltar pedazos de la piel y fluir la sangre; sin que a todas éstas la víctima exhalase una queja, ni hiciese otro movimiento que contraer los músculos y morderse los labios.
Así tuvo un desfogue momentáneo la ira del Mayoral, mas el estoicismo de la muchacha le privó en mucha parte del placer que se prometía al azotarla. El dolor, sensación fatal en todo ser animado, no la redujo, como él esperaba, al extremo de pedir perdón a su verdugo. Por eso, y porque deseaba concluir antes de salir el sol, encomendó a los dos contramayorales el castigo de Julián y de sus compañeros, contentándose él con observarlos de cerca para hacerles «apretar la mano» cada vez que por compasión o por otro motivo cualquiera suponía que no daban bastante recio. Tan pronto como se despachaba uno, le hacía lavar la llaga con orines en que se habían echado de antemano unas puntas de tabaco, a fin de evitar el pasmo o tétano, ordenando que los herreros les pusieran los grillos que para eso se hicieron venir de la mayordomía de la finca. Por lo que respecta a Julián, que se había desmayado dos o tres veces, o por el rigor del castigo, o por la pérdida de la sangre, juzgó prudente fuese trasladado a la enfermería para que le curasen la herida de la cabeza. A los demás penados, impedidos por el peso de los grillos y el dolor de los crueles azotes, los obligó a trabajar, junto con los restantes negros, en el chapeo de las guardarrayas alrededor del caserío del ingenio, que fue la fajina que desde el principio se propuso sacar don Liborio.
—¿Escuchas, Cándido? dijo doña Rosa entre sábanas a su marido. Me parece que oigo el cuero. Temprano ha madrugado hoy don Liborio.
Dormía profundamente don Cándido para que le despertase la música de los latigazos de su Mayoral, no obstante que por el vigor con que los descargaba y la calma de la naturaleza, resonaban por millas a la redonda. Pero repetida la pregunta a sus oídos, entre bostezo y bostezo, contestó luego con esta otra:
—¿Qué tengo de oír, Rosa?
—El cuero del Mayoral. Ni que fueras sordo.
—Ya, ya. Como que oigo algo. Sí. Está castigando. ¿Y qué?
—Alabo tu sangre fría. Aparte de otras cosas, ¿te parece poco habernos quitado el sueño tan temprano? De seguro voy a tener hoy un dolor de cabeza de los bravos. Me ha puesto nerviosa ese maldito hombre. Lo peor es que voy creyendo que el tal don Liborio no tiene ni pizca de consideración con nosotros. Nunca me gustó su cara de bandolero.
—¿Y qué querías que hiciera el hombre?
—Lo que toda persona decente hubiera hecho en su lugar. Irse a otra parte, lejos de la casa de vivienda a castigar los negros, si es que han cometido una gran falta y no podía dejar el castigo para luego.
—Quizás no ha podido remediarlo. Los negros a veces se empeñan en que los azoten y fuerza es darles gusto o se expone uno a que se le vayan a las barbas. También suele convenir en muchos casos que la pena siga al delito sobre la marcha para que surta el debido efecto.
—¿Pero tú no sabes mejor que yo la causa de este escándalo tan de madrugada?
—La supongo, Rosa, y es lo mismo. Me basta saber que los negros se le cayeron de las uñas al diablo.
—Sean o no malos los negros en general, y los nuestros en particular, la verdad es que don Liborio no para la mano desde ayer. Y si esto hace estando nosotros aquí, ¿qué no será cuando estamos lejos? Crucifica vivos a los negros.
—Pues tú le celebrabas anoche de hombre recto, y...
—¿Qué querías que dijera delante de la gente? Por dentro estaba que me comía los hígados. También no había él enseñado todas las uñas. Mas ya esto es demasiado. Qué ¿no sabrá el muy bestia que tenemos visitas? ¿Qué dirá Meneses, joven instruido, casi extraño para nosotros, no acostumbrado a estas escenas? Lo menos que se figurará es que éste es un presidio, el Vedado, y que somos de alma negra...
—No te dé cuidado por el mozo, dijo don Cándido. Apostaría cualquier cosa a que duerme a pierna suelta, arrullado con la música de los latigazos...
—Sí, pero ahora que me acuerdo, ¿qué dirá Isabelita si ha despertado? Por fuerza que ha de haber despertado. Deben oírse los cuerazos en el muelle de Tablas. Resuenan en mis oídos como cañonazos. Vea Vd.; y esa muchacha que es tan delicada, tan enemiga de los castigos. No será mucho que de esta hecha rompa con tu hijo, creyendo que sus padres son dos verdugos y que él le ha bebido los vientos. Lo sentiría por ti que estás tan empeñado en que se casen...
—Poco a poco, mi cara Rosa, la interrumpió don Cándido con más viveza que de costumbre. Hablas cual si no aprobaras el matrimonio en proyecto.
—¿De dónde has sacado tú que yo lo apruebo?
—¡Hombre! Hasta habíamos acordado el día de la boda, poco más o menos.
—Tú has arreglado eso, yo no. Si consiento en el matrimonio no es que lo apruebo de corazón, no es que me empeño en que se casen. Por una parte, no podré aprobar nunca que mi hijo querido deje mi abrigo y se vaya a vivir en otra casa. Por otra parte, no conozco mujer bastante buena para mi Leonardo. Ni Isabelita, a quien tengo por una santa, ni la diosa Venus que bajara de nuevo a la tierra, me parecería digna de él. Si consiento en que se casen (todavía puede que se arrepientan) es por ti, es porque no te cansas de repetirme y cantaletearme noche y día que el mozo se va a perder, que tendrá mal fin, que es preciso sujetarlo, que es muy enamorado (el pobrecito hasta ahora no ha mirado sino para Isabel), que asoma inclinaciones bajas... Me pones la cabeza tamaña con tales agüeros, me asustas y digo para mí: no es mal sastre el que conoce el paño: tal padre, tal hijo, y desaprobando, doy el consentimiento. El es un niño todavía, necesita de mis caricias; pero tú eres implacable, quieres casarlo y te saldrás con la tuya. Se casará, si es que la muchacha no se vuelve atrás... A veces creo contigo que el matrimonio es un freno, aunque si hemos de juzgar por ti... las mayores locuras las has cometido después de casado, y sabe Dios...
—En esto había de venir a parar la cerrazón, volvió a interrumpir don Cándido a su mujer. Más vale así. Al fin te has distraído y dejado en paz a don Liborio.
—Lo que es a ese pícaro no pararé hasta botarlo...
—Sería mala política despedir a don Liborio a raíz de haber castigado con mano fuerte las desvergüenzas de los esclavos. ¿A dónde iría a parar el prestigio de la autoridad? El Mayoral representa aquí el mismo papel que el coronel delante de su reglamento, o que el capitán general delante de los vasallos de S. M. en esta colonia. ¿Cómo, si no, se conservarían el orden, la paz ni la disciplina en el ingenio, en el cuartel o en la Capitanía General de la isla de Cuba? Nada, Rosa, el prestigio de la autoridad lo primero.
