Tarde venientibus ossa.
(Los que llegan tarde al banquete roen los huesos.)
Tenemos que dejar por breve tiempo estos personajes, para ocuparnos de otros que no por ser de inferior estofa, representan en nuestra verídica historia papel menos importante. Nos referimos ahora al célebre tocador de clarinete, José Dolores Pimienta.
Para verle con la aguja en la mano sentado a la turca junto con otros oficiales de sastre en una tarima baja, hilvanando una casaca de paño verde oscuro, todavía sin mangas ni faldones, fuerza es que pasemos a la sastrería del maestro Uribe, en la calle de la Muralla, puerta inmediata a la esquina de la de Villegas, donde hubo una tienda de mercerías llamada del Sol.
El primero de estos establecimientos se componía de una sala cuadrilonga con tres entradas: la de la primitiva puerta ancha y alta y las de las dos ventanas, cuyas rejas habían arrancado. Frente a ellas, en sentido longitudinal, había una mesa larga y angosta en que se veían varias piezas de dril, de piqué, de arabia, de un género de algodón que llamaban coquillo, de raso y de paño fino, todas arrolladas y apiladas en un extremo. Y hacia el opuesto, tendidos dos pedazos de tela de Mahón, en que ya se había trazado un par de pantalones de hombre con una astilla de jabón cenizoso.
Detrás de la mesa o mostrador, de pie, en mangas de camisa, con delantal blanco atado a la cintura, la tijera en la mano derecha, y echada en torno de los hombros, por medida, una cinta de papel doblada por medio en toda su longitud, con piquetes de trecho en trecho, se hallaba el maestro sastre Uribe, favorito en aquella época de la juventud elegante de La Habana. Aunque quisiera, no hubiera podido negar la raza negra, mezclada con la blanca a que debía su origen. Era de elevada talla, enjuto de carnes, carilargo, los brazos tenía desproporcionados, la nariz achatada, los ojos saltones, o a flor del rostro, la boca chica, y tanto que apenas cabían en ella dos sartas de dientes ralos, anchos y belfos; los labios renegridos, muy gruesos y el color cobrizo pálido. Usaba patilla corta, a la clérigo, rala y crespa, lo mismo que el cabello, si bien éste más espeso y en mechones erectos que daban a su cabeza la misma apariencia atribuida por la fábula a la de Medusa.[29]
Como sastre que debía dar el tono en la moda, vestía Uribe pantalones de mahón ajustados a las piernas, de tapa angosta, figurando una M cursiva, sin los finales de enlace, y las indispensables trabillas de cuero. En vez del zapato de escarpín, entonces de uso general, llevaba chancletas de cordobán, dejando al descubierto unos pies que no tenían nada de chicos, ni bien conformados, porque sobre mostrar demasiado los juanetes, apenas formaban puente. Por poco que previniese en su favor el aspecto de Uribe, no cabe duda que era el más amable de los sastres, muy ceremonioso y un si es no es pagado de la habilidad de sus tijeras. Estaba casado con una mulata como él, alta, gruesa, desenvuelta, quien en casa al menos, gustaba tanto de ir en piernas, arrastrando la chancleta de raso, como de enseñar más de lo que convenía a la decencia, las espaldas y los hombros rollizos y relucientes.
Comenzaba la tarde de uno de los últimos días del mes de octubre. Subían y bajaban muchos carruajes, carretones y carretas la angosta calle de la Muralla, tal vez la de más tráfico de la ciudad, por ser la más central y estar toda poblada de tiendas de varias clases. El ruido de las ruedas y de las patas de los caballos en las piedras, resonaba como un trueno continuado en el interior de las casas abiertas a todos los vientos. No pocas veces chocaban unos contra otros, y obstruían el paso por largo rato. En semejante caso, al trueno de los carruajes sucedían las voces y los ternos de los carreteros y caleseros, sin consideración ni respeto a las señoras. El transeúnte a pie, si no quería ser atropellado por los caballos o estrujado contra las paredes de las casas con los bocines salientes de los cubos de las ruedas, tenía que refugiarse en las tiendas hasta que se despejara la vía.
En la tarde de que hablamos ahora, ocurrió una de esas frecuentes colisiones entre un quitrín ocupado por tres señoritas, que bajaba, y un carretón cargado con dos cajas de azúcar, que subía. Chocaron con fuerza los cubos opuestos de ambos vehículos, de cuyas resultas el del segundo levantó la rueda del primero y se entró por sus rayos, rindiendo uno. Del choque los dos carruajes quedaron casi de través en la calle, el quitrín con la zaga hacia la puerta de la sastrería de Uribe, donde penetró la cabeza de la mula del carretón. El carretonero, que venía sentado a la mujeriega en una de las cajas de azúcar, con un zurriago en la mano derecha, perdió el equilibrio y dio en el lodo y piedras de la calle un terrible costalazo.
Y este hombre, africano de nacimiento, lo mismo que el otro, mulato de La Habana, en vez de acudir cada cual a su vehículo respectivo, a fin de deshacer el enredo y facilitar el pasaje, con atroces maldiciones y denuestos se embistieron mutuamente, ciegos de furor salvaje. No era que se conocían, estaban reñidos o tenían anteriores agravios que vengar; sino que siendo los dos esclavos, oprimidos y maltratados siempre por sus amos, sin tiempo ni medio de satisfacer sus pasiones, se odiaban a muerte por instinto y meramente desfogaban la ira de que estaban poseídos, en la primera ocasión que se les presentaba. En vano las señoritas del quitrín, muy sobresaltadas, pusieron el grito en el cielo, y la mayor de ellas amenazó repetidas veces al calesero con un fuerte castigo si no desistía de la riña y atendía a los inquietos caballos. Pero los combatientes, en su furor y en la lluvia de zurriagazos que se descargaban, no oían palabra. Luego los españoles de las tiendas, los oficiales de la sastrería, todos asomados a las puertas en mangas de camisa, aumentaban el ruido y la confusión con su vocería y sus risotadas, señales ciertas del júbilo con que presenciaban el combate.
En esto, un hombre de mala catadura entró por una puerta de la sastrería, como para evitar las ruedas del carruaje, y al salir por la otra extendió el brazo por encima del fuelle caído y le desprendió la peineta de teja de la cabeza de la más joven de las señoritas; con lo cual la larga y abundosa trenza de sus cabellos se desarrolló y desmadejó toda, cubriéndole la espalda con sus ondas sedosas y brillantes cual las alas del totí. Dio ella un grito y se llevó ambas manos a la cabeza; en cuyo momento, José Dolores Pimienta, mero espectador hasta entonces como los demás, hizo una exclamación de asombro, murmuró el nombre de la «Virgencita de bronce» y se lanzó sobre el ratero, o más bien sobre la presa, que se la llevaba en triunfo. Logró echarle garra; mas como era de quebradizo carey y estaba, además, primorosamente calada, se le quedó hecha pedazos en la mano: única cosa que pudo devolver a su afligida y asustada dueña. A favor de la confusión logró escapar el ratero, bien que ningún otro que el oficial de sastre había parado mientes en aquella ocurrencia. Sin embargo, la exclamación de éste, su acción generosa cuando la generalidad de los espectadores sólo pensaba en divertirse, llamó la atención de Uribe, que volviéndose de repente para él, le dijo:
—¿Estás loco? ¿Te figuraste que esa también era Cecilia Valdés? Si digo yo que tú ves visiones.
—No, contestó secamente José Dolores. Yo sé lo que me digo. Esas niñas son hermanas del caballero Gamboa.
—¡Acabáramos! exclamó a su vez Uribe. Yo bien quería conocerlas. Se parecen mucho. No pueden negar que son hermanos. Pues es preciso ampararlas. ¡Las hermanas de uno de mis rumbosos clientes! No faltaba más...
En efecto, entre el maestro sastre, sus oficiales y otros, consiguieron separar a los combatientes y desenredar las ruedas de los vehículos, tras lo cual uno y otro pudieron seguir su camino, llevando el carretonero las manchas de sangre de la cuarta del calesero en la camisa de listado azul. Protegió quizás las espaldas de este último la chaqueta de paño de su librea; a lo menos no se le veían en ella las señales de la refriega.
Y una vez despejado aquel campo de Agramonte y vueltos, el maestro sastre a la mesa de cortar, los oficiales a su tarima, el primero sacó de pronto el reloj del bolsillo del pantalón y, con aire sorprendido, dijo:—¡Las tres! añadiendo enseguida más alto:—¡José Dolores!
No tardó éste en aparecer ante la presencia del maestro Uribe. Traía al hombro dos madejas trenzadas, una de hilo blanco de lino, otra de seda negra; clavadas en los tirantes de los pantalones varias agujas cortas, no muy finas, y en el dedo del medio de la mano derecha un dedal de acero, sin fondo.
Al nacimiento de José Dolores Pimienta y de Francisco de Paula Uribe concurrieron, sin duda, por igual las razas blanca y negra, con esta esencial diferencia: que aquél sacó más sangre de la primera que de la segunda, circunstancia a que deben atribuirse el color menos bilioso de su rostro, aunque pálido, la regularidad de sus facciones, la amplitud de su frente, la casi perfección de las manos y la pequeñez de los pies, que así en la forma como en el arco del puente podían competir con los de dama de raza caucásica. Ni con ser de constitución delicada sobresalían mucho los pómulos de su rostro ovalado, ni tenía el cabello tan lanudo como el de Uribe. En sus maneras, lo mismo que en la mirada, y a veces hasta en el tono de la voz, había aire marcado de timidez o melancolía, pues no siempre es fácil discernir entre ambas, que revelaba, o mucha modestia o mucha ternura de afectos.
De organización musical tenía que hacerse gran violencia, cosa que no podía echar a puerta ajena, para trocar el clarinete, su instrumento favorito, por el dedal o la aguja del sastre, una de las artes bellas por un oficio mecánico y sedentario. Pero la necesidad tiene cara de hereje, según reza el característico adagio español, y José Dolores Pimienta, aunque director de orquesta, ocupado a menudo en el coro de las iglesias por el día y en los bailes de las ferias por la noche, no le bastaba eso a cubrir sus propias necesidades y las de su hermana Nemesia, desahogadamente. La música en Cuba, como las demás bellas artes, no hacía ricos, ni siquiera proporcionaba comodidades a sus adeptos. El célebre Brindis, Ulpiano, Vuelta y Flores y otros se hallaban poco más o menos en este caso.
—¿Qué tal la casaca verde indivisible? le preguntó Uribe. ¿Se halla en estado de prueba? Son las tres y dentro de poco tendremos aquí al caballero Gamboa, como el reloj.
—Para el tiempo que hace que Vd. me la entregó, señó Uribe, repuso Pimienta, la tengo bastante adelantada.
—¿Cómo es eso? ¿Pues no te la di desde tras de antier?
—Perdone Vd., señó Uribe, yo no vine a recibir esa prenda, si hemos de hablar claro, hasta ayer por la mañana. Antier toqué la misa mayor del Santo Ángel Custodio, a prima toqué la salve y luego en el baile de Farruco hasta más de media noche. Conque no sé...
—Bien, bien, replicó Uribe serio interrumpiéndole: ¿Se halla o no en estado de prueba? Eso es lo esencial.
—Diré a Vd., lo que es probarse, puede ahora mismo. Las solapas están basteadas, lo propio que el cuello. Iba ahora a hilvanarle los forros de seda, para abrirle los ojales. Los hombros se hilvanarán cuando venga el caballero que Vd. dice, y las espaldas idem per idem. Las mangas las está cerrando seña Clara, su mujer de Vd., aunque con probar una basta. De manera que a las ocho de la noche, cuando más tarde, estará concluida la casaca y lista para el baile, que no principiará hasta las nueve.
—El caso es que se quiere para mucho antes y no se dirá nunca que Pancho de Paula Uribe y Robirosa no cumple su palabra una vez empeñada.
—Entonces tendrá Vd. que poner otro oficial que me ayude; mejor dicho, que la concluya, porque a las seis debo tocar en la salve del Santo Ángel Custodio y luego después en el baile de Brito. Farruco abre sus bailes esta noche en la casa de Soto y yo no he querido llevar mi orquesta hasta allá. En la Filarmónica dirige Ulpiano con su violín y Brindis está comprometido a tocar el contrabajo. Conque considere Vd.
—Pues lo siento en el alma, José Dolores, y si hubiera sabido que tú no ibas a rematar esa pieza, no te la hubiera dado. Yo me estoy mirando en ella. Temo que si otro oficial la coge ahora en sus manos, le echa a perder el estilo. El caballerito Leonardo es el más quisquilloso de todos mis clientes. ¿No ve Vd. que nada en riqueza? ¿No ve cómo derrama la plata? ¡Para lo que le cuesta! Y vea Vd. su padre don Cándido, el otro día como quien dice, andaba con la pata en el suelo. Me parece que lo veo cuando llegó de su tierra: traía zapatos de empleita (quiso decir pleita, mejor, alpargatas), chaqueta y calzones de bayeta y gorro de paño. A poco más puso taller de maderas y tejas, después trajo negros de África a montones, después se casó con una niña que tenía ingenio, después le entró dinero por todos cuatro costados y hoy es un caballerazo de primera, sus hijas ruedan quitrín de pareja y su hijo bota las onzas de oro como quien bota agua. E intertanto aquella pobre muchacha... Mas, cállate lengua. Pues, según te decía, José Dolores, el caballerito Leonardo vino aquí la semana pasada y me dijo:—Maestro Uribe, tenga Vd. este paño verde indivisible que he hecho traer de París expresamente para que Vd. me haga una casaca como se debe. Pero déjese Vd. de vejeces, de talle encaramado en el cogote, ni de colas de golondrinas. Yo no soy ningún zacateca, Juanito Junco, ni Pepe Montalvo. Hágame una casaca como la gente, a la dernier, que yo sé que Vd. sabe pintarlas en el cuerpo, cuando le da la gana. Ese mozo tiene tanto dinero, que es preciso darle gusto o reventar. Además, como es tan elegante y bien parecido, da el tono en la moda, y si acierto a hacerle una cosa buena, me pongo las botas. Aunque a decir verdad, ya no tengo manos para todo el trabajo que me ha caído. Por donde se ve claro que la competencia del inglés Federico, lejos de dañificarme, me ha favorecido. Conque, mi querido José Dolores, al avío.
—Ya le he dicho, señó Uribe, haré lo que pueda; pero sépalo, no tendré tiempo para darle la última mano. Lo principal, sin embargo, está hecho, esto es, las solapas y el cuello. La montura de los faldones y la espalda Vd. puede dirigirla, y los ojales nadie los hace mejor que seña Clara.
—Trae acá la casaca.
Trájola el oficial, y con ella en la mano, para suspenderla a la altura de sus ojos, Uribe se encaminó a un espejo que había en la pared medianera de la primera ventana y la puerta. Allí le siguió maquinalmente José Dolores. Cuando los dos estuvieron delante del espejo, dijo el maestro a su oficial:
—Vamos, José Dolores, sirve tú de modelo... Apuradamente, tienes el mismo cuerpo que el caballerito Leonardo.
—Está bien, señó Uribe, contestó Pimienta de malísimo humor. Pero sin ejemplar ¿eh?
—Compadre, tienes hoy palabras de poco vivir. ¿Qué te está labrando allá dentro? Antes tomaste una de las niñas Gamboa por Cecilia Valdés; ahora te pones bravo porque, para ganar tiempo, pruebo la casaca del hermano en tu cuerpo. Si lo haces porque ese blanco le pisa la sombra, lo peor que puedes hacer es tomarlo tan a pecho. ¿Qué remedio, José Dolores? Disimula, aguanta. Haz como el perro con las avispas, enseñar los dientes para que crean que te ríes. ¿No ves que ellos son el martillo y nosotros el yunque? Los blancos vinieron primero y se comen las mejores tajadas; nosotros los de color vinimos después y gracias que roemos los huesos. Deja correr, chinito, que alguna vez nos ha de tocar a nosotros. Esto no puede durar siempre así. Haz lo que yo. ¿Tú no me ves besar muchas manos que deseo ver cortadas? Te figurarás que me sale de adentro. Ni lo pienses, porque lo cierto y verídico es que, en verbo de blanco, no quiero ni el papel.
—¡Qué ley tan brava, señó Uribe! No pudo menos de exclamar por lo bajo el oficial, sorprendido más bien que alarmado de que abrigara principios tan severos.
—Pues qué, continuó el maestro sastre, ¿te figurabas que porque le hago el rande vú a todos cuantos entran en esta casa, es que no sé distinguir y que no tengo orgullo? Te equivocas; en verbo de hombre, nadie creo mejor que yo. ¿Me estimaría en menos porque soy de color? Disparate. ¿Cuántos condes, abogados y médicos andan por ahí, que se avergonzarían de que su padre o su madre se les sentara al lado en el quitrín, o los acompañara a los besamanos del Capitán General en los días del rey o de la reina Cristina? Quizás tú no estás tan enterado como yo, porque no te rozas con la grandeza. Pero recapacita un poco y recuerda. ¿Tú conoces el padre del conde...? Pues fue el mayordomo de su abuela. ¿Y el padre de la marquesa...? Un talabartero de Matanzas, más sucio que el cerote que usaba para untarle a la pita con que cosía los arneses. ¿A que el marqués de... no enseña su madre a los que van a visitarlo en su palacio de la Catedral? Y ¿qué me dices del padre del doctor de tantas campanillas...? Es un carnicero de ahí al doblar. (Tuvo Uribe la discreción de pronunciar los nombres de las personas aludidas a la oreja del oficial, como para que los demás no le oyeran.) Pues yo no tengo por qué esconder mis progenitores. Mi padre fue un brigadier español. A mucha honra lo tengo, y mi madre no fue ninguna esclavona, ni ninguna mujer de nación. Si los padres de esos señorones hubieran sido siquiera sastres, pase, porque es notorio que S. M. el Rey ha declarado noble nuestro arte, lo mismo que el oficio de los tabaqueros, y podemos usar don. Tondá, con ser moreno, tiene don por el rey.
