"Por lo cual deberían poner tasa los magistrados, a quien toca, a la codicia de los mercaderes, que ha introducido en Europa, y no menos en estas Indias, caudalosísimos empleos de esclavos, en tanto grado, que se sustentan de irlos a traer de sus tierras, ya por engaño, ya por fuerza, como quien va a caza de conejos o perdices, y los trajinan de unos puertos a otros como holandas o cariseas."

Fr. Alonso de Sandoval

Paseábase don Cándido Gamboa largo rato hacía en su escritorio, después de levantado el mantel del almuerzo, cuando entró su Mayordomo don Melitón Reventos. Venía con la cara hecha un ascua por el calor del día, las carreras desde temprano, y la satisfacción que experimentaba y que se le conocía por encima del pelo de la ropa. De modo que, advirtiéndolo el amo, paró los paseos, se quitó el tabaco de la boca y se apoyó de espaldas contra la carpeta, a fin de escuchar a sus anchas la relación de las diligencias practicadas en los baratillos y el puerto. Hasta doña Rosa, cuyo interés en el asunto cedía tan sólo ante el de su marido, acudió ganosa al escritorio; y entre los tres personajes tuvo lugar la siguiente escena.

No venía, sin embargo, dispuesto don Melitón a satisfacer de plano la ansiedad de sus señores. Creía, por el contrario, que acababa de vencer una gran dificultad, mas que había alcanzado una hazaña; y, como hombre de poco seso, se daba importancia inmerecida. Después de ir y venir arriba y abajo del escritorio recogiendo papeles, arreglando las plumas de ave en el tintero, abriendo y cerrando gavetas, se volvió para don Cándido y su esposa, que seguían sus movimientos, no poco disgustados, y dijo:

—¡Qué calor! ¿eh?

Ninguno de sus oyentes le replicó palabra, y él continuó muy satisfecho:

—Vea Vd. en Gijón. Por este mismo tiempo empieza a soplar un airecillo, que ya... Es preciso abrigarse, so pena de coger un costipado...pero esta Isla se ha hecho para los negros. Bien pudo el señor don Cristóbal haberla descubierto en otra parte, donde no hubiese tanto calor. Porque, pongo por caso, llega aquí un mozo de Castilla, o de Santander, llega robusto, con unos cachetes que parecen dos cerezas, vamos, rozagante, fuerte como un toro, y en menos de seis meses, si escapa con vida del vómito,[36] se queda escueto y desmazalado por el resto de su vida. ¡Qué tierra ésta! Sí, ¡digo a Vd. que es ésta mucha tierra!

En estos momentos sus ojos tropezaron con los de don Cándido y doña Rosa que le miraban de hito en hito, y, cual si volviera en su acuerdo, agregó en diferente tono:

—Pues, señor, me parece, sí, me parece que todo ha salido a pedir de boca.

—¡Acabáramos! dijo don Cándido respirando fuerte.

—Allá iba, prosiguió don Melitón, respondiendo antes a la intención que a la palabra de Gamboa. Allá iba, pero Vd. me conoce, señor don Cándido, y sabe que yo no soy escopeta catalana.

—No tiene Vd. que repetirlo, replicó don Cándido con énfasis.

—Al caso, terció doña Rosa en tono blando, pues conoció que iba a armarse una disputa interminable.

—Al caso, repitió el Mayordomo, entonces más en caja. Pues como decía, ha salido la cosa mejor de lo que esperábamos. Marché, ¿qué digo? partí como una saeta para el portal del Rosario y me entré de rondón en el baratillo de don José a pesar que el mozo de las vidrieras, en el portal, lo mismo que los otros dos detrás de los mostradores dentro, creyendo que iba a comprarles la tienda en peso, me tira éste del brazo, aquél de la chaqueta... Vd. sabe que ellos son bromistas y más pillos, que ya...

—Lo que sé, repuso don Cándido molesto, es que Vd. gasta una pachorra...

—Pues decía, continuó como si no hubiese oído a su amo, que me costó algún trabajillo deshacerme de esos bellacos. ¿Dónde está don José? pregunté a don Liberato. Quiero ver a don José. Traigo un recado urgente para él. ¡Chite! me dijo el mozo; ahora está muy entretenido para que Vd. le vea. Venga acá, y me llevó por la mano a la puerta del patio, y agregó:—Véale. En efecto, muy acicalado estaba y arrimadito a la pared, en interesante conversación por señas y medias palabras, con la sombra de una mujer que se entreveía a través de las persianas del balcón en el principal de la casa. Sólo vi dos ojazos como dos carbones encendidos y la punta de unos deditos de rosa asomándose de cuando en cuando por entre los listoncillos verdes. ¿Qué significa eso? pregunté a don Liberato. ¿No lo entiende Vd.? me contestó. Nuestro don José que se aprovecha de la ausencia del paisano y amigo en el campo para camelarle la hermosa dama.

Don Cándido y doña Rosa cambiaron una mirada de inteligencia y de asombro, y el primero dijo:

—Don Melitón de mis culpas ¿qué tenemos que hacer nosotros con un cuento con todos los visos de calumnia?

—¡Calumnia! repitió el Mayordomo serio. Pluguiera al cielo. Nada de eso; ya verá Vd. mis trabajos, ya. No se puede negar que es el más buen mozo que ha salido de Asturias. Y su pico de oro, porque sabe hablar, que ya... Es cosa notoria que ahora años, cuando el sistema constitucional, le comparaban con el divino Argüelles, y una vez le pasearon en triunfo en esos mismos portales de la Plaza Vieja. Y, con perdón de la señora doña Rosa, todo eso le peta mucho a las mujeres, y la Gabriela que es joven y bella... ya, ya. La intención, las ausencias del marido, las galanterías, el diablo que nunca duerme...

—Don Melitón, saltó otra vez Gamboa muy molesto, ¿de quién nos habla Vd.?

—¡Toma! Pues creía que me estaba Vd. atento. Le hablo de don José, mi paisano, y de la Gabriela Arenas. No parece hija del país por lo blanca y rosada.

Doña Rosa, que era criolla y que no lo tenía a menos, se sonrió al oír la grosería de su Mayordomo, el cual prosiguió:

—Pues el señor don José ni me hizo caso, sino que le dijo de muy mal humor a don Liberato:—despache Vd. a ese mozo y no permita que me molesten. Al punto nos pusimos a revolver los entrepaños y las cajas, y con mucho trabajo conseguimos tres líos de mudas de ropa, de 50 pares cada uno. No era bastante. Corrí al baratillo de Mañero, donde sólo había 30 mudas. Sabe Vd. que por esta época empiezan las refacciones de los ingenios, según se dice aquí. Los que se proveen por tierra, se adelantan hasta dos meses. Las carretas echan semanas en andar cualquier distancia, con que escasea la ropa hecha de los esclavos. Pues como decía, del baratillo de Mañero pasé al del vizcaíno ese... Martiartu, donde Aldama estuvo de mozo. Ahí conseguí 60 mudas más, y por no perder tiempo y porque juzgué que serían suficientes, llamé a un carretonero, cargué con todos los bultos y andando, andando para el muelle de Caballería, hice cinco líos, los até con unos cordeles, y al avío... Pero cate Vd. que al pasar por delante de la casilla del resguardo, sale el hombre y detiene la mula por la brida.—¿Cómo se entiende? ¿Qué hace Vd.? le grité encolerizado.—Se entiende, me dijo él con mucha sorna, que si Vd. no trae guía, para embarcar estos efectos, yo no los dejo pasar.—Guía, guía, le dije. ¿Para qué diablos ese requisito? Estos líos no son para embarcar a ninguna parte. Son esquifaciones.—Sean lo que fueren, prosiguió el hombre sin soltar la presa. La guía al canto o no hay paso.—¿Qué quería Vd. que hiciera en semejante aprieto? Eran pasadas las once. Ya había oído yo el reloj de la Aduana. Me registré los bolsillos, encontré un dobloncejo de a dos, le saqué, se lo puse en la mano al carabinero, diciéndole: Vaya la guía, hombre; y sin más ni más soltó las bridas y dio paso franco. La cara del rey posee magia.

—Eso es, dijo don Cándido en tono de aprobación.

—Pues es claro, añadió el Mayordomo satisfecho. Para ciertas gentes no hay mejor lenguaje. Mas aquí no pararon mis trabajos. Llegados al muelle, allí estaba el botero. ¿Sabe Vd. que el hombre es listo? En un santiamén descargamos el carretón y luego dimos con los líos en el bote. Tomé el timón bajo la carroza, y a viaje. Viramos, y en poco más que lo cuento nos pusimos en Casa Blanca, a vela y remo. Opuesto estaba el famoso bergantín sobre las anclas y con la proa para Regla, tan ufano y orgulloso cual si libre cortara las aguas del océano y no se hallara cautivo de los perros ingleses. En la cubierta se paseaban varios soldados de marina; algunos de los cuales me pareció que no era de los nuestros; pero alcancé a ver el cocinero Felipillo hacia popa, quien no tardó en conocerme y hacerme señas de que no atracara por el costado de estribor, sino por el de babor, hacia la parte de tierra. Así se hizo, corriendo a un largo la vuelta de Triscornia y luego virando por redondo a ganar la popa del bergantín, bajo la cual nos acoramos, y como quien no quiere la cosa, bonitamente fuimos metiendo lío tras lío por un ventanillo, donde el cocinero los recibía con toda seguridad.

—¡Vamos! exclamó don Cándido en un arranque de entusiasmo, rarísimo en sujeto tan grave. Esa sí que estuvo buena. ¡Magnífico!, don Melitón. Ya se puede dar por seguro que al menos se salvará una buena parte del cargamento y habrá para cubrir los gastos. No todo se ha perdido. Hecho, hecho.

Bien quisiera doña Rosa participar de la alegría y entusiasmo de su marido; pero sucedía que ella no entendía jota del bien que pudiera traer a la salvación del cargamento del bergantín Veloz, el hecho de haber introducido a hurtadillas por un ventanillo de popa, las mudas de ropa nueva compradas por don Melitón en los baratillos de los portales de la Plaza Vieja. Así es que se contentó con mirar primero a uno y luego al otro de sus interlocutores, como si les pidiera una explicación. Entendiolo así Gamboa, porque continuó con la misma animación:

—Ciego el que no ve en día tan claro. Rosa, ¿no comprendes que si vestimos de limpio los bultos pueden pasar por ladinos, venidos de... de Puerto Rico, de cualquier parte, menos de África? ¿Estás? No todo se ha de decir. Estos son secretos... porque... hecha la ley, hecha la trampa. Reventos, agregó con volubilidad, que le den de almorzar. Rosa, a Tirso que le sirva el almuerzo... Debe traer hambre canina, y además, quizás tenga que volver a salir. Por lo que a mí toca, a la una debo estar en casa de Gómez, quien me espera en compañía de Madrazo, de Mañero... Vaya (empujando suavemente por el hombro a su Mayordomo), despache.

—Corriendito, contestó él. No necesito que me rueguen. Apuradamente, tengo un hambre que ya... ¿Pues no ando de ceca en meca desde las nueve de la mañana? Ya, ya... Se la doy al más pintado. Lo extraño sería que no sintiese una gazuza, que ya...

Hacia el medio día don Cándido, que había hecho venir al barbero para que le afeitase, estaba listo para salir, y el quitrín le esperaba a la puerta. Antonia, su hija mayor, le puso la corbata blanca con puntas bordadas y colgantes, untándole aceite de Macastar, de olor fuerte, especie de esencia de clavo, muy generalizado entonces, y peinándole a la Napoleón, es decir, con la punta del pelo traída sobre la frente hasta tocar casi la unión de las cejas y la nariz. Adela le trajo la caña de Indias con puño de oro y regatón de plata, y Tirso, que andaba por allí, viéndole desdoblar la gran vejiga de los cigarros, le acercó el braserillo. De seguidas, medio envuelto en la nube azulosa de su exquisito habano, sin sonreírse ni decir palabra a ninguno de su familia, salió con aire majestuoso por el zaguán a la calle y se metió en el carruaje.

—¡A la Punta! fue lo único que dijo en su voz bronca al viejo calesero Pío.

No era un enigma este brevísimo lenguaje para el anciano calesero. Significaba que debía dirigirse al trote a casa de don Joaquín Gómez, que entonces vivía en aquel pedazo de calle frente a una cortina de la muralla que da hacia la entrada del puerto.

Allí esperaban el amo de la casa, el hacendado Madrazo y el comerciante Mañero. Este último era el más inteligente de los cuatro; se ocupaba en importar géneros y quincalla de Europa, que vendía a plazos a mercaderes de la plaza. Aquel era un medio muy tardío de hacer fortuna, fuera de que los vendedores no siempre cumplían exactamente con sus compromisos, de que resultaban pérdidas en vez de ganancias. Mañero, por esto, como otros muchos paisanos suyos, había emprendido en las expediciones a la costa de África, hasta allí con mejor suerte que en el comercio de géneros.

Al salir, como salieron a poco para el palacio del Capitán General, Gómez dijo a Mañero que llevara la palabra, cosa que aprobaron de la mejor gana Madrazo y Gamboa, reconociéndose incapaces para desempeñar el papel de orador siquiera con mediano lucimiento. Las dos de la tarde serían cuando entraban ellos por el ancho y elevadísimo pórtico de ese edificio que, según se sabe, ocupa todo el frente de la Plaza de Armas. A aquella hora estaba lleno de gente no por cierto del mejor pelaje, aunque no podía calificársele, en general, como de la clase del pueblo bajo de Cuba. El movimiento era incesante y activo. El rumor de pasos y de voces ruidoso y aún chillón. Unos iban, otros venían, observándose que los que más agilidad mostraban, mozos en su mayoría y nada atildados en su porte ni en su traje, llevaban debajo del brazo izquierdo, doblados por la mitad en sentido longitudinal, unos legajos de papeles del folio español. Por lo común entraban en o salían de los cuartos o covachuelas, que dicen en Cuba accesorias, cuya única puerta y acaso ventana daban al pórtico, al ras del piso de chinas pelonas de que estaba formado. A la primera ojeada, era de advertirse que esa multitud de gente no acudía a solazarse ni por mera curiosidad; porque se distribuía en grupos y corrillos más o menos numerosos, en los cuales se hablaba a voz en cuello, mejor, a veces se gritaba, acompañando siempre la acción a la palabra como si se discutieran asuntos de gran importancia, o que mucho interesaban a los principales actores. Desde luego, puede asegurarse que no se trataba de política; estaba absolutamente prohibido, y el derecho de reunión no se practicaba en Cuba desde al año de 1824 en que acabó el segundo período del sistema constitucional. Y sin embargo, aquel era un Congreso en toda forma.

Mientras esto pasaba en medio del pórtico, arrimado a una de las macizas y gruesas columnas, se veía un grupo compuesto de una negra y cuatro niños de color, el mayor de doce años de edad, la menor una mulatica de 7, todos cosidos a la falda de la primera, la cual tenía la cabeza doblada sobre el pecho y cubierto con una manta de algodón. Enfrente de este melancólico grupo se hallaba un negro en mangas de camisa, y a su lado un hombre blanco, vestido decentemente, quien leía en voz baja de un legajo de papeles abiertos, que a guisa de libro sostenía en ambas manos, y el primero repetía en voz alta, concluyendo siempre con la fórmula:

—Se han de rematar: éste es el último pregón. ¿No hay quien dé más?

