¡Ay del señor, que sus vasallos deja
Al cielo remitir su justa queja!
Lope de Vega
La familia de Gamboa, en unión de sus huéspedes, pasó la mayor parte de la noche del segundo día de Pascuas en la casa de calderas.
Alumbraban el trapiche unas fogatas que habían encendido los negros, no tanto para obtener claridad en aquel ancho y tenebroso edificio, como para calentarse; pues se sentía un relente desapacible y ellos carecían de abrigo, excepto el gorro de lana que algunos llevaban puesto. Ruidos distintos y gran batahola reinaban por todas partes. Hombres y mujeres pasaban y repasaban del tablero de alimentación del trapiche a las pilas de cañas, ya con los brazados a la cabeza, ya de vacío, según era el caso; todos siempre de carrera, estimulados por el látigo del contramayoral, que no les concedía momentos de descanso ni de respiro. En sus idas y venidas pasaban lo más cerca que podían de las fogatas, así para atizarlas con el pie como para recibir de lleno el calor, en cuyas ocasiones la llama rojiza, cual siniestro relámpago en medio de una noche tempestuosa, solía iluminarlos de pies a cabeza, con lo que se podía echar de ver que eran seres humanos y no fantasmas de las regiones infernales quienes desempeñaban tan recias faenas en horas que la mayoría de los obreros se entrega al sueño.
En esta parte de la casa de calderas no se oían, pues, más que los estallidos de los ramos verdes y del bagazo todavía húmedo con que los negros alimentaban el fuego, o el crujido de los haces de caña al pasar por entre los cilindros macizos y relucientes del trapiche, o el zumbido sordo, peculiar del volante de la máquina de vapor en sus vertiginosos giros. Con este afanoso trabajar, desaparecían una tras otra las pilas de caña, especie de murallas verdes, que al principio circunvalaban casi la casa de ingenio; de suerte que la corriente del guarapo en la canal de madera hacía el mismo murmurio que un arroyuelo ordinario.
El departamento propio de las calderas estaba pobremente alumbrado por unos cuantos candiles de grasa común colgados a trechos de las gruesas vigas, en derredor del laboratorio o tren Jamaiquino. Más humo que luz emitían, soltando de cuando en cuando gotas de grasa encendidas, que se apagaban luego que tocaban en el suelo de ladrillos. Por su parte, el vapor que desprendía la miel en cocimiento, cargaba más la espesa atmósfera de aquel sitio, disminuyendo a compás la poca fuerza luminosa de los candiles. De tal modo era esto así, que pisando el suelo caliente y pegajoso de las calderas, por largo rato las personas recién venidas sólo veían a los fabricantes del azúcar como a través de un espeso velo de gasa. A veces un rayo de luz penetraba la nube de humo y vapor, hería el busto de los negros y del maestro de azúcar afanados en torno de las calderas; y entonces se repetía aquí al vivo uno de aquellos cuadros en que suelen representar a las ánimas del purgatorio.
Trajéronse sillas y se estableció el estrado en la parte opuesta a los hornos o fornallas, que era la más despejada y la menos calurosa. La reunión se aumentó con la presencia de los empleados blancos, los cuales acudieron presurosos para saludar a los amos del ingenio. El maestro de azúcar hizo traer tazas y servir guarapo hirviendo con algunas gotas de aguardiente a las señoras y a los caballeros. El mismo, echándola de cortés, sirvió del dulcísimo brebaje con su propia mano a doña Rosa y doña Juana, y habría servido a las demás señoras si Cocco y Meneses, modelos de cortesía, no se le anticipan y le ahorran el trabajo. Leonardo e Isabel no se habían sentado; continuaron de bracero paseándose arriba y abajo, en cuanto lo permitían la estrechez relativa y los inconvenientes del sitio. Tampoco se sentaron Adela y Rosa Ilincheta, prefiriendo registrar, acompañadas de Dolores, los diversos departamentos de la casa de calderas, sin aventurarse, no obstante, en los rincones muy oscuros.