—Yo no me ocupo de eso, ni a derechas sé quién es mi padre, sólo sé que no fue negro, volvió Pimienta a interrumpir el torrente impetuoso del maestro sastre. Lo que yo sostengo es, que ni a Vd., ni a mí, ni... a nuestros hijos, según van las cosas, nos tocará ser martillo. Y es muy duro, durísimo, insufrible, señó Uribe, agregó José Dolores, y se le nubló la vista y le temblaron los labios, que ellos nos arrebaten las de color, y nosotros no podamos ni mirar para las mujeres blancas.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? continuó Uribe hablando otra vez al oído del oficial, como para que no le oyera su mujer: la culpa la tienen ellas, no ellos. No te quepa género de duda, porque es claro, José Dolores, que si a las pardas no les gustaran los blancos, a buen seguro que los blancos no miraban para las pardas.
—Puede ser, señó Uribe; pero, digo yo: ¿no tienen los blancos bastante con las suyas? ¿Por qué han de venir a quitarnos las nuestras? ¿Con qué derecho hacen ellos eso? ¿Con el derecho de blancos? ¿Quién les ha dado semejante derecho? Nadie. Desengáñese, señó Uribe, si los blancos se contentaran con las blancas, las pardas no mirarían para los blancos.
—Hablas como un Salomón, chinito, sólo que eso no es lo que sucede, y es preciso atenerse a cómo son las cosas y no como queremos que sean. Yo me hago este cargo: ¿qué vale quejarse ni esperar que todo ha de salir a medida del deseo de uno? Ni ¿qué puedo yo solo, qué puedes tú, ni qué puede el otro contra el torrente del mundo? Nada, nada. Pues deja ir. Cuando son muchos contra uno, no hay remedio sino hacer que no se ve, ni se oye, ni se entiende, y aguardar hasta que le llegue a uno su turno. Que ya llegará, yo te lo aseguro. No todo ha de ser rigor, ni siempre ha de rasgar el paño a lo largo. Intertanto aprende de mí, recibo las cosas como vienen y no pretendo enderezar el mundo. Podría salir crucificado. Tú todavía vas a tragar mucha sangre, lo estoy mirando.
—¿Qué importa? dijo el oficial con calor. Con tal que otros la traguen al mismo tiempo que yo...
—Ese es el caso, que si tú te calientas y tomas las cosas por donde más queman, no logras que otros traguen sangre, sino que la tragas tú a borbollones. Y eso es lo que pretenden los pícaros de los blanquitos. Bien, no te digo que te dejes sopetear de nadie, pues yo tampoco me he dejado pasar la mota. Lo que te digo es que no pierdas los estribos y aguardes la ocasión. ¿Ves ahí a Clara, tan formalota, tan seria? Ella cuando moza tuvo también más de un blanco tentador, y logré espantarlo sin mucho trabajo ni quebradero de cabeza. Así te digo, José Dolores, no te apures, ni te pongas bravo, porque llevas la de perder: te comes los hígados y sacas... lo que somos. Deja correr y aprenderás a vivir.
Durante esta larga y animada conversación, no cesó un punto la probadura de la casaca. Ya cogía Uribe una solapa con la mano derecha, la sacudía y atraía a sí, a tiempo que con la izquierda abierta comprimía los pliegues de la camisa del oficial por el pecho y el costado; ya mataba las ondas de la espalda, de los hombros para el centro; ya con el jabón de piedra trazaba crucetas a lo largo de las costuras de los costados; ya, en fin, metía las tijeras por la orilla del cuello y de las boca-mangas y sisaba el paño adherido por los hilvanes de hilo blanco a las entretelas de cañamazo. Así el embrión de frac tomaba poco a poco la forma del cuerpo del oficial bajo la tijera y la astilla de jabón de Uribe, sin que a todas éstas tuviese él la certidumbre de que le viniese bien a su legítimo dueño; pero fiaba el maestro mucho en su experiencia y conocida habilidad. Siempre que se le ofrecía alguna duda respecto al tamaño, ocurría a la tira de papel doblada en dos con piquetes en ambas orillas, que le servía de medida y rectificaba las dimensiones.
Media hora larga se había pasado en esta faena del maestro con su oficial, cuando paró una volante de alquiler a la puerta de la sastrería y se apeó de ella, de un salto, el intrépido joven que había servido de asunto, por la mayor parte, de su sazonada conversación.
No es caballero el que nace,
sino el que lo sabe ser.
La llegada repentina del joven mencionado al final del capítulo anterior, esperada y todo, sorprendió al maestro sastre, con tanto más motivo que su oficial aguardaba precisamente aquel momento para echar atrás los brazos y soltarle en las manos la pieza de ropa en estado de prueba.
Esto, sin embargo, no fue parte para que él dejase de salir al encuentro de Leonardo Gamboa y recibirle con muchas sonrisas y zalamerías.
Si el joven recién llegado observó o no la retirada precipitada de Pimienta, o si adivinó el motivo, es más de lo que puede afirmarse con probabilidad de acierto. Fuerza es decir, no obstante, que hasta allí Leonardo ignoraba que tuviese un enemigo acérrimo en el músico; y que, además, se creía superior para ocuparse de las simpatías o antipatías de un hombre de baja esfera, mulato por añadidura. Lo seguro es que ni siquiera sospechó que había acabado de ser el objeto casi exclusivo de la conversación del maestro sastre y de su oficial. Venía, además, allí a hora fija y por cita expresa, sólo se demoraría el tiempo necesario. No había, por tanto, ocasión ni motivo de dar su atención y pensamientos a cosas ajenas al traje que hacía el maestro Uribe. Tampoco éste le dio lugar a divagaciones.
Como tenía por costumbre Leonardo, al apearse sacó una peseta del bolsillo del chaleco y se la arrojó al calesero, el cual la recibió en el aire. Luego, sin más demora, se encaminó derecho al sastre, cortándole, en medio de sus obsequiosas demostraciones, con la pregunta:
—¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?
—Casi concluida, señor don Leonardito.
—Lo temía, lo esperaba, replicó éste impaciente. Un zapatero remendón tiene más palabra que tú, Uribe.
—Pues ¿qué hora es, caballero Gamboa?
—Son las cuatro y más de la tarde; y me prometiste la ropa para ayer tarde.
—Perdone el caballero, se la prometí para hoy a las siete de la noche. Es decir, concluida y planchada de un todo. Porque el caballero debe estar enterado que de mi taller no sale pieza sin todos sus periquitos y ringo rangos. Cuente el caballero que este pobre sastre no posee otra cosa que su reputación, como que viste, hace más de diez años, a la grandeza de La Habana, y nadie podría decir en justicia que Francisco de Paula Uribe y Robirosa...
—¡Ah! ¡Maestro Uribe! ¡Maestro Uribe! volvió a interrumpirle el joven con mayor impaciencia. El que no te conozca que te compre. Dale con la palabra y vuelta con su reputación y pocas veces, si alguna, cumpliendo con exactitud. Dejemos toda esta palabrería para otra ocasión y vamos a los hechos. Al fin ¿tendré la ropa esta noche, en tiempo para el baile o no? He aquí lo que importa saber.
—La tendrá el caballerito o pierdo el nombre que llevo. Por lo que toca al chaleco, que es lo único que se hace fuera de casa, lo espero por momentos. Apuradamente, está en manos de una pardita que se pinta sola para chalecos y es como el reloj. Ya que el caballero ha tenido la bondad de honrar mi taller con su presencia, probaremos la casaca, aunque estoy cierto y seguro que el caballero va a confesar que tengo buen ojo, si no otra cosa. Le ruego que no repare en su estado presente, porque sé que para las personas que no son del arte aquí hay trabajo de dos días, cuando para un oficial experto sólo hay trabajo de dos horas. Si alguna vez se me atrasa la obra, no es por culpa mía, ni por falta de oficiales, sino porque me cae mucha de golpe. En el taller sólo tengo cinco oficiales, fuera, en sus casas, cuantos quiero, aunque yo prefiero tener mi gente siempre a la vista.
Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojado del frac con la ayuda del sastre, y mientras le probaban el nuevo, creyó ver reflejada en aquél la imagen de alguien que le miraba a hurtadillas desde atrás de la puerta del comedor. Aunque le pasó por la mente que había visto aquella cara en alguna parte, de pronto no pudo recordar dónde ni cuándo. En este esfuerzo de imaginación se quedó un rato pensativo, completamente abstraído. Por supuesto, durante ese tiempo no vio lo que pasaba, no oyó ni entendió la charla del maestro Uribe.
Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una muchacha de color, medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, a la usanza persa. Dio las buenas tardes, y como si no hubiese reparado en lo que allí se hacía, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de la mesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes de alcanzar la puerta, preguntándole:
—¿Traes el chaleco, Nene?
—Sí, señor; contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose a la cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó de debajo de la manta.
El nombre, lo mismo que la voz de la muchacha, sacaron a Leonardo de su abstracción; volvió a ella el rostro y le clavó la vista. Ambos se reconocieron desde luego, y cambiaron una mirada de inteligencia y una sonrisa de cariño, señales que por cierto no se escaparon a la penetración de Uribe.—Aquí hay gato encerrado, pensó él. ¡Pobre muchacha! ¡la compadezco! ¡En qué garras has caído! Cuando menos ésta es la causa de las quemazones de sangre de Pimienta... Tiene razón,...Pero no, debe ser por algo más de eso.
Después sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, y dándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.
—¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera vale un Potosí.
Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante, entretejidas en la tela. No se lo probó Leonardo, ni lo juzgó necesario el sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque, cual por cita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe. Entre ellos, Fernando O'Reilly, hermano menor del conde de este nombre; el primogénito de Filomeno, después Marqués de Aguas Claras; el secretario o confidente del Conde de Peñalver; el joven Marqués de Villalta; el Mayordomo del Conde de Lombillo; y uno que le decían Seiso Ferino, protegido por la opulenta familia de Valdés Herrera. Casi todos éstos habían ordenado piezas de ropa para sí o para sus amos en la sastrería del maestro Uribe, y, ya de paso para el Paseo de extramuros en sus carruajes, ya ex profeso, entraban en ella y se detenían el tiempo necesario para esa averiguación.
Al entrar el primero de los personajes arriba nombrados, le puso familiarmente la mano en el hombro a Leonardo, le llamó por este nombre, y le trató de tú por tú. Habían sido condiscípulos de Filosofía en el Colegio de San Carlos desde 1827 a 1828, en cuya última fecha O'Reilly se había separado para ir a España y proseguir sus estudios hasta recibirse de abogado, como se recibió, tornando a los patrios lares sólo unos pocos meses antes del día de que aquí hablamos, con el empleo de Alcalde Mayor. Después de dos años de ausencia, aquélla era la primera vez que se veían, no habiendo tenido Leonardo ocasión ni humor de ir a saludarlo, quizás porque, si bien antiguos condiscípulos, no había dejado él de ser miembro de una familia la más orgullosa de La Habana, de la primera grandeza de España. Por otra parte, partió soltero y volvió casado con una madrileña, motivo de más para que sus gustos y aficiones ahora fuesen muy distintos de lo que fueron cuando juntos concurrían a oír las elocuentes lecciones del amable filósofo Francisco Javier de la Cruz.
La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra que el baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en los altos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina a la del Teniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica, en 1828. Desde los días del carnaval, a fines de febrero, en que coincidieron los festejos públicos por el casamiento de la princesa de Nápoles, doña María Cristina con Fernando VII de España, la Sociedad antes dicha no había vuelto a abrir sus salones. Ahora lo hacía como para despedir el año de 1830, pues es sabido que la gente principal de La Habana, única con derecho a concurrir a sus funciones, se marchaba al campo desde principios de diciembre y no volvía a la ciudad sino hasta mucho después de Reyes. En vísperas del sarao, la juventud de ambos sexos acudía en tropel a los establecimientos de modas y novedades para hacerse de trajes nuevos, de adornos, joyas y guantes. Las sastrerías como la de Federico, Turla y Uribe, que eran las favoritas; los almacenes como los del «Palo Gordo» y de «Maravillas»; las joyerías como las de Rozan y «La Llave de Oro»; las tiendas de modistas como la de madama Pitaux; las zapaterías como la de Baró, en la calle de O'Reilly y la de «Las Damas» en la calle de la Salud esquina a la de Manrique, extramuros de la ciudad, varios días anteriores al señalado para el baile se veían asediados a mañana y tarde, por las señoritas y jóvenes más distinguidos por su elegancia y el lujo de sus trajes. Las primeras por esa época empezaban a usar los zapatos o escarpines de raso blanco a la China, con cintas para atarlos a la garganta del pie y mostrar las medias de seda caladas, siendo así que el vestido se llevaba sobre lo corto. Los hombres usaban también escarpines de becerro con hebillita de oro al lado de fuera y calcetas de seda color de carne.
Con los caballeros, Uribe echó el resto de la cortesía y de la amabilidad, de que sabía revestirse cada vez que le convenía; con los criados, aunque acudían en nombre de personas de elevada posición, fue seco y parco en demostraciones civiles. Pero tuvo habilidad bastante para dejarlos a todos contentos y satisfechos, como que nada le costaba prodigar promesas a diestro y a siniestro, que es moneda imaginaria con que se pagan la mayor parte de las deudas en sociedad. De esta manera cumplió exactamente con los que le hablaron gordo desde el principio; a los restantes dio un solemne chasco, sin perder por eso su patrocinio. E idos todos, porque ninguno calentó asiento, se puso desde luego a habilitar las piezas que se proponía concluir para aquella noche. No descuidó, por supuesto, la casaca verde invisible de Gamboa; quien, satisfecho de que no sería chasqueado de nuevo, cedió a las vivas instancias de su amigo Fernando O'Reilly y le acompañó en el quitrín al paseo, llamado por imitación del famoso de Madrid, el Prado.
Ocupaba éste, y ocupa en el día, el espacio de terreno que se dilata desde la calzada del Monte hasta el arrecife de la Punta al Norte, al morir el glacis de los fosos de la ciudad por el lado del oeste. Cienfuegos extendió el paseo de la calzada del Monte hasta el Arsenal hacia el sur; pero jamás se ha usado como tal esa parte sino como calle Ancha, cuyo nombre lleva. Entre las obras de adorno que tuvieron origen en el gobierno de don Luis de las Casas, se cuenta el nuevo Prado (el de que hablamos ahora). El Conde de Santa Clara concluyó la primera fuente que dejó en proyecto las Casas, y construyó otra más al norte; nos referimos a la de Neptuno en el promedio del Prado, y la de los Leones al extremo. Ambas se surtían de agua de la Zanja real, que atravesaba el paseo (y aún le atraviesa) por el frente del Jardín Botánico, hoy estación principal del ferrocarril de La Habana a Güines, y por la orilla del foso iba a verter sus turbias aguas en el fondo del puerto, al costado del Arsenal. Mucho después, al extremo meridional del Prado, donde estuvo originalmente la estatua en mármol de Carlos III, que don Miguel Tacón trasladó en 1835 a su paseo Militar, hizo construir a su costa en 1837 el Conde de Villanueva la bella fuente de la India o de La Habana.
El nuevo Prado constaba de una milla de extensión, poco más o menos, formando un ángulo casi imperceptible de 80 grados, frente a la plazoleta donde se elevaba la fuente rústica de Neptuno. Le constituían cuatro hileras de árboles comunes del bosque de Cuba, algunos con la edad muy corpulentos, e impropios todos de alamedas. Por la calle del centro, la más ancha, podían correr cuatro carruajes apareados; las dos laterales, más angostas, con unos pocos asientos de piedra, servían para la gente de a pie, hombres solamente, quienes en los días de gala o fiesta se formaban en filas interminables a lo largo del paseo. La mayor parte de éstos, especialmente los domingos, se componían de mozos españoles empleados en el comercio de pormenor de la ciudad, en las oficinas del gobierno, en la marina de guerra y en el ejército, pues por su calidad de solteros y por sus ocupaciones, no podían usar carruaje y visitar el Prado en días comunes. Es de advertirse además, que a la hora del paseo, estaba prohibido atravesar siquiera el Prado en vehículo de alquiler; y si algún extranjero lo hacía por ignorancia de la regla o consentimiento del sargento del piquete de dragones que daba allí la guardia, llamaba la atención y excitaba la risa general del público.
La juventud cubana o criolla tenía a menos concurrir al Prado a pie; sobre todo el confundirse con los españoles en las filas de espectadores domingueros. De suerte que allí tomaba parte activa en el paseo sólo la gente principal: las mujeres invariablemente en quitrín, algunas personas de edad en volante y ciertos jóvenes de familias ricas, a caballo. Ninguna otra especie de carruaje se usaba entonces en La Habana, a excepción del Obispo y del Capitán General que usaban coche. El recreo se reducía a girar en torno de la estatua de Carlos III y la fuente de Neptuno cuando la concurrencia era corta, que cuando era mucha, se extendía hasta la de los Leones u otro cualquier punto intermedio, donde el sargento del piquete calculaba que debía plantar uno de sus dragones, a fin de mantener el orden y de que se guardase la debida distancia entre carruaje y carruaje. Mientras mayor era la afluencia de éstos, menor era el paso a que se les permitía moverse; de que resultaba a menudo un ejercicio muy monótono, no desaprovechado en verdad por las señoritas, cuya diversión principal consistía en ir reconociendo a sus amigos y conocidos, entre los espectadores de las calles laterales, y saludarlos con el abanico entreabierto, de la manera graciosa y elegante que sólo es dado a las habaneras.