—¿De manera, repuso doña Rosa con la lógica parda de las mujeres, que por conservar el prestigio de la autoridad de don Liborio vas a dejar que acabe con los negros?
—¡Acabar con los negros! repitió don Cándido fingiendo sorpresa. No hará tal, por la sencilla razón de que de ellos está llena el África.
—Allá se pueden estar todos los negros del mundo; el caso es que cada vez se dificulta más la reposición de los que se pierden por causa de los ingleses.
—Tampoco es eso como suena, Rosa. Aparte de que por un bocabajo más o menos no se muere negro ninguno, ríete de que los ingleses lleguen a impedir la trata al punto de hacer escasear los brazos. Ya ves cómo les pasamos por los bigotes los de la última partida del Veloz, haciéndoles creer que eran ladinos de Puerto Rico.
—Continúa el cuero, Cándido. Es preciso averiguar qué es eso. Haz que venga el Mayordomo. Levántate, dispón alguna cosa.
—Ahí llaman. Dile a Dolores que pregunte entre tanto me visto.
Esta dormía en el cuarto inmediato con las señoritas. A las voces de su ama se asomó a un postigo y dijo:
—Es Tirso, con el café para el amo y para Señorita.
—Pregúntale qué pasa allá por el batey, dijo ésta a la esclava. ¡Qué día de ascuas se nos depara! ¡Y luego la mala noche... y el bochorno! ¡Qué prestigio de autoridad ni qué calabazas! ¡Al infierno con don Liborio!
Informó Tirso, temblando del frío o del miedo, que se habían aparecido los negros fugados, que el Mayoral los estaba castigando y que había matado a Julián porque no había querido virarse.
—¿No te lo decía? dijo doña Rosa. Ni siquiera ha respetado que yo les servía de madrina.
—Probable es que él no lo supiera.
—Ellos han debido decírselo.
—No los ha creído sobre su palabra. Además, Tirso miente como un bellaco. Me levantaré, sin embargo, por darte gusto. Cuando se te pone una cosa en la cabeza, eso ha de ser.
—Me da no sé qué tu santa calma. Te están matando a los negros y no corres. ¡Cómo si no costaran dinero!
—Ahora sí que has hablado como un Salomón, dijo don Cándido saliendo al pórtico.
Según es de suponer, mucho antes que de costumbre estaban en movimiento toda la familia y las visitas en la casa de vivienda del ingenio de La Tinaja. El sitio que ofrecía más desahogo y sombrío era el pórtico, y allá acudieron todos. El sol hería la casa por la espalda, proyectando la sombra por largo trecho adentro del batey donde, entre las ocho y las nueve de la mañana, se hallaba tendida la dotación de esclavos de la finca, en su traje ordinario, sucio y harapiento.
Acercose don Liborio al pórtico a caballo, se desmontó, le ató por el ronzal a la barandilla y ascendió la escalinata hasta situarse en el último escalón. Desde allí, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó a la compañía en general, y en particular a doña Rosa, quien, sentada con mucha gravedad en el sillón más conspicuo, cual reina en su trono, y rodeada de sus hijas y amigas, contestó con un murmullo inaudible. No podía perdonarle esta señora a aquel hombre el mal rato, si es que don Cándido se había dado por satisfecho después de oírle el relato parcial de lo sucedido por la madrugada.
Las criadas al inmediato servicio de la familia presenciaban el espectáculo desde la puerta de la sala, y doña Rosa, por conducto de la más anciana, hizo decir al Mayoral que llamara a los dos contramayorales. Venidos, hicieron la genuflexión de costumbre en presencia de sus amos, cruzándose de brazos y permaneciendo en silencio, cual dos estatuas de piedra negra. El aire de dignidad con que se presentaron aquellos dos hombres, indicaba claramente que no eran congos. Eran lucumíes, raza guerrera del África y está dicho todo.
—¿Qué tal les va? fue la primera pregunta que les dirigió doña Rosa.
Se miraron el uno al otro y de soslayo a don Liborio, como si se animaran mutuamente a decir algo, o dar algún desahogo a su espíritu atribulado. Adivinó doña Rosa el motivo del embarazo de sus esclavos: se morían por hablar, mas temerosos de las consecuencias, por la presencia del Mayoral, juzgaron más cuerdo callarse. No necesitó ella de más para hacerles salir de su reserva. Cambió la pregunta.
—¿Tienen bastante comida?
—Sí, siñora, contestaron a una sin titubear.
—¿Mucho trabajo?
—No, siñora.
—¿Están Vds. contentos?
Volvió a sucederse la escena mímica de antes. Después de mirarse el uno al otro, y de reojo al Mayoral, que empezaba a manifestar bastante inquietud, quizás se disponía el más viejo de los dos a hacer la breve cuanto dolorosa relación de sus trabajos y miserias, cuando don Cándido los atajó ordenando en alta voz que les entregaran la ropa nueva traída de La Habana para regalo de Pascua de la dotación del ingenio.
Constaba cada muda para los varones, de camisa de cañamazo o rusia, nada cumplida, pantalón de lo mismo, gorro y frazada de lana; para las hembras, de una como camisa talar llamada túnica, también de rusia, pañuelo de algodón de colores y frazada. Estas piezas constituían lo que en lenguaje marino de Cuba se entendía por la esquifación de los negros que trabajan en el campo.
Buena dosis de soberbia había en el carácter de doña Rosa, no siendo de aquellas mujeres a quienes es fácil desviar de sus propósitos con subterfugios ni sutilezas dialécticas. La mera suposición de que don Cándido, con achaque de proteger el prestigio de la autoridad investida en el Mayoral, tendía a rebajar sus derechos de ama, delante de personas extrañas, bastó a poner espuelas a su deseo de afirmarlos, y de un modo señalado. En tal virtud, no bien se retiraron los contramayorales cargados con las esquifaciones para ellos y sus compañeros, siempre por medio del Mayoral hizo comparecer en su presencia al negro que denominaban Chilala. Acercose despacio y con bastante trabajo, clamando, como le estaba ordenado:—Aquí va Chilala, cimarrón.
Así que depositó la masa de hierro en el piso del pórtico, se arrodilló delante de doña Rosa, cruzó los brazos sobre el pecho, y con gran humildad en su peculiar lenguaje, dijo:
—La bendició, mi suama sumecé.
—Dios te haga un santo, Isidoro, contestó doña Rosa amablemente. Levántate.
—Asi ta mijó mi suama sumecé.
—¿Por qué te huyes, Isidoro? le preguntó el ama en tono compasivo.