Cada una de estas palabras parecía herir, como con un cuchillo, el corazón de la pobre mujer, porque procuraba ocultar la cabeza más y más bajo los pliegues del pañolón, temblaba toda y se le cosían a la falda los hermosos niños. Llamó el grupo o la escena aquella la atención de Mañero, se la indicó con el dedo a Gómez, y le dijo al paño:—¿Ves? Farsa, farsa. El remate ya está hecho aquí (señalando entonces para una de las covachuelas a su derecha). Pero, tate, agregó dándose una palmada en la frente y tocándole después en el hombro a Madrazo, que iba por delante al par de Gamboa, ¿pues no es esa negra la María de la O de Marzán que tú tenías hace tiempo en depósito judicialmente? Yo que tú la remataba con sus cuatro hijos. Dentro de unos pocos años valen ellos cuatro tantos lo que te cuesten con la madre ahora.

—¿Qué sabes tú si no la ha rematado ya? observó Gómez con naturalidad.

—¿Interesa a ustedes el asunto? dijo Madrazo desazonado, contestando a Gómez y a Mañero.

—Me intereso por ti y por la mulatica, repuso este último con malicia, dándole un buen codazo a su compañero. La madre de los chicos es excelente cocinera, lo sé por experiencia propia, y luego la chica... Sobre que se me figura mucho a su padre.

—A Marzán querrás decir, dijo Madrazo.

—¡Ba! No. ¿Cuánto tiempo hace del pleito de Marzán con don Diego del Revollar y del depósito de los negros del primero en tu ingenio de Manimán? preguntó Mañero con aparente sencillez.

—Cerca de ocho años, dijo Gómez. Marzán es curro y del Revollar montañés como nosotros, y siempre han vivido como perro y gato en sus cafetales del Cuzco.

—No creo que hace tanto tiempo, interpuso Madrazo.

—Sea como fuere, continuó Mañero, el caso es que la chicuela esa de padre blanco y madre negra no tiene arriba de siete años de edad y...

No continuó Mañero, porque en aquel instante se acercó a Madrazo un hombre sin sombrero, le tocó en el brazo, le llamó por su nombre y le atrajo a una de las covachuelas de que antes hemos hablado. Madrazo con la mano abierta indicó a sus amigos que le esperaran, y desapareció entre la multitud de gente, casi toda a pie, que llenaba la pieza.

—¿No se los decía? añadió Mañero hablando con Gómez y Gamboa. Madrazo ha hecho el remate de María de la O con sus cuatro hijos, uno de los cuales, o el diablo me lleve o es la mismísima efigie del rematador, y el pregón no ha sido una farsa para guardar las apariencias y mostrar imparcialidad con el amigo Marzán. Al fin tiene entrañas de padre y se porta como buen amo: no habrá extrañamiento ni dispersión de la familia.

Según debe haberlo comprendido el lector avisado, aquellas eran las escribanías públicas de la jurisdicción judicial de La Habana. Componíanse de un saloncito cuadrilongo con puerta al pórtico y ventana de rejas de hierro al patio del palacio de la Capitanía General de Cuba. Eran unas diez o doce al frente, unas tres más había en el costado del norte o calle de O'Reilly y otras tantas o más en la de Mercaderes, entre éstas la de hipotecas. De medio día a las tres bajaba la audiencia, como se decía allí, y los oficiales de causa, junto con los procuradores, que venían a tomar nota de los autos en los pleitos a su cargo, los escribanos que daban fe, uno u otro abogado de poca clientela y aún bachilleres en derecho que comenzaban la práctica de los juicios por su propia cuenta, llenaban las escribanías hasta el exceso. Fuera de esto, el cuarto no era nada amplio y estaba flanqueado de mesas cargadas de tinta y de papeles o procesos, y detrás de ellas, arrimados a las paredes, había anchos y altos armarios, con redes de alambre o cuerda por puertas para que se viesen entre sus entrepaños los numerosos protocolos forrados de pergamino cual códices de antiguas bibliotecas.

El hombre sin sombrero llevó a Madrazo a la derecha de la escribanía, ante la primera mesa, algo más grande y decente que las demás, pues tenía barandilla, y el tintero se conocía que era de plomo, es decir, que no estaba tan cargado de tinta. El individuo que ocupaba una silla de vaqueta detrás de dicha mesa, se puso en pie lleno de respeto luego que vio al hacendado, le saludó con amabilidad y en voz alta pidió los autos de Revollar contra Marzán. Traídos por el hombre del pregón y abiertos por una hoja que estaba doblada longitudinalmente, apuntó con el índice de la mano izquierda para una providencia compuesta de unos pocos renglones manuscritos, y dijo a Madrazo que pusiera debajo su firma. Hízolo así éste, con una pluma de ganso que le alcanzó el escribano, y saludando, fuese enseguida a reunirse con sus compañeros.

Capítulo VIII

Hecha la ley, hecha la trampa.

Proverbio castellano.

Mira, como se sabe, hacia la Plaza de Armas o el Este el frontispicio del palacio de la Capitanía General de Cuba. La entrada es amplia, especie de zaguán, con cuartos a ambos lados, cuyas puertas abren al mismo, y sirven, el de la izquierda para el oficial de guardia, el de la derecha para cuartel del piquete. Los fusiles de los soldados descansaban en su astillero, mientras la centinela, con el arma al brazo, se paseaba por delante de la puerta.

Tenía Mañero formas varoniles, maneras distinguidas y vestía traje de etiqueta, como que debía presentarse con decencia ante la primera autoridad de la Isla. No era, pues, mucho tomarle, a primera vista, por un gran personaje. Además, habiendo servido en la milicia nacional durante el sitio de Cádiz por el ejército francés en 1823, había adquirido aire militar, al que daba mayor realce el cabo de una cinta roja con crucecita de oro, que solía llevar en el segundo ojal del frac negro. Luego que Madrazo se reunió con sus amigos, Mañero se volvió de pronto y a su cabeza marchó derecho a la entrada del palacio.

Reparó entonces en él la centinela, cuadróse, presentó el arma y gritó:

—¡La guardia! El Excelentísimo Señor Intendente.

Armáronse en un instante los soldados de facción con su caña hueca, púsose a su cabeza el oficial con la espada desnuda, y la caja empezó a tocar llamada. El grito de la centinela y el movimiento de los soldados llamaron la atención de Mañero y de sus amigos, los cuales, a fin de despejar el campo, apresuraron el paso; pero como les presentasen armas y el oficial hiciese el saludo de ordenanza, comprendieron que uno de ellos, el que marchaba delante, había sido tomado por el Superintendente de Hacienda, don Claudio Martínez de Pinillos, con quien, en efecto, tenía alguna semejanza. No tardó, sin embargo, en reconocer el error el oficial de guardia, y en su enojo mandó relevar la centinela y que guardara arresto en el cuartel, por el resto del día.

Los cuatro amigos entonces, reprimiendo la risa para no excitar más la cólera del teniente de facción, emprendieron la subida de la ancha escalera del palacio. Una vez en los espaciosos corredores, a la desfilada y con sombrero en mano, se dirigieron a la puerta del salón llamado de los Gobernadores. En ella estaba constituido un negro de aspecto respetable, quien a la vista de los extraños que se acercaban, se puso en pie y se les atravesó en el camino, como para pedirles el santo y seña.

En pocas palabras le manifestó Mañero el objeto de la embajada; pero antes que el negro replicase, se presentó un ayudante del Capitán General, e informó que S. E. no se hallaba en el palacio sino en el patio de la Fuerza, probando la calidad de un par de gallos finos o ingleses que había recibido de regalo de la Vuelta-Abajo recientemente.

—No tengan Vds. reparo en ir a verle allá, si urge el asunto que les trae a su presencia, añadió el ayudante notando la incertidumbre de los recienvenidos; porque S. E. suele dar audiencia en medio de sus gallos de pelea, hasta al general de marina, a los cónsules extranjeros...

Aunque la cosa urgía sin duda, pues iba a reunirse pronto la comisión mixta para dar un fallo decisivo sobre si eran buena presa el bergantín Veloz y su cargamento, o no, gran alivio experimentaron Gómez Madrazo y Gamboa especialmente, así que se convencieron de que podía verificarse la entrevista con el Capitán General algo después y en sitio menos aristocrático e imponente que su palacio. Entre la Fuerza y la Intendencia de Hacienda, detrás de los pabellones en que más adelante se estableció la escribanía de la misma, había y hay un patio o plaza, dependencia del primero de estos edificios, donde el Capitán General don Francisco Dionisio Vives había hecho construir en toda forma una valla o reñidero de gallos con su piso de serrín, galería de bancos para los espectadores, en suma, una verdadera gallería. Allí se cuidaban y se adestraban hasta dos docenas de gallos ingleses, que son los más pugnaces, producto de crías famosas de la Isla y regalos todos que de tiempo en tiempo habían hecho al general Vives individuos particulares, bien conocida como era de todos su afición a las riñas de esa especie. Y allí tenían efecto también éstas de cuando en cuando, sobre todo, siempre que se le antojaba a S. E. obsequiar a sus amigos y subalternos con uno de esos espectáculos que, si no bárbaro como el de las corridas de toros, no dejan de ser crueles y sangrientos.

El individuo a cuyo cargo corría el cuidado y doctrina de los gallos del Capitán General de Cuba, era hombre de historia, como suele decirse. Le llamaban Padrón. Había cometido un homicidio alevoso, según decían unos; en defensa propia según otros; lo cierto es que, preso, encausado y condenado a presidio en La Habana, mediante los ruegos y representaciones de una hermana suya, joven y no mal parecida, y la influencia del Marqués don Pedro Calvo, que le abrigaba y protegía, vista su habilidad en el manejo de los gallos finos, Vives le hizo quitar los grillos y le llevó al patio de la Fuerza donde, a tiempo que cuidaba de la gallería de S. E., podía cumplir el término de su condena, sin el mal ejemplo ni los trabajos del presidio. Quieren decir que Padrón había cometido otras picardihuelas además del homicidio dicho y que los parientes del muerto habían jurado eterna venganza contra el matador. Pero ¿quién se atrevía a sacarle del patio de la Fuerza, ni del amparo del Capitán General de la Isla? Padrón, pues, el penado Padrón, sin hipérbole, se hallaba allí protegido por una doble fuerza.

En el patio de aquélla de que ahora hablamos, se presentaron sin anunciarse, con sombrero en mano y el cuerpo arqueado, en señal de profundo respeto, nuestros conocidos, los asendereados tratantes en esclavos, Mañero y amigos. Ya los habían precedido en el mismo sitio varios personajes de cuenta, entre otros el comandante de marina Laborde, el mayor de plaza Zurita, el teniente de rey Cadaval, el coronel del regimiento Fijo de La Habana Córdoba, el castellano del Morro Molina, el célebre médico Montes de Oca, y otros de menor cuantía. Con excepción de Laborde, Cadaval, Molina y un negro joven que ceñía sable y lucía dos charreteras doradas en los hombros de su chaqueta de paño, los demás se mantenían a respetable distancia del Capitán General Vives, quien a la sazón se hallaba arrimado a un pilar de madera que sostenía el techo de la valla por la parte de fuera de las graderías.

La atención de este personaje estaba toda concentrada en las carreras y revuelos de un gallo cobrizo y muy arriscado, al cual Padrón provocaba hasta el furor, dejando que otro gallo que tenía por los encuentros en la mano izquierda le pegara de cuando en cuando un picotazo en la cabeza rapada y roja como sangre. Vestía Padrón a la usanza guajira, quiere decirse: de camisa blanca y pantalón de listas azules ceñido a la cintura por detrás con una hebilla de plata, que recogía las dos tiras en que remataba la pretina. No sabemos si por dolencia, por abrigo o por costumbre, tenía la cabeza envuelta en un pañuelo de hilo a cuadros, cuyas puntas formaban una lazada sobre la nuca. Los zapatos de vaqueta apenas le cubrían los pies pequeños y el empeine arqueado como de mujer, y sin calcetines. Por respeto sin duda al Capitán General, sujetaba el sombrero de paja con la mano derecha, apoyada por el dorso en la espalda. Era de talla mediana, enjuto, musculoso, fuerte, pálido, de facciones menudas, y podía contar 34 años de edad.

No era mucho más aventajada la talla del Capitán General don Francisco Dionisio Vives, el cual vestía frac negro de paño, sobre chaleco blanco de piqué, pantalones de mahón o nankín y sombrero redondo de castor, siendo el único distintivo del rango que ocupaba en el ejército español y en la gobernación político-militar de la colonia, la ancha y pesada faja de seda roja con que se ceñía el abdomen por encima del chaleco. Ni en su aspecto ni en su porte había nada que revelara al militar. En la época de que hablamos podía tener él cincuenta años de edad. Era de mediana estatura, como ya se ha indicado, bastante enjuto de carnes, aunque de formas redondeadas, como de persona que no había llevado una vida muy activa. Tenía el rostro más largo que ancho, casi cuadrado; las facciones regulares, los ojos claros, el cutis fino y blanco, el cabello crespo y negro todavía, y no llevaba bigote, ni más pie de barba a la clérigo. Sí, aquel hombre no tenía nada de guerrero, y, sin embargo, su rey le había confiado el mando en jefe de la mayor de sus colonias insulares en América, precisamente cuando parecían más próximos a romperse los tenues y anómalos lazos que aún la tenían sujeta al trono de su metrópolis.

Aunque la traición de don Agustín Ferrety había puesto en manos de Vives sin mayor dificultad los principales caudillos de la conspiración conocida por los Soles de Bolívar en 1826, muchos afiliados de menos metas, si bien no menos audaces, pudieron escapar al Continente y desde allá, por medio de emisarios celosos, mantenían viva la esperanza de los partidarios de la independencia en la Isla y llevaban la zozobra al ánimo de las autoridades de la misma.

La prensa había enmudecido desde 1824, no existía la milicia ciudadana, los ayuntamientos habían dejado de ser cuerpos populares, y no quedaba ni la sombra de libertad, pues por decreto de 1825 se declaró el país en estado de sitio, instituyéndose la Comisión Militar permanente. El paso repentino de las más amplias franquicias a la más opresiva de las tiranías, fue harto rudo para no engendrar, como engendró, un profundo descontento y un malestar general, con tanto más motivo cuanto que en los dos cortos períodos constitucionales el pueblo se había acostumbrado a las luchas de la vida política. Privado de esa atmósfera acudió con más ahinco que antes a las reuniones de las sociedades secretas, muchas de las cuales aún existían a fines del año de 1830, no habiéndolas podido suprimir el gobierno con la misma facilidad que había suprimido las garantías constitucionales. La conspiración fue desde allí un estado normal y permanente de una buena parte de la juventud cubana. Tomaba creces y se extendía a casi todas las clases sociales la agitación más intensa en las grandes poblaciones, tales como La Habana, Matanzas, Puerto Príncipe, Bayamo y Santiago de Cuba.

En todas ellas hubo más o menos alborotos y demostraciones de resistencia, porque tardó algún tiempo antes que el pueblo doblara la cerviz y se sometiera al yugo de la tiranía colonial. Numerosas prisiones se habían efectuado en todas partes de la Isla, saliendo de ellas para el extranjero cuantos pudieron eludir la vigilancia de la policía, muy obtusa y de organización deficiente entonces.

A todas éstas la metrópolis no tenía marina de guerra digna de este nombre; se reducía a unos pocos buques de vela viejos, pesados y casi podridos. Con excepción de La Habana, no había verdaderas plazas fortificadas. Muy escasa era la guarnición veterana, y sobre escasa había cundido en sus filas la insubordinación. Componíase de cumplidos y de capitulados de México y Costa-Firme, y ni todos sus jefes generales eran españoles; los había también naturales del país o criollos en las tres armas, y éstos nunca podían inspirar confianza al más suspicaz de los gobiernos que ha tenido España, si se exceptúa el de Felipe II.