Por fortuna la monotonía y la funérea gravedad de tan inocente recreo, a que las autoridades españolas daban el nombre arbitrario de orden, duraban lo que la presencia de los dragones del piquete en la avenida central del Prado, es decir, de las cinco a las seis de la tarde. Porque es cosa sabida que, unas veces con la punta de la lanza, otras a varazos, hacían que los caleseros guardasen el paso y la fila. Pero después de saludar el pabellón español en las fortalezas del contorno, ceremonia previa para arriarlo, lo mismo que las señales del Morro, desfilaba el piquete por la orilla de la Zanja, en dirección de la calle y cuartel de su nombre, y al punto empezaban las carreras, el verdadero ejercicio, la belleza y novedad de la diversión. Espectáculo digno de contemplarse era, en efecto, entonces, el paseo en carruaje y a caballo, del nuevo Prado de La Habana, iluminado a medias por los últimos rayos de oro del sol poniente, que en las tardes de otoño o de invierno se degradan en manojos de plata, antes de confundirse con el azul purísimo de la bóveda celeste. Los caleseros expertos se aprovechaban con ganas de la ocasión que se les presentaba para hacer alarde de su habilidad y destreza, no ya sólo en el regir de los caballos, en el girar violento y caprichoso de los quitrines, sino en el tino con que los metían por las estrechuras y la confusión, y los sacaban sin choque ni roce siquiera de unas ruedas con otras. Aún las tímidas señoritas, en el colmo del entusiasmo por el torbellino de las carreras y giros, arrebatadas en sus conchas aéreas, con la acción y a veces con la palabra, animaban a los jinetes; con que unos y otros contribuían hasta donde más al peligro y grandeza del espectáculo. Poco a poco desaparecía la vaporosa luz crepuscular; una polvareda sutil y cenicienta se elevaba remolinando hasta las primeras ramas de los copudos árboles y cubría todo el paseo; de manera que, cuando uno tras otro los quitrines, con su carga de mujeres jóvenes y bellas, dejaban el estadio en vuelta de la ciudad o de los barrios extramuros, no creía menos el desapercibido espectador sino que salían de las nubes, cual otras Venus, de la espuma de la mar.
En aquellos tiempos en que la Metrópolis creía que la ciencia de gobernar las colonias se encerraba en plantar unos cuantos cañones de batería, se ideó la construcción de las murallas de La Habana, obra que se comenzó a principios del décimo séptimo siglo y se terminó casi al finalizar el décimo octavo. Las tales murallas eran parte de una fortificación vasta y completa, así por el lado de tierra como por el del mar o el puerto; no faltándole cuatro puertas hacia el campo, poternas hacia el agua, puentes levadizos, foso ancho y hondo, terraplenes, almacenes, estacadas, aspilleras, y baluartes almenados; de modo que la ciudad más populosa de la Isla quedaba de hecho convertida en una inmensa ciudadela. Así existieron las cosas hasta la venida del memorable don Miguel Tacón, quien abrió tres puertas más y sustituyó los puentes levadizos con puentes fijos de piedra. Pero en la época de la historia que vamos refiriendo, esto es, cuando sólo existían las cinco puertas originales, las tres del centro llamadas de Monserrate, de la Muralla y de Tierra, eran para el uso del público en carruaje, a caballo y a pie, y las de los extremos, denominadas de la Punta y de la Tenaza estaban destinadas especialmente al tráfico. Por ellas, pues, se acarreaba el azúcar, el café y otros efectos pesados en el único medio de trasporte de entonces, a saber, las enormes primitivas carretas, tiradas por cachazudos bueyes. La guarnición de la plaza, numerosa en los últimos tiempos, daba la guardia en las puertas y en las poternas, juntamente con el resguardo, constituido en todas ellas; pues nadie ni nada entraba ni salía sin estar sujeto a un doble registro, todo según se acostumbra en las plazas sitiadas.
Después de entrado el carruaje en que iban O'Reilly y Gamboa, en el rastrillo interior, donde se hallaba la garita del resguardo, asomó, por la parte opuesta del puente levadizo, un caballo tan cargado de forraje verde de maíz, a que llaman vulgarmente maloja, que no se veían más que los pies y la cabeza, la cual procuraba alzar cuanto podía, a causa sin duda del demasiado peso. Sobre aquella montaña de hierba venía montado a la mujeriega, mejor dicho, recostado a la grupa el conductor o malojero, mozo natural de Islas Canarias, vestido a la usanza de los campesinos cubanos. El centinela español, que se paseaba entre las dos puertas con el fusil al brazo, miró primero hacia el puente, luego hacia el rastrillo, y se plantó en medio de la vía en señal de que ambos debían pararse, hasta que se resolviera cuál de los dos tenía que ciar o desviarse. Pararse el caballo del forraje equivaldría a obstruir el paso; volverse en el estrecho puente era imposible sin exponerse a una caída; en tanto que al carruaje le era fácil arrendar los caballos sobre el cuartel del cuerpo de guardia y dejar expedito el camino. A pesar de su natural torpeza, esto lo vio claro, desde luego, el centinela; así que ordenó con la mano al malojero que se parase y avanzó a paso de carga al carruaje y gritó:—¡Atrás!
Pero orgulloso el calesero de la nobleza y autoridad de su amo, envanecido de los escudos de arma bordados en su librea, lo mismo que de sus espuelas de plata, metal de que estaban sobrecargadas las guarniciones, aún el mismo carruaje, en vez de obedecer la orden del centinela, plantó los caballos delante de la puerta interior, y miró de medio lado a su amo. Venía éste muy embebecido contándole a Gamboa los peligros que había corrido en su ascención al monte Etna en Sicilia, y hasta la parada repentina del carruaje no echó de ver que se había presentado un obstáculo. Naturalmente los ojos del amo se encontraron con los del esclavo que le pedía órdenes:—¡Arrea! le dijo, y como si nada ocurriese, continuó la íntima conversación que traía con su condiscípulo y amigo.
Moviéronse los caballos y entonces el centinela repitió la voz de:—¡Atrás! presentando la bayoneta a sus pechos; a cuya vista O'Reilly, que era soberbio, se puso rojo de la indignación. Medio se incorporó en el asiento, como para mostrar mejor la cruz roja de Calatrava que llevaba bordada en la solapa de la casaca, y gritó:—¡Cabo de guardia! Y luego que éste se le presentó con la mano derecha abierta sobre la frente, agregó:—¡Haga Vd. despejar el paso!
Informose el cabo en un instante de lo que pasaba, y aunque no conocía el sujeto que le había hablado, por el tono imperioso que usó y por la cruz roja, supuso que era un señor principal, jefe, o cosa parecida, y le contestó, siempre con la mano abierta, a la altura de la frente:—El malojero no puede retroceder.
—¿Cómo es eso? exclamó Fernando en el colmo de la cólera. ¿Sabe Vd. con quien habla? Llame al oficial de guardia.
—No hay para qué, repuso el cabo. Ya veremos modo de arreglarlo. No se incomode V. E.
—Haga ciar ese caballo de la maloja... Pronto.
A las voces, acudieron el oficial de guardia, que se entretenía en jugar a los naipes con unos cuantos amigos, y los soldados de facción, los cuales esperaban órdenes sentados en un banco sin respaldo a la puerta del cuartel, mientras los demás dormían a pierna suelta en las tarimas fijas del interior. Aquel militar, que debíamos suponer más enterado que el cabo de la noción de lo justo y de lo injusto, no vio más sino que un caballero cruzado no podía proseguir su paseo porque se lo impedía un paisano con su caballo cargado de forraje. Así que dio la orden perentoria de despejar el puente. Ejecutada en un dos por tres, el monte de forraje verde quedó montado en la barandilla del puente levadizo, única cosa que ocurrió a los soldados hacederos en aquella circunstancias. En efecto, así pudo pasar el carruaje, aunque llevándose en el bocín del cubo parte de la maloja. Todo aquello sucedió tan repentina como inesperadamente para el mozo conductor, que sólo tuvo tiempo de echarse al suelo, no para resistir el atropello, sino para no ser lanzado al foso. Expresó su sorpresa con algunos juramentos, y su enojo con mudas demostraciones; mas nadie le hizo caso. Por el contrario, temeroso de mayor violencia, se apresuró a descargar parte de la hierba, a fin de que el caballo pudiera enderezarse y seguir camino a la ciudad.
En saliendo de la cabeza del puente para coger el estrecho rastrillo de la estacada, había que orillar el foso por corto trecho, pasar por encima de la esclusa de la Zanja, parte de cuyas aguas se vertía en aquél, formando un charco de regulares dimensiones. Pues en el borde del alto terraplén, en el instante en que hablamos, había un grupo de hombres y muchachos en observación de algo que ocurría abajo, en el charco.
—¿Qué es ello? preguntó O'Reilly.
—No sé, contestó su amigo; supongo que gentes que se bañan.
Preguntado el calesero, informó a su amo sin titubear, que eran el mulato Polanco y el negro Tondá, célebres nadadores, riñendo a zapatazos. En efecto, desnudos completamente, cual salvajes del África, zambullían, giraban bajo del agua, y luego procuraban hacerse daño, descargándose tremendos golpes con las piernas, al modo como dicen que hace el cocodrilo cuando ataca la presa. Esto llamaban en Cuba tirar zapatazos. Parece que el inmoral espectáculo se repetía a menudo, supuesto que el calesero de O'Reilly desde luego dijo los nombres de los bañistas y lo que hacían en el agua. El primero más de una vez había acometido a un tiburón en el puerto y le había rendido a puñaladas; además de excelente nadador el segundo, era bien conocido en toda la ciudad por su valor heroico y actividad desplegada en la persecución de los malhechores de su propia raza, con autoridad especial del mismo capitán general don Francisco Dionisio Vives.
El fácil triunfo obtenido sobre el mozo del forraje en la puerta de la Muralla, había envalentonado al calesero, el cual quiso entrar en el paseo por la orilla de la Zanja; pero se lo impidió el dragón con lanza en ristre. A pesar de las protestas de O'Reilly, quien invocó su carácter de Alcalde Mayor, hubo que dar la vuelta a la estatua de Carlos III y esperar allí un claro para incorporarse en la fila. Este fue el primer motivo de mortificación para tan orgulloso joven; el segundo le aguardaba en el punto donde la calle de San Rafael corta el Prado. Desembocaban por ella el coche del general Vives con su escolta de a caballo, todos a galope tendido; y mientras, para abrir campo, los dragones del piquete interrumpían el movimiento de los quitrines de ambas filas, en el paseo, entre los cuales se hallaba el de O'Reilly; dos flanqueadores con sable desnudo detenían y arrollaban a los que pretendían entrar o salir por la puerta del Monserrate, antes que su excelencia el Capitán General.
Probaba esto que había en La Habana alguien superior y más privilegiado que un segundo génito de conde, aunque Grande de España de primera clase. En la acepción recta de la palabra, no era demócrata Leonardo, mas le disgustó mucho el atropello del malojero y casi se alegró de las mortificaciones que experimentó su amigo en el paseo, cual si hubiesen querido humillarle el orgullo. Evidente, pues, aparecía que las distinciones sociales del país, sólo aprovechaban en todas circunstancias a la autoridad militar, ante la cual nobles y plebeyos debían doblar la cerviz.
Y al compás se agitaban mil bellezas
Que ropajes fantásticos vestían,
Y a mí cual las visiones se ofrecían
De un poeta oriental.
R. Palma
Aquella noche[30] el teatro de la elegancia habanera sentó sus reales en la Sociedad Filarmónica. Brillaron allí con todo su esplendor el gusto y la finura de las señoras, lo mismo que el porte decente de los caballeros. Además de los socios y convidados de costumbre, asistieron los señores cónsules de las naciones extranjeras, los oficiales de la guarnición y de la real Marina, los ayudantes del Capitán General y algunos otros personajes notables por su carácter y circunstancias, como fueron el hijo del célebre Mariscal Ney, que estaba viajando, y el cónsul de Holanda en Nueva York.
Hiciéronse notables los vestidos de tul bordados de plata y oro sobre fondo de raso blanco, por ser de última moda e iguales al que Mme. Minette hizo en París para la actual soberana de España. Las mangas de este traje conocidas con el nombre de a la Cristina, eran cortas, abobadas y guarnecidas su parte inferior con encaje muy ancho. También se vieron otros de tul bordados con muchísima delicadeza, sobre fondo celeste. Llamaron así mismo la atención general los vestidos de tul sobre raso blanco con guarnición en puntas encontradas, adornadas éstas de encaje estrecho y mangas a la Cristina. Otros iguales a estos últimos, pero con diferentes guarniciones, pudieron señalarse, sin que dejase de haber muchos más cuya elegancia y gusto en nada desmerecían de los ya descritos.
Los peinados armonizaban con los vestidos. Llevaban unas turbantes egipcios, otras plumas blancas puestas con mucho donaire; las más, jirafas de todos tamaños, adornadas con flores azules o blancas, guardando unión con el color del traje, y algunas tenían lazos de oro graciosamente colocados. Era grandioso y bello el efecto que producía la reunión de tantas y tan hermosas lechuguinas. Animaba la concurrencia una completa alegría, y rebosaba la sonrisa en los labios de todos. La etiqueta, que generalmente caracteriza a los bailes de la Sociedad, no se vio más que en los vestidos de las señoras y en los trajes de los hombres, los cuales lucieron a porfía sus recamados uniformes de gentiles-hombres, de generales, de brigadieres, de coroneles, de altos empleados, Cadaval y Lemaur sus fajas rojas de seda, al paso que los que no poseían título ni condecoraciones se contentaron con la última moda de París en semejantes reuniones.
Adornaba la testera principal de la sala el magnífico dosel, cuyo centro ocupaba el retrato del rey Fernando VII. Los paños de la pared sostenían cuadros históricos y de las cornisas pendía una colgadura de damasco azul con pabellones blancos guarnecidos de vistosos flecos de seda, sostenida por adornos dorados y clavos romanos, de los cuales caían con gracia cordones y borlones de seda. El cielo raso de la sala estaba vestido de damasco del mismo color de la colgadura.
Cosa de las diez empezó el baile y a las once el salón principal estaba completamente lleno. En los intermedios servían sorbetes y refrescos de todas clases en grandes bandejas de plata sostenidas por lacayos. Las señoras que preferían tomarlos fuera del salón tenían preparada para este efecto una sala alumbrada perfectamente, en donde estaba la repostería y criados prontos para servirlas; pero la política y la urbanidad de los socios y convidados les ahorró un trabajo que para los caballeros se convierte en placer cuando se emplea en servicio de las damas.
La cena se principió entre doce y una de la madrugada, y consistía en pavo fiambre, jamón de Westfalia, queso, gigote excelente, ropa-vieja, dulces secos, conservas, vinos generosos de España y extranjeros, chocolate suculento, café y frutas de todos los países en comercio con la isla de Cuba. Y fue lo más notable que, compitiendo la esplendidez de la mesa con su pródiga abundancia, los manjares no costaban sino el trabajo de pedirlos.
Puede afirmarse sin temor de ser desmentidos que la elegancia y la belleza de La Habana se habían dado cita aquella noche en la Sociedad Filarmónica. Porque allí estaba la marquesa de Arcos, hija del famoso marqués Pedro Calvo, con Luisa, su hija mayor, entonces de quince años de edad. Por ésta había improvisado Plácido aquellos versos que dicen:
Andaba revoloteando
En el ambiente exquisito,
Muerto de sed un mosquito,
Jugo de flores buscando;
Llegó a tu boca, y pensando
Que era una rosa o clavel,
Introduciéndose en él,
Porque allí el placer le encanta
Murió en tu dulce garganta,
Como en un vaso de miel.
Allí las hermanas Chacón, que merecieron por su hermosura figurar en el gran lienzo pintado por Vermay[31] para perpetuar la memoria de la misa que se celebró en la inauguración del Templete de la Plaza de Armas. Allí las Montalvo, de tipo teutónico, una de las cuales fue declarada reina de la belleza, cuando la corrida de cañas el año anterior, en la antigua plaza de Toros del Campo de Marte; allí la Arango, célebre por haber contribuido a la evasión del poeta Heredia, y que después se casó con un Ayudante de campo del Capitán General Ricafort; allí las hermanas Aceval, Venus de Milo en las formas, tan distinguidas por su talento como desdichadas por sus pasiones; allí las hermanas Alcázar, modelos de perfección, así por la simetría de sus menudas facciones, como por las rosas de sus mejillas y el color negro de sus cabellos; allí las Junco y las Lamar, de Matanzas, conocidas bajo el poético vocativo de las Ninfas del Yumurí; allí las tres hermanas de Gamboa, las cuales ya hemos tenido ocasión de describir; allí la Topete, hija del Comandante general del Apostadero de La Habana, que más adelante inspiró a Palma su inmortal «Quince de Agosto», allí la menor de las Gámez, Venus de Belvedere, cuyo cabello castaño, ondulante y copioso, llevaba suelto sembrado de estrellas de oro; allí, en fin, entre otras muchas que sería prolijo enumerar, Isabel Ilincheta, hija del que había sido asesor del Capitán General Someruelos, quien poseía los rasgos principales del tipo severo y modesto celtíbero, a que debía su origen.
Como modelos de varonil belleza, entre los jóvenes concurrentes al baile de la Sociedad aquella noche, pudiera hacerse mención del Teniente coronel de Lanceros del Rey, Rafael de la Torre, quien unos días después murió estrellado contra las ruedas de los quitrines en el Paseo, junto a la estatua de Carlos III, víctima de la fogosidad de su caballo; Bernardo Echeverría y O'Gabán, que en los días de gala gustaba vestir el uniforme de gentil-hombre de Cámara con entrada, por cuanto podía lucir las bien hechas y rollizas piernas; Ramón Montalvo, en la flor de su edad, bello como un inglés de la más pura sangre; José Gastón, el verdadero Apolo de Cuba; Dionisio Mantilla, recién llegado de Francia, que venía hecho un cumplido parisiense; Diego Duarte, el feliz campeón de las corridas de cañas celebradas el año anterior, con motivo de las nupcias de Fernando VII con María Cristina de Nápoles; varios oficiales de la marina y del ejército español en sus vistosos uniformes, más propios de una parada que de un baile particular.