No parecía mal el maestro de azúcar. Era mozo arriscado y despierto, bastante joven y de apuesta persona, aunque vestía el traje puro de los guajiros, el cual no contribuye por cierto al bien parecer de todos los que le llevan. Llamábase Isidro Bolmey y había nacido en Guanajay, de padres pobres, quienes careciendo de letras y no habiendo escuelas en el pueblo, mal pudieron dejar al hijo, al morir, ni la más común educación. Apenas si sabía leer y escribir su nombre. No profesaba religión ninguna, aun cuando le habían bautizado y confirmado en la católica, apostólica, romana, durante la visita que giró por el lugar de su nacimiento el señor Obispo Espada y Landa el año de 1818. Lo cierto es que, a los 26 de su vida no recordaba haber entrado en una iglesia a oír misa, menos haber rezado alguna vez, por no saber ni la más breve de las oraciones cristianas: el Padre nuestro. Pues este mozo ignorante, demasiado joven para haber aprendido algo por la práctica, era, hacía algún tiempo, el maestro de azúcar del famoso ingenio de La Tinaja, finca que representaba en aquella época un capital cuando menos de medio millón de duros.
El estallido repentino del látigo en la parte opuesta de la casa de calderas, en el acto de llevarse Isabel la bebida a la boca, la hizo estremecer de pies a cabeza, y, perdido el tino, se le deslizó la taza de las manos.
—Se ha manchado la niña el túnico, dijo el maestro de azúcar como pesaroso.
—No le hace, dijo Isabel sacudiéndose la falda.
—Diga Vd. al contramayoral, dijo Leonardo serio, que no vuelva a sonar el látigo.
—Si la niña quisiera otra taza, agregó Bolmey con acento en que se revelaba un gran fondo de tierna solicitud. Entodavía está el guarapo en estado de beberse.
—No, no, repitió Isabel. No se moleste. ¿Para qué, tampoco? No me gusta, que digamos, esa bebida.
Sin duda que no agradó al mozo de Guanajay la negativa de Isabel, porque murmuró en tono que pudo oírsele:
—Parece que los cuerazos le han queitado las ganas a la niña. Vea Vd., y nosotros nos dormimos con esa música.
Tomó Leonardo como una impertinencia la observación del maestro de azúcar y le volvió la espalda disgustado. Al contrario Isabel, no atendió sino a su penetración y suaves modales, y sintiendo hacia él una especie de gratitud, la pesó de que su amante no participara del mismo noble sentimiento. Mas, tuvo la candidez de decírselo al paño. Por lo que Leonardo, picado ahora, se propuso quinar y poner en ridículo al maestro de azúcar, examinando allí mismo los puntos que calzaba en el arte de fabricar ese dulce.
Para ejercer el cargo de examinador, no poseía Leonardo otras condiciones que aquéllas de que le revestían por el momento el despecho y la osadía de quien compara su propia alteza y superioridad casuales, con la bajeza y la humildad relativas del primer contrincante con quien acontece medir sus fuerzas morales e intelectuales. La clase de educación que su estado social y caudales le habían procurado a Leonardo, estaba muy lejos de ser científica; había sido puramente literaria y nada profunda por cierto. No había saludado siquiera ninguna de las ciencias naturales, puesto que no existían en su patria entonces cátedras libres de ellas. Verdaderamente sólo se enseñaba filosofía, jurisprudencia y medicina, sin otros ramos principales que tanto contribuyen a su complemento. Leonardo Gamboa, como la mayoría de los estudiantes de su época, no entendía jota de Agronomía, por supuesto, ni de Geología, ni tampoco de Química, menos de Botánica, aunque de esta última ciencia daba a la sazón, o pretendía dar lecciones don Ramón de la Sagra en el Jardín Botánico de La Habana. Mas sea de esto lo que se fuese, ello es que la índole buena y la ignorancia supina del maestro de azúcar concedieron esta vez triunfo fácil y señalado al futuro dueño del ingenio de La Tinaja.
—¿Dónde aprendió Vd. a hacer azúcar, don Isidro? le preguntó de improviso y con cierto tono arrogante.
—En el ingenio del Sr. don Rafael de Zayas, aquel que topamos como se viene de Guanajay al pie de la loma de la Yaya.