Extrema era la flacura de este esclavo. Apenas tenía otra cosa que huesos y nervios. Luego, el color rojizo de sus cabellos, la palidez cenicienta del rostro, su mirar vagaroso e inquieto, comunicaban a su semblante una expresión de azoramiento como de animal montaraz.
—¡Ah, mi suama sumecé! exclamó dando un suspiro. Tlabaja, tlabaja; poco comía; no conuca; no cuchina; no mujé: cuera, cuera, cuera...
—De modo, replicó doña Rosa con mucho reposo y cierta sonrisa de satisfacción, de modo que si te acortan el trabajo y te dan mejor comida y un conuco, y un cochino, y mujer con quien casarte y no te castigan tanto, ¿tú no te huyes más y te portas bien?
—Si, siñó, mi suama sumecé. Chilala no juye ma: Chilala tlabaja; Chilala fino, fino.
—Pues bien, Isidoro, ya que tú me prometes que no te huirás más y que te portarás como hombre formal, haré que no te castiguen tanto, que no te hagan trabajar mucho, que te den bastante comida, y un cochino, y un conuco, y mujer con quien casarte. ¿Estás contento?
—Sí, siñora, mi suama sumecé; Chilala contente, mu contente.
—Más todavía quiero hacer por ti, segura de que no me has de engañar. Don Liborio, añadió en tono alto e imperioso: quítenle ahora mismo los grillos a este negro.
La larga esclavitud, la ignorancia crasa en que había vivido, el durísimo trato del ingenio, nada había podido borrar la sensibilidad, el sentimiento de la gratitud en el pecho del esclavo. Costole trabajo y esfuerzo de imaginación entender lo que su ama le decía; mas tan luego como entendió que iban a quitarle los grillos, faltándole las palabras apeló a las demostraciones para expresar su inmenso agradecimiento. Se echó de bruces a las plantas de doña Rosa, cual lo hiciera delante de un fetiche en su país natal, y con grandes aspavientos y exclamaciones incoherentes de una alegría loca, besó muchas veces el suelo que ella había hollado.
En todo son extremadas las mujeres de la índole de Isabel: o aman, o aborrecen; las medias tintas de sus pasiones se quedan para casos raros. En las pocas horas de su estada en el ingenio, había podido observar cosas que, aunque oídas antes, no las creyó nunca reales y verdaderas. Vio, con sus ojos, que allí reinaba un estado permanente de guerra, guerra sangrienta, cruel, implacable, del negro contra el blanco, del amo contra el esclavo. Vio que el látigo estaba siempre suspendido sobre la cabeza de éste como el solo argumento y el solo estímulo para hacerle trabajar y someterle a los horrores de la esclavitud. Vio que se aplicaban castigos injustos y atroces por toda cosa y a todas horas; que jamás la averiguación del tanto de la culpa precedía a la aplicación de la pena; y que a menudo se aplicaban dos y tres penas diferentes por una misma falta o delito; que el trato era inicuo, sin motivo que le aplacara ni freno que le moderase; que apelaba el esclavo a la fuga o al suicidio en horca como el único medio para librarse de un mal que no tenía cura ni intermitencia. He aquí la síntesis de la vida en el ingenio, según se ofreció a los ojos del alma de Isabel, en toda su desnudez.
Pero nada de esto era lo peor; lo peor, en opinión de Isabel, era la extraña apatía, la impasibilidad, la inhumana indiferencia con que amos o no, miraban los sufrimientos, las enfermedades y aún la muerte de los esclavos. Como si a nadie importara su vida bajo ningún concepto. Como si no fuera nunca el propósito de los amos corregir y reformar a los esclavos, sino meramente el deseo de satisfacer una venganza. Como si el negro fuese malvado por negro y no por esclavo. Como si tratado como bestia se extrañara que se portara a veces como fiera.
¿Cuál podía ser la causa original de un estado de cosas tan opuesto a todo sentimiento de justicia y moralidad? ¿Tendría el hábito o la educación, fuerza bastante para sofocar en el corazón, sobre todo de la mujer, el sentimiento de la piedad? ¿La costumbre de presenciar actos crueles sería capaz de encallecer la sensibilidad natural del hombre y de la mujer ilustrada y cristiana? ¿Tenía algo que ver en el asunto la antipatía instintiva de raza? ¿No estaba en el interés del amo la conservación o la prolongación de la vida del esclavo, capital viviente? Sí lo estaba, a no quedar género de duda; pero eso tenía de perversa la esclavitud, que poco a poco e insensiblemente infiltraba su veneno en el alma de los amos, trastornaba todas sus ideas de lo justo y de lo injusto, convertía al hombre en un ser todo iracundia y soberbia, destruyendo de rechazo la parte más bella de la segunda naturaleza de la mujer: la caridad.
Repasando Isabel todas estas cosas en la mente, mientras los demás contraían su atención a las escenas que se representaban en el pórtico y en el batey, la ocurrió preguntarse:—¿Por qué quiero yo a Leonardo? ¿Qué hay de común entre mis ideas y las suyas? ¿Llegaremos alguna vez a ponernos de acuerdo sobre el trato que ha de darse a los negros? Suponiendo que sobre este particular cupiera concordancia entre nosotros, ¿me resignaría a seguirle a este infierno? Y siguiéndole, ¿vería yo, cual doña Rosa, con impasibilidad, los horrores e injusticias que aquí se cometen día y noche impunemente?...
En este punto del soliloquio de Isabel, empezaba doña Rosa a mostrar el lado bello de su carácter, que aquélla ni muchas otras personas aún habían visto. Como va dicho, a su voz cayeron las prisiones del más infeliz, por humilde, de sus esclavos. Y una vez empeñada en esta línea de conducta, la prosiguió hasta el fin. Era que la impelia la especie de fiebre que produce el deseo de las buenas o las malas acciones, y procedía a ciegas en la obra del bien. Aún tenía de bruces a sus pies a Isidoro, cuando ordenó se quitaran los grillos a los seis compañeros del mismo, y no contenta con esta trascendental medida, hizo comparecer a su presencia a Tomasa y a los tres castigados por la madrugada; oyó con paciencia sus quejas, les dio algunos consejos, los consoló cuanto pudo en aquellas circunstancias y acabó por decir en tono airado:—Contra mi voluntad y expreso mandato los han azotado a Vds hoy. ¡Ea, don Liborio!, quítenle los grillos a estos negros.
Fuera el que fuese el motivo secreto que impelía a doña Rosa a reasumir coram populi[49] la autoridad domínica en su ingenio de La Tinaja, los actos piadosos con que la afirmó produjeron honda y sincera impresión en el ánimo de la concurrencia. Los hombres aprobaron y aplaudieron; las mujeres, conmovidas, derramaron lágrimas de alegría. A los ojos de Isabel, la señora de Gamboa se transfiguró, pasando de golpe, allá en su noble corazón, de las profundidades del desprecio a la más alta cima de la admiración. La vio entonces la más hermosa y buena de las mujeres. La hubiera estrechado en sus brazos con el mismo cariño que solía estrechar a su madre sana y risueña tras días y horas de ausencia; la hubiera adorado de rodillas con el mismo fervor que el primer esclavo, objeto de la piedad del ama, la había mostrado su agradecimiento.