También contribuyó al lustre de la fiesta la presencia de algunos jóvenes que empezaban a distinguirse en el cultivo de las letras, a saber: Palma, que había sido uno de los competidores en la corrida de cañas; Echeverría empleado en la Hacienda, que el año siguiente alcanzó el premio en el concurso poético abierto por la Comisión de Literatura, con objeto de celebrar el nacimiento de la Infanta de Castilla, Isabel de Borbón; Valdés Machuca, conocido por Desval en la república de las letras; Policarpo Valdés, que se firmaba Polidoro; Anacleto Bermúdez, que solía publicar versos bajo el nombre de Delicio; Manuel Garay y Heredia, que imprimía sus versos en La Aurora de Matanzas; Vélez Herrera, el autor del romance cubano Elvira de Oquendo; Delio, el cantor de las ruinas del Alhambra; Domingo André, joven abogado, elocuente y amable; Domingo del Monte, que introdujo el romance cubano, de variados conocimientos y muy distinguido porte.
Diego Meneses, Francisco Solfa, Leonardo Gamboa y otros varios, que también se hallaban en el baile, si se exceptúan el segundo que era dado a los estudios filosóficos, y el tercero que entraba ya en la clase rica, no se hacían notables por su talento, aunque los tres solían escribir en los periódicos literarios; y el último pasaba, además, por mozo de buen parecer y varoniles formas. Los literatos, mejor dicho, los aficionados a las letras, sobre todo los que cultivaban la poesía, empezaban a tener entrada con la gente que podía tenerse por noble en Cuba, o que aspiraba, por su caudal, a la nobleza y alternaba con ella. Mostraban al menos distinción por ellos algunas familias tituladas de La Habana y los atraían a sus fiestas y reuniones, entre otras, por ejemplo, los condes de Fernandina, los de Casa Bayona, los de Casa Peñalver, los marqueses de Montehermoso y los de Arco. Dichas fiestas y reuniones en los días de pascuas de navidad se trasladaban a los lindísimos cafetales de San Antonio, de Alquízar, de San Andrés y de la Artemisa, que pertenecían a la gente rica.
No se presentaron en los salones de la Sociedad nuestros amigos Gamboa, Meneses y Solfa, sino hasta cerca de las once de la noche. Durante las primeras horas habían estado visitando los bailes de la feria del Ángel, el de Farruco y el de Brito, sin olvidar la cuna de la gente de color, en la calle del Empedrado, entre Compostela y Aguacate. En ninguno de esos sitios habían tomado ellos parte activa, si se exceptúa el primero, quien al juego del monte perdió en un instante las dos onzas de oro que aquella misma tarde le había metido su madre en el bolsillo del chaleco. No conocía el valor del dinero, ni jugaba por amor a la ganancia, sino por el placer de la excitación del momento; pero sucedió que los bailes no le prestaron atractivo ninguno, desertados de las muchachas bonitas; que no logró ver a Cecilia Valdés en la ventana de la casa, ni en la cuna, cosas todas que se conspiraron para ponerle de malísimo humor. Para remate de desdichas, cuando perdidoso y disgustado volvía con sus amigos en busca del quitrín, que había dejado apostado en la calle del Aguacate al abrigo de las altas paredes del convento de Santa Catalina, descubrió que no estaba allí, ni fue posible encontrarle sino media hora después y en punto opuesto y distante.
Por otra parte, preguntado el calesero sobre el motivo que le indujo a desobedecer una orden terminante de su joven amo, dio al principio respuestas evasivas, y al fin, apretado, dijo que un desconocido, medio cubierto el rostro con un pañuelo, le había forzado a abandonar el puesto y fingir que se volvía a casa, valiéndose de amenazas terribles. No parecía creíble el cuento: hubo empero que aceptarlo como bueno y verídico; lo que, si cabe, aumentó el mal humor de Leonardo, porque en caso de ser cierta la relación del calesero, ¿quién podía ser ese sujeto, ni qué interés tener en que el carruaje aguardase en una u otra esquina de la calle? ¿Por qué emplear amenazas? ¿Qué autoridad tenía para ello? Aponte no pudo decir si el desconocido era militar o paisano, comisario de barrio o magistrado, hombre blanco o de color. Tal vez era un inesperado y desconocido rival que de aquel modo se preparaba a disputarle el cariño de Cecilia Valdés.
Corroboraba tan desagradable sospecha, el hecho de que ni ella, ni su amiga Nemesia se habían presentado en parte alguna de la feria del Ángel. Además de eso, la circunstancia de no haber abierto la ventana, aún cuando Gamboa hizo la señal convenida pasando la punta del bastón por los pocos balaustres que aún le quedaban, casi no dejaba duda de que algo extraordinario había ocurrido en el humilde y oscuro hogar.
Mas sea de esto lo que se fuere, que no hay tiempo de verificarlo ahora, Leonardo Gamboa entró en el baile de la Filarmónica preocupado y de muy mal talante. Armada sin embargo la danza, en la sala principal y el aposento del palacio, bastante espaciosos por cierto, según dice el poeta:
Una noche por fin: entre
cristales
La luz reverberaba en los salones;
Y la sangre inflamaba con sus sones,
La danza tropical;
no pudo nuestro héroe sustraerse a su arrobadora influencia. La orquesta, que dirigía el célebre violinista Ulpiano, ocupaba el anchísimo corredor sobre la mano izquierda, como se sube de la regia escalera de piedra oscura. Luego, a la derecha, estaba la puerta del salón, enfrente de otra que daba sobre los más amplios balcones, que formaban los portales llamados del Rosario. Dejados los sombreros y los bastones en manos de un lacayo negro, a la puerta de un cuarto entresuelo que abría al descanso de la escalera de doble tramo, y tendiendo la vista por el soberbio salón, que podía tener «la carrera de un caballo», si se nos permite la exageración, descubrieron los estudiantes que las animadas parejas le llenaban de extremo a extremo. Recibían los hombres de espalda, y las mujeres de frente, mientras esperaban su turno para hacer cedazo, el aire fresco de la media noche, que entraba por las puertas y ventanas abiertas de par en par.
Como hemos dicho antes, allí se hallaba reunido lo más granado y florido de la juventud cubana de ambos sexos, entregada, por el momento al menos, con alma y cuerpo a su diversión favorita. Y a la luz deslumbrante de las arañas de cristal, en olas de una música tan plañidera como voluptuosa, pues que procede del corazón de un pueblo esclavizado, al través de la nube sutil de polvo que levantaban los bailarines con los pies, las mujeres parecían más hermosas, los hombres más bizarros. ¿Podía, pues, entregarse el ánimo de la juventud a otros pensamientos que los que le sugerían los halagadores objetos que tenía delante? No es posible.
Gamboa se ocupó, desde luego, en buscar compañera para tomar parte en el baile, aunque no le gustaba mucho; pero Meneses, que rara vez bailaba, y Solfa, que no bailaba nunca, se quedaron de espectadores en el medio del salón, observando el último, con sonrisa amarga, que mientras aquella loca juventud gozaba a sus anchas de los placeres del momento, el más estúpido y brutal de los reyes de España parecía contemplarla con aire de profundo desprecio desde el dorado dosel donde se veía pintada su imagen odiosa.
Andando con algún trabajo entre las apiñadas filas de espectadores y bailarines, tropezó Gamboa con la más joven de las señoritas Gámez, cuyo retrato hemos hecho arriba a vuela pluma, en lo más empeñado de la danza. Por todo saludo, sin dejar de girar, como una sílfide, en brazos de su pareja, le dijo ella antes con los ojos que con la lengua:—Ahí está Isabel.
—¿Bailando? preguntó el joven.
—¡Qué bailar! Esperando por Vd.
—¿Por mí? Qué descanso el suyo. Pues por un tris no vengo al baile esta noche.
En efecto, aquella señorita se hallaba a la sazón en toda apariencia comiendo pavo, según reza la frase vulgar en Cuba, es decir, sentada a la izquierda, cerca de la puerta del aposento entre una señora de mediana edad y el culto abogado Domingo André, con quien sostenía animada conversación. No obstante su natural despreocupación, sintió Gamboa un arranque de celos que le fue imposible reprimir, no ya porque estuviese de veras enamorado, sino porque el caballero en cuya compañía la encontraba, era asaz galán y sabía insinuarse en el ánimo de las mujeres discretas. De paso debemos decir, sin embargo, que el norte de las galanterías de André por aquella época, se dirigían a otra beldad muy distinta de Isabel Ilincheta, la misma que perdió por tímido y que ganó por osado el literato dominicano Domingo del Monte, si no estamos muy equivocados, en la noche de que estamos hablando. Por lo que hace a Isabel, recibió a Leonardo con una sonrisa adorable, lo cual, lejos de tranquilizarle, fue parte a causarle mayor desazón. Cambiados los saludos de costumbre, pues la compañera de Isabel, madre de las Gámez, era amiga del joven estudiante, lo mismo que André, en prueba de que no tenía nada de coqueta, tampoco de vengativa, dijo muy risueña:
—Decía a este caballero poco hace, que tenía comprometida esta danza, y no me quiere creer.
—Es que Vd. no ha bailado ninguna todavía, que yo sepa, repuso André.
—Cierto que dos se han bailado solamente, replicó Isabel sin cortarse, pero hasta ahora que se baila la tercera, no ha venido Vd. a invitarme.
—Lo que quiere decir en sustancia, continuó André, que he llegado en hora menguada. ¡Cómo ha de ser!
—Esta señorita tiene razón, interpuso Leonardo repuesto de su embarazo. Por compromiso anterior, en cualquier baile donde nos encontremos, me reserva ella la tercera danza. No he podido llegar, pues, a mejor hora según veo. Por eso se dice que más vale llegar a tiempo que rondar un año.
—Ya, exclamó el galante abogado, el caso es que con las buenas mozas pocos somos los que llegamos a tiempo.
André saludó y fue a formar coro a las dos hijas del potentado Aldama, de las cuales la menor, de nombre Lola, cedía a muy pocas aquella noche la palma codiciada de la belleza. Entretanto Leonardo e Isabel, cogidos por la mano, se metieron en las filas de la danza, no distante de la cabecera, mediante el favor de amigos mutuos, que, aunque llegaron tarde, no les dejaron incorporarse a la cola, como era de rigor. La cubana danza sin duda que se inventó para hacerse la corte los enamorados. En sí el baile es muy sencillo, los movimientos cómodos y fáciles, siendo su objeto primordial la aproximación de los sexos, en un país donde las costumbres moriscas tienden a su separación; en una palabra, la comunión de las almas. Porque el caballero lleva a la dama casi siempre como en vilo, pues que mientras con el brazo derecho la rodea el talle, con la mano izquierda la comprime la suya blandamente. No es aquello bailar, puesto que el cuerpo sigue meramente los compases; es mecerse como en sueños, al son de una música gemidora y voluptuosa, es conversar íntimamente dos personas queridas, es acariciarse dos seres que se atraen mutuamente, y que el tiempo, el espacio, el estado, la costumbre ha mantenido alejados. El estilo es el hombre, ha dicho alguien oportunamente; el baile es un pueblo, decimos nosotros, y no hay ninguno como la danza que pinte más al vivo el carácter, los hábitos, el estado social y político de los cubanos, ni que esté en más armonía con el clima de la Isla.
La noche en cuestión lucía Isabel Ilincheta a maravilla las gracias naturales de que la había dotado el cielo. Era alta, bien formada, esbelta, y vestía elegantemente, conque siendo muy discreta y amable, está dicho que debía llamar la atención de la gente culta. Hasta la suave palidez de su rostro, la expresión lánguida de sus claros ojos y finos labios, contribuía a hacer atractiva a una joven que, por otra parte, no tenía nada de hermosa. Su encanto consistía en su palabra y en sus modos. Entraba en la pubertad cuando perdió a su madre, y para educarla, lo mismo que para libertarla de los peligros del mundo, su padre la puso al cuidado de las religiosas Ursulinas, venidas de Nueva Orleans y establecidas en su convento de puerta de Tierra desde principios de este siglo. Después de un pupilaje de más de cuatro años, en que recibió una educación antes religiosa que erudita y completa, se retiró al campo, en el cafetal de su padre, cerca de la población de Alquízar, junto con su hermana menor, Rosa y una tía, viuda de un cirujano de marina, de nombre Bohorques. Este individuo había hecho varios viajes a la costa de África en las expediciones despachadas por cuenta de la sociedad de Gamboa y Blanco. Contrajo de esas resultas una enfermedad terrible, murió en la travesía y le arrojaron al agua, cual otros muchos de los infelices salvajes a quienes había ayudado a plagiar de su nativo suelo. En más de una ocasión fue la viuda, con tal motivo, el objeto de la munificencia de don Cándido Gamboa. Leonardo la visitó en el cafetal de Alquízar, y no pudo menos de enamorarse de la sobrina, cuya modestia y gracias realzaban su clara inteligencia y fina discreción.
No había nada de redondez femenil, y, por supuesto, ni de voluptuosidad, ya lo hemos indicado, en las formas de Isabel. Y la razón era obvia: el ejercicio a caballo, su diversión favorita en el campo; el nadar frecuentemente en el río de San Andrés y en el de San Juan de Contreras, donde todos los años pasaba la temporada de baños; las caminatas casi diarias en el cafetal de su padre y en los de los vecinos, su exposición frecuente a las intemperies por gusto y por razón de su vida activa, habían robustecido y desarrollado su constitución física al punto de hacerle perder las formas suaves y redondas de las jóvenes de su edad y estado. Para que nada faltase al aire varonil y resuelto de su persona, debe añadirse que sombreaba su boca expresiva un bozo oscuro y sedoso, al cual sólo faltaba una tonsura frecuente para convertirse en bigote negro y poblado. Tras ese bozo asomaban a veces unos dientes blancos, chicos y parejos, y he aquí lo que constituía la magia de la sonrisa de Isabel.
No debe extrañarse que, siendo Leonardo un tanto descreído y despegado, sintiese pasión por una joven tal como la que acaba de describirse. Entraba él por las puertas doradas de la vida. A pesar de sus connotaciones y de su riqueza, no había tenido aún trato con las mujeres de su esfera y educación, ni había empezado a buscar en ellas tampoco la compañera futura de su vida. La aspereza suya no era sino externa, estaba en sus maneras bruscas, porque allá en el fondo de su pecho, como habrá ocasión de observarlo, había raudal inagotable de generosidad, ternura de sentimientos. Dios, por dicha, no le había negado la capacidad de amar, sólo que las mujeres con quienes hasta allí había tropezado, o habían cedido a la fogosidad de sus afectos, a la intrepidez de sus pocos años, o a la influencia de su lluvia de oro. Ninguno de estos móviles podía tener ascendiente en el ánimo de una joven rica, bien educada, modesta y virtuosa como Isabel Ilincheta. Atraído Leonardo primero por sus prendas físicas, seducido después por sus relevantes dotes morales, comprendió desde luego que para ganar su afecto fuerza era tocar su corazón, hablar a su entendimiento. Por otra parte, aquella mujer que se presentaba a los ojos de Leonardo bajo un nuevo aspecto, habitaba el trasunto del paraíso terrenal cuando la vio por la primera vez.
Si podemos prescindir del esclavo y de sus padecimientos, que son, sin embargo, más llevaderos en los cafetales, se convendrá en que Isabel, su hermana Rosa, su tía doña Juana, su padre y criados, llevaban una vida de paz y quietud, lejos del bullicio de la ciudad, rodeados de olorosas flores, de los cafetos y naranjos siempre verdes, de las airosas palmas, del clásico plátano, embebecidos con el canto perenne de las aves y el susurro melancólico de la brisa en los campos de Cuba. Hasta la estación de los aguinaldos y de los azahares, en que Leonardo conoció a Isabel, contribuyó a rodearla de encanto a sus ojos y a despertar en su pecho algo que no había sentido nunca a los 21 años de su vida: el amor.
Princesa.—Su nombre al menos,
Rey.—Nunca, nunca, nunca.
Sueños de amor y ambición.
El callejón de la Bomba, como el de San Juan de Dios, que parece ser su continuación, se compone de dos cuadras. Es, si cabe, más estrecho, hondo y húmedo, aún cuando sus casas son en general más amplias. En una de éstas, inmediato a la calle del Aguacate, vivía Nemesia Pimienta con su hermano José Dolores, ocupando dos cuartos seguidos, cuyo mueblaje se reducía a un par de sillas, un columpio, una mesita de pino y un catre de viento, que se abría de noche y se cerraba de día, a fin de despejar el campo.
Anochecido ya, Nemesia salió de la sastrería de Uribe y se encaminó a paso menudo hacia el barrio del Ángel. Prefirió para ello la calle del Aguacate, que si bien más solitaria y oscura, por la ausencia de establecimientos públicos, conducía derecho a dos puntos en donde de paso quería detenerse. Cuando llegó a las cuatro esquinas formadas por la calle de O'Reilly y la traviesa que llevaba, se detuvo un breve rato, pensativa e indecisa. Miró primero atrás, luego a su derecha, después adelante, fijando la mirada en la ventanilla de la casucha inmediata a la taberna de la izquierda, aunque por estar en línea paralela a la observadora, sólo se distinguían las molduras de los balaustres que sobresalían un poco del plano de la pared. Difícil era, pues, saber si había o no persona asomada allí o a la puerta. En consecuencia, la mulata se trasladó a la esquina de abajo y dio un silbido peculiar muy agudo, haciendo pasar el viento con fuerza por entre los dientes del medio de la mandíbula superior.
Algunos segundos después vio asomar por los balaustres de la ventana un canto de la cortina blanca; pero al acudir al reclamo, notó que descendía del terraplén del convento un caballero a paso largo, que se dirigía derecho al punto objetivo de sus miradas. Estúvose a observar lo que pasaba. ¿Quién sería ese sujeto? ¿Quién le aguardaba en aquella casa? Vestía de frac oscuro, pantalón claro y sombrero de ala angosta y copa desproporcionadamente ancha, sobresaliéndole por detrás el cuello blanco y recto de la camisa. No era joven, ni anciano, sino de mediana edad. A pesar de la oscuridad, todo eso lo pudo notar Nemesia a la corta distancia a que se encontraba, que no excedía de treinta pasos. Su porte, sus movimientos acompasados y firmes, no podían confundirse con los de un mozalbete ni de un viejo.