Ahí estaba de maestro de azúcar mi padre, que en paz descanse, y yo lo acompañé y lo ayudé a hacer bastantes zafras.
—Es decir, que su padre le enseñó a Vd. el oficio de maestro de azúcar. ¿No es eso?
—Pues, él hacía azúcar delante de mí y yo aprendí por mi gusto haciendo lo que él hacía.
—¿Qué hacía su padre de Vd.? En otras palabras, ¿cómo hacía el azúcar? Esto es lo que deseo que Vd. me explique; diciendo lo cual apretó el brazo de Isabel.
—Diré al señor don Leonardito, repuso Bolmey revolviendo allá en su mente por si daba con las palabras que pudieran ser nuevas para su joven amo. Si vale decir verdad, no se necesita cencia para hacer la azúcar; basta un poco de práctica y un buen ojo. Yo veía que mi padre, que en paz descanse, en cuanto que se llenaba de guarapo fresco el tacho de la torre, lo dejaba sentar un poco y le quitaba la basura; que después lo bombeaba de ese tacho a la paila del medio, y que después mandaba meter candela de duro. Verbi gracia, así como yo voy a hacer ahora.
Mientras hablaba, dos negros con sus bombas y una canal movible trasegaron el guarapo desfecado de la segunda paila de la izquierda a otra de la derecha, y el joven Bolmey agregó:
—¿Ve el niño? Ahora quito la basura y vaceo el guarapo de este tacho en este otro y le echo un poco de cal viva...
—Bien, ¿para qué le echa Vd. cal?—le interrumpió preguntándole Leonardo, con regocijo secreto de tenerlo cogido en un renuncio ridículo.
—Eso sí que no sabré decir al niño, contestó el mozo con naturalidad. (Y como se sonriera Leonardo, agregó)—Yo no sé por qué se le echa cal, sólo sé que si no se le echa no se puede sacar una templa buena. Dios solamente sabe eso. La azúcar se pone agria, no se hace cuando le falta la cal. Así hacía mi padre, que en paz descanse, y yo hago lo mesmo, aunque si vale decir verdad, yo creo que va en suerte más que en otra cosa, el hacer o no la azúcar. Lo que puedo decir al niño es que parece que yo tengo suerte, que ya llevo hechas cinco zafras en este ingenio, y ésta será la quinta, y está por la primera vez que se me hayga perdido una templa. También yo conozco los cañaverales de La Tinaja.
—¿Qué diferencia encuentra Vd. entre un cañaveral y otro cañaveral? La caña es la misma en todos.
—Le parece al niño, pero no es así; y perdone que le contradiga.
—¡Cómo! exclamó Leonardo sorprendido y visiblemente mortificado, pues no estaba seguro de que sabía sobre este punto más que su maestro de azúcar. ¡Si querrá Vd. venir ahora a darme lecciones acerca de la naturaleza y calidades de las cañas de azúcar! Las hay de varias especies, y aquí las tenemos de Otahití, de la cinta o morada, de la cristalina, que es la última introducción en el país y de la criolla o de la tierra, que no sirve para moler. Todas dan más o menos jugo sacarino, y ésta es la única diferencia digna de notar entre ellas. La más recia y menos a propósito para moler es la morada o de la cinta, porque contiene más parte leñosa y menos jugo sacarino. No sabe Vd., por supuesto, lo que estos términos significan, pero tengo que usarlos, a falta de otros que sean inteligibles para Vd. En mi ingenio abunda más la de Otahití que las otras pues se ha probado que es todo jugo sacarino, todo dulce, y es, además, la que mejor se da en la tierra negra. Cada carretada de esta caña da pan y medio o dos arrobas y media de azúcar blanco, y tan sabroso como no se hace en ningún otro ingenio de la Vuelta Abajo.
—Dice mucha verdad el niño, tiene muchísima razón el señor don Leonardito... pero... yo no hablaba de las cañas, hablaba de los cañaverales.
—Esa sí que está mejor, dijo el joven, cuadrado y cruzado de brazos delante de su maestro de azúcar, esperando oírle tan solemne disparate, que hiciese reír a Isabel, la cual mantenía una extraña imperturbabilidad. Veamos la diferencia que Vd. descubre entre los cañaverales...