—¡Qué dulce es, exclamó, perdonar las faltas de aquellos que dependen de nosotros! ¡Para esto únicamente es una dicha ser ama de esclavos! Y dio a llorar ya sin fuerzas para dominar su emoción.
—¡Qué! ¿Llora Vd., señorita? la preguntó el cura compadecido.
—No me es dado, contestó ella sollozando, contemplar las acciones generosas y caritativas con los ojos enjutos.
—Muchas más lágrimas derramaría Vd. tal vez por motivos opuestos, si continuase en el ingenio.
—No me parece que pudiera vivir aquí mucho tiempo.
—Señorita, observó el cura admirado de tanta sensibilidad y discreción: veo que no es Vd. de carne y de los huesos de los amos de esclavos.
—No, no lo soy. Si me viera en el caso forzoso de escoger entre ama y esclava, preferiría la esclavitud, por la sencilla razón de que creo más llevadera la vida de la víctima que la del victimario.
Adela, en su entusiasmo, rodeó el cuello de su madre con los brazos, imprimió una porción de amorosos besos en sus mejillas y la dijo:
—Pues que es hoy día de perdones, ¿llamo a...? No dio el nombre en voz alta.
—¿Quién? preguntó doña Rosa torciendo el ceño.
Con mayor timidez que antes repitió Adela al oído de su madre el nombre reprobado.
Cambió doña Rosa de repente de semblante y de actitud, pasando del fervor piadoso a la seriedad y... a la ira.
—No, no. Ella no merece perdón... Tampoco se ha dignado pedírmelo.
—Ahí cerca está para pedírtelo. Sólo aguarda mi aviso.
—No, no, hija. Que no se me presente. Me haría arrepentir de lo que he estado haciendo. No, que no se me presente.
Alejose Adela del lado de su madre afligida y llorosa.
Enseguida se procedió al bautizo de los 27 negros bozales de la expedición del bergantín Veloz que le tocaron en suerte a don Cándido Gamboa; luego al casamiento de tres o cuatro esclavas, cuya voluntad no se exploró ni por mera forma; en fin, se dio permiso para que hubiera tambor (baile) en la finca hasta la puesta del sol.
Por disposición de doña Rosa, el boyero tomó interinamente el bastón, quiere decir, el látigo, mejor, el mando de los esclavos del ingenio de La Tinaja.
15. ¿En dónde, pues, está ahora mi esperanza?
16. A lo más profundo del sepulcro descenderán mis cosas, ¿crees tú que siquiera allí tendré yo reposo?
Job. XVII
Declinaba a toda prisa la tarde. Allá, por el rincón más apartado del batey, aún se oía el rudo tambor con que los negros se acompañaban el melancólico canto y el baile salvaje de su país natal.
Acá, por la casa de ingenio, había gran agitación y ruido. Las torres o chimeneas de los hornos para hacer vapor y calentar las pailas del tren Jamaiquino,[50] lanzaban al aire columnas de humo negruzco y espeso.
El bozal del maquinista, recién llegado del granítico Maine, en los Estados Unidos de Norte América, con la alcuza de cuello largo y corvo en la mano, iba del trapiche para la máquina y de ésta para aquél, dando aceite a las juntas y ejes, a fin de moderar la fricción, causa fatal de las pérdidas de fuerza.
Impaciente y desazonado el maestro de azúcar, aguardaba la corriente del guarapo que debía poner a prueba su habilidad en hacer ese dulce con caña molida según un nuevo sistema. Por su parte los negros del cuarto de prima miraban recelosos y azorados los preparativos que se hacían para resolver el problema de hacer azúcar sin necesidad de las ariscas mulas ni de los cachazudos bueyes.
Se ponía el sol, redondo y encendido cual bala roja, por detrás del inmenso palmar del potrero, cuando invadieron la casa de calderas los dueños de la finca, en compañía de su familia, amigos y empleados. Guiaba la procesión el cura de Quiebra Hacha, revestido de la sotana y el bonete de ceremonia. Marchaban a su lado dos caballeros conduciendo cada uno un haz de cañas, atados con cintas de seda blanca y azul, que sujetaban por la punta cuatro señoritas. Llegados delante del trapiche, murmuró el cura una breve oración en latín, roció los cilindros con agua bendita, valiéndose para ello del hisopo de plata, los caballeros colocaron enseguida las cañas en el tablero de alimentación y dio comienzo la primer molienda con máquina de vapor el célebre ingenio de La Tinaja.
Más tarde, o entre dos luces, se sirvió el banquete de tabla en la casa de vivienda. En el intermedio de la comida a los postres vinieron a avisar al médico que su presencia era necesaria en la enfermería. Fue, y volvió al cabo de media hora un si es no es cariacontecido, saliendo a recibirle don Cándido con desusada solicitud para preguntarle:
—¿Novedad, Mateu?
—Novedad y gorda, señor don Cándido, contestó el médico con el mismo laconismo.
—Bien vengas, mal, si vienes sólo, dijo don Cándido revestido de toda su calma. Afuera con el embuchado.
—Acaba Vd. de perder su mejor negro.
—Sea todo por Dios. ¿Cuál?
—Pedro carabalí. Se ha suicidado en el cepo.
—¡Bah! Más ha perdido él que yo. ¿Qué arma ha empleado?
—Ninguna.
—¡Cómo! Entonces ha hecho uso del dogal.
—Menos. En pocas palabras, señor don Cándido, el negro se ha tragado la lengua.
—¡Qué me dice Vd.! ¡Ahora menos lo entiendo!
—Lo entenderá Vd., cuando le diga que este es un caso de asfixia por causa mecánica.
—¡Si creerá Vd., doctor, que yo hablo el griego!
—Diré a Vd., señor don Cándido. Ora haya hecho uso el negro de los dedos, ora de un poderoso esfuerzo de absorción, evidente es que, doblando la punta de la lengua hacia dentro, empujó la glotis sobre la tráquea y quedó ésta obliterada, impidiendo la entrada y salida del aire en los pulmones, o cesando la inspiración y la expiración. He aquí lo que el vulgo llama tragarse la lengua, y que nosotros llamamos asfixia por causa mecánica. Durante mis viajes a la costa del África he tenido ocasión de observar varios casos; pero en mi larga práctica de los ingenios de la Isla, éste es el primero que se me presenta. Tal género de muerte, lo mismo que el del ahogado, debe ser muy doloroso, peor que el de estrangulación en horca, porque no se produce la asfixia instantáneamente, sino por grados, en todo su conocimiento, y después de una agonía atroz. Si hiciéramos la autopsia del cadáver, veríamos que el sistema venoso está ingurgitado de sangre de color negruzco muy oscuro, lo mismo el pulmón y el cerebro.