Se dirigió, sin embargo, con aparente cautela al punto donde se veía el canto de la cortina blanca, sostuvo un breve diálogo con la persona que se hallaba oculta detrás de sus pliegues, y entonces, a paso largo siguió al abrigo de las altas paredes del convento, la vuelta de la Punta. Nemesia le perdió bien pronto de vista en la oscuridad; pero no le quedó duda de que le esperaba un carruaje a mediados de la cuadra, porque oyó distintamente el ruido de las ruedas en las piedras de la calle, corriendo en sentido opuesto a aquél en que ella estaba, y favorable al que seguía el desconocido.
Aguijada por la curiosidad, volvió la muchacha a silbar como lo había hecho antes; le contestaron desde la ventanilla moviendo la cortina blanca, y acudió al punto; pero en vez de su querida amiga Cecilia, sólo encontró a la abuela. ¿Cuál de las dos mujeres había recibido y hablado con el caballero del frac oscuro y el sombrero de copa abultada? Nuevo motivo de curiosidad y de mayor confusión.
—¡Ah! ¿Era Vd., Chepilla? exclamó Nemesia.
—Entra, le dijo ésta, pasando a la puerta y quitando con la punta del pie la media bala que la aseguraba.
No se hizo de rogar la muchacha. Parecía seria y desazonada la abuela; y la nieta, sentada en un rincón, con el traje flojo, el aspecto desaliñado, la cabeza doblada sobre el pecho, los brazos extendidos y los dedos cruzados en la falda, era viva imagen del abatimiento y de la desesperación.
—Entra, hija mía. Seas bienvenida, repitió Chepilla. Entra y siéntate; hazme el favor de sentarte, añadió notando que la moza se mantenía en pie, como azorada y confusa.
—Ya es tarde y estoy de prisa, repuso ésta dejándose caer maquinalmente en la butaca de cuero delante del nicho en que se veneraba la imagen de la Dolorosa.
Iba Chepilla a repetir la instancia, pero visto que la recién llegada se sentaba sin más demora, se quedó parada entre ella y su nieta.
—Decía, agregó Nemesia a poco rato, que es tarde y venía de prisa. Fui a llevar unas costuras al taller de señó Uribe, y me se ha hecho de noche. Porque resulta que Clarita su mujer es muy conservadora, y después quiso que la ayudara a cerrar la saya de un túnico que está haciendo para la Nochebuena chiquita.[32] José Dolores debe de estar esperándome. El salió del taller mucho antes que yo, pues tenía que tocar en la salve del Santo Ángel Custodio. Por cierto que ha habido mucha gente de fuste esta tarde en la sastrería, todos a buscar ropa para un baile en la Filarmónica, y para las Pascuas de Navidad. A señó Uribe hay que hacerle el encargo con tiempo. Bien que el trabajo le llueve. Todos dicen que está haciendo mucho dinero, pero es más gastador... Mas ahora que me acuerdo, ¿qué sucede por acá? Parecen Vds., muy atribuladas, dijo Nemesia notando que ninguna de las dos mujeres le prestaba atención.
Suspiró Cecilia únicamente y la abuela dijo:
—No es cosa lo que sucede; sólo que esta muchacha (señalando para la nieta con un movimiento de los labios) parece poseída... ¡Dios nos asista! (y se persignó). Iba a decir un disparate. Quiero que seas el juez y la consejera en este caso, aunque tú puedes ser dos veces mi hija. Por eso te he hecho entrar. Vamos, dime, hija mía, ¿qué harías tú si tu protector, tu amigo constante, tu único apoyo en el mundo, como si dijéramos, tu mismo padre, que es verdaderamente un padre para nosotras pobres, desvalidas mujeres, sin otro amparo bajo el cielo, ¿qué harías tú si te aconsejaba, vamos, si te prohibía el que hicieras una cosa? Di, ¿tú lo harías? ¿Tú le desobedecerías?
—Mamita, saltó y dijo Cecilia sin poder contenerse; su merced no ha pintado el caso como es.
—Cállate, replicó la abuela con imperio. Deja que Nemesia conteste.
—Pero su merced parte de un principio equivocado, y Nene no puede contestar derecho, aunque quiera. Su merced dice que nuestro amigo, nuestro protector, nuestro apoyo y qué sé yo qué más, ha rogado y ha prohibido que hagan y deshagan. Y en primer lugar, la persona a que su merced se refiere, no creo que es nada de lo que su merced dice para nosotras, al menos para mí. En segundo lugar, por más que me devano los sesos, no veo la razón ni el derecho que tenga para meterse en mis cosas y ver si salgo, o si entro, si me río o si lloro... Voy a acabar, agregó Cecilia de pronto, advirtiendo que la abuela iba a cortarle la palabra. Sobre todo, su merced no tenía para qué haberme rompido el túnico de punto de ilusión y la peineta de teja, sólo por darle gusto a un viejo que me tiene ojeriza, y está celoso porque yo no lo quiero ni lo querré nunca, así...
—No creas nada de lo que dice esa chica, la interrumpió la anciana.
—¿Pues no me rompió su merced el túnico y la peineta? ¿Por culpa de quién fue? ¿No fue por culpa de ese viejo narizón que Dios...?
—Calla, calla, le atajó la abuela. No blasfemes después de haber rabiado, porque creeré que estás en pecado mortal. Si se rompió el vuelo del vestido ¿no fue porque te propusiste ponértelo contra mi expresa voluntad? ¿Quién tuvo la culpa de que se cayera y se quebrara la peineta? Tú, nadie más que tú, porque si no tuvieras esos actos de soberbia, nada de eso hubiera sucedido. Sí, sí, es preciso que te confieses, es preciso que hagas penitencia, que te arrepientas de tus pecados y que te enmiendes. Estás en pecado mortal, y si sigues así vas a parar en mal. Hay que poner remedio a esto en tiempo.
—¡Esa sí que está mejor! continuó Cecilia a pesar de los ojos que le echaba la abuela. Nunca había oído decir que era pecado no querer a quien no le gusta a uno.
—¿Y quién te dice que le quieras, espiritada? exclamó la Chepilla con vehemencia. ¿El te enamora acaso? El pecado consiste en no agradecer los favores que nos hacen y en morder la mano que nos acaricia.
—Vamos a ver, ¿cuáles son los favores de que habla su merced? ¿La mesada que nos pasa? ¿Los regalos que me hace de Corpus a San Juan? Dios y él sólo saben el motivo que le guía. ¿No es extraño, muy extraño, que sea tan generoso con nosotras, pobres mujeres de color, un hombre blanco y rico que no es nada de su merced, ni mío tampoco?
—¿Y vuelta, Cecilia? No prosigas ni ensartes más disparates. El enemigo malo únicamente pudiera inspirarte unas ideas tan contrarias a la humildad y a la caridad cristianas. ¿Cómo puede ser buena hija, buena esposa, buena madre, ni buena amiga, la mujer que no agradece favores ni paga beneficios? Por pequeños que sean (que no lo son) los favores que nos hace el caballero dicho, nuestro deber es agradecérselos, ya que no podemos otra cosa. Es grave pecado pagar bien con mal. Tus murmuraciones y tu ingratitud nos van a costar muy caro.
—No sé cómo su merced entiende mi conducta con él. Apenas le conozco. Ni le doy ni le quito; lo que no quiero es que me mande y se meta en mis cosas.
—Es que tú tampoco parece que lo entiendes a él. Si desea que no hagas esto o aquello, ¿es por su bien o por tu bien? Si aprueba o desaprueba algo de lo que tú dices o haces, ¿qué mejor prueba puede darse de su cariño para contigo, y de su buen corazón? Figúrate, Nemesia, que el individuo de que hablamos (bueno es que tú lo sepas) es una dama en su trato, y su generosidad para nosotras tan grande como desinteresada, y debe dolerle muchísimo...
—¿Desinteresada? repitió Cecilia. He ahí lo que no puedo...
—No me interrumpas, niña; estoy hablando con Nemesia. Nos da cuanto necesitamos y muchas cosas que apetecemos. Apenas le indico un deseo de esta niña, cuando se apresura a complacerla. Di que no. Preciso es que no tengas conciencia si lo niegas.
—Y no lo niego. Todo eso es muy cierto, pero ¿por qué lo hace?
—Lo mejor de todo, prosiguió la Chepilla, es que de mí no exige nada, y de ti no espera otra cosa que cariño, gratitud, y... respeto.
—Hete aquí la que me mata, saltó otra vez Cecilia con vehemencia. ¿Sabes tú, Nene, de alguna persona que dé palos de balde? Yo no la conozco. Que no exija nada de mamita, se comprende; pero que espere de mí sólo cariño, gratitud y respeto, como dice ella, eso que lo crean los tontos. Tú sabes de quién hablamos. ¿No es así? Pues bien, el tal no se puede tener en rigor por viejo. Le sobra el dinero y ha sido toda su vida, según dice mamita, un correntón y enamorado como hay pocos. Hasta ayer, como quien dice, según me ha contado mamita, a pesar de ser casado y con hijos, mantenía mujeres, con preferencia las de color. Ha perdido más muchachas que pelos tiene en su cabeza; y mamita parece empeñada en hacerme creer que su generosidad conmigo es inocente y desinteresada. Quien no lo conozca que lo compre.
—Hablas por hablar, niña, dijo la abuela al cabo de un largo espacio de meditación y de silencio. Nada de lo que has dicho viene al caso, ni se trata de eso tampoco. Se trata de que tú no le complaces, ni le tienes voluntad a una persona que es tan buena contigo y sólo le lleva el bien que te puede resultar de que hagas o no hagas ciertas cosas. Verbi gratia: ¿por qué habías de salir esta noche si él no quería que salieras? Cuando él se oponía, algún motivo tenía. Ese motivo no puede ser otro que tu bien. Considera, Nene, agregó la anciana en tono más blando, que poco antes de llegar tú estuvo aquí el buen señor... No entró. ¡Qué! El nunca entra. Lo primero que hizo fue preguntar por Cecilia. Siempre pregunta y se ocupa mucho de ella, por supuesto desinteresadamente; quiero decir, sin otra mira que la de saber cómo va de salud. Tú lo sabes, Nemesia; al menos me lo has oído decir muchas veces... Estuvo por la ventana... Sólo un momento. Luego que preguntó por la salud de Cecilia, como te he dicho, con mucho interés, con el interés de un... Así que le dije que ella se preparaba para ir a la cuna del Ángel, me dijo muy agitado, sí, muy agitado, se le conocía, porque hasta le temblaba la voz:—No la deje ir, seña Chepa, no la deje ir, deténgala; esa chica busca su perdición... (Ese es su modo de hablar). No la deje ir, deténgala, en otra ocasión le explicaré lo que pasa. Luego se fue, arrimadito a la pared como si temiera de que lo viesen. Al irse me puso una onza de oro en la mano para zapatos para Cecilia. ¿Puede darse mayor generosidad ni nobleza de alma? ¿Estará enamorada una persona que siempre obra así? Vamos. Di. ¿Ves en esto interés malicioso, celos mundanos, amor? ¿De esa manera enamoran los hombres de su edad hoy en día? Bien, ¿qué te parece, Nemesia? ¿Qué opinas?
—Yo, en verdad, contestó Nemesia, consultando con la vista el semblante de su amiga, no sé qué decir, ni me atrevo a dar una opinión franca. Sin embargo, añadió luego más animada: yo que Cecilia me reía de todo eso, en vez de ponerme brava. Si el hombre estaba enamorado de veras, porque lo estaba, y si no para burlarse de él y que me pagase por todo lo malo que me hicieran los demás. A mí no me importaría un comino que uno como ése me hiciera la rueda y me celara a todas horas; mientras me daba dinero, le pagaba con sonrisas. Y no se diga que yo procedía mal, ni cometía un pecado, porque los hombres son todos falsos, fingen amor cuando no lo sienten, y tienen tantas tretas que es difícil conocer cuando quieren de verdad y cuando se proponen engañar a las pobres mujeres. Piensa mal y acertarás, dice el proverbio. ¿Qué daño te puede resultar tampoco, Celia, de no ir esta noche a la cuna?
—Daño ni bien no me podía resultar de ir o no ir esta noche, claro está, replicó Cecilia. El caso es que el hombre de que habla mamita se ha propuesto meterse en mis negocios y gobernarme, por puro capricho o por gana de moler la paciencia, y eso es lo que hallo intolerable.
—Está bien, mujer, observó Nemesia blandamente; mas no veo que te cause ninguna extorsión con meterse.
—¿Cómo que no? repuso Cecilia prontamente. Mamita toma su parte desde luego, y me regaña, y me pelea, y me rompe el túnico para que me quede en casa y le dé gusto al viejo majadero. ¿Te parece poco?
—Ya, a mí tampoco me gusta que se meta naiden en mis negocios. Con todo, a veces tiene una que hacerse la boba, a fin de sacar mejor partido de ciertos hombres. A ése se le ha metido en la cabeza mandarte y celarte; déjale seguir su capricho, mujer; haz que le das gusto; no le deseches de una vez; sonríete con él, por lo menos mientras se muestra dadivoso, y gozarás y vivirás hasta ponerte vieja.
Por entonces la conversación se concretaba a Nemesia y su amiga, porque la anciana había vuelto a su butaca y a sus cavilaciones.
—Mira, prosiguió aquélla, que el que se apura se muere. Por otra parte, ten por seguro que ningún viejo por marrullero que sea es peligroso para una muchacha como tú.
—No, yo no lo creo peligroso, no le temo ni un tantico, dijo Cecilia. Yo soy muy independiente y no consentiré jamás que nadie me gobierne, mucho menos un extraño.
—¡Extraño! repitió la abuela para sí, con voz ronca y profunda.
Las dos muchachas se miraron como azoradas, así por el tono como porque ambas la creyeron absorbida completamente en sus tristes pensamientos.
—Su hijo, prosiguió Nemesia en baja voz. Tú me entiendes... Ese sí que es de temer... Joven, bien plantado, rebosándole la gracia por todas partes, con mucha labia y dinero para derramarlo como quien derrama agua... No hay mujer de corazón que se resista. ¿Es verdad, china? No es posible verlo y oírlo sin quererlo. Yo me guardaría de un hombre como él como del diablo. Ya le ha dado quebraderos de cabeza a más de una muchacha. Tiene a quien salir.
Continuaba la Chepilla en su abstracción, sin oír ni entender, en la apariencia, las palabras de Nemesia. Cecilia al contrario, desde que su amiga mencionó a su amante, se volvió toda oídos, comprendiendo que ella se proponía comunicarle alguna noticia importante.
—Pues como te iba diciendo, añadió Nemesia, cuando salí de la sastrería de señó Uribe, tomé por la calle del Aguacate, y al enfrentar con la casa de las Gámez, que sabes tú está detrás del convento de las monjas Teresas, oí música y voces de hombres y mujeres. Me arrimé a una de las ventanas que tiene el poyo alto. Estaban abiertas las hojas y las cortinas echadas. Había en la sala una gran reunión: tocaban, cantaban y bailaban. ¿Qué día es hoy? ¡Ah! El 27 de Octubre. ¡Toma! ¡Si es el santo de la más chica de las Gámez, Florencia! Por eso estaba vestida de blanco y tenía el cabello suelto, y muy crespo para ser de mujer blanca. Cuando menos... Eso sí hermosísimo, porque es largo y abundante, aunque me gustaría de color más oscuro.
Cecilia dio un suspiro y Nemesia continuó ya sin más rodeos:
—Decía que rodeaban a Florencia delante del piano varias señoritas y caballeros. ¿Sabes quién estaba allí también? Sí, no me cabe duda, era ella. ¿Te acuerdas de la muchacha alta, pálida, buena moza, que te dije pasó por la Loma del Ángel en el quitrín de las Gámez, la mañana de San Rafael? La misma. Conversaba con Meneses, el amigo de... tú sabes. Por allí estaba el otro también, que siempre anda junto con los dos individuos... ¿Cómo se llama? Sola, Sofa. ¡Ah! Ya, Solfa. Pero el individuo no estaba, mencionaron su nombre únicamente. Estoy cierta que lo mencionaron...
—¿Quién lo mencionó? preguntó Cecilia con ansiedad.
—No te pudiera decir lo cierto; mas si no me engaño, entre Meneses y la muchacha pálida. Ellos hablaban de él. Según entendí, todos iban al gran baile que se da esta noche en la Filarmónica.
—Lo temía, dijo Cecilia.
—¡Ay! exclamó Nemesia. Ahora caigo para quién era el chaleco de seda que tuve que hacer con tanta premura. ¡Oh! Si lo averiguo antes no me apuro para acabarlo en tiempo. Cosí hasta bien tarde de la noche, porque me lo dieron ayer tardecita y se quería para hoy a las tres. ¡Quién lo hubiera adivinado! Al menos no hubiera ido él al baile de la gente blanca con un chaleco hecho por mí. Para lucírselo a Dios sabe quién. Nadie sabe para quién trabaja. Digo esto por ti, chinita, porque a mí no me va ni me viene. El no me pertenece; sólo me intereso por ti, que has puesto tu cariño... ¡Cuidado que los hombres son ingratos! Pero más vale callar y no ponerle más leña al fuego.
Bastaba, en efecto, y sobraba lo dicho para poner en ascuas a una joven menos fogosa que Cecilia. A medida que la amiga fue desarrollando su pensamiento, pues lo había de seguro en las noticias que comunicó y aún en el modo de comunicarlas, fue creciendo su cólera y desazón. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias a fin de impedir, si era tiempo, que el individuo, según Nemesia, se viese en la Filarmónica con la señorita desconocida? Eran celos, rabia, desesperación lo que sentía. No cabía en la silla, cerca de la ventana. Se levantó varias veces en ademán de entrar en el aposento, sin duda para mudarse de traje y salir a la calle, y otras tantas volvió al asiento. La sangre estaba a punto de ahogarla.