—La diferiencia que yo encuentro (repuso Bolmey con gran aplomo), mejor dicho, que mi padre, que en paz descanse, encontraba entre los cañaverales, era ésta: que los de tierra baja y pantanosa son más agrios y salados que los de lometicas, y mientras más agrio el cañaveral más cal necesita para que no se revenga el azúcar.
Sin más volvió Leonardo la espalda, y así que se puso a buena distancia de Bolmey, dijo:
—Será buen sastre, pero a mí no me trabaja, lo juro. Quiero decir, que cuando yo mande aquí, que será pronto, no es ese zopenco el que me hace el azúcar. Lo primero que haga es ponerlo de patitas en el camino real.
En su rápida excursión tuvieron también su aventura Adela, Rosa y Dolores. Muy entretenidas se hallaban las tres, viendo batir la miel en una de las refriaderas, a tiempo que se les acercó por la espalda una negra desconocida, que les preguntó con mucho misterio:
—¿Quién de las niñas es la niña Adelita?
—Yo, contestó la misma precipitadamente y algo asustada.
—Pues ahí fuera, detrás de aquel horcón, aguarda por su merced su madre...
—¡Mi madre! repitió Adela sorprendida. Señorita, querrás decir...
—No, niña, digo la enfermera.
—¡Ah! Dile que se acerque, que entre.
—Ella no quiere que la vean los amos. No se atreve a dentrar.
—Ve, Dolores. Mira qué quiere tu madre. Si ella tiene miedo de entrar, más miedo tengo yo de salir. ¡Qué! ¡Si eso está tan oscuro! Como boca de lobo. Ni pensarlo.
A la vuelta dijo Dolores que su madre sólo deseaba darle un abrazo muy apretado a la niña Adela y decirle una cosa que no podía comunicársela por una tercera persona. Entonces la joven dio cita a la antigua nodriza para más tarde de la noche en su aposento de la casa de vivienda. Dolores quedó encargada de esperar a su madre en la puerta falsa para descorrer el cerrojo con que cerraba por dentro y conducirla a presencia de su joven ama e hija de leche.
Efectivamente, entre once y doce de la noche mencionada, las dos señoritas más jóvenes de Gamboa se hallaban reunidas con las dos hermanas Ilincheta y su tía doña Juana Bohorques, en el cuarto de la casa de vivienda, asignado a éstas desde el principio. A medida que se acercaba la hora de la cita aumentaba la inquietud de Adela; de modo que, cuando llamaron a la puerta, arrastrando las yemas de los dedos en uno de sus tableros, de un salto se puso en pie y acudió a abrir. Dolores se presentó tan asustada como su ama, y dijo:—Ahí está.
—Que entre, repuso ésta; y en busca de conhorte por la falta que al parecer cometía, hablando con Isabel agregó:—Mía no es la culpa si doy este paso... No veo otro medio de averiguar por qué mamá está tan brava con la mujer que me crió...
En este momento entró María de Regla conducida de la mano por su hija Dolores, e interrumpió Adela un acto de contrición. Una sola vela de esperma dentro de su guardabrisa alumbraba a medias el cuarto, que si bien espacioso, reducían bastante los diversos muebles de que se hallaba atestado. Las señoras, sentadas en un medio círculo, aguardaban con bastante ansiedad la entrada de la enfermera. Venía vestida del modo como la describimos la última vez en la enfermería. Pasando de un medio oscuro a otro relativamente claro, quedó por un instante como deslumbrada y confusa ante el improvisado congreso femenil. Examinó uno a uno los rostros, y de pronto se lanzó sobre la señorita que ocupaba el centro del medio círculo, Adela, y diciendo:—Esta es mi hija, la levantó en sus robustos brazos, y mientras la estrechaba en ellos y giraba como loca, la cubría de besos y repetía:—¡Mi cielo! ¡mi lindura! ¡mi pimpollo! ¡mi hija idolatrada!
Después la volvió a la silla, se arrodilló a sus pies, la rodeó con los brazos por la cintura, dobló la cabeza sobre sus rodillas y lloró a sollozos sin consuelo por largo rato.