—A fe que no había oído en mi vida semejante cosa, dijo Cándido. Vamos a la enfermería.
En esta excursión (no fue otra cosa) acompañaron a don Cándido sus huéspedes y algunos empleados. El Cura y el Capitán del partido meramente por hacerle honor, pues para el primero ya había pasado la ocasión de ejercer su santo ministerio con el suicida; para el segundo, ni antes ni después de la muerte del esclavo habría tenido ocasión de ejercer el suyo, mediante a que dentro de los límites de sus haciendas o dominios era ipso jure señor de horca y cuchillo don Cándido Gamboa.
Dispuso éste retiraran el cadáver del cepo. Horrorosa era su vista, habiendo adquirido ya la rigidez de la muerte. Tendido de espaldas en la tarima, su lecho de agonía, aún apretaba los bordes con los dedos crispados. A consecuencia de las mordidas de los perros, tenía hinchados los brazos, las piernas y el levantado pecho; los ojos casi fuera de sus cuencas e inyectados de sangre, de la cual estaban salpicadas sus ropas en girones.
Contribuía a darle un aspecto feroz el tener la piel de la frente arrollada desde la línea de las cejas hasta el nacimiento de la pasa, y zajadas las mejillas verticalmente desde el párpado inferior hasta la orilla de la quijada, a usanza de la tribu en su país natal. Parte de esa costumbre era el aguzarse los dientes superiores, que dejaba ver a través de los labios entreabiertos, trabados con los de la mandíbula inferior: nueva prueba ésta de la lucha entre la vida y la muerte. No acusaba su semblante más de 27 ó 30 años de edad; de modo que se hallaba entonces en todo el vigor y desarrollo de su juventud.
—¡Lástima de negro!, dijo Cocco.
—Valía lo que pesaba en oro para el trabajo, dijo don Cándido interpretando en su verdadero sentido la exclamación del administrador de Valvanera.
—He ahí la vera efigie de un salvaje africano, dijo el Cura. Dios tenga piedad de su alma.
—Debió haber sido ese negro la pura soberbia, dijo el Capitán Peña con aire sentencioso.
—Y dígalo, dijo Moya satisfecho, porque había allí uno que diera forma a su pensamiento en aquel instante. Más cachorro no ha salío de la Guinea.
—Ha muerto en su ley, dijo el gallego mayordomo de la finca. Dios no le tome en cuenta sus muchos pecados.
—Veamos lo que dice María de Regla, dijo don Cándido sin mirar de lleno a la cara de la enfermera.
Insensiblemente las personas que acababan de hablar se habían situado en torno del cadáver, que entonces alumbraba a medias con la vela de cera amarilla, desde el pie de la tarima, la negra mencionada por don Cándido. Ella, con los ojos bajos, dijo:
—Le contaré a mi señor lo que ha pasado.
La precisión y claridad de las pocas palabras vertidas, junto con el acento argentino y medido de su voz, pregonándola como mujer de talento y de algún trato social, le ganaron desde luego la atención de los circunstantes. Poseía ella ambas cosas en grado notable, relativamente a su falta de escuela y a su condición de esclava desde la cuna. A la natural perspicacia y carácter dulce y simpático, combinados con un exterior agradable y fino, se agregaba el haber servido de doncella a sus primeros amos; teniendo ocasión de rozarse más con éstos y con las personas decentes que visitaban la casa que con las ignorantes de su misma condición, y de aprender, no ya sólo las maneras, sino el modo de decir y de portarse en sociedad la gente blanca y educada. Frisaba en los 36 ó 40 de la edad, como la atestaban sus formas redondeadas y voluptuosas. Dos medias lunas grandes de oro pendían de sus orejas, y para ocultar las pasas, que detestaba, se cubría la cabeza con un pañuelo de algodón, dicho de Bayajá, atado con bastante gracia y coquetería, a guisa de turbante turco. En el momento de que hablamos, su aspecto y tono de voz revelaban mucho disgusto y tristeza.
—Le contaré a mi señor lo que ha pasado a mi vista, dijo ella cual si hablara con el muerto y no con su amo. Pedro, desde que le pusieron en el cepo, se negó a comer y hablar. Sólo esta madrugada bebió un poco de sambumbia, que le hice tragar, como quien dice, de por fuerza. El hambre se aguanta, la sed no hay quien la entretenga siquiera, y él, por las mordidas, debía de sentir una sed ardiente. Después, como hacía veinticuatro horas que no pasaba bocado, como había ya perdido mucha sangre y se le habían inflamado las heridas, a pesar de las unturas que ordenó el médico, estaba muy débil, irritado, no podía reconciliar el sueño. Se calmó un poco luego que apagó la sed. Pero no ladraba un perro, no cantaba un gallo, no se oían pasos de gente o de animales en el batey sin que él se moviera, le crujieran los huesos en la tarima y se pusiera a escuchar. Los primeros cuerazos de don Liborio esta mañanita le causaron un sobresalto grandísimo y no tuvo un momento de reposo. A cada cuerazo se estremecía de pies a cabeza, lo mismito que hace el caballo (y perdonen sus mercedes la comparación) cuando le quitan la silla después de un largo viaje.
«Estoy segura, añadió la enfermera con cierta timidez, que más le dolieron los bocabajos a Pedro que a aquéllos a quienes se los dieron. Le entró una especie de furia. Murmuraba en su lengua palabras que yo no entendía. Parecía loco. En esto trajeron a Julián más muerto que vivo, entre cuatro morenos. Pedro lo vio. Era su ahijado de bautismo y se convenció de que estaban castigando a sus compañeros de fuga. Entonces se remató. Estoy persuadida que si hubiera podido, hace añicos el cepo. Le cogí miedo. Trataba de sacar los pies de los agujeros; dejé la cura de Julián y me acerqué cuanto pude a la tarima de Pedro. Le encontré sentado, mirando para todas partes, cual si esperara que vinieran por él a cada rato para darle un bocabajo.
«¿Qué tienes, Pedro?, le pregunté. ¿Qué sientes? ¿qué te duele? ¿qué quieres? Me miró fijamente, dio un gran suspiro y dijo con la garganta, no con la lengua:—Lamo. ¿Llamo?, le pregunté. ¿A quién llamo, al médico? Se quedó callado. Di, Pedro, ¿quieres que mande por el amo? Abrió tamaños ojos, enseñó los dientes y repitió: Lamo, lamo... su mercea, concluyó diciendo María de Regla con mayor timidez, sin levantar la vista para don Cándido.»
Este no hizo más que sonreírse ligeramente y la enfermera prosiguió su gráfica narración.