La abuela entre tanto seguía como absorbida en devotas oraciones, sobando, al parecer, con el pulgar e índice de la mano derecha, una tras otra, las cuentas negras del rosario que tenía en el regazo, y con los ojos cerrados. Nemesia miraba de soslayo a su amiga, leía, como al través de un cristal purísimo, la fiera batalla que se libraba en su pecho, y de cuando en cuando se sonreía ligeramente, cual si hubiera previsto todo aquello, o no temiese que tuviera un resultado desagradable. Al cabo Cecilia se desplomó en la silla, exhaló un suspiro profundo y murmuró:
—Más vale que no; yo sé lo que he de hacer. De mí no se burla nadie... Casi me alegro... No salgo a ninguna parte.
Chepilla alzó entonces la vista y miró a la nieta con cierta alegría mezclada de compasión. Por su parte Nemesia, en toda apariencia satisfecha, más diremos, orgullosa de que su venida hubiese surtido todo el efecto deseado, se marchó, despidiéndose cariñosamente de sus amigas.
Aún pienso estaros mirando...
La faz terrible y airada,
La vista desencajada,
El látigo vil sonando.
J. Padríñez
Llegaba Nemesia a la puerta de su casa, a tiempo que salía de ella su querido hermano José Dolores con el clarinete en la funda debajo del brazo y un rollo de papeles de música en la mano. Según costumbre, caminaba cabizbajo y meditabundo. Por esta razón y por estar muy oscura la calle, no habiendo tampoco luz en la casa, por poco se cruzan los hermanos sin reconocerse, a pesar de la proximidad. Así como así, ella le reconoció primero, se le atravesó en el camino y le preguntó repitiendo dos versos de una canción tan popular entonces como llena de malicia:
«—¿A dónde vas con ese gato y la noche tan oscura?»
—¡Qué! dijo José Dolores sorprendido. ¡Ah! ¿Eres tú? Me cansé de esperarte.
—¿Tan temprano para el baile?
—Pues, ¿qué hora es?
—Tocaban a vísperas ahorita mismo en Santa Catarina, cuando pasé por el costado del convento.
—Te equivocas; debe ser más tarde de lo que tú te figuras.
—Puede ser, porque traigo la cabeza como un güiro, y no sé lo que me pasa.
—¿Pues qué sucede, hermana? Despacha que estoy de prisa.
—Bien. No quiero detenerte mucho. Sin embargo, creo que tenías tiempo de tomar un bocado... Una taza de café.
—Ya anduve yo ese camino. Tomé café con leche, pan y queso, y esto me basta hasta media noche en que haré por tomar gigote o cosa así. Di.
—En la casita a la otra puerta de la taberna de la esquina de la calle de O'Reilly, tú me entiendes, ha habido una San Francia esta noche.
—¿Cómo así? Y tú parece que te alegras.
—Hay de todo. Te diré. Pasaba yo por allá... Seña Clara me detuvo más de lo regular en la sastrería. Pues pasaba por allá, aunque era bastante tarde, porque había quedado con Cecilia en que daríamos una vuelta por el Ángel después de la salve. Ella sospechaba que el individuo que estuvo esta tarde en la sastrería a buscar su ropa nueva iba al baile de Farruco para verse con la muchacha del campo del día de San Rafael, y se proponía pillarlo en fragante. Cálculos de mujer celosa. Apenas llegué a la esquina vi acercarse un hombre a la ventana de la casita y hablar con una persona que estaba detrás de la cortina. Aquello picó más mi curiosidad, y así que se separó el hombre me acerqué yo... Y ¿con quién te figuras tú que me topé? Con Chepilla. Me hizo entrar. Acababa de haber allí una de mar y morena. Parece que Cecilia se había vestido para salir conmigo; y la abuela, en la brega de impedírselo, le rompió el túnico y la peineta de teja. Todo eso sucedió en un momento.
—¡Pobre muchacha! exclamó el músico compadecido.
—Cecilia es muy cabezadura. Cuando se le pone una cosa, eso ha de ser; de manera que la abuela vio los cielos abiertos luego que yo me aparecí. Ya ella no puede con la nieta. Pues bien, me hizo entrar para ver si entre las dos lográbamos que Cecilia no saliera.
—¿Lo lograron? preguntó José Dolores con muestras de interés.
—Por supuesto, dijo Nemesia con intención. Yo sabía por donde atacarla y no erre el golpe. La abuela no quería que la nieta saliera; yo tampoco quería, y sucedió que el hombre del barrio de San Francisco que las mantiene, lo había prohibido. Ese fue, como luego supe, el que estuvo por la ventana hablando con Chepilla antes que yo.
—¿Qué es él de ella? Quisiera saberlo.
—Yo, verdaderamente, no lo sé. A veces me se figura que es mucho cuidado el suyo para mero enamorado...
—¡Si será su padre! Señó Uribe cree a puño cerrado que lo es y sostiene que la madre vive. ¿Pero dónde está la madre? ¿Quién la conoce? ¿Quién la ha visto?
—Eso es lo que yo digo.
—Ahí tienes. Yo me tengo tragado que el padre y el hijo están enamorados de Cecilia hasta la punta del pelo.
—Puede ser, hermana, porque se han visto muchos de esos casos en el mundo. Ella preferirá al hijo...
—Se entiende, y ¿quién no preferiría el joven al viejo?
—La hermosura de Cecilia será al fin la causa de su perdición. ¿Qué puede esperar ella de esos dos blancos? ¿El viejo quizás le dé dinero, lujo y cuidados, mas el joven...? Este no es posible que se case con ella; gracias si la toma de querida por algún tiempo, se fastidia y la deja con dos o tres hijos el día menos pensado. Yo no sé qué será de mí si tal cosa sucede. No quiero pensar en eso.
—Ella te tiene voluntad, pero no amor. Bien claro que lo veo. Sin embargo, si yo pudiera hacer que olvidara a Leonardo, estaba vencida la principal dificultad.
—La que bien quiere, tarde o nunca olvida.
—Hay sus excepciones, y Celia, que es muy soberbia, no es imposible que por lo mismo que quiere mucho olvide pronto. Del amor al odio no hay más que el salto de una pulga.
—Esa, al fin, es una esperanza.
—Te juro que le ha de costar mucho trabajo engañarla y engañarme a mí. Yo conozco mejor que él el flaco de Celia y tengo esta ventaja. Ahora poco le dije a ella una cosa que la puso como candela. Está que trina contra el individuo. Ya se le pasará la rabieta, pero volveré a la carga y estoy segura que la haré saltar las trancas... Todo lo que sea alejarla de él, es acercarla a...
No le dejó concluir la frase José Dolores. Se sonrió tristemente, y diciendo a su hermana que no le esperase, se marchó en dirección de la calle del Aguacate. Nemesia entró en su cuarto repitiendo cual si hablara con otro:
—¡Cómo que yo me mamo el dedo! No siempre había de trabajar para el inglés. Si no ha de ser para mí, que no sea para ella tampoco. El es muy enamorado y le gustan mucho las pardas. No es tan difícil la cosa como parece. Veamos si de una vía hago dos mandados. Ella para José Dolores y él para mí. Se puede, se puede...
Ahora corresponde que volvamos al sarao en la Filarmónica donde hemos dejado a Leonardo Gamboa en las filas de la danza con Isabel Ilincheta. Comprendiendo bien ella el carácter de su pareja, no le dio queja ninguna sobre su falta de puntualidad en escribir, ni de su aparente desvío; le habló, al contrario, de asuntos indiferentes: de los amigos mutuos en el campo; de las ocurrencias en el partido de Alquízar; del rosal rojo que él había injertado en el rosal blanco del jardín fronterizo del cafetal; del naranjo a cuya sombra, las pascuas pasadas, habían comido tantas veces las naranjas más dulces que producía la finca; de la hija mayor del mayoral de su padre, que, para casarse, como se casó, en la Ceiba del Agua, se había fugado con un joven guajiro del pueblo.
—Tía Juana, añadió Isabel, se empeñó con el padre y lo hizo reconciliarse con la hija. Así es que los novios hoy día están hechos cargo del sitio de papá, en que sabe Vd. se crían gallinas y se ceban algunos animales. La muchacha se quedó con su marido, y su padre, nuestro mayoral, tuvo que salir. Yo lo sentí por su esposa, porque era una buena mujer y nos acompañaba bastante; pero, desde que se casó la hija, se le puso el humor atroz: no dejaba resollar a los negros, los castigaba por cualquier falta, siempre con verdadera sevicia, hasta que papá le despidió. Al presente pasamos algunas soledades, y nuestras salidas en el cafetal se reducen a ir al sitio todas las tardes y volver a las puestas del sol. Cuando hace luna...
—Te acuerdas de mí, ¿no es eso? la interrumpió Leonardo, con indiscreto despecho, al ver su glacial indiferencia.
—Naturalmente, contestó ella, al parecer sin notar lo que pasaba por su compañero. No puedo olvidar que en tardes divinas, como son todas las de invierno en el campo, más de una vez hemos hecho juntos ese paseo en compañía de Rosa y de tía Juana.
—Te encuentro algo cambiada, observó el joven después de breve rato de silencio.
—¿Yo cambiada? Pues está buena. Vamos, Vd. se chancea.
—Hasta me tratas de Vd.
—Creo que siempre le he tratado del mismo modo.
—No al pie del naranjo dulce.
Isabel se puso colorada, y luego dijo:
—Es ya una costumbre en mí el tratar de Vd. a todo el mundo. Aún con mis propios esclavos, si son viejos sobre todo, se me escapa el decir Vd. A papá le sucede lo mismo frecuentemente.
—El tú es más cariñoso.
—¿Lo cree Vd. así? El Vd. es más modesto.
Cortábase a cada paso este chispeante diálogo, es decir, tantas veces cuantas la pareja que bajaba hacía figura con la pareja que subía la danza. Al fin, hubo de cambiarse del todo el tema de la conversación cuando Meneses y Solfa, que habían venido saludando a las amigas, llegaron al puesto ocupado por Isabel y Leonardo. Ambos habían visto a la joven aquella misma tarde en casa de las Gámez. Poco tenían que decirse que de nuevo fuera; Isabel, sin embargo, distinguía a Meneses, y se alegró de volver a verle.
—¿Qué es eso? ¿No baila Vd? le preguntó con interés.
—Casi nunca bailo por mera cortesía.
—¡Ay! Si le oyese Florencia se ofendería.
—Me cae en gracia Florencia, me parece bonita, la quiero, pero si bailase con ella ahora sería por mera galantería. Mi amiga del alma está lejos de aquí, Vd. lo sabe, y es mucha crueldad en Vd. atribuirme intenciones de galantear a otra.
—Sobre que le voy cogiendo miedo al amigo Solfa, dijo ella volviéndose de repente para éste, con el doble objeto de atender a todos y de no seguir la broma con Meneses.
—¿Qué he hecho para inspirar temor a la impávida Isabelita?
—¿No ve Vd.? Esa es una sátira.
—Lo sería, señorita, repitió Solfa prontamente, si la mía fuese una opinión aislada, pero no lo es. De ella participan, estoy seguro, Leonardo y Diego, juntamente con cuantos conocen a Vd. ¿Cómo pues, puedo inspirarle temor?
—Porque voy viendo que es Vd. implacable, que no perdona enemigos ni amigos.
—¿Esa más? Me aturde Vd. señorita.
—Sí, hágase Vd. ahora el inocentico, el que no quiebra un plato. ¡Cómo que desde que asomó Vd. a la puerta del salón no noto que ha venido hasta mí cortando cada traje que es un primor! Apelo al amigo Meneses; él dirá si me he equivocado o no.
Solfa y Meneses cambiaron una mirada y una sonrisa, con que corroboraron implícitamente la observación aguda de Isabel, y el primero dijo:
—Ya eso es distinto, lo declaro, me gusta la tijera; mas se me ha hecho pedazos entre las manos al llegar a Vd.
En esto cesó la danza, y las diferentes parejas de bailarines, deshaciendo la formación, corrieron las unas a ocupar sus asientos en la sala y cuartos, las otras a respirar el aire libre de los corredores. Los hombres, por la mayor parte, se dividieron en grupos para hablar de las conquistas amorosas de la noche, y casi todos para fumar un cigarro puro o de papel. Leonardo dio un paseo por los corredores con su amable compañera de baile, la cual, si hemos de juzgar por la frecuencia de sus sonrisas, no tuvo a mal que se prolongara la entrevista, aunque había terminado el encanto de la música.
Continuando, entretanto, por su parte la revista de la fiesta que se habían propuesto pasar Meneses y Solfa, se detuvieron por breve rato ante la madre y hermanas de su amigo y condiscípulo Leonardo Gamboa. Hallábanse ellas sentadas en el lado norte del salón, debajo del dosel donde dijimos que se ostentaba el retrato colosal al óleo de Fernando VII de Borbón. Antonia, la mayor, tenía a su derecha a un capitán del ejército en completo uniforme, con quien cambiaba en tono bajo frases breves de inteligencia; después seguía su madre, y a la izquierda de ésta, las dos hermanas Carmen y Adela. Con la primera de estas tres hablaba el Mariscal de campo don José Cadaval; con las dos últimas los currutacos más célebres que conocía La Habana entonces: Juanito Junco y Pepe Montalvo, cadete del regimiento Fijo. Asomó a poco Leonardo Gamboa, y como por magia desapareció el capitán español del lado de Antonia, a una insinuación suya con el codo; Cadaval siguió adelante, y el lechuguino y el cadete hicieron lo mismo con un profundo saludo.
Al descubrir de lejos Leonardo al militar español mano a mano con su hermana, se renovó en su mente la memoria de las escenas de por la mañana, primero al postigo de la ventana y después en la mesa del almuerzo, sintiendo el mismo rapto de celos y de odio que ya había experimentado. Todo el deseo que tenía de ver y hablar un rato con su madre y hermanas en el baile, se enfrió y apagó en el instante, y sólo por respeto y cariño a aquélla no les volvió la espalda. A un gesto suyo, Antonia ocupó el asiento que dejó vacante el capitán, y así pudo sentarse Leonardo y decir al oído de doña Rosa:
—¿Es posible, mamá, que tú consientas que ese soldado pele la pava con Antonia en tu presencia?
—¡Cállate! replicó doña Rosa seria. Ese caballero ha venido a traernos un recado de tu padre, el cual no puede venir por nosotras hasta la una y creo que tú tendrás que acompañarnos. De la ocurrencia me alegro con doble motivo; lo uno porque ya podré irme cuando quiera o me dé sueño; lo otro porque no te quedarás tú por detrás, ni me harás pasar otra mala noche.
—Debo acompañar a Isabel Ilincheta y a las Gámez a su casa, pues su carruaje ha sufrido una avería y no pueden usarlo esta noche.
—¡Cómo! ¿Isabel está aquí y no ha venido a saludarnos?
—No lo extrañes, porque sin duda ella ignoraba que Vds. hubiesen venido al baile, y luego ha habido una concurrencia extraordinaria.
—Bien, manda en tu quitrín a tus amigas a su casa.
—Antes, sin embargo, es preciso que Vds. vean a Isabel, o que Isabel salude a Vds.
—¿Ya te has enamorado de ella? Eres un veleta. No pienses en burlarte de esa muchacha también. Tráela aquí y la veremos.
—No. He pensado que debemos tomar algo y en la mesa nos reuniremos todos. El ambigú dicen que no es menos abundante que exquisito. ¿Qué te parece, Adela?
—Aprobado, contestó ésta alegre.
—Pero es el caso, dijo Leonardo, que si alguna de Vds. no me saca de apuros, no tendré con qué cubrir el gasto.
—Pues, ¿y las dos onzas de oro que te puse en el chaleco por la tarde cuando dormías la siesta? preguntó doña Rosa con seriedad.
—No he visto semejante dinero, mamá. Bien que si lo pusiste en la faltriquera del chaleco de esta mañana, allá en mi cuarto se quedó. Apenas tengo tres o cuatro pesos en este chaleco que me puse a la vuelta del paseo para venir al baile.
No hizo Leonardo esta explicación con la franqueza que solía; se puso colorado y titubeó varias veces. Lo advirtió su madre y le preguntó:
—¿Por qué te has aparecido en el baile tan tarde? Creí que ya no venías, y eso que tú saliste de casa antes que nosotras. Quién sabe por donde has andado.
—Había reunión y piano en casa de las Gámez con motivo de ser el santo de Florencia...
—Ellas no vinieron contigo, que yo sepa. Tú no dices la verdad, Leonardo, lo conozco y de veras te digo que haces mal, muy mal. Yo soy tu mejor amiga, hijo, y tengo el desconsuelo de ver que cada día eres menos franco conmigo. Vamos al ambigú, añadió no poco desazonada; yo pago los costos y aquí tienes mi bolsa, que contiene unas seis onzas de oro.
Era de punto de seda roja, formando dos senos separados por un nudo o lazada en el medio, para dividir el oro entero del menudo y la plata. Se la sacó del seno, porque las señoras en esa época no usaban bolsillos en las faldas como al presente, sino que se colgaban la bolsa del cinto o cordón del traje casero. Leonardo recibió el dinero con las mejillas encendidas de la vergüenza, porque a la humillación de recibir dos veces la suma que había perdido al juego, se agregaban las mentiras conque había pretendido encubrir su falta. La madre, tal vez sin quererlo ni saberlo tampoco, había leído en el fondo de su alma como a través de un cristal. ¿Le servió eso de correctivo? No es tiempo todavía de examinarlo. Pero aquel incidente había pasado para el hijo y la madre no más, para la última ciertamente no en toda su genuina deformidad, pues puede decirse que sin conciencia de ello había puesto el dedo en la llaga. Del choque recibido trabajo le costó reponerse a Leonardo, quien dijo a su madre luego que se puso en pie y le tomó el brazo para conducirla a la sala del ambigú:
—¿Y dónde quedaba papá?
—Quedaba en casa de don Joaquín Gómez, a donde han concurrido varios otros hacendados; entre ellos Samá, Martiartu, Mañero, Suárez Argudín, Lombillo, Laza...
—¿No se sabe cuál es el objeto de semejante junta?