—¿Qué haces, María de Regla? le dijo Adela conmovida a la vista de tanto sentimiento y tan afectuosamente expresado. Cálmate, mujer. Ni hagas bulla, porque puede oírte mamá y entonces sí que la habremos hecho buena. Levántate, tranquilízate...
—¡Ay, niña del alma!, exclamó la negra enjugándose las lágrimas con la palma de las manos. Déjeme llorar, déjeme desahogar el corazón dolorido a los pies de mi adorada hija. No creo que si me ve Señorita se ponga brava conmigo y me eche de aquí. ¡Ah! ¡Y cómo deseaba este momento, justo Dios del cielo y de la tierra! ¡Hacía tanto tiempo que no veía a su merced y he pasado tantos trabajos en este destierro, que ha sido mi verdadero valle de lágrimas... que si me matasen ahora me dejaría matar con la sonrisa en los labios! ¿Qué vale la vida en medio de tantas penas? Y esto no es vivir, esto es morir todos los días y a cada hora. Su merced no comprende la causa de mi llanto. Su merced es muy joven, es blanca, es libre, es la niña bonita de la casa. Si su merced se casa y tiene hijos, ¿quién se atreverá a quebrar su gusto ni a separarla de su marido, ni de sus hijos? Su merced no sabe, ni Dios quiera que sepa nunca lo que pasa por una esclava. Si es soltera porque es soltera; si es casada porque es casada; si madre porque es madre, no tiene voluntad propia. No le dejan hacer su gusto en ningún caso. Parta su merced del principio que no le permiten casarse con el hombre que le gusta o que quiere. Los amos le dan y le quitan el marido. Tampoco está segura de que podrá vivir siempre a su lado, ni de que criará a los hijos. Cuando menos lo espera, los amos la divorcian, le venden el marido, y a los hijos también, y separan la familia para no volver a juntarse en este mundo. Luego, si la mujer es joven y busca a otro hombre y no se muere de dolor por la pérdida de los hijos, entonces dicen los amos que la mujer no siente, ni padece, ni le tiene cariño a nadie. Piense su merced en lo que pasa por mí. Hace más de doce años, como quien dice la vida de un cristiano, que no veo a mi marido, y casi otro tiempo que he estado separada de mis hijos. ¿No ve su merced la injusticia, niña? Está bien que se me castigue si he pecado; pero, ¿por qué han de castigar también a mi marido y a mis hijos? Y no digan que no es castigo esta larga separación; lo es, niña y de los más duros. Sé que el objeto no ha sido castigar en mi esposo, ni en los hijos de mis entrañas la culpa que yo haya podido cometer. No; mis señores no son tan malos; pero Dionisio es un buen cocinero y hacía falta en La Habana; Tirso y Dolores son buenos criados de mano, y se necesitaban también allá. No me quejo porque sirven a los amos, son esclavos y tienen que servir. ¿A dónde irá el buey que no are? Y, servir por servir, mejor lo pasarán allá que acá. Me quejo porque estamos separados. La ausencia mata. Unidos, las penas son menos. Además, yo y Dionisio nos queríamos...
—Dionisio, Dionisio, repitió Adela con énfasis, cortándole la palabra a su nodriza. Buen pájaro es Dionisio. El no te quiere, te ha olvidado. Mira lo que acaba de hacer. Don Melitón le escribe a papá que Dionisio se huyó de casa desde la víspera de Nochebuena, y no se ha sabido más de él. Dicen que tuvo una tragedia y salió mal herido.