Por otra parte, el desorden de la administración de la colonia, la penuria del erario, la venalidad y la corrupción de los jueces y de los empleados, la desmoralización de las costumbres y el atraso general, se combinaban para amenazar de muerte aquella sociedad que ya venía trabajada por toda suerte de males de muchos años de desgobierno. Durante los seis que duró el mando de Vives, ni la vida, ni la propiedad estaban seguras, así en las poblaciones como en los campos. De éstos se enseñoreaban cuadrillas de bandoleros feroces que todo lo ponían a sangre y fuego. En los mares circunvecinos cruzaban triunfantes los corsarios de las colonias que acababan de emanciparse y destruían el mezquino comercio de Cuba. En las islitas adyacentes se abrigaban piratas que para ejercer el contrabando apresaban los buques escapados de los corsarios y, después de robarles, mataban a los tripulantes y hacían desaparecer toda huella del crimen con el fuego.

Tal era, en resumen, el estado de cosas en la isla de Cuba hasta bien entrado el año de 1828. Y es perfectamente claro que, sin la oficiosa intervención de los Estados Unidos en 1826, se habría llevado a efecto la invasión de las dos Antillas españolas por las fuerzas combinadas de México y de Colombia, de acuerdo con los planes de Bolívar y los deseos de los cubanos, una diputación de los cuales fue a encontrarle con ese objeto cuando volvía vencedor de los famosos campos de Ayacucho. Suceso éste que, realizado, infaliblemente hubiera sido el golpe de gracia al dominio español en el Nuevo Mundo. En tan críticas circunstancias, al menos para neutralizar las maquinaciones de los enemigos de España en el interior de la colonia, se requerían las artimañas de un diplomático más bien que la espada de un guerrero; un hombre de astucia y de doblez, más bien que de acción; un hombre de intriga, más bien que de violencia; un gobernante humano por política, más bien que severo por índole; un Maquiavelo, más bien que un duque de Alba, y Vives fue ese hombre: escogido con grande acierto por el más despótico de los gobiernos que ha tenido España en lo que va del presente siglo, para la gobernación de Cuba.

Mucho se alegró don Cándido Gamboa de encontrarse un conocido en el grupo de los cortesanos que venían a saludar al Capitán General en su gallería del patio de la Fuerza. El aspecto de ese sujeto no prevenía nada en su favor, porque sobre ser de baja estatura y raquítico, llevaba la cabeza metida entre los hombros, tenía la cara larga y el color aceitunado, como la persona muy biliosa, siendo su desaliño general, casi repugnante. En sus ojos chicos y de hondas cuencas había, sin embargo, bastante para redimir las faltas y las sobras del cuerpo y del semblante, había fuego e inteligencia. Al saludarle don Cándido, le dio el título de Doctor.

—¿Cómo está Vd.? contestó él en voz chillona y risa que bien pudiera llamarse fría.

Para ello tuvo que levantar la cabeza, porque su interlocutor le sacaba dos palmos, por lo menos, de altura.

—Bien, si no fueran los trotes en que sin quererlo me veo ahora metido.

—Y ¿qué troles son esos? preguntó el Doctor como por mero cumplimiento.

—¡Toma! ¿Pues no sabe Vd. que los perros de los ingleses nos acaban de apresar un bergantín bajo los fuegos del torreón del Mariel, como quien dice en nuestras barbas, so pretexto de que era un buque negrero, procedente de Guinea? Pero esta vez se han llevado solemne chasco: el bergantín no venía de África, sino de Puerto Rico, y no con negros bozales, sino ladinos.

—¡Qué me dice Vd.! Nada sabía. Bien que con los enfermos, no tengo tiempo aun para rascarme la cabeza, cuánto más para averiguar noticias que no me tocan de cerca. Aunque si he de decir a Vd. la verdad, si a alguno le causa perjuicio el celo exagerado de los ingleses es a mí, pues harta falta me hacen brazos para mi cafetal del Aguacate.

—¿Y a quién no le hacen falta? Eso es lo que todos los hacendados necesitamos como el pan. Sin brazos se arruinan nuestros ingenios y cafetales. Y tal parece que es lo que buscan esos judíos ingleses, que Dios confunda. ¿No le parece a Vd., Doctor, que el Capitán General, sobre este punto es de la misma opinión que nosotros?

—¡Hombre! Acerca de este particular no le he oído expresarse.

—Ya, pero pudiera ser que Vd. le hubiese oído declamar...

—¿Contra los ingleses? interpuso el Doctor. Mucho que sí. Por cierto que Tolmé le carga y a duras penas le sufre sus impertinencias y desmanes.

—Eso, eso, repitió Gamboa alegre. No en vano se dice que Vd. tiene vara alta con S. E.

—¿Sí? ¿Tal se corre? dijo el Doctor con muestras de que la especie halagaba no poco su vanidad. Es cierto que le merezco a S. E. una buena voluntad y aun distinción; pero nada de extraño tiene porque yo soy el médico de él y de su familia desde que vinieron de España, y por otra parte, es cosa sabida su llaneza. Me distingue bastante, mucho.

—Lo sé, lo oigo repetir a distintas personas y por lo mismo, estaba pensando, me ocurre, mejor dicho, que, como Vd. se prestase a ejercer su influjo todavía podríamos jugarle una buena pasada a los ingleses y dejarlos con tamaño palmo de narices. Estoy seguro que tampoco le pesaría a Vd., amigo Doctor, el darnos la mano en este aprieto.

—No lo entiendo. Explíquese Vd., don Cándido.

—Hágase Vd. el cargo, Doctor, que la expedición apresada por los ingleses, salvada íntegra, nos vale a nosotros los dueños de ella, por lo bajo dieciocho mil onzas de oro, libres de polvo y paja. En caso de perderse la mitad, todavía nos deja una ganancia líquida de nueve mil, que no es ningún grano de anís. Con que vea Vd. si podemos ser liberales con el que nos ayude. Escogería Vd. mismo media docena de mulecones entre la partida, que es de lo mejor que viene de la costa de Gallinas, y no le costaría sino el trabajo de...

—Aún no entiendo jota, señor don Cándido.

—Pues me explicaré más. La expedición consta de unos 500 bultos, 300 de los cuales es posible hacerlos pasar por ladinos importados de Puerto Rico, habiéndose remitido a bordo, desde esta mañana, sobre 400 mudas de ropa de cañamazo. Ahora bien, si S. E. es de parecer que tenemos necesidad de brazos para cultivar los campos, y que no debe permitirse que los ingleses destruyan nuestra riqueza agrícola, es claro que, como haya quien le hable y le pinte bien el caso, no podrá menos de ponerse de nuestra parte. Una palabra suya al señor don Juan Montalvo, de la comisión mixta, bastaría a decidir el pleito en favor nuestro; y ya ve Vd. si nos sería fácil ser liberales con... Además, cinco o seis bozales no van a ninguna banda, ni nos harían más ricos ni más pobres a nosotros los armadores, que por todos somos ocho... ¿Comprende Vd. ahora mi idea?

—Claro que sí. Cuente Vd. con que pondré de mi parte cuanto esté en mi mano, aunque no me estimula tanto la oferta de Vd. como el deseo de servirle y de contribuir al castigo de la ambición y malas intenciones de los ingleses. Supongo que Vd. viene a hablar con S. E. sobre el asunto.

—Si, vengo a eso con mis amigos Gómez, Mañero y Madrazo. Creo que Vd. los conoce.

—Conozco de oídas a Madrazo, cuyo ingenio de Manimán está en la misma jurisdicción de Bahía Honda que mi cafetal del Aguacate.

—Pues bien, ellos y los otros interesados estarán y pasarán por todo lo que yo acuerde con Vd. Si Vd. cree que S. E. acepte un regalito de unos cuantos centenares de onzas...

—Deje Vd. eso a mi cargo. Yo sé como entrarle a S. E. Le hablaré esta noche misma. Véanle Vds. primero. Y ahora que me acuerdo, ¿qué se hizo de la chica aquélla?...

—¿Cuál? No atino, dijo Gamboa poniéndose colorado.

—Pobre memoria tiene Vd., según parece. Bien que de eso hace ya algún tiempo, pero Vd. estaba muy interesado, pues me recomendó mucho la asistencia de la chica.

—Ya ése es otro cantar... En Paula...

—¿Cómo en Paula? ¿Enferma?

—Peor que eso, Doctor. Creo que ha perdido el juicio sin remedio.

—¡Qué me cuenta Vd.! ¿Tan joven?

—No tanto.

—Jovencita, digo. Veamos, ¿qué tiempo hace? Dieciséis o diecisiete años. Fue en 1812 ó 1813. Sí, estoy seguro. No puede ser más joven.

—¿Pues no se refería Vd. a la madre?

—Pregunto por la chica, la que conocí en la Real Casa Cuna. Prometía ser un pimpollo cuando grande.

—Ya, acabáramos para mañana. El enredo nace de que tengo por chica cualquier moza, como sea de pocos años, y la madre, en rigor, no pertenece a esa categoría.

—Recordará Vd., dijo el Doctor, que yo no curaba a la mujer que Vd. dice, sino Rosaín, aunque me consultó varias veces el caso. No tenía idea de que la enferma del callejón de San Juan de Dios tuviese nada que ver con la chica de la Real Casa Cuna. Ahora me desengaño. Padecía de fiebre puerperal en combinación con una meningitis aguda...

En este punto Gamboa cortó bruscamente la conversación y volvió a reunirse con sus amigos, y Mañero le preguntó:

—¿Qué ha sido ello? ¿Gato encerrado?

—No, gata, replicó Gamboa prontamente.

—Lo presumía, dijo Mañero con naturalidad. Tú fuiste siempre aficionado a las empresas gatunas. Pero ¿quién es con mil de a caballo ese hombrecito que llamas Doctor?

—Pues qué, ¿no le conoces, hombre?... El Doctor don Tomás de Montes de Oca.

—Le había oído mentar. No le había visto la facha, sin embargo. Figura asaz ridícula, y ainda mais...[37]

—Buen medido y diestra cuchilla.

—Dios me libre de sus manos.

—Es el que cura a la familia del Capitán General.

En este punto se notó un movimiento en el grupo de las personas que rodeaban a ese personaje más de cerca, cesando desde luego los diálogos en voz baja de las más distantes. Padrón había llevado los gallos a sus respectivas casillas, y Vives saludaba afectuosamente a Laborde, a Cadaval, a Zurita, a Molina y a Córdoba, pasando de uno a otro hasta que llegó al joven negro, arriba mencionado, a quien dijo, sin darle la mano ni más saludarle:

—Tondá, preséntate en Secretaría a recibir órdenes.

Tenemos que hacer un paréntesis en este punto, para decir dos palabras acerca de Tondá. Era el protegido del Capitán General Vives, quien le sacó de la milicia de color donde tenía el grado de teniente, y después de ascenderle a capitán, previa la venia de S. E. el rey, de facultarle para usar el don y ceñir sable, le dio comisión para perseguir criminales de color en las afueras de la ciudad, sin duda por aquello de que no hay peor cuña que la del mismo palo.

Y en este caso, como en otros muchos que pudieran citarse, se echaron bien de ver el tacto y tino con que solía Vives escoger sus hombres. Parece ocioso agregar que el protegido llegó en breve a distinguirse por su actividad, celo y astucia en la averiguación de los crímenes, la persecución y captura de los criminales. En estas empresas difíciles cuanto riesgosas, le ayudaron mucho su juventud y robustez, su presencia, que era gallarda, su educación regular, sus finas maneras y modesto porte, en fin, su valor sereno, que a veces llevaba hasta la temeridad; prendas éstas que al paso que le ganaron la admiración de las mujeres, le dieron ascendencia mágica en el ánimo fantasioso de las gentes de su raza. Y como a menudo acontece con los personajes novelescos, el pueblo le compuso y dedicó canciones y danzas alusivas a sus hechos más notables, y le dio un apodo que de tal modo ha oscurecido, apagado su nombre patronímico, que hoy, al cabo de cuarenta años, sólo podemos decir que le llamaban Tondá.

Empleado activo y leal, tardó en cumplir la orden recibida lo que tardó en pasar del patio de la Fuerza a los entresuelos del palacio de la Capitanía General. Desempeñaba entonces la secretaría política don José M. de la Torre y Cárdenas. Este, aunque recibió a Tondá con semblante risueño, no le brindó asiento, ni a derechas contestó a su respetuoso saludo; sólo se ocupó de decirle que en la noche anterior, por parte del Comisario del barrio de Guadalupe, Barredo, se sabía que se había cometido un crimen atroz en la calle de Manrique esquina a la de la Estrella, y que S. E. deseaba se hiciese la pronta averiguación del hecho, a fin de descubrir el autor o autores, y se pudiera perseguirlos sin descanso hasta capturarlos y entregarlos a los tribunales; porque estaba empeñado en hacer un señalado escarmiento.

Enseguida le llegó su turno a los de la comisión, y Mañero expresó su embajada lisa y llanamente, reducida a decir que no procedía en ley ni en justicia se declarase buena presa, si se declaraba por la comisión mixta, la del bergantín Veloz, ahora mismo en el puerto de La Habana, aunque traía un cargamento de negros, pues como atestaban sus papeles, despachados en toda forma, venía de Puerto Rico y no de las costas de África directamente; y aun cuando se considerase contrabando el tráfico en esclavos con esta última, no lo era respecto de la primera, que por fortuna aún pertenecía, al par de Cuba, a la corona de S. M. el rey de España e Indias, don Fernando VII, Q. D. G.

Sonriose el General Vives y dijo al postulante que le presentara un memorial expresivo de todas las razones y hechos alegados, que él lo pasaría a la comisión mixta con los papeles del buque; que ya tenía noticias de lo ocurrido, por boca del mismo cónsul inglés, el cual se le había presentado antes de la hora de audiencia en compañía del comandante del apresador, el Lord Clarence Paget, y añadió con cierta severidad de tono y de semblante:

—Reconozco, señores, la injusticia y los daños que nos ocasiona un tratado por el cual se concede a Inglaterra, la enemiga natural de nuestras colonias, el derecho de visita sobre nuestros buques mercantes; pero los ministros de S. M. en su alta sabiduría tuvieron a bien aprobarlo, y a nosotros, leales súbditos, sólo nos toca acatar y obedecer el mandato del augusto monarca Q. D. G. Y se me figura, señores, que si Vds., están dispuestos a respetar el tratado, no lo están ni poco ni mucho a cumplirlo. En vano me hago de la vista gorda respecto de lo que Vds. hacen día tras día (señores, cuando hablo así no me refiero a Vds., personalmente, sino a todos los que se ocupan en la trata de África), que según va la cosa, no pararán hasta meter sus expediciones en Banes, en Cojímar, en los Arcos de Canasí y aun en este mismo puerto. En vano he hecho cerrar y derribar los barracones del Paseo, que Vds. no escarmientan y siguen introduciendo sus bozales en esta plaza, persuadidos, sin duda, que no hay mejor mercado para esa mercancía. En tal momento no se acuerdan Vds., del pobre Capitán General, contra quien el cónsul inglés endereza sus tiros, porque no bien entra aquí un saco de carbón, como Vds. dicen, cuando él lo huele y viene hecho un energúmeno a desahogar conmigo su mal humor.