—El capitán Miranda no ha podido explicarlo, sin duda porque él mismo lo ignora; pero por lo poco que me dijo tu padre cuando salió de casa, saco en consecuencia que va a tratarse de las expediciones a la costa de África. Vives está ya cansado de las quejas de Tolmé y de las impertinencias de los jueces de la maldita comisión mixta, y ha hecho decir a Gómez por trasmano que procuren que las expediciones de bozales no desembarquen por los alrededores de La Habana. También llegó un expreso del Mariel, participando que se ha presentado un bergantín parecido al Veloz, que se esperaba con un buen cargamento, perseguido por un buque inglés.
—Tal vez lo ha apresado.
—¿A la vista del torreón del Mariel? Sería demasiado atrevimiento. Con todo, esos ingleses protestantes se figuran que el mundo entero les pertenece, y no lo extrañaría. Si la expedición se pierde, tu padre pierde un pico regular. Es la primera que él emprende en sociedad con sus amigos de aquí por ser muy costosa. Cuando menos trae quinientos negros.
—¿Quién mete a papá en tales trotes, al cabo de sus años?
—¡Ay, hijo! ¿Echarías tú tanto lujo, ni gozarías de tantas comodidades, si tu padre dejase de trabajar? Las tablas y las tejas no hacían rico a nadie. ¿Qué negocio deja más ganancias que el de la trata? Di tú que si los egoístas ingleses no dieran en perseguirla como la persiguen en el día, por pura maldad, se entiende, pues ellos tienen muy pocos esclavos y cada vez tendrán menos, no había negocio mejor ni más bonito en qué emprender.
—Convenido, mas son tantos los riesgos, que quitan las ganas de emprender.
—¿Los riesgos? No son muchos comparados con las ganancias que se obtienen. El costo total de la expedición del bergantín Veloz, por ejemplo, según me dijo tu padre, no ha pasado de 30,000 pesos, y como la empresa es de varios, su cuota fue de algunos miles de pesos solamente. Ahora bien, si se salva la expedición, ¿cuánto no le tocará?... Saca la cuenta. Pero aquí está Isabel.
Doña Rosa la recibió con los brazos abiertos; excepto Antonia, las hermanas de Leonardo con sinceras demostraciones de cariño; sobre todas. Adela la abrazó y besó repetidas veces. Era ésta la más joven, entusiasta y franca e Isabel la preferida de su hermano querido. Después de los saludos de costumbre y las quejas mutuas, juntas todas con las Gámez, llevando Leonardo, Meneses y Solfa cada uno dos mujeres del brazo, pasaron a la sala del ambigú, espléndidamente iluminada, al fondo del palacio. Eran muchos y no cabían en una sola mesa, por cuya razón ocuparon dos, aunque inmediata una de otra.
Señoras y caballeros tomaron gigote de pechuga de pavo, fiambre de esta ave, con rico jamón de Westfalia, algunos arroz y frijoles negros, ninguno vinos ni espíritus, todos café con leche para terminación de cena. Esta, conforme al precio usual de los platos pedidos en funciones semejantes, calculó Leonardo que no bajaría el costo de onza y media de oro, o veinticinco y medio duros, cuando menos. Deseoso de hacer alarde del dinero, sacando la bolsa de seda roja, preguntó al mozo blanco, que servía ambas mesas con destreza imponderable:
—¿Cuánto es?
—Nada, contestó el hombre con la misma brevedad, a tiempo que formaba en el brazo izquierdo una torre de porcelana con los platos y tazas.
—¿Cómo se entiende? repuso el joven asombrado. Pues ¿quién ha pagado por mí?
—Se conoce que Vd. no pertenece a la junta directiva, dijo el mozo con cierta impertinencia. La sociedad costea el ambigú de esta noche, y si yo fuese uno como hay muchos le hacía pasar a Vd. plaza de primo.
—¡Ah! exclamó Leonardo, corrido como una mona y no poco mortificado.
Se puso en pie murmurando:
—Estos mozos españoles son a veces demasiado impertinentes.
Si él oyó o no, es cosa que no se sabe, aunque por la mirada de través que le echó al joven, parece que resonó en sus oídos lo de español e impertinente. Bien quisieran Adela y Florencia Gámez tomar parte en la siguiente danza, la primera hasta se lo indicó a su hermano; mas él se sonrió distraídamente y no contestó palabra.
Entre tanto doña Rosa dispuso que las niñas, según se expresó, pasaran al camarín a recoger sus mantas de seda. Al mismo tiempo los tres jóvenes bajaron al entresuelo a reclamar sus sombreros y bastones respectivos; pero tanto aquí como en el camarín, ya se habían adelantado otras muchas personas en demanda de sus prendas; de suerte que antes que obtuvieran las suyas nuestros conocidos, se pasó algún tiempo. Después bajó Leonardo al portal para prevenir a su calesero que estuviese listo.
De este intervalo se aprovecharon las más jóvenes de las señoritas para acercarse a los sitios en que se había armado la danza última, que dicen es la que mejor acompañan los músicos. No faltó quien las invitara, y ellas, en son de marcha, se pusieron a bailar con más gusto que nunca. Doña Rosa, Isabel, Antonia, la señora de Gámez y la mayor de sus hijas se sentaron en grupo a esperar la hora de la partida.
Pasada era la una de la madrugada. Cuando Leonardo descendía las escaleras de piedra del palacio de la Filarmónica, lo primero que hirió sus oídos fue el repiqueteo de las espuelas de plata de los caleseros en las sonoras piedras del portal, bailando el zapateo al son del tiple cubano. Tocaba uno, bailaban dos, haciendo uno de ellos de mujer; y de los demás, quiénes batían las palmas de las manos, quiénes golpeaban la dura losa con los puños de plata de los látigos, sin perder el compás ni cometer la más mínima disonancia. Algunos de ellos cantaban las décimas de los campesinos, anunciando por esto, por el baile y por el tiple que todos ellos eran criollos.
Aún aquí se habían adelantado muchas familias que se retiraban del baile lo más temprano posible; y eran de oírse los apellidos de las más distinguidas de La Habana repetidos de boca en boca, como ecos en escala, por todos los caleseros:—¡Montalvo! gritaba una voz y Montalvo repetían veinte sucesivamente, hasta que se perdía a lo lejos o contestaba el llamado acercando el carruaje; en cuyo acto ocurrían algunos choques, no pocas peloteras entre los esclavos, más de un varapalo asestado por el dragón que mantenía el orden en la calle, todo esto acompañado del estallido de los látigos, del ruido de las ruedas, cual truenos lejanos, y de las patadas de los caballos en las chinas pelonas del pavimento. En medio de toda aquella batahola, no cesaba el clamor de los caleseros por el nombre de las familias a que pertenecían. A saber: ¡Peñalver! ¡Cárdenas! ¡O'Farril! ¡Fernandina! ¡Arcos! ¡Chacón! ¡Calvo! ¡Herrera! ¡Cadaval! repetido tantas veces cuantas era necesario para que llegara la palabra al calesero que se quería; el cual, después de todo, si no estaba a la cabeza de la fila que rodeaba la manzana, tenía que esperar a que le tocara su turno para mover el carruaje si no quería que el dragón de guardia le midiera las costillas con la vara de su lanza.
Apenas se pronunció el apellido de Gamboa, cesó el baile del zapateo, porque el tocador del agudo tiple no era otro que nuestro antiguo conocido Aponte. El triste esclavo se divertía al parecer con todas veras, o punteaba el instrumento primorosamente para distracción suya y de sus compañeros, porque pesaban sobre su espíritu, nada obtuso por cierto, dos amenazas terribles, la de su señorita por la tarde y la de su joven amo a las diez y media de la noche; y sabía, bien a su pesar, que ellos no olvidaban ni perdonaban faltas de sus esclavos. Pero si aquella era su suerte y no había remedio, ¿a qué apurarse ni afligirse anticipadamente? Así reflexionaba él, y así poco más o menos reflexionanban todos sus compañeros, a quienes Dios, en su santa merced, no había negado un alma pensante.
Acabada la junta de hacendados, don Joaquín Gómez puso su carruaje a la disposición de don Cándido Gamboa, para retirarse a su casa, como lo hizo, poco después de la media noche; con lo que éste pudo despachar el suyo a la familia en la Filarmónica, para que hiciera lo mismo cuando lo tuviera por conveniente. Mediante aquel refuerzo inesperado, las Gámez y su amiga Isabel pudieron trasladarse de una sola vez desde el baile a su morada a espaldas del convento de Santa Teresa, y enseguida la familia de Gamboa.
Metieron los caleseros sus respectivos quitrines en el zaguán, llevaron los caballos a la caballeriza en el traspatio, pusieron las monturas en sus burros, colgaron los arreos, libreas y sombreros en clavos fijos en la pared de un cuartucho; y por lo que hace a Aponte, acabado el trabajo, con la tarima a la espalda, cual Cristo con la cruz, volvía al zaguán para ver de descansar de las fatigas del día, durmiendo las pocas horas de la madrugada. Por entonces habían sonado las dos hacía rato en el reloj de la parroquia del Espíritu Santo. La luna menguante trasponía el tejado de la casa por el lado de la calle, cuya sombra ganaba la altura de la tapia divisoria entre ambos patios, de modo que reinaba oscuridad en el primero, aunque no tanta que no se viesen los bultos ni se reconociesen los rostros. De repente un hombre interceptó el paso de Aponte, quien levantó los ojos y vio que agitaba el látigo en la mano derecha. Se paró al instante, porque reconoció a su amo, el joven Gamboa.
—Suelta la tarima, le ordenó éste con voz bronca por la cólera; arrodíllate y quítate la camisa.
—Niño, ¿su merced me va a castigar? dijo el atribulado esclavo, ejecutando por parte lo que se le había ordenado.
—Vamos, despacha, agregó el amo acompañando a la vez el golpe, por la vía de apremio.
—Espere su merced, niño. ¿En qué le he faltado yo?
—¡Ah! ¡Perro! ¿Y me lo preguntas? ¿No te dije que te iba a castigar porque no me esperaste como te mandé, en la esquina del convento?
—Sí, señor, niño; pero yo no tuve la culpa.
—¿Pues quién la tuvo? Yo le probaré que cuando te mando una cosa la has de hacer o reventar.
Y sin más ni más empezaron a llover zurriagazos en las espaldas desnudas del infeliz esclavo. Se retorcía, porque los golpes los descargaba un brazo vigoroso, y decía:—Bueno está, mi amo (por basta). Por la niña Adela, mi amo. Por Señorita (como llamaban los criados a doña Rosa Sandoval de Gamboa), mi amito. Si yo pudiera decir la verdad, niño, su merced vería que no tuve yo la culpa. ¡Bueno está ya, niño Leonardito!
Pero aquella boca había callado, embargada por la cólera; aquel corazón se había vuelto de piedra; aquella alma había perdido el sentimiento; aquel brazo sólo parecía animado, de hierro, no se cansaba de descargar golpes. ¡Qué cansarse! los menudeaba cada vez con más furor, si no con más fuerza. Dormía ya don Cándido, cuando le despertaron asustados los estallidos del látigo y los lamentos del calesero.
—¿Qué es eso? preguntó a su esposa.
—Nada, Leonardo que castiga a Aponte.
—Pero ¡qué escándalo! ¿Qué horas son éstas de castigar a los criados? Di a ese muchacho de Barrabás que pare la mano, o por Dios bendito...
—Acuéstate y duerme, repitió la mujer. Aponte está muy perro y necesita un buen castigo.
—Sí, mas estoy seguro que esta vez no ha cometido falta. Véase qué pasada le han jugado a tu hijo y ahora se la paga el pobre mulato.
—Tú no sabes lo que hizo por la tarde a las muchachas en la calle de la Muralla.
—Será así, pero que pare el muchacho la mano o me levanto y le rompo una costilla como me llamo Cándido. ¿Hase visto mayor desvergüenza?
Claro vio doña Rosa que por poco que continuasen el vapuleo, los clamores y las protestas de inocencia del calesero, se levantaba don Cándido y hacía una de las suyas, pues a la natural rudeza de quien no había recibido educación, agregaba un carácter violento, se asomó al postigo de la ventana de su alcoba y dijo:—Leonardo, basta.
Esto fue lo suficiente. Bien que ya era tiempo de que el joven hubiese desfogado la cólera que le dominaba, o de que se le desmayase el vigor.
Después de eso, ¿cuál de los dos, la víctima o el verdugo, encontró primero reposo en la cama? Mejor dicho ¿qué pasaba por el alma del amo cuando se echó en la suya? ¿Qué por el alma del esclavo cuando se desplomó en la rígida tarima? Difícil es que lo expliquen los que no han sido una ni otra cosa, e imposible que lo entiendan en toda su fuerza, aquéllos que no han vivido jamás en un país de esclavos.
¡Hola! del bergantín.
—¿Qué dirá?—¿Cómo se llama?
—El Condenado.—¿De dónde procede?
—De Sarrapatán.—¿Qué carga trae?
—Sacos vacíos.—¿Cómo se llama el capitán?
—Don Guindo Cerezo.
Escenas a la vista del Morro de la Habana.
Como es de suponer, a las nueve de la mañana del día después del baile en la Filarmónica, con dos excepciones, todo el mundo dormía en casa de Gamboa. Hablamos aquí del mundo de los amos, en cuyo número no entraban los ocho o nueve criados de la familia, porque éstos desde el amanecer debían estar en pie, desempeñando las obligaciones cotidianas, no embargante el cómo habían pasado la noche.
Don Cándido, a pesar del poco dormir y de los graves pensamientos que le ocupaban a consecuencia de lo ocurrido en la junta en casa de don Joaquín Gómez, se levantó temprano y salió a la calle a pie, por pura impaciencia de carácter.
Su esposa, algo más tarde, tomaba café con leche muellemente arrellanada en uno de los sillones del comedor.
No carecía de objeto el sentarse doña Rosa todas las mañanas en ese sitio. Registrábase desde allí el interior de la casa, y se veía si las lavanderas preparaban la lejía para el lavado de la ropa, o el brasero con carbón vegetal para el aplanchado desde temprano; si las costureras, en vez de ponerse a coser las esquifaciones, perdían el tiempo en conversaciones con los otros siervos; si los caleseros lavaban los carruajes, daban sebo y limpiaban las correas de las monturas; si Aponte volvía temprano o tarde de bañar los caballos, lo que probaba que había ido al muelle de Luz o a la Punta, más distante; si Pío, el anciano calesero de Gamboa, hacía zapatos de mujer en el zaguán para uso de las criadas de la casa y a veces hasta para las amas, al mismo tiempo que desempeñaba el oficio de portero, cuando no tenía que ponerle el carruaje a su amo; por último, si el cocinero, negro de aire aristocrático, bien hablado y racional, según dicen los esclavistas, había ido o no de madrugada al mercado inmediato de la Plaza Vieja, en busca de las vituallas y hortalizas que se le habían encargado la noche anterior.
Era éste el que más madrugaba en la casa. Debía hacer el fuego y preparar el café con leche, a fin de que Tirso y Dolores pudieran servirlo tan luego como despertaran los amos. No siempre despachaba el cocinero el mercado a la misma hora, ni en breve tiempo, aun cuando la Plaza Vieja distaba poco de la casa de Gamboa. En la madrugada de que hablamos ahora, por ejemplo, salió para allá demasiado temprano. Pero andando en esa dirección con el farolito en una mano, según estaba mandado por las Ordenanzas municipales desde los tiempos de Someruelos, y un canasto en la otra, sonó el cañonazo de las cuatro, el capitán de llaves abrió las puertas de la muralla y al silencio mortal de la ciudad se sucedieron el tumulto y toda clase de ruidos tan disonantes como desapacibles.
A la vuelta del mercado había siempre ajuste de cuentas del cocinero con su ama, regaños y amenazas de castigo por el precio de las carnes, por su calidad y aun peso; porque en vez de pollos trajo gallinas, por la hortaliza, pues en vez de habichuelas trajo guisantes, y berros por lechuga, o viceversa. Porque es condición del esclavo no acertar nunca a complacer a sus amos. Para doña Rosa, en suma, siempre había motivo de queja; su cocinero pecaba a menudo por torpe, por malicia o por descuido.
—Dionisio, ¿no te encargué pollos tiernos? decía ella levantando del canasto el par de aves atadas fuertemente por los pies, ¿por qué me has traído gallinas? Tu amo no come sino pollos.
—Son pollonas, señorita, contestaba el cocinero; lo que tiene es que están gordas y parecen gallinas hechas. También no se encuentran pollos en la plaza.
—No me vengas con esas, Dionisio, que no soy boba ni nací ayer. Si tú sabes mucho, yo sé más. Vamos, ¿cuánto te costaron?
—Dos pesos, señorita. Las aves están caras ahora.
—¡Ave María Purísima! ¿A que se las compraste a tu carabela, la negra lucumí más carera de la plaza?
—No, señorita, se las compré a un placero del campo. Mírelas su merced bien, todavía tienen las plumas sucias de tierra colorada.
—Esa no es prueba, Dionisio, porque bien pudo tu comadre dejarles la tierra para hacer creer que eran frescas del campo, y no de segunda mano.
—Señorita, la morena de los pollos no es mi comadre ni mi carabela tampoco. Ella es de nación.
—Yo sé lo que me digo, Dionisio, y no vengas tú a corregirme la plana. Si tú tienes leyes, yo sé a dónde se enderezan a los doctores como tú. Ahí está la maestranza de artillería[33] ahí está el Vedado.[34] No cuesta nada un curso de derecho en esos lugares. ¡Eh! Conque ande Vd. listo, taita Dionisio. Lo que no quiero es que Vd. se festeje ni festeje a sus comadres con mi dinero.
Al buen callar llaman Sancho, y por dolorosa experiencia de largos treinta años de esclavitud, sabía bien Dionisio que debía guardar silencio desde el punto en que sus amos empezaban a tratarle de Vd. Aquella era señal segura de que subía la marea de la cólera. Se aproximaba la tempestad y en breve estallaría el rayo. En tal virtud, el cocinero recogió a toda prisa los avíos de la comida y se refugió en su cocina, como buen piloto que busca abrigo temporal en el primer puerto que le depara el cielo.