—Lo sabía, niña, dijo María de Regla con sentimiento. Dolores estaba presente cuando Señorita leyó la carta y me lo contó todo. Mas, ¿quién tiene la culpa de eso? ¿Por qué Dionisio parece que no me quiere y que me ha olvidado? Por nuestra separación. A mi lado él no hubiera cometido esa locura. Siempre fue tierno y fiel esposo para conmigo. ¡Tan querendón...! Yo fui cariñosísima esposa para con él. Mientras vivimos juntos, mientras pudimos decir que éramos casados, no tuvimos un sí ni un no. Porque ha de ver la niña que nosotros nos casamos por amor. Nuestro casamiento se celebró con un gran baile en el mismo palacio de los señores conde de Santa Cruz en Jaruco. Se hizo venir al cura para casarnos. La señora Condesa se miraba en mí y se empeñó en que me casara... para quitarme con tiempo de los peligros... Aquí internós, niñas (agregó la enfermera con aire malicioso), aunque me esté mal el decirlo, yo, para mujer de color, cuando muchacha, era bien parecida, bonita, y la señora Condesa sospechó que le caía en gracia a mi amo el señor Conde... ¡Era tan enamorado! ¡Vaya que si lo era...! Más enamorado que Cupido... Hizo bien la señora Condesa en casarme con Dionisio. Pero ¿qué me dicen las niñas del condecito? Ese parecía que decía a su señor padre, que en paz descanse: aparta, que aquí estoy yo. No podía negar la casta. Estaba que se bebía los vientos por mí. No me dejaba ni a sol ni a sombra.
«Pero, en fin, nos casamos y fuimos los más felices esposos del mundo. Murió de repente al salir del baño mi amo, el señor Conde; hubo pleito por la herencia; se hicieron costas por castigo, y para pagarlas se sacaron a remate varios esclavos, y a mí y a Dionisio nos tocó en suerte el ser vendidos juntos. Desde ese momento se nubló nuestra felicidad. Si mi amo el señor Conde no se muere de repente, estoy persuadida que nos deja libres en su testamento, a mí y a Dionisio. Pasamos a poder de mi amo el señor don Cándido y de Señorita, yo para servir a la mano y peinarla, Dionisio para cocinero. Su merced no había nacido. Todo fue bien hasta que tuve un hijo, el cual se me murió del mal de los siete días...
«Mi amo el señor don Cándido me alquiló con el médico don Tomás Montes de Oca para criar a una niña de una persona que jamás pude averiguar quién fuese, cómo se llamaba... nada. Y aquí está, niña mía, el origen y el principio de todos nuestros males, quiero decir, míos y de Dionisio.
«Tendría yo a todo tirar veinte años y Dionisio veinticuatro cuando nos separaron. Éramos dos muchachos sin juicio ni experiencia del mundo. Por mucho que nos quisiéramos, y cuente, niña, que nos queríamos muchísimo, si no nos veíamos, si nos hallábamos muy lejos uno de otro, si parecía eterna nuestra separación, si estábamos destinados a morir, yo de enfermera en este ingenio de mis culpas, él de cocinero en La Habana; si Dionisio era joven y bien parecido, según decían las mujeres, yo joven y bonita, según decían los hombres, ¿qué querían que hiciéramos? ¿Echarnos a morir o pasarnos la vida llorando la ausencia? Preciso era ser santo, o hecho de palo, para haber sido consecuente. Supongo que Dionisio, perseguido por mujeres bonitas, no ha podido imitar al casto José. Yo, aquí donde sus mercedes me ven, hecha una vieja antes de tiempo, lidiando con enfermos y con muertos, yo, he sido solicitada por cuantos han llevado calzones en este infernal ingenio.
«El Mayoral que me recibió a mi llegada de La Habana no fue don Liborio Sánchez, sino don Anacleto Puñales. Alto él, flaco, prieto, patilludo, con una voz de campana mayor que parecía que iba a tragarse el mundo. Estaba armado de machete, puñal y cuero, y recostado contra un horcón del colgadizo de su casa, fumando un tabaco, y con el sombrero puesto. Lo rodeaban sus perros, y a la puerta se hallaba su mujer sentada en una silla de cuero. Me pareció bonita y fina para guajira. En cuanto me columbró el Mayoral, se enderezó y le brillaron los ojos como al gato cuando siente ratón. Hasta sus perros se levantaron del suelo. Yo me dejé rodar por el aparejo a bajo, temblando de pies a cabeza, porque me dio en el corazón lo que iba a pasar.—Acerqúese, mamá, me dijo; y sin más, con la punta del palo me voló el pañuelo de la cabeza. ¡Moños! ¡moños! gritó furioso. ¡Ah! ¡Perra! A ver. Sacó el puñal, me agarró las trenzas, y ¡tras! de un viaje me las cortó arrente del pellejo. Hasta aquí no parecía tan mal; pero me vio los zapatos y las medias y se puso más furioso.—¡Oiga! gritó de nuevo casi sin poder hablar. ¿Tú con zapatos? ¿Quién ha visto negra con zapatos y medias? ¿Venías a bailar, no? Yo te daré baile. Apuradamente la señora dice que tú no vienes aquí de paseo, sino para que te enderecen y aprendas a obedecer. Vamos, quítate pronto todos esos féferes. Aquí no se se necesitan zapatos para bailar. Despacha.