—¡Ea! Vayan Vds., con Dios y otra vez sean más prudentes. Y a propósito de prudencia: ayer tarde vino a mí un joven dependiente de una casa de comercio para quejarse de que a la luz del día, en la plaza de San Francisco, le habían arrebatado un saco de dinero de su principal. ¿Cabe mayor imprudencia que la de ir por la calle enseñando el dinero a todo el mundo y tentando a la gente de mala índole? También se me quejó de que al oscurecer del día de ayer, dos negros con puñal en mano le pararon cerca de la estatua de Carlos III y le desvalijaron de cuanto llevaba encima de valor, el reloj, etcétera. Si Vd. hubiera tenido un tantico de prudencia, le dije, no se habría expuesto a perder la vida atravesando sitio tan solitario como ese del Paseo, a la entrada de la noche, hora que escoge la gente mala para cometer sus fechorías. Aprenda de mí que no salgo de noche a la calle. Lo mismo digo a Vds.: no se metan en las garras de los ingleses y salvarán sus expediciones, ni comprometan la honra del Capitán General. La prudencia es la primera de las virtudes en el mundo.

Capítulo IX

En ti pensaba y en aquel instante
Me mandaba llorar naturaleza.

José María Heredia

Personaje de más cuenta de lo que nadie puede imaginarse era en casa de Gamboa su Mayordomo don Melitón Reventos. Tenía en el manejo general económico más voz que su amo, y a las veces se hombreaba en ese terreno con doña Rosa.

Pero donde ejercía un poderoso imperio era entre los esclavos. Corría con su provisión de vestuario y de alimentos, tanto de los del servicio doméstico en La Habana, como de los de las fincas rurales. Para con los primeros, sobre todo, se daba los aires de señor; más que eso, de déspota. Hacía, sin embargo, respecto de éstos, dos excepciones el feroz Mayordomo. En primer lugar, no gustaba de estrechar lance con el calesero Aponte. No ya sólo era hombre serio y temible sino que pertenecía al hijo mimado de la casa, el cual no quería delegar en nadie el derecho de castigarle.

Tampoco tenía don Melitón malas obras ni malas palabras para Dolores. Lejos de eso, para ella reservaba sus sonrisas, sus agasajos y atenciones. De cuando en cuando la hacía regalos de pañuelos y dijes, que la muchacha aceptaba sin reparo, aunque para usarlos tuviese que mentir a sus señoritas; porque, después de todo, no halagaba poco su vanidad el que un hombre blanco emplease con ella tales galanterías.

No tenían origen estas distinciones del Mayordomo en favor de Dolores en la circunstancia de que era la doncella de las señoritas de la casa, tratada por ello con ciertas consideraciones por toda la familia, no; tenían diverso origen, procedían de los méritos de la moza como mujer: joven, bien formada y bonita para negra.

Aquel día en que por llegar tarde de su comisión al bergantín Veloz, almorzaba don Melitón a la cabecera de la mesa en el comedor, con todos los aires de amo, servido atentamente por Tirso, acertó a pasar Dolores y tropezar con su codo en los momentos en que se llevaba un vaso de vino a la boca. Fuese aquello por casualidad o de hecho pensado, el Mayordomo se aprovechó de la ocasión para pegarle un pellizco en el desnudo y bien torneado brazo.

—¡Ay, don Melitón! exclamó ella sin alzar la voz, aunque llevándose la mano al punto dolorido.

—¡Ay, Dolores! remedó él lleno de risa.

—Eso duele, agregó la muchacha.

—¡Ca! No hagas caso. Si todavía te he de libertar.

Dolores hizo con la boca el ruido onomatopéyico que llaman freír un huevo, cual si no creyera ni jota en la sinceridad de las últimas palabras del Mayordomo. No obstante, harto dulce es el nombre de la libertad para que la joven esclava cerrase el oído a la promesa y el corazón a la esperanza de verla realizada, fuera el que fuese el sacrificio que la exigiese el donante. De cualquier modo, siguiola él con la vista hasta que traspasó el arco del patio, y entonces murmuró:

—Esta todavía se casa con el bribón de Aponte. ¡Sería una lástima!

María de Regla, mencionada al principio de esta historia, tuvo Dolores de su unión legítima con Dionisio el cocinero, quince años antes de la época actual. Contemporáneamente tuvo doña Rosa a Adela, su hija menor, la cual entregó a María de Regla para que se la lactase, por no sentirse ella en condiciones para desempeñar por entonces aquél, el más dulce de los deberes de madre. Por supuesto, para llenar encargo tan delicado, necesario se hizo destetar a Dolores y criarla con leche de cabra o de vaca, aparte enteramente de la hija de su señora y ama.

Prohibiósele explícitamente a María de Regla el dividir sus caricias y el tesoro de su seno entre las dos niñas, siquiera el tomarlas juntas en brazos. Pero aunque esclava, temerosa del castigo con que la habían amenazado, era madre, quería a su propia hija entrañablemente, quizás más por lo mismo que no la permitían criarla; así que siempre que las otras esclavas le proporcionaban la ocasión, tarde de la noche y fuera del alcance de la vista de los amos, se ponía ambas niñas a los pechos y las amamantaba con imponderable delicia. La robustez de la nodriza, al parecer sin detrimento ni desmedro, proveía ampliamente a aquella doble lactancia. Criábanse las dos hermanas de leche sanas y fuertes. María de Regla no hacía diferencia entre ellas, y así en la mayor armonía habría corrido su infancia si tan luego como empezó a disminuir el sustento no trataran de disputárselo y armar llanto, en especial la blanca, no acostumbrada a semejante división.

Al cabo, atraída una noche doña Rosa por el llanto de su hija, sorprendió a la nodriza dormida entre las dos niñas, que, con ambos brazos extendidos, se impedían el mutuo goce del delicioso líquido. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? ¿Castigar a la esclava en el acto por su desobediencia? ¿Cambiar de nodriza? Tan malo sería lo uno como lo otro, pensó doña Rosa. Lo primero, porque el castigo envenenaría la leche de la esclava; y lo segundo, porque en el octavo mes de la lactancia, el cambio repentino produciría resultados no menos fatales a la salud y tal vez a la existencia de Adela. Tan perpleja estaba que consultó a su marido, quien, hombre violento si los hay, aconsejó la prudencia y el disimulo hasta ocasión más oportuna. Descubierta su primera falta, dijo él, no es probable que María de Regla reincida. De cualquier modo, así continuaron las cosas por un año y medio más, al cabo de cuyo tiempo, el día menos pensado, se le ordenó al Mayordomo echara por delante a la criandera y la embarcara a bordo de una goleta que hacía viajes de La Habana al Mariel, dejándola en el ingenio de La Tinaja, bien recomendada al Mayoral. Allí se hallaba de enfermera el año de 1830, es decir, purgando la culpa de ser madre amorosa, cometida trece años antes de esa fecha.

Que la esclavitud tiene fuerza de trastornar la noción de lo justo y de lo injusto en el espíritu del amo; que embota la sensibilidad humana; que afloja los lazos sociales más estrechos; que debilita el sentimiento de la propia dignidad y aun oscurece las ideas del honor, se comprende; pero que cierre el corazón al amor de padres o de hermanos a la simpatía espontánea de las almas tiernas, he aquí lo que no se ve a menudo. No es, pues, extraño que María de Regla sintiese en lo profundo del pecho su separación a un tiempo de la hija, del padre de ésta y de Adela misma, para pasar el resto de sus días en el destierro del ingenio La Tinaja.

En el código no escrito de los amos de esclavos no se reconoce proporción ni medida entre los delitos y las penas. Es que no se castiga por corregir, sino por desfogar la pasión del momento; de que resulta que casi siempre se le apliquen al esclavo varias penas por un solo delito. Luego, llovía sobre mojado, como vulgarmente se dice, en el caso de María de Regla. Su destierro de La Habana, la separación de la hija y del marido, quizás para no verlos más en la vida, el cambio de ocupación de ama de leche en la ciudad por el de enfermera en el campo, el traspaso de dependencia bajo el capricho del Mayordomo en aquélla, al del Mayoral en el ingenio, en concepto de doña Rosa no bastaban a purgar la culpa de su triste esclava.

No había logrado averiguar esa señora a ciencia cierta de quién era la niña que había estado lactando María de Regla, cosa de año y medio antes de haber dado a luz a Dolores. Lo único que pudo sacar de don Cándido fue que el médico Montes de Oca la había contratado para lactar a la hija ilegítima de un amigo, cuyo nombre no debía revelarse. El precio del alquiler, dos onzas de oro, las recibió doña Rosa mes tras mes, con la mayor puntualidad mientras duró la lactancia, por mano de don Cándido. Esto poco no pudo bastar a satisfacer sus celos, antes fue a sembrar fuertes sospechas en su ánimo, siendo el misterio motivo constante de quejas y disgustos entre ella y su marido, y, por rechazo, de gran preocupación, que a veces rayaba en odio, contra María de Regla.

Por fortuna, tales ejemplos de injusticia y de crueldad ocurrieron cuando ambas niñas no tenían uso de razón, y como crecieran juntas, como en realidad mamaran una misma leche, no obstante su opuesta condición y raza, se amaron con amor de hermanas. Adela entró en años y concurrió a una escuela de niñas poco distante de su casa en compañía de su hermana Carmen, a donde Dolores les llevaba los libros junto con la fruta y el refresco a medio día, y a las tres de la tarde las acompañaba en su vuelta a la casa. Carmen y Adela alcanzaron la edad de la pubertad, Dolores antes que ellas, y en dejando la escuela no se les separaba ésta ni de día ni de noche. Las vestía, las peinaba, les lavaba los pies a la hora de acostarse; durante el día cosía al lado de sus señoritas, y de noche, bien dormía en el duro suelo al lado de la cama de Adela, bien en el cuarto inmediato sobre la rígida tarima, a la vista de otra criada, la más anciana de la servidumbre.

Dolores y Tirso eran hermanos uterinos. La primera, nacida en La Habana, salió negra, porque a esa raza pertenecía su padre; el segundo, nacido después en el ingenio La Tinaja, salió mulato, porque su padre, fuera el que fuese, era de la raza blanca. De aquí provenía el que ellos no se viesen como tales hermanos, y que María de Regla quisiese más a Tirso, que mejoraba la condición, que a Dolores, la cual perpetuaba el odioso color, causa aparente y principal, creía ella, de su inacabable esclavitud. Pero aun en este particular estaba María de Regla condenada a ver defraudadas sus más risueñas ilusiones de madre. Tirso, su preferido, no la quería, mas se avergonzaba de haber nacido de negra, enfermera del ingenio por añadidura. Al contrario, Dolores adoraba en su madre. Cada vez que llegaba a sus oídos la noticia del mal trato que le daban en La Tinaja, era motivo de amargo llanto para ella y para suplicar a Adela la hiciese venir a La Habana y la sacase de aquel purgatorio donde la tenían penando, hacía tanto tiempo, sólo por haber dado de mamar a la vez a su propia hija y a la hija de sus amos. Sentía Adela la fuerza de estas dolorosas quejas, y, no obstante sus pocos años y muchas distracciones, oyendo continuamente, en el silencio de la noche, ella acostada y Dolores de rodillas junto a su cama, la triste historia de los trabajos y padecimientos de María de Regla en el ingenio, se conmovía hasta verter lágrimas, y entre bostezo y bostezo la prometía que al día siguiente hablaría a doña Rosa sobre el asunto. Así se quedaban dormidas muchas veces aquellas hermanas de leche, casi siempre con las mejillas aún húmedas del llanto.

Mas sucedía que al día siguiente no encontraba Adela ocasión favorable para hablarle a su madre, señora algo seria con sus hijos, con la sola excepción de Leonardo, el niño mimado de la casa, y harto severa con los esclavos. De esta manera se pasaba el tiempo. Una tarde, al fin, mientras se hallaba Adela recostada en el sofá de la sala por un ligero dolor de cabeza, como se le acercase la madre, se le sentase al lado y empezase a pasarle la mano por la frente, en son de acariciarla o por mera distracción, cobró ánimo la joven, y agarró la ocasión por los cabellos, cual suele decirse:

—Quisiera pedirte un favor, mamá; dijo con voz trémula por la emoción o el temor.

Por breve rato no contestó palabra doña Rosa; sólo miró a su hija, entre sorprendida y pensativa. Esto aumentó la turbación de Adela, quien, no embargante, añadió a la carrera:

—Tú no me vas a decir que no.

—Estás enferma, niña, dijo doña Rosa secamente. Tranquilízate. Y se levantó para marcharse.

—Un favor, mamá. Escucha un momento, prosiguió Adela, ya con los ojos humedecidos, deteniendo a su madre por la falda.

Esta volvió a sentarse, tal vez porque le llamaron la atención las palabras, y más la actitud de su hija, indicativas todas de extraordinaria agitación y zozobra.

—Vamos, te escucho. Di.

—Pero tú no te negarás a mi ruego.

—No sé qué quieres de mí; mal puedo decir de antemano si me negaré o no. Supongo, sin embargo, que es una de tus boberías. Acaba.

—¿No crees tú, mamá, que ya María de Regla ha purgado la culpa?...

—¿No lo dije? la interrumpió doña Rosa enojada. ¿Y para esa necesidad me detienes y me ruegas que te oiga? ¿Ni quién te ha dicho que esa negra está purgando culpa alguna?

—¿Por qué la tienen tanto tiempo en el ingenio?

—¿Y dónde estaría mejor la muy perra?

—¡Jesús, mamá! Me duele que hables así de quien me crió.

—Ojalá que nunca te hubiera dado de mamar. No sabes tú cuánto me ha pesado la hora en que te puse en sus manos. Pero bien sabe Dios que lo hice a no poder más. No me hables de María de Regla, no quiero saber de ella.

—Creía que la habías perdonado.

—¡Perdonado! ¡perdonado! repitió doña Rosa alzando la voz. ¡Jamás! Para mí ya ella ha muerto.

—¿Qué te ha hecho para tanto rigor?

—¿Quién la trata con rigor?

—¿Te parecen pocos los trabajos del ingenio? ¿El maltrato que le dan?

—No sé yo que la maltraten más de lo que ella merece.

—Pues todos dicen que sí.

—¿Quiénes son esos todos?

—Uno de ellos creo que ha sido el patrón Sierra que estuvo aquí la semana pasada, cuando vino por las esquifaciones para el ingenio.

—Lo que extraño es que el patrón hablase contigo.

—Yo no, mamá, sino otra persona, y como saben lo que quiero a María de Regla, me contaron lo que ella decía. Me han afligido mucho las cosas que allá le pasan, y quisiera, de veras, que tú hicieras algo por ella y por mí. Me ruega le sirva de madrina y haga que la saquen del ingenio...

—Adela, dijo doña Rosa afectada con el tono de ingenuidad y de exquisita ternura de su hija. Adela, tú no sabes el sacrificio que exiges de mí. Pero se acercan las Pascuas, toda la familia irá al ingenio y ya veremos lo que puede hacerse con esa negra de Barrabás. Debo advertirte, sin embargo, que no esperes me ablande de pronto y sin madura reflexión. Esa negra está perdida y muy sobre sí. Lejos de arrepentirse y enmendarse, como esperaba, para lavarse de la culpa de su desobediencia a mi expreso mandato, la ha hecho peor desde su llegada a La Tinaja. Va para doce años que la tengo allá, y cada vez me traen más quejas de ella y oigo cosas más escandalosas. El Administrador que teníamos allí trinaba con la negra. Yo no te había dicho nada, hija, porque no se había ofrecido la ocasión; pero me parece que ya María de Regla no puede vivir con nosotros. Sería un mal ejemplo para ti, para Carmen y aun para la misma Dolores. Desde que entró en el ingenio, entró allí la guerra civil; de cuyas resultas ha habido que cambiar a menudo de mayordomos, de mayorales, de maestros de azúcar, de carpinteros, en fin, de cuantos tienen la cara blanca, pues no parece sino que la maldita negra tiene un encanto para los hombres o que todos ellos son fáciles de infatuarse con cualquiera que lleva túnico. Tirso es una acusación viva contra la moralidad de María de Regla, pues su padre fue un carpintero vizcaíno que tuvimos hace tiempo en La Tinaja... Los bocabajos que ha llevado no la han corregido...