«Yo le contesté: todavía no, Pedro; todo el mundo duerme en la casa de vivienda; velaré, y así que salga el amo, le avisaré que quieres verlo. Duerme, descansa un rato. Por fortuna en aquella misma hora se oyó alejarse a la gente y Pedro dio un suspiro. No venían por él. Después me pareció inútil avisar al amo. Estaban ocupados con la repartición de las esquifaciones, el bautismo de los bozales... Señorita estaba quitando grillos y perdonando a todos; ¿quién no creería que se había pasado el peligro? Pero en mala hora entró aquí don Liborio a buscar algo que se le había quedado anoche. Venía furioso. Dijo que lo habían botado por culpa de Pedro, pero que no se quedaría riendo el muy cachorro, pues había ordenado el señor don Cándido que le dieran un novenario luego que se pusiera bueno, y que si él no tenía el gusto de dárselo se lo daría el otro Mayoral. No se aparecía el amo y Pedro creyó que estaba bravo y que don Liborio decía verdad. Desde este momento decidió quitarse la vida. Me asomé a la ventana para ver el baile de tambor por un instante, cuando sentí que Pedro se movía; volvía la cara y noté que se andaba en la boca con los dedos. No pensé nada malo, pero hizo un movimiento cual si le entraran náuseas. Corrí a su lado... Acababa de sacarse los dedos de la boca, apretaba los dientes y procuraba agarrarse de la tarima con las dos manos. Entonces le entraron convulsiones. Me dio horror; mandé llamar al médico, y sin saber cómo ni cuándo se me quedó muerto entre los brazos. Así como está ahora le encontró el señor don José (el médico). Muchos he visto morir desde que estoy aquí, pero ningún muerto me ha causado tanto horror.»
—Se explica la negra, dijo Cocco a don Cándido cuando salían de la enfermería.
—No sabe Vd., todas las letras menudas que tiene, repuso don Cándido a media voz. He aquí la causa de su perdición. Si fuese menos bachillera estaría quizás más contenta con su suerte.
—Pues qué, ¿es mujer de aspiraciones?
—¡Que si es! Demasiado. Apresurémonos no sea que perdamos el plus café. Luego Rosa extrañará nuestra demora y no conviene todavía que sepa la muerte del negro.
Conocidamente pasaba don Cándido por el carácter de la enfermera como por sobre ascuas. No era indiferencia la suya, tampoco desdén, menos desprecio: era miedo, puro miedo no fuera que se averiguase la posición en que se hallaba colocado respecto de ésa su humilde esclava. Porque es bueno se diga una vez más, que don Cándido Gamboa y Ruiz, caballero español, rico hacendado de Cuba, fundador de una familia distinguida que llevaría su preclaro nombre quién sabe hasta qué generación, con ínfulas de noble, ya en camino de titular y ganoso de rozarse con la gente encopetada y aristocrática de La Habana, se sentía atado a la enfermera de su ingenio de La Tinaja por lazos que, no por invisibles eran menos fuertes e inquebrantables. María de Regla poseía el único secreto de su vida libertina que le avergonzaba y hacía infeliz en medio de la grandeza y el boato de que ahora se veía rodeado.
El día siguiente armose en La Tinaja divertida cabalgata, compuesta de las señoritas Ilincheta y las dos más jóvenes de Gamboa, escoltadas por el hermano de éstas, por Meneses y por Coceo.
Hacía tiempo hermoso, quiere decir, que las nubes aplomadas que encapotaban el cielo, impedían el brillo del sol en toda su fuerza, mientras el aire seco del norte, que a su paso por el angosto brazo del Golfo no había podido despojarse de los fríos vapores del vecino continente, refrescaba que era una delicia la atmósfera de toda esa costa cubana. Isabel, diestra jinete, orgullosa de su habilidad, amaba el ejercicio a caballo y se hacía la ilusión que dominaría a su sabor el campo desde la silla, respiraría aire más puro y más libre y ensancharía los horizontes de su existencia, cruelmente circunscritos en el ingenio de La Tinaja. Este inesperado desahogo lo demandaban a una su cuerpo, su espíritu y su corazón.
El tropel de las caballerías, esguazando el río, camino de la estancia, hizo levantar a los vocingleros totíes y a las hurañas palomas rabiches que habían bajado a beber o a bañarse a la lengua del agua, abrigadas por las tendidas ramas de los robles.
—¡Qué sombrío! exclamó Isabel. Convida ese charco a bañarse.
—Es muy hondo al pie de la palma sobre la margen derecha, observó Gamboa.
—¿Cómo que hondo? preguntó la joven.
—Tapa a un hombre.
—Entonces se podrá nadar con desembarazo.
—Sí, pero es muy peligroso bañarse allí a causa de los caimanes que suelen ascender el río desde la boca. En ese mismo charco que tanto incita a Isabel, perdió papá un perdiguero que quería mucho. Yo era un chicuelo entonces y le acompañaba en la caza. Le disparó un tiro a un aguaitacaimán y cayó en mitad del charco; tras él se lanzó el perro para traerle a la orilla, pero sin darle alcance se hundió bajo de las aguas cual si le faltaran las fuerzas de repente. Luego apareció en la superficie un borbollón de sangre, por donde conoció papá que le había atrapado un caimán.
Buen efecto producían el arrozal en lo más hondo de un vallecito, irguiendo sus innumerables espigas, todavía verdes, en busca del calor solar y el campo de maíz en las laderas de las colinas, con sus flores de color morado y las barbas rubias de sus mazorcas.
En el platanal inmediato abundaban los racimos amarillos, que por su mucho peso hacían inclinar la cepa hasta besar la tierra con la punta de sus anchas y largas hojas, cual láminas de acero.
Corriendo a la ventura, sin detenerse en ninguna parte, nuestros paseantes repasaron el río por un vado más abajo del anterior, dejando tras sí los terrenos de la estancia y entrando en los del potrero, por medio de un dilatadísimo palmar. Sus enhiestos y blancos troncos remedaban las gigantes columnas de un templo antiguo arruinado. Tenía establecido en él su campamento una banda de aquellas aves, especie de cuervos que en su canto o grito expresan por onomatopeya el nombre bajo el cual se les conoce vulgarmente en Cuba: cao, cao.
En tan gran número se habían juntado que ennegrecían el racimo de la palma o la penca donde se posaban; y lejos de asustarlas o hacerlas abandonar el puesto las pisadas de las caballerías o las voces alegres de los jinetes, eso mismo pareció aumentar su algarabía y desfachatez, expresada en las miradas de soslayo que lanzaban desde sus naturales alcándaras, cual si poseyeran inteligencia y quisieran burlarse de quienes no tenían alas para llegar hasta ellas.
—No se reirían Vds. de mí, dijo Gamboa, si tuviera a mano mi escopeta. Yo haría descender más que de prisa a algunos de esos bribones.
—Tan dudoso es lo que Vd. dice, dijo Cocco con sorna, que viene bien aquí aquello de «al mejor cazador se le va una liebre».
—¿Por qué así? preguntó Isabel, que se daba por diestra tiradora.