Este esclavo había nacido y se había criado en Jaruco, en el palacio de los condes de ese título. Sabía leer y escribir casi por intuición, dones adquiridos que le revestían de mérito extraordinario a los ojos de sus compañeros de esclavitud, mucho más ignorantes que él, en general, bajo esos respectos. Era aficionadísimo al baile, gran bailador de minué, que aprendió en las suntuosas fiestas de sus amos, pues en su calidad de paje, que fue su empleo primitivo, siempre estaba en contacto con ellos; y allí conoció a la después Condesa de Merlín, a varios Capitanes Generales, al primer conde de Barreto y a otras notabilidades de Cuba, de España y del extranjero, por ejemplo, a Luis Felipe de Orleans, después rey de los franceses.
A poder de tiempo, de industria y de economía, viviendo entre gente rica y rumbosa, que visitaban personajes notables, logró Dionisio reunir dinero suficiente para coartarse, quiere decir, para fijar el precio en que se le vendería, si lo vendían, dando a su amo diez y ocho onzas de oro, o 306 duros. Sacáronle, sin embargo, a remate junto con otros varios esclavos, por ante el Escribano público don José Salinas, a la muerte del Conde, para cubrir las grandes costas que ocasionaron su testamentaría y división de bienes. La habilidad de Dionisio en la cocina y la repostería, a que le aplicaron apenas llegó a la virilidad, le daba más valor en el mercado que a los otros esclavos sin oficio; de consiguiente, la coartación sólo le sirvió para que le vendieran en 500 pesos, en vez de los 800 en que le estimó el amo cuando le aceptó la suma arriba mencionada. En el lote, don Cándido le obtuvo por menos de los 500 pesos en que quedó coartado, aunque él no fue el mejor postor; pero supo untarle en tiempo la mano al oficial de causas, y no aparecieron las otras pujas. De dos graves faltas adolecía Dionisio, graves por su triste condición: era la una su afición a las mujeres; la otra ya se ha dicho, su afición al baile propio de los blancos.
Dadas las 9 de la mañana, entró don Cándido Gamboa por el zaguán de su casa. Parecía cariacontecido, cansado y sudoso, no ya por el calor, que no dejaba de sentirse, aunque estábamos a fines de octubre, sino por la agitación de las primeras horas del día y los pensamientos que ocupaban su espíritu. Sin reparar en su esposa, que inquieta le aguardaba junto a la mesa del comedor, puesta ya para el almuerzo por el ágil Tirso, de la calle pasó derecho al escritorio, donde estaba el Mayordomo don Melitón Reventos encaramado en el banquillo, con la pluma detrás de la oreja y de codos en la carpeta, meditando sobre un pliego de papel español, escrito en renglones desiguales, a manera de versos de arte mayor, que tenía delante.
—¿Qué hace? le preguntó entrando don Cándido, sin darle los buenos días, acaso porque aquél era uno de los peores de su vida.
—Hacía el apunte de los efectos que ordena el Mayordomo de La Tinaja para la próxima molienda, y miraba si se me había escapado algo. El patrón Sierra estuvo aquí y dijo que salía...
—Deje Vd. eso de la mano, que no precisa, y vamos a lo que importa. Reventos, ahora mismo se pone Vd. la chaqueta y se va corriendito al baratillo de Suárez Argudín en el portal del Rosario, y recoge Vd. cuantas camisas de listado y pantalones de rusia tenga hechos, y le dice Vd. que los cargue en cuenta. Probable es que no tenga cuanto se necesita, 400 mudas; pero él puede completar el número en los otros baratillos de los paisanos. Mas en caso que ni así se consigan todas, 300, 250, 200, las que se puedan... ¿Qué remedio? Si no salvamos tantos, salvamos cuantos.
—¿Cuántos qué? preguntó Reventos, demasiado curioso para dejarlo para luego.
—Bultos, hombre, bultos, repuso brevente don Cándido. ¿No sabe Vd. que ha llegado el Veloz?
—¿Sí? A fe que no lo sabía.
—Pues ha llegado, mejor dicho, lo han traído al puerto. El número fijo a bordo no se sabe todavía. Las escotillas están clavadas, y dice el Capitán Carricarte que, aunque embarcó sobre 500, con el largo viaje y la atroz caza que le han dado los ingleses, se le han muerto algunos y tenido que echar al agua... muchos, vamos, la broza por fortuna. ¿Está Vd.? Ahora bien, tome las mudas de ropa, forme tres o cuatro líos, según; los conduce Vd. en un carretón al muelle de Caballería, frente a Casa Blanca, y se los entrega al patrón del guadaño Flor de Regla. Vd. le conoce. Bien, le entrega Vd. todo, que él está ya avisado y sabe a dónde ha de llevarse eso. Vd. le acompaña, pues que conoce al contador. ¡Eh! conque al avío. Se le guardará a Vd. el almuerzo si no da la vuelta en tiempo. De cualquier modo, la ropa debe estar a bordo antes de las once. ¿Lo oye Vd.?
El Mayodomo ido, de seguidas entró doña Rosa en el escritorio. Se paseaba su marido arriba y abajo agitado; mas al verla se detuvo por un instante esperando la pregunta, que, en efecto, no tardó ella en dirigirle:—¿Qué ocurre, Gamboa? Ahí va Reventos que se desnuca y tú aquí inquieto. Di, por caridad, ¿qué pasa?
—Lo de siempre, hija; que si seguimos como vamos, todavía los pícaros de los ingleses han de causar la ruina de este hermoso florón de S. M. C. el rey, que Dios guarde.
—No me digas.
—Como lo oyes, porque si los ingleses no nos dejan importar los brazos que nos hacen tan suma falta, no sé con qué ni cómo vamos a elaborar el azúcar. Sí, esto se lo lleva Barrabás, no me canso de decirlo.
—Tal es mi tema, Cándido; pero al grano.
—Al grano. Esta mañana a las siete señaló el Morro buque inglés de guerra a sotavento. Nos hallábamos en el muelle varios: Gómez, Azopardo, Samá, en fin, casi todos los de la junta de anoche. A poco el Morro señaló presa y media hora después se presentó en la boca del puerto la corbeta inglesa Perla, su comandante el Lord Pege o Pegete, según nos dijeron después los que desde la Punta oyeron la contestación que dio el práctico al vigía de señales.[35] ¿Cuál te figuras que era la presa?
—¿El bergantín Veloz?
—El mismo, Rosa; con casi todo el cargamento a bordo.
—Luego se ha salvado el cargamento. ¡Qué bueno!
—¿Salvado? repitió don Cándido con amargo acento. Pluguiera a Dios. Desde el punto que nuestro bello bergantín entra aquí como presa...
—Están perdido barco y cargamento, ¿no? ¡Sería una gran desgracia!
—Lo que es perderse todo no será si los que estamos interesados en la salvación de una cosa y otra no nos dormimos en las pajas. Por lo pronto, los pasos que se han dado y que se darán más adelante nos hacen abrigar la esperanza de que cuando no todos los bultos, al menos las dos terceras partes lograremos arrancarlos de las garras de los ingleses. ¿Has de creer, Rosa, que a veces se me figura que más dolor me causaría la pérdida del bergantín que la del cargamento, aunque es el más valioso de cuantos ha traído del África, según la factura del Capitán Carricarte? Pues no te quepa duda ninguna. Con mi bergantín se pueden traer con seguridad y en corto tiempo no uno, sino varios cargamentos, y no hay muchos como él. Habrá tres años que se lo compré a Didier, de Baltimore, y ya ha dado cuatro viajes felices al África. Este era el quinto viaje y ya me he reembolsado tres veces de su costo. Admírate, Rosa, salió de Casa Blanca... ¿te acuerdas? a mediados de julio y a los cuatro meses no cabales ha dado la vuelta. Eso se llama andar. ¿Quién negará ahora que es el más velero de cuantos se emplean en la carrera al presente? Ahí están el Feliz, de Zuaznávar; la Vencedora, de Abarzusa; la Venus, de Martínez; la Nueva Amable Salomé de Carballo; el Veterano de Gómez, y muchos otros de fama. ¿Qué son en comparación de mi Veloz? Potalas, urcas. Sí, sentiría mucho perderlo; no por el dinero, aunque no son un grano de anís los diez mil pesos que di por él, sino porque difícilmente se construye buque de más pies.
—¡Ah! Cándido, no te hagas ilusiones. Tú y tus amigos abrigan esperanzas, yo no. Cuando los ingleses agarran, no sueltan, tenlo por seguro. Cada vez me parecen más odiosos esos judíos protestantes. Vea Vd. ¿quién los mete en lo que no les va ni les viene? Yo me hago los sesos agua y no atino a comprender por qué se ha de oponer Inglaterra a que nosotros traigamos salvajes de Guinea. ¿Por qué no se opone también a que se traiga de España aceite, pasas y vinos? Pues hallo más humanitario traer salvajes para convertirlos en cristianos y hombres que vinos y esas cosas que sólo sirven para satisfacer la gula y los vicios.
—Rosa, los enemigos de nuestra prosperidad, quiero decir, los ingleses, no entienden esa filosofía, no la quieren entender tampoco; de otra manera tendrían más miramientos con nosotros los vasallos de una nación amiga y en otro tiempo aliada de la suya. Pero yo no les echo toda la culpa a ellos, a quienes culpo principalmente es a los que aconsejaron a nuestro augusto soberano don Fernando VII celebrar el tratado de 1817 con Inglaterra. Aquí está el mal. Por la miserable suma de 500,000 libras esterlinas los indiscretos consejeros del mejor de los monarcas concedieron a la pérfida Albión el derecho de visita de nuestros buques mercantes y de insultar, como insulta un día con otro, impunemente, el sagrado pabellón de la que no ha mucho fue señora de los mares y dueña de dos mundos. ¡Qué vergüenza! No sé cómo toleramos... Mas al caso, Rosa. Como te decía, la llamada repentina de Gómez ayer tardecita tuvo por objeto oír la historia de lo ocurrido con el Veloz, de boca del capitán Carricarte, que llegó a revienta cinchas del Mariel, y ver lo que se hacía por si era posible jugarle una buena a los ingleses; porque tú sabes que, hecha la ley, hecha la trampa. Cuando llegué a casa de Gómez, que serían cerca de las ocho...
—¿Cómo así? le interrumpió su mujer. Tú saliste de acá antes de las siete. ¿En qué te demoraste? ¿Cómo echaste más de una hora en ir a casa de Gómez?
—No me demoré en ninguna parte, no; repuso el marido, visiblemente embarazado. ¿Dije que serían cerca de las ocho? Pues cuenta que quise decir poco después de las siete, a las siete y cuarto, a las siete y media... La hora precisa no importa.
Parecía que no importaba; pero no dejó de llamar la atención de doña Rosa, que, yendo en carruaje su marido, para trasladarse de la esquina de la calle de San Ignacio y Luz, donde vivía, al extremo de la de Cuba, hacia el norte, donde se celebró la reunión, echase una hora, cuando esta distancia puede recorrerse a pie en la mitad de ese tiempo descansadamente. Natural fue que Doña Rosa, que parece no las tenía todas consigo, en tratándose de la lealtad conyugal de su marido, se callase, es cierto, mas a todas luces perdió el entusiasmo, y con éste el interés en lo que pensaba hacerse para salvar la presa y su cargamento. Advirtiéndolo don Cándido, pues harto conocía a su mujer, diose una palmada en la frente y dijo:
—¡Tate! me dilaté porque tuve que ver si Madrazo, el cual vive frente a Santa Catalina, era o no de la junta o le habían avisado. El Capitán Miranda puede decir la hora a que llegué a casa de Gómez. Esa fue la única parada que hice en el camino. Pío también es testigo. Vamos ahora al caso. Como te decía, cuando llegué a casa de Gómez, que tú sabes está allá lejos, frente a la muralla, encontré toda la gente reunida. Madrazo fue conmigo, Mañero entró después. Samá, Martiartu, Abrisqueta, Suárez Argudín y La Hera, sobrino de Lombillo, porque el tío había ido de carrera a su cafetal La Tentativa en la Puerta de la Güira; Martínez, Carballo, Azopardo y otros varios que, si bien no inmediatamente interesados en el cargamento del Veloz, como principales importadores que son de esclavos, deseaban informarse a fondo de lo ocurrido en el Mariel y de cómo nosotros pensábamos sacar el caballo del atolladero. Carricarte se mudaba de ropa en los entresuelos de la casa de Gómez, y bajó así que todos estábamos reunidos. Formábamos una corte regular en la sala baja. Depositó el Capitán unos papeles en la mesa del centro, y luego, sin más ceremonia, comenzó la relación de lo que le había pasado desde las costas de África hasta las de nuestra Isla. Dice que desde que salió de Gallinas, a fines de setiembre, navegó de bolina y mar bonancible hasta reconocer a Puerto Rico. Allí, sin embargo, una vela sospechosa por sotavento le hizo variar de rumbo. Durante la noche, siempre con viento fresco, volvió a su derrota, esperando avistar el Pan de Matanzas el día siguiente por la tarde. Hacia el oscurecer, en efecto, le avistó; pero la misma vela de antes se le presentó en lo más estrecho del canal de Bahama, empezando desde luego la caza. Dice Carricarte que su primera intención fue entrar en Arcos de Canasí. No fue posible: el crucero inglés, porque resultó serlo, como que llevaba la línea recta y más inmediata a la costa de Cuba, a pesar de los buenos pies del bergantín, siempre se presentaba a su costado, mayormente a la altura de las Tetas de Camarioca. Cerró la noche de nuevo, el Veloz se hizo mar a fuera y luego viró con ánimo de meterse en Cojímar, en Jaimanitas, en Banes, en el Mariel, en Cabañas, en el primer puerto sobre el cual le amaneciese. Aflojó el viento, por desgracia el terral le fue contrario, así que, cuando tornó a dar vista a la tierra, ya asomaba el sol y el crucero amagaba ganarle el barlovento. Vio entonces Carricarte que no podía escapar sino a milagros, por lo que resolvió jugar el todo por el todo. Dio orden, pues, de despejar el puente, a fin de facilitar la maniobra y aligerar el buque lo que se pudiese, y como lo dijo lo hizo. En un santiamén fueron al mar los cascos del agua de repuesto, no poca jarcia y los fardos que había sobre cubierta...
—¿Los bozales quieres decir? ¡Qué horror! exclamó doña Rosa, llevándose ambas manos a la cabeza.
—Pues es claro, continuó Gamboa imperturbable. ¿Tú no ves que por salvar 80 ó 100 fardos iba a exponer su libertad el Capitán, la de la marinería y la del resto del cargamento, que era triple mayor en número? El obró arreglado a sus instrucciones: salvar el barco y los papeles a toda costa. Además, había que despejar el puente y aligerar, como te he dicho. No había tiempo que perder. ¡Pues no faltaba otra cosa! Eso sí, dice Carricarte, y yo lo creo, porque él es mozo honrado y a carta cabal, que en la hora del mayor peligro sólo tenía sobre cubierta los muy enfermos, los enclenques, aquéllos que de todos modos morirían, mucho más pronto si los volvían al sollado donde estaban como sardinas, porque fue preciso clavar las escotillas.
—¡Las escotillas! repitió doña Rosa. Es decir, las tapas de la bodega del buque. De manera que los de abajo a estas horas han muerto sofocados. ¡Pobrecitos!
—¡Ca! dijo don Cándido con el más exquisito desprecio. Nada de eso, mujer. Sobre que voy creyendo que tú te has figurado que los sacos de carbón sienten y padecen como nosotros. No hay tal. Vamos, dime, ¿cómo viven allá en su tierra? En cuevas o pantanos. Y ¿qué aire respiran en esos lugares? Ninguno, o aire mefítico. ¿Y sabes cómo vienen? Barajados, quiere decir, sentados uno dentro de las piernas de otro, en dos hileras sucesivas, cosa de dejar calle en el medio y poder pasarles el alimento y el agua. Y no se mueren por eso. A casi todos hay que ponerles grillos, y a no pocos es fuerza meterlos en barras.
—¿Qué son barras, Cándido?
—¡Toma! ¿Ahora te desayunas? El cepo, mujer.
—No me quedaba que oír.
—A todo esto y mucho más da lugar la persecución arbitraria de los ingleses. El único sentimiento de Carricarte ahora es que con el afán y la precipitación de limpiar el puente, echaron al agua los marineros una muleque de 12 años, muy graciosa, que ya repetía palabras en español y que le dio el rey de Gotto a cambio de un cuñete de salchichas de Vich y dos muleques de 7 a 8 años que le regaló la reina del propio lugar por un pan de azúcar y una caja de té para su mesa privada.
—¡Ángeles de Dios! volvió a exclamar doña Rosa sin poder contenerse. Y reflexionando que acaso no estaban bautizados, añadió: de todos modos, esas almas...
—Y dale con creer que los fardos de África tienen alma y que son ángeles. Esas son blasfemias, Rosa; la interrumpió el marido con brusquedad. Pues de ahí nace el error de ciertas gentes... Cuando el mundo se persuada que los negros son animales y no hombres, entonces acabará uno de los motivos que alegan los ingleses para perseguir la trata de África. Cosa semejante ocurre en España con el tabaco: prohíben su tráfico, y los que viven de eso, cuando se ven apurados por los carabineros, sueltan la carga y escapan con el pellejo y el caballo. ¿Crees tú que el tabaco tiene alma? Hazte cuenta que no hay diferencia entre un tercio y un negro, al menos en cuanto a sentir.
No había similitud ninguna en el ejemplo aducido, tampoco tiempo para discutir, porque en aquella sazón se presentó Tirso en la puerta del escritorio y dijo que el almuerzo estaba listo. Eran las diez y media de la mañana; por donde se ve claro que la conversación de don Cándido con su mujer había durado largo tiempo; y, sin embargo, no le había dicho los medios de que pensaba valerse para arrancar el Veloz y la mayor parte de la carga, compuesta de seres humanos, diga él lo que quiera, de las garras de los testarudos ingleses.