Las últimas palabras de doña Rosa estremecieron a Adela de pies a cabeza, pues a pesar de los lamentos de Dolores, ignoraba que le hubiesen impuesto a su adorada ama de leche otro castigo que el durísimo del destierro de La Habana y de las personas que más quería en el mundo. Pareciole oír el chasquido del látigo, los gritos de la víctima y el crujido de las carnes; se llenó de horror, se cubrió la cara con ambas manos, y por entre sus dedos de rosa saltaron dos lágrimas como dos gotas de rocío, y fueron a estrellarse en su casto y agitado seno, exclamando solamente.

—¡Pobrecita!

Conoció entonces doña Rosa que había ido muy lejos, y apresuradamente añadió:

—¿Lo ves? Tú también estás infatuada con la negra. Por desgracia te dio de mamar, debes de tenerle algún cariño, lo comprendo; no obstante, es preciso que reconozcas que es muy mal empleado y ya te convencerás que ella no merece tu compasión. Espera: de aquí a Navidad no va mucho. Ya veremos el medio de arreglar lo que haya de hacerse.

De todos modos aquella era una esperanza, que Adela tardó en impartirle a su hermana de leche lo que tardó la madre en alejarse de su lado. Dolores no sabía más que amar a su joven señorita, siendo todavía muy joven para amar a otra persona de contrario sexo, y hacía esfuerzos constantes para identificarse con ella, imitar el tono de su voz, sus modos, su aire de andar y de llevar el traje, sus coqueterías; de manera que los compañeros de esclavitud, cuando querían decirle algo que la complaciera mucho, la llamaban allá entre ellos: Niña Adela.

Capítulo X

—Ya sé lo que me pides,
Llévate en él mi corazón y... toma.

Ramón Mayorga

Promediaba el mes de noviembre de 1830. Los vientos del norte ya habían arrojado sobre las playas cubanas las primeras aves de paso de la Florida, probando así que se había adelantado el invierno en el opuesto continente. El mar a menudo se hinchaba y con bramidos atronadores rompía contra los arrecifes de las costas que sembraba por largo trecho de blanca espuma, de conchuelas y sedimentos salinos.

A las cuatro de la mañana no había bastante claridad en las calles de La Habana, ni a cierta distancia se reconocían las personas, excepto aquéllas, pocas en verdad, que llevaban un farolito encendido balanceándose en la mano, mientras a paso acelerado se dirigían, bien a los mercados, bien a los templos; en algunos de los cuales se oía a medias el órgano con que las monjas o los frailes acompañaban el canto de los maitines.

Hacía aún noche, decimos, y ya don Cándido Gamboa, en su bata de zaraza y gorro de dormir, se hallaba asomado al postigo de la ventana de la calle, abrigado tras de la cortina de muselina blanca, en espera de El Diario de la Habana, o para respirar aire más libre que el pesado de la alcoba.

A poco más empezó a oírse el ruido, al principio sordo, después más vivo, de los pasos de alguien que se acercaba de la parte de la Plaza Vieja. Hacia allá tornó los ojos don Cándido; mas no vino a salir de dudas hasta que tuvo delante la persona en cuestión. Vestía traje de cañamazo, compuesto de una especie de chal para cubrirse la cabeza y de la falda corta que ceñía a la cintura con una correa de cuero larga y negra. Contribuía además a disfrazarla, el color cobrizo mate del rostro, propio de los mulatos, mayormente cuando van para viejos, que le daba la apariencia de mujer de la raza india.

—Buenos días, señor don Cándido, le dijo en tono gangoso.

—Téngalos muy buenos la seña Josefa, contestó él procurando bajar la voz. Temprano ha madrugado.

—¿Qué quiere el señor? Quien tiene cuidados no duerme.

—Pues, ¿qué se ofrece de nuevo? Al grano.

—Se ofrece mucho y me pareció que si me dilataba hasta la venida del día, la cosa no tenía remedio.

—Entiendo. La orden que se ha dado el otro día por la Capitanía General sobre pordioseros y locos trae aquí a seña Josefa. La esperaba.

—Lo acertó el señor. No sé como tengo vida, ni cuando acabarán mis tribulaciones. Se creía al principio que sólo iban a recoger a los pobres y los locos que andan por las calles. Pero ayer por la tarde me dijo la madre de Paula que hasta los locos en las casas privadas y en los hospitales van a ser trasladados a San Dionisio o a una casa que han fabricado en el patio de la Beneficencia. El señor podrá calcular cómo estará mi espíritu con tal noticia. No he cerrado los ojos en toda la noche. Dende que se publicó la orden el corazón me anunció una desgracia.

—Tal vez haya tiempo todavía de remediarla.

—Quiéralo Dios, mi señor, porque si en el hospital la muchacha sufre, ¿qué no será cuando la lleven a San Dionisio, o a la casa nueva, allá por San Lázaro? Ahí no hay quien la cuide ni haga por ella. La tratarán a palos. ¡Y yo que no había perdido la esperanza de verla en su sano juicio y cabal salud! Ahora mi pobre Charito irá por delante, yo por detrás. Acabaremos de pena... Hágase la voluntad de la Virgen Santísima.

—¿Cree la seña Josefa que se podrá hacer algo de provecho en este caso?

—Creo, mejor dicho, seña Soledad, la madre del hospital, cree que si hay una persona de influjo que le hable al Contralor, sujeto muy caritativo y temeroso de Dios, se hará de la vista gorda y no se cumplirá la orden por lo tocante a Charito. Todo depende de él. Tal vez haiga que buscar un médico que dé una certificación. El Contralor es bueno como el pan, y quiere servir, lo mesmo seña Soledad. Conque, para que vea el señor...

—Entiendo, entiendo, repitió don Cándido pensativo. Digo a Vd., por lo tanto, que he consultado a Montes de Oca, quien es de opinión lleven al campo a la enferma y la hagan tomar baños de agua salada. Veremos lo que puede hacerse...

Pero como sintiera pasos en el zaguán, se interrumpió e hizo señas a la anciana mulata para que se alejara a toda prisa.

El toque de diana primero y de seguidas el disparo de cañón a bordo del navío Soberano anclado junto al muelle de la Machina, estremeciendo las ventanas del cuarto, hicieron despertar sobresaltado a Leonardo Gamboa. Sacó lumbre en el mechón de escarzo, y abriendo el reloj, vio que eran las cuatro de la madrugada.—A tiempo, dijo entre sí, y se apresuró a salir de la cama y vestirse. Para esto encendió una vela de esperma, valiéndose de una pajuela, pues aún no se conocían los cerillos en La Habana.

Mientras se peinaba delante del tocador, soltó de repente el peine de carey, volvió a requerir el reloj, y murmuró:

—¡Las cuatro y cuarto! Muy temprano todavía y de aquí allá no podré echar arriba de quince minutos andando despacio. Ella me dijo que cerca de las cinco... ¿No sería mejor aguardar en la esquina? Sí, concluyó diciendo con resolución. Y vestido y perfumado y con la caña de Indias, salió de su cuarto y empezó a bajar la escalera de piedra.

Apoyábase con la mano izquierda en el barandal de cedro, cosa de no dar pisadas recias; mas así que descendió al zaguán, donde no había tal apoyo, antes reinaba gran oscuridad, por más cuidado que puso, aunque no tuviesen tacones sus zapatos de escarpín, hizo demasiado ruido, aquel ruido sordo que se oye cuando uno camina por encima de un suelo hueco, abovedado. No parece sino que se habían despertado de improviso todos los ecos del zaguán y de la sala vecina, donde él sospechaba que podía estar su padre, madrugador por excelencia. Andando a tienta paredes, tropezó con el viejo calesero, quien, acostumbrado a la oscuridad, vio venir desde luego al joven y le salió al encuentro para servirle de guía y evitar que se diera de narices contra la llanta férrea de uno de los carruajes.

—¡Pío! ¿Eres tú? dijo él en voz muy baja. Abre.

—El amo está asomao en la ventana de la calle, contestó el negro.

—¡Diablos! ¿Tiene cerrojo el postigo de la puerta?

—No, señor. Dende que salió Dionisio pa la plaza quité el serojo.

—Abre poco a poco.

No crujieron los goznes; pero ya don Cándido había oído los pasos en el zaguán, y arrimado a la reja tronaba:

—Pío, ¿quién va?

—El niño Lionar, mi amo.

—Sal. Llámale. Detenle. Dile que yo le llamo. Corre, patas de plomo.

Entre tanto volvía el esclavo no cesó don Cándido de ir y venir, muy desazonado, de la ventana de la calle a la reja del zaguán y vice versa, murmurando:

—¿A dónde irá el muy bribón a estas horas? A nada bueno por cierto. Allá ha ido. Claro que sí, por decontado. Le estoy mirando. ¿Y no habrá dejado aquella santa mujer nadie al cuidado?... Tal vez no, lo más probable es que no. A ciertas gentes se les pasea el alma por el cuerpo, se descuidan mucho, no toman precauciones y de aquí provienen las desgracias... El demonio no más podría imaginar un cúmulo de circunstancias... La ocasión, la edad, la tentación, el enemigo malo que no duerme... Yo también me he descuidado. Debí preverlo, evitarlo, sí, impedirlo... Pero ¿cómo? ¡Si yo pudiera dar la cara! Veremos. Le desnuco, le meto en un buque de guerra como me llamo Cándido, y hago que le den chicote a ver si suelta alguna de la sangre criolla que tiene en las venas. No es hijo mío, no. Todo esto se hubiera evitado si le mando a España como tenía pensado hace más de cuatro años. Su madre tiene la culpa. Casi, casi me alegraría de que no le encontrase Pío, porque podría matarle. Tal me siento contra él.

En esto volvió Pío fatigado, sin aliento y dijo:

—Na, lamo, el niño no parece po ningún parte.

—¡Bruto! tronó don Cándido. ¿Por dónde fuiste a buscarle?

—Po la mano e larienda, lamo.

—¿Por la izquierda, quieres decir? ¡Animal en dos pies! Si marchó por la derecha ¿cómo habías de dar con él, pedazo de bestia? Vete. Quítate de mi presencia, porque si Dios no me tiene de su mano, me parece que te destripo de una patada.

A las voces destempladas de don Cándido se asomó doña Rosa a la puerta del aposento que daba a la sala, y asustada preguntó:

—¿Qué ha sucedido, Gamboa? ¿Por qué gritas?

—Pregúntale a tu hijo que acaba de salir por ahí hecho un facineroso.

—¿Un facineroso? No lo entiendo. ¿Ha hecho algo malo? ¿Va a hacerlo?

—No sé mucho más que tú; sin embargo, sospecho, temo, se me ha puesto que el muy bribón va a hacer una de las suyas. Se necesita ser ganso para no sospechar que ese muchacho no ha podido salir a la calle a estas horas en que no se ven ni las manos, y recatándose de mí, para oír misa ni confesarse.

—Quizás ha ido a tomar el fresco, quizás ha querido darte gusto levantándose de madrugada. No hay razón para sospechar nada malo. Tú, al menos, no estás seguro, no lo sabes. ¿Por qué has de pensar siempre mal de tu hijo?

—Porque dice el refrán español: piensa mal y acertarás.

—Te repito, él no ha ido a nada bueno. Le conozco mejor que tú que le pariste. Yo sé lo que he de hacer con él.

—El pobre muchacho no acierta nunca a complacerte. Ni que fuera tu hijastro. Si lo fuera, tal vez serías más indulgente...

—Compadécele. Dios quiera que no tengas que llorarle antes de mucho.

Luego que salió Leonardo a la calle notó que, arrimado a la acera de la izquierda caminaba en la dirección de Paula un bulto oscuro como de mujer. Entre seguirlo hasta cerciorarse de quién podía ser y alejarse de su destino, estuvo un momento titubeando, pero la voz de su padre, que llamaba a Pío, le decidió a marchar la vuelta contraria, a fin de ganar lo más pronto posible la esquina de la calle de Santa Clara. Así lo hizo en segundos de tiempo. Por esta casualidad no le dio alcance el esclavo. En poco más se puso en la calle de O'Reilly, y subió al alto terraplén o terrado del convento de Santa Catalina, lo atravesó de este a oeste y descendió a la calle del Aguacate por la escalera de tres o cuatro escalones mencionada al principio de esta historia, yendo derecho a la casita enfrente de ella.

Pareciéndole que la puerta no estaba cerrada con llave ni tranca, empujó una hoja con la punta de los dedos. Cedió algo, en efecto; por lo cual hizo mayor esfuerzo, rodó la silla en que se apoyaba y se abrió lo bastante para que el joven se deslizara por entre las dos hojas y quedase dentro, sin más ni más. De pronto no vio nada. Allí eran las tinieblas tan espesas como el aire húmedo que llenaba la estrecha pieza. Sin embargo, a favor de la lámpara que ardía aún en el poyo del nicho sobre la izquierda, pudo al fin distinguir al alcance de su mano un par de palomas caseras dormidas en el respaldo de una silla, un gato enroscado en el fondo de un sillón de vaqueta, y una gallina bajo una mesa protegiendo con sus amorosas alas varios pollitos, que asomaban los picos por entre las plumas y empezaron a piar del modo suave y repetido que suelen siempre que sienten temor o frío.

Gradualmente sus miradas fueron elevándose del suelo hasta la altura de la puerta del cuarto del fondo, donde vio algo que le pareció una mujer o visión, de pie, escasamente vestida con un ropaje blanco, y el copioso cabello suelto hecho mil anillos y revueltas ondas, desparramadas por el seno y los hombros sin alcanzar a ocultarlos, con ser tan abundoso y largo. Reconocerse, correr el uno hacia la otra y abrazarse estrechamente en medio de los besos ardientes y sonoros, fue todo uno.

El hospital de Paula no es más que la continuación de la iglesia del mismo nombre, inmediato al ángulo de la muralla, por la parte que da al sudeste de la bahía. Tiene la entrada al norte, abierta en una alterosa tapia de una galería que sirve de pasaje entre la iglesia y el hospital. Precede a la entrada un vestíbulo con tejadillo, que más parece mampara de convento que otra cosa. Allí se estaciona un centinela para impedir el escape de los presos o dementes que reciben asistencia médica en el hospital. Generalmente sólo se admiten mujeres en uno u otro estado, cuando ni el delito es grave, ni la demencia de carácter furioso.

La mujer que había visto Leonardo caminando a paso vivo en la dirección del sur de la ciudad, por la calle de San Ignacio abajo, no paró hasta llegar al vestíbulo de que antes hemos hablado. Empezaba a clarear el horizonte entonces por el lado de oriente. Era su ánimo entrarse de rondón, pero ya la centinela con el sable desnudo se paseaba de un extremo al otro del tejadillo, y se le encaró cerrandole el paso:

—Buenos días tenga Vd., señor militar, dijo la anciana tratando de congraciarse con la centinela.

—Buenos o malos, contestó con rudeza el soldado, hace ratos que acá los tenemos.

—El señor militar parece que no me conoce, agregó ella en tono y actitud suplicatorios.

—No tiene nada de extraño, porque el diablo me lleve si he tenido tratos con brujas.

Se persignó la mujer y añadió que deseaba hablar con seña Soledad, la madre del hospital.

—Tampoco conozco a esa tía, repuso la centinela reasumiendo sus paseos. Por allá dentro nadie se menea. Entrar, entrar y despejar el campo.