—Diré a Vd., señorita, repuso Cocco con su vocecilla gangosa e innata cortesía. Porque con el calor del día se le pone la pluma muy resbaladiza lo mismo al cao que a la paloma torcaz, y no le entra fácilmente la munición.
Luego cambiaron de rumbo los paseantes, rodeando la finca por el lado norte, que era la porción más elevada del terreno. Desde una de sus alturitas se alcanzaba a ver un pedazo del mar azul, en la apariencia sereno, y allá en el horizonte algunas velas blancas como otras tantas aves acuáticas rizando la linfa de un manso lago.
Cerraba la guardarraya que recorrían los paseantes, un bosque alteroso que servía de línea divisoria entre el ingenio de La Tinaja y el de La Angosta del otro lado. Según recordaba Leonardo debía de haber una vereda que atravesaba dicho bosque, y siguiendo la cual podía llegarse a la finca del Conde de Fernandina en la mitad del tiempo que se emplearía en caso de ir por el camino real o de la Playa. La vía naturalmente era muy estrecha y estaría en parte obstruida por ramas bajas y espinosas de los árboles y plantas trepadoras, en las cuales bien podían dejar las señoras, como se descuidasen, girones de sus vestidos. Esto entendido, les propuso acometer la ardua empresa.
Había novedad en la propuesta, por lo mismo que se corría peligro; razón de más para que las señoritas, ganosas de aventuras, la aceptasen de plano y aun con entusiasmo. ¿Qué importaba un arañazo más o menos si se prolongaba un poco aquel rato de libertad y de expansión? La intrépida Isabel, sobre todas, a quien el aire del campo y el ejercicio ecuestre habían devuelto las rosas a sus mejillas, el fuego a sus ojos y la sonrisa a sus labios, exclamó:—¿Quién dijo miedo? Adelante. No se diría nunca que por donde pasó un hombre a caballo Isabel se quedó atrás.
Penetraron todos en el sombrío bosque, llenos de alegría. Pero apenas anduvieron corto trecho, uno detrás de otro, abriéndose paso a veces con las manos, cuando tuvieron que detenerse. Empezó a sentirse un hedor fuerte, como de cuerpo muerto; y de seguidas descubriose una vasta congregación de auras tiñosas, rindiendo con su peso las ramas de los árboles que servían como de arcos triunfales a la vereda. Algunas de esas asquerosas aves, las más cercanas, a la vista de los caminantes emprendieron el vuelo, y haciendo un ruido tremendo con sus amplias y pesadas alas, fueron a posarse algo más lejos. Otras, las más distantes, no sólo no se movieron de sus perchas naturales, sino que se pusieron a ojear en todas direcciones con aire siniestro. La causa de su amenazadora actitud se echó luego de ver: se entretenían en devorar el cadáver de un negro, colgado por el pescuezo de la rama de un árbol a orillas de la vereda, e interrumpidas en lo más interesante del festín, manifestaban su indignación de la manera dicha.
En los momentos de acercarse los jóvenes, oscilaba ligeramente el cuerpo. Esta circunstancia engañó de pronto a Leonardo, que llevaba la delantera, respecto de su estado actual; pero la reflexión de que las auras al abandonarle le habían impreso el movimiento oscilatorio, aun observable, le sacó prontamente del error. Habíanle extraído los ojos y la lengua, y cuando fueron interrumpidas buscaban afanosas el corazón con sus encorvados picos.
—¡Mira! dijo Gamboa a Isabel, que le seguía de cerca indicándola, con el brazo tendido, el horrible cadáver contra el cual estuvo él mismo a punto de tropezar.
—¡Ay, Leonardo! exclamó ella horrorizada.
Perdió el color y el habla, y hubiera perdido también el conocimiento y caído de la silla al suelo si Leonardo, advirtiendo su imprudencia, no revuelve a toda prisa el caballo, la coge de la mano, le da los dictados más cariñosos, le pide mil perdones y la saca al limpio, invirtiendo el orden de la marcha.
Mientras Leonardo despachaba el guardiero Caimán al bosque para identificar, si era posible, la persona del suicida, Meneses acudió por agua al arroyo inmediato, la trajo y se la hizo beber a Isabel en un vaso rústico, de forma de cartucho, hecho de una yagua recién desprendida de la palma.
Averiguose que el muerto era Pablo, compañero de Pedro, que se quedó en el bosque cuando los otros cinco prófugos, inducidos por Tomasa y con el apoyo de Caimán, resolvieron presentarse a los amos.
La estaba reservado a Isabel, en su breve correría por los campos del ingenio de La Tinaja, encuentro no menos desagradable que el anterior. Dando la vuelta con lento paso por una guardarraya paralela a la que llevaron antes, no a fin de alargar el paseo, sino con el de distraer a Isabel, aun no repuesta del choque, avistaron un cercado de regular tamaño, con puerta de tablas mal unidas y una cruz tosca de madera sobrepuesta en el centro. Parecía indicar su destino este signo de la fe del cristiano; pero ante la ausencia absoluta de monumentos, losas o camellones de sepulturas, ante la lujosa vegetación herbácea del suelo, costaba creer que era el cementerio donde se enterraban los esclavos que morían en el ingenio de La Tinaja. El señor Obispo Espada había concedido su establecimiento en aquellas fincas rurales que por su lejanía de los centros de población o de las parroquias hacía difícil a la salud pública la conducción de los cadáveres.
Sin duda porque todos, o casi todos, sabían el destino del cercado, nadie habló de él. Pasaron de largo y tomaron otra guardarraya en dirección del ingenio. Descendían luego una cuesta suave y prolongada a medida que la subían tres negros a pie. Dos caminaban delante, cada cual con su azadón al hombro. El otro algo más atrás, conducía del diestro un caballo de mal pelaje. A cierta distancia no era fácil conocer, al menos por las señoritas de la cabalgata, el objeto de la procesión ni la naturaleza de la carga.
Descubríanse solamente dos como cilindros o trozos de cepa de plátano, asegurados longitudinalmente en los lados del aparejo común de carga en el país, a guisa de cañones de campaña trasportados a lomos de acémilas. Para Leonardo todo este misterio desapareció desde el momento que pudo ligar la idea de los tres negros que marchaban en esa dirección, preparados para abrir una sepultura.
Pero, ¿quién era el muerto? ¿dónde estaba? Iba de espaldas en lo que puede llamarse la batalla del aparejo encajonado entre las dos cepas de plátano. Por más señas que, sobresaliendo el cuerpo, la cabeza cubierta con un pañuelo a cuadros, batía colgando un lado del pescuezo del caballo, por más despacio que marchaba; al mismo tiempo que le golpeaba las ancas con los calcañales de los pies desnudos.