En traspasando el umbral del vestíbulo, se está en un gran patio cuadrangular que lo forman, por la derecha el costado de la iglesia y por los otros tres lados unos anchos pasadizos, de los cuales el de la izquierda, por tres anchas puertas conduce a la sala de la enfermería. Varias columnas cuadradas de fábrica de mampostería dividen ésta en dos naves longitudinales, llenas de camas, cuyas cabeceras se apoyan en las paredes maestras del edificio, con lo que queda despejado el centro. No había allí mamparas ni compartimientos, de manera que el observador situado en cualquiera de las puertas, podía registrar con la vista todas las camas. Hacia la bahía o el este, lo mismo que hacia el sur y el norte, había ventanas altas que daban claridad y saludable ventilación a la espaciosa sala.

Apenas la mujer con el cilicio de cañamazo puso el pie en el patio, vio asomar por el lado de la iglesia a la madre seña Soledad, con un farolito, y detrás de ella un clérigo en sotana negra de sarga, sin bonete, llevando en ambas manos, a la altura de su pecho, un copón de plata con tapadera de lo mismo. Ambos caminaban a paso largo y murmuraban ciertos rezos que en el silencio del patio resonaban con los zumbidos de muchos moscones. Se encaminaron derecho a la enfermería y atravesaron la sala de un lado a otro. Al pasar los dos por junto a la anciana, conoció ésta de lo que se trataba y cayó de rodillas exclamando:

—¡Los óleos! Dios reciba en su seno el alma del moribundo.

Rezado el credo con mucho fervor, recogió todas sus fuerzas hecha casi un arco con su cuerpo y dando traspieses, continuó hasta la puerta del medio de la sala y volvió a caer de rodillas. Era que acababa de notar que el clérigo de pie al lado de una cama enfrente, administraba la extrema unción a una de las enfermas, mientras la madre de rodillas en el lado opuesto suspendía cuanto podía el farolito para alumbrar aquella triste y desolada escena.

De vuelta de la iglesia a donde había acompañado al clérigo, la madre tornó a la sala y encontró todavía de rodillas a la mujer del cilicio, con la cabeza doblada sobre el pecho, absorbida en sus oraciones. Tocole en el hombro seña Soledad y le dio los buenos días, en cuyo momento la mujer, en tono de voz casi ahogado por la angustia:

—¿Conque ha muerto? preguntó.

—Ya descansa en paz, contestó la madre brevemente.

—¡Ah! dijo la anciana y cayó desplomada en el suelo.

—¡Jesús! ¡Seña Josefa! repitió la madre haciendo esfuerzos por levantarla. ¿Qué le pasa? ¡Va que Vd., no me ha entendido! Mire que todo ha sido una equivocación de las dos. No comprendí su pregunta de Vd., ni Vd., tampoco comprendió mi contesta. La muerta no ha sido Charo. No, señor, no ha sido ella, sino una pobre morena que hacía pocos días había entrado en el hospital. Charo va mejor, está más aliviada del pecho. Sí, no cabe duda. Así lo dice el médico y yo lo veo. Vamos, venga, quiero que Vd. se desengañe por sus mismos ojos.

Poco a poco, con tales seguridades, empezó a volver en sí seña Josefa. Después de derramar un mar de lágrimas en silencio, se sintió en actitud de seguir a la madre hasta la cama de la enferma por la cual se interesaba tanto. Hallábase la tal a la sazón sentada, sin más abrigo que la sábana que le cubría las piernas encogidas, las cuales sujetaba con ambos brazos desnudos, apoyando la frente en las rodillas. Tenía cortado el cabello casi de raíz, como se hace generalmente con los locos, y bajo la piel floja, descolorida y seca mostraba la armazón de huesos, tanto más cuanto que la camisa, sola pieza interior que llevaba, no le cubría sino parte de la espalda. Por su posición en la cama y por una tos hueca y débil que a veces le acometía, se conocía que estaba viva.

—Charo, Charito, le dijo la madre con amabilidad. Mira quién está aquí. Levanta la cabeza, niña. Anímate.

—¡Hija mía! se atrevió a decir seña Josefa. Mírame. ¿Me oyes? ¿Me conoces, mi vida? Soy tu madre, quiero verte la cara. Respóndeme siquiera. Te traigo buenas noticias; pronto vamos a sacarte de aquí. Te llevaremos al campo para que te cures y tengas el gusto de conocer y abrazar a tu hija. ¡Ah! ¡Si la vieras! Está lindísima. Es tu retrato cuando eras de su edad.

—Véala Vd. tan callada, dijo seña Soledad. Cuando está así no habla, no se mueve y cuesta Dios y ayuda que pase un bocado. Otras veces la coge por gritar, como si la estuvieran matando, por llorar o por reírse a carcajadas.

Pero en vano empleó seña Josefa los medios que juzgó más eficaces para moverla. En vano acudió a los ruegos, a las caricias, a las lágrimas; la enferma se mostró insensible a todo, no contestó palabra, no alzó la cabeza, no cambió la posición acurrucada. Claro era que no había tenido conciencia de la escena de muerte que acababa de verificarse en una cama opuesta a la suya, y, por supuesto, no dio señal alguna de haber reconocido la voz familiar de seña Soledad, ni la angustiosa de su desconsolada madre.

En fin, se adelantaba el día y era preciso que seña Josefa se apresurase a volver a su casa, donde había dejado sola a la nieta. Dijo, pues, a la carrera a seña Soledad que el caballero que las protegía a ellas se proponía hacer el último esfuerzo para curar a Charo, si es que aún tenía remedio, y que para ello la llevaría al campo, cerca del mar, en donde respirase otro aire y se bañase a menudo, bajo la vigilancia de un médico.

—Pues a ello, seña Josefa, y que para bien sea, dijo alegre la madre. Lo que es aquí, está visto que esa pobre muchacha no tiene cura. Además, es preciso sacarla o no hay modo de impedir que se la lleven para la nueva casa en la Beneficencia. Todos estos días atrás han andado recogiendo pobres y locos por las calles. Ayer se llevaron a Dolores Santa Cruz, tan alborotosa. Y el Comisario Cantalapiedra ya me ha notificado la orden de traslación de todas las locas en disposición de moverse.

Figurarse puede cualquiera cómo llevaría el corazón seña Josefa después de lo que había visto, escuchado y sentido en el hospital de San Francisco de Paula.

Capítulo XI

...Pero si el vicio mancha su limpieza
Vertiendo en ella su funesto hielo,
Levanta el ángel de su guarda el vuelo,
Y Dios torna a otro lado la cabeza.

Luisa Pérez de Montes de Oca

Era el día claro y calentaba bastante el sol cuando seña Josefa volvió a su casita de la calle del Aguacate. Al parecer nadie allí se había movido, excepto la gallina con sus polluelos, que buscaban la salida al patio por entre el cabio y el quicio de la puerta. El primer cuidado de la anciana fue ver si la nieta reposaba en el alteroso lecho; y satisfecha de que dormía tranquila, se quitó el chal de cañamazo, se desciñó la correa y se dejó caer en la butaca, desalojando para ello al gato, que al ruido de la entrada de su ama entonces se esperezaba, abría tamaña boca y mostraba la roja lengua con los afilados dientes.

En desplomándose dio un profundo suspiro. Apuraba ahora el cáliz más amargo que jamás apuraron labios humanos. Su única hija languidecía en un hospital, privada de los cuidados maternales, falta de juicio y devorada por la consunción, si que ella pudiera valerle en nada. Que no tendría remedio ni alivio mientras continuara en ese lugar, plenamente convencida quedó en aquella mañana seña Josefa, si era que antes abrigaba dudas.

¿Por qué estaba la madre afligida separada hacía tanto tiempo, de la hija doliente y moribunda? Esta separación tenía dieciséis años de fecha, porque, según recordará el lector, María del Rosario Alarcón había perdido el juicio a consecuencia del sentimiento y sorpresa que le produjo el secuestro de su hija recién nacida, para pasarla por la Casa Cuna. Cuando se la devolvieron, bien amamantada y rolliza, ya era demasiado tarde, ya se había apagado en su mente el último rayo de la divina luz. Todavía si su demencia hubiese tomado un carácter manso y tranquilo, habría sido posible dejarla pasar el resto de su vida al lado de la madre y de la hija; pero a veces le entraban accesos de furor, en cuya disposición era difícil sujetarla e impedir que se hiciera daño o le hiciera a los suyos.

Además, aun cuando por no haber casa de dementes en La Habana, admitían en los hospitales, por ejemplo, en el de Paula, algunas mujeres en ese estado, aquéllos cuyas familias no podían guardarlos en sus casas que eran los más, andaban sueltos por las calles, hechos el hazmerreír de los muchachos y el escándalo de las gentes timoratas. Tal, entre otros, Dolores Santa Cruz, a que hizo referencia la madre del hospital de Paula.

Esta negra había sido esclava de la familia distinguida de Jaruco cuyo apellido llevaba. Con su industria y economías había logrado libertarse y reunir un capital. Compró casa y esclavos, dedicándose a la reventa de carnes y frutas, que entonces era negocio bastante lucrativo.

Sin que sepamos el motivo, alguien le disputó en juicio el dominio directo a su pequeña hacienda. Esto la enredó en un pleito largo y costoso, que si bien ganó con costas, en honorarios, sobornos, propinas, entre abogados, procuradores, escribanos, oficiales de causa, jueces y asesores, se consumió el valor de la casita, juntamente con el de las dos esclavas. El resultado fue, que el día menos pensado la pobre mujer se quedó literal, no figuradamente, por puertas.

Golpe rudo debió de haber sido éste para quien amaba mucho el dinero y las satisfacciones que procura. La que siendo esclava fue libre, dueña de esclavos y de fincas, y de nuevo se vio atada al poste de otra esclavitud: la miseria; no era posible sobrellevar el cambio sin que su razón perdiese el equilibrio. Se le desvaneció en efecto, y desde entonces, vestida de harapos, y adornada la cabeza con flores artificiales y pajas, a la Hamlet,[38] recorría día y noche las calles apoyada en un palo largo, de que pendía una jaba, gritando desaforadamente por las esquinas: ¡Po! ¡po! Aquí va Dolores Santa Cruz. Yo no tiene dinero, no come, no duerme. Los ladrones me quitan cuanto tiene. ¡Po! ¡po! ¡Poó!

Figúrese el lector la hija de seña Josefa, madre a su vez desgraciada, revelando al pueblo en sus arrebatos de locura los pasos, los medios y el nombre, quizás, de la persona o personas por cuya agencia se veía en aquel tristísimo estado. No debía darse, y no se dio semejante espectáculo; antes por doloroso que fuese el sacrificio hubo que hacerlo todo entero, como que de ello dependían hasta cierto punto la salud y la felicidad de la inocente niña que había sido la causa indirecta de la desgracia de su madre. Tampoco debía crecer y desarrollar su razón viendo que ésta la había perdido y era el ludibrio de los extraños. Ni había llegado el tiempo, creía la abuela, de que la hija y la madre se conociesen. La separación, pues, podía ser eterna.

Tales pensamientos ocupaban el ánimo de la anciana con más fijeza que nunca en los momentos que llamaron a la puerta de la calle. Cual si despertara de un sueño pesado, levantose a abrir y se encontró con el lechero, isleño de Canarias que en el traje usual de los campesinos, con una botija debajo del brazo y un jarrito de lata en la mano, la saludó en el tono peculiar de su país, con las palabras:

—Pues abriera para mañana la casera. Veríficamente ésta es la tercera vez que le traigo la leche.

—Yo estaba en misa, contestó seña Josefa trayendo la cazuela para recibir la poción láctea.

—Como que iba creyendo que se habían muerto toditos en esta casa.

—Acabo de entrar de la calle.

Después de mirar a la vieja con aire peculiar, añadió:

—Andese con cuatro ojos la casera, continuó el lechero; porque enseña el refrán que el que tiene enemigos no duerme.

—Yo no tengo enemigos, a Dios gracias.

—Parécele a la casera. Toditos tenemos enemigos ocultos en este mundo. ¿No tiene la casera una hija bonita?

—¿Hija? No, señor, nieta.

—Es lo mesmo. Pues en el palmito de esta nieta está el enemigo del reposo de la casera. No hay mozo que no se perezca por los buenos palmitos. El demongo me lleve si esta madrugada mesma no vide por aquí un lindo don Diego. Ahora no me atrevo a decir si estaba juntito a la puerta o a la ventana... Pero de que lo vide lo vide.

—El casero se engaña, observó la anciana desazonada y temblorosa. No estuve fuera sino por corto tiempo, y mi nieta no tiene mozo que le persiga el lindo palmito como dice el casero.

—Dígole a la casera lo que le digo, ándese con cuatro ojos, y no se duerma en las pajas, porque de que lo vide lo vide.

Nuevo motivo de inquietud y de tormento para la desventurada abuela. Sabía que un joven blanco, de familia rica, seguía a su nieta como la sombra al cuerpo, que la hacía regalos costosos, que la facilitaba su carruaje para concurrir a los bailes de las ferias, que ella decididamente se pagaba de esas atenciones y obsequios; pero estaba muy distante de creer, siquiera de sospechar, que él se aprovechase de su ausencia en la iglesia o el hospital para soplarle la nieta, corromperla y malograr su porvenir.

Entonces pensó que la había dejado sola, encomendada a la vecina de la casa inmediata, y bien pudieron los dos amantes ponerse de acuerdo, darse cita de antemano y reunídose allí mismo, mientras ella se andaba por Paula. De cualquier modo, afirmaba el lechero haber visto temprano a la puerta de su ventana o casita a un lindo don Diego.—¿Quién sabe si estuvo dentro? ¿Cúya era la falta si ocurría una desgracia? ¿Sería posible que la nieta siguiese el mismo camino y casi por los mismos medios se perdiese como su desventurada madre?

—¡Ah! exclamó seña Josefa cayendo de rodillas al pie del nicho donde se veneraba la imagen de la Dolorosa. ¡Virgen Santísima! ¿Qué he hecho yo para este duro castigo? ¿Cuál ha sido mi grave culpa? ¿Habré estado toda la vida en pecado mortal sin saberlo? Tú sabes que he sido buena hija, buena hermana y cariñosa madre. Yo he procurado criar mis hijos en el santo temor de Dios. Yo me he desvelado por infundirles sanos principios de moral, de virtud y de religión. Yo cumplo estrictamente con lo que manda la santa madre Iglesia. ¿Por qué consientes, Virgen purísima, amparo de los débiles, madre de misericordia, por qué permites que el Tentador en figura humana aleje a mi nieta, niña inocente, tierna oveja del señor, del camino de la virtud, la empuje al pecado y la haga caer de la gracia divina como a su infeliz madre? ¿Me abandonarás tú también, piadosísima Señora, en éste el más duro trance de mi vida?

Aunque seña Josefa había tomado casi al pie de la letra las ideas y hasta las palabras de los libros de devoción, únicos que leía, no cabe duda ninguna sino que el fervor de su fe religiosa, la consideración de la nueva desgracia que le venía encima, la conciencia de la tremenda responsabilidad que le cabía en caso de salir ciertas sus sospechas, en medio de su poca cultura, la habían inspirado, al punto de improvisar una oración elocuente, por cuanto expresaba con verdad los sentimientos que la dominaban en aquellas circunstancias. Poco fue, no obstante, el alivio que proporcionó a su desgarrado corazón el ferviente desfogue. Porque el aviso del canario, por oportuno y certero, hacía en su pecho el mismo efecto del cuchillo, hincado en las carnes, que si se mueve lascera, si se clava, mata. Tampoco era fácil olvidar las últimas sentenciosas palabras de aquél, no pensar en ellas; antes continuamente resonaban en sus oídos: De que lo vide lo vide.

También resonaron en los oídos de Cecilia, la cual no dormía desde mucho antes que volviese su abuela de la iglesia; sólo que le causaron impresión muy distinta. Encendiéronle el pecho en cólera e indignación. Porque, pensaba ella, ¿quién mete al hombre a dar semejante aviso? ¿Qué le iba ni le venía conque ella tuviese o no tuviese un amante, en que se viese con él o no por la puerta o por la ventana? ¿Por qué insistir en haberle visto? ¡Maldito hombre! ¡No se le hubiera secado la lengua antes de decir lo que dijo! Seguramente también vio al joven entrar o salir, y si no lo afirmó con la misma pertinacia, fue porque la abuela no le dio tiempo ni ocasión.

Pero fuerza era atender a las demostraciones de dolor y sentimiento de la abuela, que parecían extraordinarias y debían tener causa poderosa y legítima. ¿Cuál podía ser ésta? Ignoraba Cecilia lo ocurrido en Paula. Su conciencia alarmada vino a descifrarle el enigma. Había cometido una grave falta admitiendo en su casa, a ocultas de la abuela y contra su expresa orden, al joven blanco con quien cultivaba relaciones amorosas.

Desde ese punto, la soberbia e independiente Cecilia experimentó algo que no había experimentado nunca, algo que no atinaba a explicarse ella misma, una revolución en todo su ser. Es que ante la culpa empezaba a verse débil, temerosa, irresoluta, y tener vergüenza de sí, de su abuela y de sus amigas. ¿Con qué cara se les presentaría ella? El hombre de la leche iba a publicar su falta por todas partes aquella misma mañana. Cuando menos el vecindario ya estaba impuesto de todo, y en cuanto saliera a la calle la señalarían con el dedo y dirían de manera que lo oyese:—Ahí va la muchacha que se aprovecha de la ausencia de su abuela en la iglesia para admitir en su casa al hombre que públicamente la corteja.

Pero en medio de aquella confusión de ideas, comprendió Cecilia sin mayor esfuerzo dos cosas importantes: la una, que tal vez la abuela no estaba aún convencida de su culpa; la otra, que a la tranquilidad de las dos, pues que ya no había remedio, convenía disimular lo más posible hasta averiguar la verdad de lo que pasaba y tomar un partido. En esta disposición, se levantó con tiento, se echó por encima de la camisa un traje y se asomó a la puerta de la alcoba. Aún se hallaba la anciana de rodillas y concluía la improvisada plegaria. Corrió a arrodillarse a su lado, le pasó un brazo por la cintura y, dándole un beso en la mejilla, le preguntó con exquisita ternura:—Mamita, ¿qué tiene su merced? ¿Por qué está tan afligida?

No le respondió palabra la anciana, volvió a la butaca y rompió a llorar en silencio. No hay cosa más pegadiza que el llanto, y Cecilia estaba predispuesta a contraer el mal. Se arrojó en brazos de la abuela y confundió sus lágrimas con las de ella; desahogo necesario de dolores que, sin embargo, tenían contrapuesto origen. Tal vez habrían aprovechado aquella coyuntura para tener una explicación que no podía menos de ser satisfactoria para entrambas, porque así lo predisponía el estado de sus ánimos; pero llamaron de nuevo a la puerta y seña Josefa se apresuró a abrir, enjugándose de camino las mejillas empapadas. Era la vendedora de carne, manteca y huevos, negra de África, con tablero cuadrilongo equilibrado en la cabeza sobre un rodete, y un espanta-moscas, hecho de varetas de palma de coco, en la mano derecha.

Bien por cierta tendencia a la obesidad, por el calor, o por el desaliño natural de la gente de color, el traje de la vendedora consistía de falda de listadillo y camisolín, que cuando limpio debía de ser blanco, y apenas le llegaba a los hombros, quedándose más corto por las espaldas, cuyas partes, junto con los brazos desnudos a la griega o romana y las mejillas redondas y rollizas, le brillaban cual si, a la usanza de su tierra, se las hubiese untado con grasa. Por supuesto, no calzaba zapatos, sino que al caminar arrastraba un par de chancletas con la punta de los dedos. Luego que abrió seña Josefa, depuso el tablero en el quicio de la puerta, y en tono de voz chillona, cuyo volumen no correspondía con el de su cuerpo, dijo:

Güenos días, caserite. ¿No me toma naa hoy? Entoavía no ha hecho la cru.

Contestado brevemente el saludo por la anciana, ayudó a deponer el tablero en el suelo, agregando de prisa que le diera un real de carne de puerco, medio real de huevos y medio de manteca. La vendedora cortó la carne a ojo de buen cubero, y con los demás artículos pedidos la puso en un plato que trajo Cecilia; y no bien la vio, parece que la entraron ganas de hablar hasta por los codos.

—Labana etá perdía, niña. Toos son mataos y ladronisio. Ahora mismito han desplumao un cristián alantre de mi sojo. Uno niño blanca, muy bonite. Lo abayunca entre un pardo con jierre po atrá y un moreno po alantre, arrimao al cañón delasquina de Sant Terese. De día crara, niño, lo quitan la reló y la dinere. Yo no queriba mirá. Pasa batante gente. Yo conose le moreno; e le sijo de mi marío. ¡Ah! Me da mieo. Entoavía me tiembla la pecho.

Con semejante descuadernado e ininteligible relato, se asustó mucho Cecilia, porque le pasó por la mente que el robado podía ser su amante; pero disimuló cuanto pudo y la carnicera prosiguió:

—Allá por los Sitios ha habio la mar y la morene lotra noche. Tondá quiee prendré los mataores del bodeguer de la calle Manrico y la Estreya. Elle estaba en un mortorio. El gobernaó manda prendeslo. Dentra Tondá, elle solito con su espá, coge dos; Malanga, lo sijo de mi marío juye po patio y toavía anda escondió. Ese, ese, ma malo que toos. Conque pa que vea la caserite. No se pue un fía de naide. ¡Adiós, caserite! Mucha salú.

Ida la carnicera vino el panadero con la cesta de pan a la cabeza de un negro que le seguía los pasos, como la sombra verdadera de su cuerpo. Entonces seña Josefa se acordó que debía preparar el almuerzo. Según dijimos al principio de esta historia, el fogón se hallaba en el patio, debajo de un alero de mesilla, sin chimenea ni cosa que lo valga. Allí la anciana hizo lumbre valiéndose del eslabón, el pedernal, el azufre, el cabo de vela y unos cuantos carbones vegetales, y en poco más el almuerzo quedó listo. Entretanto Cecilia puso la mesa y ambas mujeres se sentaron a ella. Por largo rato estuvieron sin probar bocado, levantar los ojos del plato, ni hablar palabra. Es que a cada rato esperaba la nieta que la abuela le leyese la culpa en el semblante, y no se atrevía a mirarla de frente; al paso que ésta parecía muy nerviosa y desazonada. Varias veces intentó decir algo; harto se le conoció por el movimiento de los labios, y otras tantas la voz se le atravesó en la garganta, porque en vez de sonidos articulados sólo se le escaparon sollozos. Por último, hizo un esfuerzo y dijo:

—Yo debía morirme ahora mismo.

—¡Jesús, mamita! No diga eso, exclamó Cecilia sin alzar la cabeza.

—¿Por qué no, si tal es lo que siento? ¿Qué hago yo en el mundo? ¿De qué sirvo? De estorbo, nada más que de estorbo.

—Nunca había hablado así su merced.

—Puede ser, pero mis penas, aunque grandes, he podido sobrellevarlas hasta ahora. Ya estoy vieja; sin embargo, me faltan las fuerzas, no puedo más. Estaba pensando que sería mejor echarme a morir.

—¿No dice su merced que es pecado murmurar de los trabajos y penas que Dios nos manda? Acuérdese que Jesucristo llevó la cruz hasta el calvario.

—¡Pobre de mí! Mucho tiempo hace que he andado la vía crucis, y que estoy en el calvario. Sólo falta mi crucificación, y tal parece que me la tienen decretada aquellos mismos que más quiero en este mundo.

—Si mamita lo dice por mí, mire su merced que comete una verdadera injusticia. Bien sabe Dios que por aliviarle los pesares, de buena gana daría la sangre de mis venas.

—No lo demuestras, no se te conoce. Al contrario, parece que te complaces en hacer siempre lo que yo no quiero que hagas, lo mismo que te prohíbo. Si tú me quisieras como dices no harías ciertas cosas...

—¡Eh! Ya veo por donde va su merced.

—Voy por donde debo ir, por donde va toda madre que estima en algo el porvenir de sus hijos y su propio decoro.

—Si su merced no diera oídos a chismosos, lengua largas, se ahorraría más de un disgusto.

—Sucede, niña, que esta vez el chisme viene bien con lo que yo vi con estos ojos y oí con estas orejas que se han de comer la tierra.

En el calor de la discusión la muchacha había cobrado aliento y dijo:

—¿Qué ha podido ver ni oír su merced que no sea un chisme? Vamos, dígalo.

—Cecilia, lo que yo veo claro como la luz del día es que a pesar de mis amonestaciones y de mis consejos, tú buscas tu perdición como la mariposa la luz de la vela.

—Y si cierta persona, que es a quien su merced se refiere, se casa conmigo, me colma de riquezas y me da muchos túnicos de seda, y me hace una señora y me lleva a otra tierra donde nadie me conoce, ¿qué diría su merced?

—Diría que ese es un sueño irrealizable, un disparate, una locura. En primer lugar él es blanco y tú de color, por más que lo disimule tu cutis de nácar y tus cabellos negros y sedosos. En segundo lugar, él es de familia rica y conocida de La Habana, y tú pobre y de origen oscuro... En tercer lugar... Pero, ¿a qué cansarme? Hay otro inconveniente todavía mayor, más grande, insuperable... Tú eres una chicuela casquivana... Mujer perdida, sin remedio. ¡Dios mío! ¿qué he hecho yo para que me castiguen así?

La última exclamación la hizo seña Josefa, ya en pie y con las manos en los oídos, como para no oír por boca de la nieta la confirmación del mal juicio que se había formado acerca de sus opiniones sobre el matrimonio. Cecilia se puso también en pie y quiso seguir a la abuela, sea con la intención de calmarla, sea con la de justificarse, explicando o ampliando su idea; pero se detuvo de repente porque en aquel momento asomó por la entreabierta puerta de la calle el bien conocido rostro de Nemesia.

Capítulo XII

...Pero ponme
esa mano en este pecho.
¿No sientes en él, Matilde,
Un volcán? ¡Pues son mis celos!

J. J. Milanés

—Santos días por acá, entró diciendo muy risueña Nemesia sin llamar a la puerta.

Pero se quedó callada e inmóvil no bien echó de ver la cara y actitud de sus dos amigas. La abuela había vuelto a desplomarse en la butaca, su sitio favorito; la nieta se mantenía de pie, junto a la mesa, en la cual apoyaba una mano, fluctuando visiblemente entre el dolor y la desesperación.

No pudo ser más oportuna la aparición de la amiga en aquellas circunstancias. La anciana había dicho más de lo que la prudencia aconsejaba, y la joven temía averiguar el sentido íntimo de las últimas palabras de la abuela. ¿Qué sabía ella? ¿Por qué usar un lenguaje tan embozado? ¿Abrigaba fundadas sospechas o sólo pretendía intimidar?

La verdad es que en la disputa, con la conciencia alarmada, si no en posesión de hechos, ambas habían avanzado a un terreno resbaladizo, hasta allí vedado para ellas, donde la primera que entrase había de recoger larga cosecha de pesares y remordimientos. Por su parte, no creía seña Josefa llegado el momento de enterar a Cecilia de su verdadera posición en el mundo. Tal vez el lechero se había equivocado respecto de la identidad del joven; tal vez éste meramente pasaba por la puerta de la casa. Si usted quiere conservar la inocencia de una doncella, no la acuse, sin pruebas de haber pecado. Por estas razones seña Josefa, aunque desazonada, y llena de profundo pesar, desde lo íntimo del pecho saludó con alegría la venida inesperada de Nemesia.

Por fortuna también, para sacar a las tres mujeres de su embarazosa situación, llamaron entonces a la puerta de la calle con un fuerte golpe de aldaba, modo desusado de llamar. Seña Josefa, siempre lista para estos casos, corrió a abrir, recibiendo, junto con un saludo profundo, un papel que le alargó un negro ya canoso, vestido decentemente de limpio. Tenía todo el aire de calesero de casa principal. Dada la carta, se marchó diciendo:—No contesta.

No tenía, en efecto, contestación, ni venía dirigida a seña Josefa, sino al «Dr. Don Tomás de Montes de Oca. En mano propia». Llegaba a tiempo de calmar la ansiedad mayor de su espíritu atribulado. Con el auxilio de las gafas, que le alcanzó Cecilia, pudo ella mascullar para sí:

«Muy señor mío: De conformidad con lo que hemos hablado, doy la presente a la portadora, que se le presentará hoy mismo, a fin de que Vd. la explique lo que haya de hacerse en el asunto consabido. Está de más repetirle que responde a todo y que le vivirá eternamente reconocido S. S. S. y amigo Q. B. S. M.[39]

C. de Gamboa y Ruiz.»

Leída una y otra vez la carta para enterarse mejor del contenido, miró por encima de las gafas, primero a la nieta, luego a Nemesia, que se estaba callada a esperar el resultado de aquella escena muda, conocidamente absorbida, y como dudosa del partido que debía tomar. Pero el «hoy mismo» de la carta la obligó a formar una resolución preguntando:

—¿Qué hora es?

—Son las ocho, contestó Nemesia prontamente. Acaban de mudar las guardias de la suidad. Como que oigo los tambores entodavía.

—¡Qué me alegro! repuso seña Josefa. ¿Estás tú hoy muy de prisa, hija mía? añadió hablando con Nemesia.

—No, señora, ni un tantico. Iba a la sastrería de Uribe en busca de costura. Pero si la vida dura, el tiempo es largo. Iré más tarde. Lo mismo da.

—Ahora bien, hija, tú me vas a hacer un favor: te quedas aquí en la compaña de Cecilia, intertanto doy un saltico a la Merced y vuelvo en un santiamén. ¿Te quedarás?

Sin aguardar respuesta se ciñó de nuevo la correa, se echó el chal de cañamazo por la cabeza y salió a la calle. Y no bien lo hizo cuando Nemesia se volvió de improviso para Cecilia, la cogió por ambas manos y le dijo:

—¿Qué te cuento, china? Acabo de toparme con él.

—¿Con quién? preguntó Cecilia.

—Con tu adorado tormento.

—¿Y qué bienes nos vienen con esa gracia?

—¿Es posible, mujer? Lo dices como si no te importara. Cuando digo que me he topado con él es porque creo que te interesa saber cómo, cuándo y dónde lo he visto. Vengo a buscarte.

—Yo no puedo salir.

—Para estos casos siempre hacen un poder las mujeres de pelo en pecho como tú.

—Mamita puede volver pronto y yo no quiero que me encuentre fuera.

—¿Qué importa? ¿Quién dijo miedo? No es lejos tampoco. Detrás de Santa Teresa.

—No sé qué sacaré yo con ir hasta allá.

—Tal vez un desengaño.

—Pues para eso no voy. No quiero desengaños tan temprano.

—Es preciso que vengas, mujer. Te interesa, te lo repito. Pronto.

—No estoy vestida ni peinada.

—No le hace. En un momento te pones el túnico, te alisas el pelo, te echas la manta por la cabeza y naide te conoce. Yo te ayudaré.

—Nene, ¿cómo dejamos la casa?

—Le echamos la llave a la puerta, y ojos que te vieron ir, paloma torcaza. Vamos, anda. No hay tiempo que perder. Podemos llegar tarde, cuando haygan volado los pájaros.

—Me da vergüenza salir a la calle de trapillos.