La guardarraya era muy angosta. A un lado y otro se desplegaban cañaverales extensos y cerrados. El encuentro se hacía inevitable. En tal aprieto, y deseoso Leonardo de ahorrar a sus amigos, en cuanto cabía, el nuevo mal rato que se les esperaba, mandó picar el paso so pretexto de que se hacía tarde, y él mismo procuró tomar la derecha de Isabel y divertir su atención hacia el otro lado del campo. Inútil cuidado. Todas las jóvenes, que entonces marchaban de dos en fondo, vieron y entendieron perfectamente de lo que se trataba, tributando quien un ¡pobrecito! quien una lágrima silenciosa a la memoria del muerto Pedro; el cual, por ser negro y esclavo, no era menos digno de su compasión. Porque ellas, aunque criadas a la leche de la esclavitud, como tiernas flores que abrían sus pétalos a los primeros rayos del sol de la vida, bien podían exclamar con el orador latino: homo sum; humani nihil a me alienum puto.[51]
Recibió doña Rosa a los paseantes con vivas muestras de cariño y regocijo. Tomó a Isabel por la mano y dijo hablando en general:
—Gracias a Dios que han vuelto. Sobre que ya iba entrando en cuidado. Me pareció que les había sucedido algo. Luego, me acaban de decir que ésta (Isabel) pierde el juicio en cuanto monta a caballo. Supongo que se han divertido mucho.
Isabel se sonrió meramente y se retiró a su cuarto con Adela; pero Leonardo, Meneses y Cocco protestaron del juicio con que todas las señoritas se habían portado en el largo paseo.
—Me alegro, me alegro, dijo doña Rosa. Mas luego, dirigiéndose en particular a su hijo, añadió: ¿Qué tiene? (Se refería a Isabel.)
—Nada, que yo sepa, replicó Leonardo.
—Me parece que ha venido más triste. ¿Se ha enfermado en el paseo? ¿O tú le has hecho algo?
—¿Yo, mamá? Jamás he estado más amable y cumplido con ella.
Entonces Leonardo refirió a su madre cuanto habían visto en su malhadado paseo; su encuentro con el negro ahorcado en el bosque y con el entierro de Pedro.
—Pero ¡hombre! ¿a quién se le ocurre llevar a las muchachas por semejantes andurriales?
—¿Y yo qué sabía, mamá? Para adivino, Dios.
—¿No lo decía yo? De esta hecha Isabel no vuelve a poner los pies en el ingenio. Se figurará que siempre es lo mismo.
—Ella no se ha quejado.
—Sabe mucho Isabel y es demasiado discreta para decir lo que siente, sin ton ni son; pero se conoce que esto no le ha gustado ni un poquito. Y tu padre está creído que cuando te cases con ella vendrán Vds. a menudo a La Tinaja a pasar largas temporadas. El dice que tú tarde que temprano, has de ser el administrador, y parecería muy feo que tu mujer se quedase en La Habana...
—¿Han arreglado ya Vds. el plan?
—¡Cómo! ¡Qué! ¿No te gusta?
—¿El plan o la novia?
—La novia y el plan, hijo.
—La novia me gusta un puñado, no lo puedo negar; pero, ¿es hora de casarme, mamá? El casamiento es cosa seria, tú lo sabes. No ha de hacerse cochiherviti. En cuanto a la administración del ingenio, ¿crees tú que yo deba encerrarme en este desierto, cuando empiezo a gozar?
—No sabes cuánto gusto me da el oírte hablar así, hijo mío. Salomón no se expresaría con más juicio. Eso mismo le decía yo a tu padre anoche. ¿Para qué tanta prisa? Pero él es muy porfiado, testarudo y caprichoso, más que un vizcaíno. Se le ha puesto que te cases el año entrante y eso ha de ser. Tú, sin embargo, no tienes por qué apurarte ni afligirte. Como tú eres quien se casa y no tu padre, se hará el casamiento cuando convenga. Mas si bien se mira, Leonardito, tu padre no deja de tener razón. El me ha hecho sus reflexiones, y... casi, casi que me ha convencido. Porque dice: Mañana es otro día nos morimos nosotros. ¿Qué será de todo esto? ¿Qué de nuestros cuantiosos bienes? ¿qué de tus hermanas si aún no se han casado? Soltero tú no podrás cuidarlas, dirigirlas ni protegerlas. Todo andará manga por hombro, vendrán a menos los bienes cada día, y, sobre todo, se destruirá la casa que tanto trabajo nos ha costado fundar... El cree que en el primer correo de España le viene el título de Conde de La Tinaja o de Casa Gamboa. Ha dejado el nombre a la elección de su agente en Madrid. El título pasará a ti, mejor dicho, tú lo disfrutarás, pues para ti verdaderamente se ha pedido. Entonces, además que sería una vergüenza que trabajaras personalmente, como tu padre ha trabajado toda su vida, ¿qué necesidad, tampoco tendrías tú de ello? Al contrario, si nuestra muerte y el condado te encuentran casado y firmemente establecido, ¿cuán diferente no será tu suerte y la de tus hermanas? ¿Ni con quién pudieras enlazarte mejor que con Isabel que es tan buena y virtuosa? Cada vez me gusta más esa muchacha. Si yo fuera hombre me parece que la enamoraba y me casaba con ella. Por otra parte, hijo mío, ¿quién atendería esto mejor que tú que eres su dueño y que te duele? Mira, cada vez que me acuerdo que por debilidad mía... No tal, por majaderías de tu padre, se dejó tanto tiempo de Mayoral de esta finca a don Liborio, a ese bandolero, cara de hereje, me da cólera de mí misma. ¿Para qué servía ese condenado? Nada más que para enamorar las negras y desollar los negros con el cuero. Se deleitaba en dar bocabajos, según me ha contado la mujer de Moya. Tenía convertido el ingenio en un presidio. Por nada y nada cargaba de grillos al mejor negro después de arrancarle la tira del pellejo. Creo firmemente que si no le boto no me deja uno vivo. El tuvo la culpa de que se huyeran tantos; por él es fácil que se muera de pasmo todavía Julián. Le dio un bocabajo a Tomasa sabiendo que yo le servía de madrina, lo mismo que a los otros que se habían huido con ella. ¡Bárbaro! Estamos de malas. Dios quiera que el año venidero sea mejor para nosotros. Para complemento de desgracias, acaba de recibirse carta de La Habana en que participa don Melitón que desapareció Dionisio desde el día 24, y que ha oído decir lo mataron de una puñalada por el barrio de Jesús María. Descerrajó el escaparate de tu padre y se llevó la casaca, el calzón corto de paño, las medias de seda y los zapatos con hebillas de oro que usaba antes de la Constitución del año 12. ¿Qué se propuso hacer con esa ropa? ¿Venderla? Nadie se la compraría. ¿Has visto qué pícaro? ¡Qué malvado! ¡Y después de esto crea Vd. en la honradez y formalidad de los negros! Dios me perdone, pero el mejor... merece que lo quemen vivo. ¡Cuánta ingratitud contra amos tan buenos!