Naide te verá. ¡Hombre! Ni que fueras a perder por eso el casamiento. ¿Vienes? Sería una lástima llevarnos chasco.

—¿Qué será? pensó Cecilia entrando en el cuarto para prepararse, como lo hizo, en un dos por tres.

Había logrado Nemesia despertar la curiosidad y aún la alarma en el ánimo de la amiga, y de antemano saboreaba el placer de verla morir de celos.

Bastante trabajo costó a las dos muchachas el cerrar la puerta con llave. La oxidada cerradura estaba fija en el ángulo del marco y la traviesa a un lado, el picolete adherido a su armella en la hoja macho al otro, mal ajustado en la alcayata que le servía de apoyo, y de consiguiente no entraba el cerradero en la hembrilla para que hiciera presa el pestillo. Al fin, lograron su objeto, haciendo uso Cecilia de más maña que fuerza; y echaron a andar a paso menudo, bajo la sombra de los tejados, en dirección del sur de la ciudad.

Detrás de las tapias del convento de Santa Teresa, opuesto a una casa de ventanas de poyo alto y rejas voladizas, había parado un carruaje, al cual se veían enganchados tres caballos apareados, de frente para la calle de la Muralla. El calesero montaba el de la izquierda, armado de machete largo y demás adminículos del oficio, en son de marcha. Al estribo inmediato a la acera había un joven dando los últimos adioses a una señorita en traje de viaje, que se hallaba sentada a la derecha de un caballero entrado en años y de aire respetable.

Ocupaba el poyo de la ventana mencionada un grupo compuesto de varias señoras y caballeros, todos conocidos nuestros; es decir, la familia Gámez, Diego Meneses y Francisco Solfa, despidiéndose de Isabel Ilincheta que, en unión de su padre, se volvía para Alquízar. Casi a un tiempo todos aquéllos le dirigían la palabra desde la ventana y ella les contestaba, asomando a veces la cabeza por debajo del capacete, sin desatender el joven al estribo, que apoyaba en él un pie mientras asía con la mano izquierda la abrazadera del quitrín.

En esto llegaban las dos muchachas por la parte del norte de la calle. Desde lejos reconoció Cecilia al joven que hacía de lacayo, Leonardo Gamboa. Y aunque no había visto todavía a la dama del carruaje, ni a derechas la conocía tampoco, adivinó quién podía ser. Andando, andando, formó la resolución de dar un buen susto a los dos, tal que les sirviera de castigo, si no de saludable escarmiento. Para ello, adelantose a su compañera, le pegó un fuerte empellón a Leonardo, que, por no estar prevenido, perdió el equilibrio, resbaló y dio de costado en la concha del quitrín, a los pies de la sorprendida dama. Esta, ignorante de lo que pasaba, o juzgando que aquello no era más que una broma, aunque pesada, sacó la cabeza por debajo de la cortina para ver a la agresora, en cuyo momento, creyendo reconocerla, entre asustada y reída, exclamo:—¡Adela!

En efecto, Cecilia, sin el disfraz, pues se le había rodado el embozo a los hombros, la negra cabellera flotando, sólo sujeta a la altura de la frente por una cinta roja, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes de la cólera, era el trasunto de la hermana menor de Leonardo Gamboa, aunque de facciones más pronunciadas y duras. Mas ¡ay! reconoció ella pronto su error. Apenas se cruzaron sus miradas, aquel prototipo de la dulce y tierna amiga se transformó en una verdadera arpía, lanzándole una palabra, un solo epíteto, pero tan indecente y sucio que la hirió como una saeta y la obligó a esconder la cara en el rincón del carruaje. El epíteto constaba de dos sílabas únicamente. Cecilia lo pronunció a media voz, despacio, sin abrir casi los labios:—¡Pu...!

Nemesia se llevó por fuerza a Cecilia, Leonardo se incorporó como pudo, el señor Ilincheta dio la orden de marcha, el calesero pegó con el pie en los ijares del caballo de varas, dejando caer al mismo tiempo la punta del látigo en las espaldas del de fuera y el carruaje partió a buen paso, con lo que a poco más se perdió de vista en la esquina de la calle inmediata, por donde torció a la derecha en dirección de la puerta de las murallas de la ciudad, llamada de Tierra. En vano las señoras y caballeros en el poyo de la ventana esperaron ver alzarse la cortina del postigo posterior del quitrín y asomar el pañuelo blanco para decir el último adiós. Ni aquélla se movió, ni apareció éste tampoco, pregonando el hecho, desde luego, la desagradable impresión que había producido el lance en el ánimo de los desapercibidos viajeros. Mas todavía cuando recapacitaron en lo que acababa de suceder, ya no estaban allí las mulatas, ya había desaparecido Leonardo juntamente con el carruaje.

En la calle de la Merced, cerca del convento de este nombre, como quien va para la alameda de Paula, sobre la mano derecha, hay una casa de azotea, la única de la cuadra. La entrada, aunque amplia, pues admitía hasta dos carruajes en fila, no era de las llamadas propiamente de zaguán. Delante de la puerta había estacionada una mala volante a la que se hallaba enganchado entre varas, un caballo que para no desdecir de aquélla tenía más de Rocinante que de Bucéfalo. Encaramado allá en la alterosa silla, hecha así por la multitud de sudaderos para mejor resguardo de los lomos de la bestia, descansaba a horcajadas el calesero negro, cuyo traje y aspecto no desdecían un punto del resto del equipaje. Mientras esperaba por el dueño, o dormía, o tenía en la mollera más aguardiente del necesario, porque le costaba trabajo mantener la cabeza erecta y alta, antes daba a veces con la frente en el pescuezo del caballo, que por su inmovilidad parecía de piedra.

Se le acercó seña Josefa por el lado de dentro y le dirigió la palabra repetidas veces, sin lograr que despertara o diera señales de vida. Bien es que ella, por respeto o por natural timidez, ni alzaba bastante la voz, ni osaba tocarle. No sabía su nombre tampoco, pero sospechando que se llamaba José, le dijo éste repetidas veces en tono cariñoso:—José, José, Joseíto, ¿está ahí el Doctor?

Medio se incorporó el negro en la silla, e hizo muecas horribles en el afán de abrir los ojos, casi cegados por el polvo blanco de la calle, y dijo al fin:—Yo no me ñama José, me ñama Ciliro, y mi amo el Dotor está ahí aentro, si no ha salío. Dentre, dentre.

Después de darle las gracias al amable calesero, entró, en efecto, la anciana. Había en la sala varias personas de aspecto pobre y ambos sexos esperando por el médico, el cual en aquel momento no se hallaba presente. Seña Josefa le conocía, y desde luego le buscó por todas partes con cierta inquietud, pues tal vez había salido; aunque el hecho de la volante a la puerta y la presencia de los pacientes en la sala, indicaban que si estaba fuera de casa, no era para la visita ordinaria de enfermos que giraba todos los días después de almuerzo. Al fin alcanzó a verle en el patio, inclinado sobre un hombre que, sentado en una silla, emitía de cuando en cuando quejidos apagados, más dolorosos, por donde se conocía que el Doctor ejecutaba una operación quirúrgica difícil. Era Montes de Oca cirujano hábil, no cabe duda, al menos atrevidísimo en el manejo de la cuchilla, tajando carne humana como quien taja hogazas de pan, siempre, es verdad, con acierto, tal vez por la misma sangre fría con que ejecutaba esas operaciones carniceras. Cuéntase, en efecto que en cierta ocasión le abrió el vientre a un individuo para extirparle un absceso que se le había formado en el hígado, y que lo ejecutó con la mayor fortuna, pues no se le murió el paciente entre las manos, sino que sanó, al menos de aquella dolencia. Eso sí, era tan hábil como interesado y codicioso de dinero. A nadie curaba de balde; ni se movía de su casa sino para hacer visitas de paga al contado violento, o con promesa explícita de que se le pagaría bien su habilidad, reconocida generalmente, tarde que temprano.

Conoció luego seña Josefa que había terminado la operación, así porque había cesado de quejarse el paciente, como porque el Doctor, alzando el instrumento con que la había ejecutado, dijo:

—¡Ea! ya está Vd., despachado. Vea lo que tenía en el oído: un frijol, como un garbanzo, pues con la humedad de esa parte creció dos tantos de su natural tamaño.

—Gracias, Doctor, mil gracias. Dios se lo pague y le dé mucha salud. No sabe Vd. cuánto me ha atormentado ese frijol en el oído. Hacía más de diez días que no dormía, no comía ni...

—Lo creo, le interrumpió el Doctor con aire triunfante y no poco receloso. Buen trabajo me ha costado extraerle el cuerpo extraño. Luego, la parte esa es tan delicada, que por poco que me fallase el pulso podían resbalarse las pinzas y dañarle el tímpano del oído y dejarle sordo por el resto de sus días. Bien. Ahora me paga Vd. mi trabajo, se marcha a casa y se da unos bañitos de cocimiento de malvas con unas gotas de láudano para calmar la irritación...

—¿Cuánto le debo Doctor? preguntó el hombre temblando, no ya del dolor, sino del recelo de que le pidiesen mucho dinero por una operación ejecutada, y eso brevemente.

—Media onza de oro, contestó Montes de Oca con sequedad e impaciencia.

No tuvo el hombre más remedio que meterse la mano en el pantalón y sacar un pañuelo nada limpio, en una de cuyas puntas tenía atadas varias monedas, que ciertamente no hacían mucha mayor suma de la que había exigido el cirujano por la curación. Volvía éste para la sala, como acostumbraba con la cabeza baja y el hombro derecho derribado, cuando se encontró de manos a boca, cual se dice, con seña Josefa, a la que preguntó con su voz gangosa:

—¿Qué quiere Vd. buena mujer?

Por toda respuesta seña Josefa le alargó la carta de recomendación.

—¡Ah! agregó el cirujano después de haberla leído. Tenía ya noticias de esto. El mismo señor don Cándido estuvo aquí bien temprano y me habló del asunto. Pero debo decirle a Vd. lo que a él le dije, a saber: que no he visto aún a la enferma, que no conozco el caso y que sin conocerlo tendría que ser adivino para decidir lo que deba hacerse.

—¿No le contó el señor don Cándido, se atrevió a observar la anciana, toda temblorosa, que el caso es desesperado, digo, que no da espera, porque depende la vida o la muerte...?

—Sí, sí, la interrumpió el cirujano. Algo me dijo sobre eso el señor don Cándido. El caso es que no puedo atender a todo. Si me dividiese en diez me parece que no daba avío. ¿Ve Vd. los que aquí aguardan por mi? Pues fuera me esperan muchos más, y todos con premura. Estimo al señor don Cándido, sé que es generoso, desprendido y que sabe agradecer los favores que se le hacen. Deseo, puedo y está en mi mano servirle; creo que si le sirvo esta vez, ha de pagármelo bien. Mas Vd. es mujer racional, conocerá que necesito tiempo, que debo examinar por mí mismo el caso antes de aventurar un diagnóstico. Tal vez no tenga cura, tal vez sea peor el remedio que la enfermedad. No soy el médico brujo que a ciegas decidía y así salía ello. Sin embargo, quizás Vd. pueda darme mejores informes de lo que ha podido el señor don Cándido, que, por lo que entiendo, conoce el caso de oídas. ¿Quién es la enferma?

—¡Mi hija!, señor don Tomás.

—¿Hija de Vd. eh? ¿Qué edad tendrá ahora?

—Va en los treinta y siete.

—Vamos, no es vieja. Hay ahí cuerpo todavía, y habrá resistencia. ¿Qué tiempo hace que enfermó?

—¡Ay, señor! Mucho tiempo, la vida de un cristiano, hará ahora dieciocho años más bien más que menos.

—No, no quiero decir eso. ¿Desde cuándo entró en el hospital de Paula?

—Poco después de haber enfermado. Hace ahora algo menos de diecisiete años, porque la niña tendría unos dos meses de nacida cuando, por no poderla sujetar en casa, me vi obligada a ponerla en el hospital de Paula, según me aconsejó el médico Rosaín. Ya puede imaginar el señor Doctor lo que me costaría esta separación. Se me arrancó el alma...

—De suerte, añadió pensativo Montes de Oca, de suerte que la niña...

—¿Mi nieta? dijo seña Josefa.

—Sí, su nieta de Vd., hija de la enferma, ¿tendrá...?

—Va en los dieciocho años de edad.

—¿Y qué tal?

—A Dios gracias, buena y sana.

—No, no es eso. Pregunto que qué figura tiene, qué tal parece la muchacha.

—¡Ay, señor Doctor! su figura y su parecer son los que van a acabar conmigo antes de mucho tiempo. Aunque me esté a mal el decirlo, es lo más lindo en verbo de mujer que se ha visto en el mundo. Nadie diría que tiene de color ni un tantico. Parece blanca. Su lindura me tiene loca y fuera de mí. No vivo ni duermo por guardarla de los caballeritos blancos que la persiguen como moscas a la miel. Me tiene sin sombra.

—¿Y esa muchacha encantadora acompañaría a la enferma si la sacamos del hospital?

—Si el señor Doctor lo cree conveniente, me parece que sí la acompañaría.

—De convenir, creo que convendría y mucho; pero se ofrece una dificultad. Veamos. ¿Qué tiempo hace que no se ven la madre y la hija?

—¡Qué! Hace una pila de tiempo. Más de diecisiete años.

—¿Tanto? Malo. ¿Pero Vd. u otro le habrá hablado a menudo a la madre de la hija y a la hija de la madre?

—A la madre sí le he hablado frecuentemente de la hija, cada vez que he ido a verla; a la hija nunca de su madre. Estoy por creer que no sabe que existe.

—¿Conque no se ha intentado nunca el que se vean la madre y la hija?

—Nunca.

—Mal hecho.

—Así creí yo, pero el señor Doctor Rosaín, que fue quien la asistió en el parto y después del parto, me aconsejó que las separase, y después que a la madre se le remató el juicio, me repitió que no le hablase de eso a la hija, porque querría verla y era fácil que la loca en uno de sus arrebatos la ahogase con sus propias manos. Pues es preciso que sepa el señor Doctor don Tomás, que tomó la locura con la hija, diciendo que como había nacido blanca tenía a menos el tener madre de color.

—Vaya, pues. Se equivocó Rosaín. Es un buen médico, no se puede negar, sólo que en este caso me parece que perdió los papeles o que se le fue el santo al cielo. Si la madre y la hija se ven de repente, después de una larga separación, tal vez se efectúe una reacción, y las enfermedades se curan con reacciones o revulsiones, no con medicinas, particularmente aquéllas en que aparece afectado el sistema nervioso. Somos todo nervio, nada más que nervio. Irritados los nervios cate Vd. la locura. Estaba pensando... Se había pensado llevar la enferma al campo, a una finca que poseo cerca del puerto de Jaimanitas, a fin de ver si cambiando el aire y dándose unos baños de agua salada, se lograba la revulsión que se busca. Pero es que la hija no puede ir allá con la madre. Figúrese Vd. que en esa finca, en el ingenio de Jaimanitas, digo, tengo sociedad con los Padres Belenitas. Lo administran y muchos de ellos se pasan en él buenas temporadas, en particular durante la molienda. ¿Qué escándalo no se armaría con la aparición de una joven tan linda, como Vd. dice, en medio de aquellos benditos Padres? ¡La tentación! Dios nos libre. Más de uno de ellos perdería el juicio y se diría que yo tenía la culpa... Mas ya veremos modo de arreglar eso. Vuélvase Vd. por acá pasado mañana, que yo veré a la enferma entre tanto y diré a Vd. lo que haya de hacerse. Quiero servir al señor don Cándido, puedo servirle, y me parece que será con beneficio de todos los interesados.

Capítulo XIII