«¡Ay, niñas! no quisiera acordarme. Se me erizan las carnes cada vez que me acuerdo. Nadie, ninguno de mis amos me había puesto la mano encima todavía. El Mayoral me tumbó en el suelo de un galletazo, hizo que dos morenos me sujetasen por los pies y las manos y me estuvo dando cuero hasta cansarse, creo yo, porque a los pocos cuerazos me desmayé y no supe más de mí. Ni volví en mi acuerdo hasta la noche en la tarima de la enfermería, donde estuve sin poder moverme como dos semanas. Pues para que vean las niñas, ese mismo Mayoral que me había recibido tan mal, después me llevó a su casa para que sirviera de criada de mano, y me echaba unos ojitos... Se puso celosa su mujer y entonces me mandó don Anacleto de enfermera a la enfermería, habiéndose muerto la vieja que era antes que yo. Después me solicitó y me solicitó con instancia, mas yo no podía quererlo. ¡Qué quererlo, si me había desollado viva! Se me revestía el demonio cada vez que lo veía. No me le negué por lo claro, me zafé de él con diferentes pretextos, pues temía que se pusiera bravo y me diera otro bocabajo. La mujer me ayudó mucho en este caso sin saberlo. Le dio tal fraterna de celos conmigo, que el hombre, aburrido, pidió su cuenta y se colocó de Mayoral en otro ingenio.
«¡Qué lucha, niñas! Se la doy a la más pintada. Aquí quisiera haber visto a la mujer más virtuosa del mundo. Ningún hombre se ha acercado a mí sino para hablarme de amores. Lo primerito que me ha dicho es:—Tú no mereces pasar tu juventud en esta soledad, quiéreme y te liberto. Así me habló Sierra, el patrón de la goleta en que vine de La Habana; así me habló el mandadero zarrapastroso que me trajo delante del aparejo del caballo desde el muelle; así me hablaron el tejero, el maestro de azúcar, el Mayordomo, todos. Parecía que no habían visto mujer en su vida y que ninguno era casado ni tenía hijos.
«Mas, ¿qué me dicen las niñas del señor don José, el médico del ingenio? Ese también me ha enamorado y sigue enamorándome con otra música. No se rían, niñas, es la pura verdad. Ahí donde sus mercedes lo ven tan blanco, andando siempre en puntillas, creído que es un real mozo, y que todas las mujeres se mueren por él..., pues está que se le cae la baba por mí. No lo he querido nunca. ¡Es más agarrado...! Don Alejandro en puño.[52] No le dará una sed de agua ni a la paloma del Espíritu Santo. ¡Yo! Ni saber de él.
—Luego, dijo Adela enfadada, ¿tú quieres a los hombres por dinero?
—No, niñita, no me haga su merced esa injusticia. Yo no podía querer; no me salía de adentro el querer a nadie. No se quiere más que una vez en la vida. Mi corazón se había secado. Tampoco quería dinero para echar lujo, lo quería para libertarme. Resistí, resistí...; pero la juventud, el deseo de mejorar de suerte, de salir de este infierno; el diablo que pone el fuego junto a la estopa y luego sopla. ¡Qué sé yo! Lo cierto fue, niña... Se me cae la cara de vergüenza. Entre todos mis pretendientes, el carpintero vizcaíno que estaba aquí a mi llegada, creí que me cumpliría la palabra de libertarme; y en mal hora le fui infiel a Dionisio. Entonces nació Tirso, ese cuervo que todavía me ha de sacar los ojos.
Las señoras del auditorio, escandalizadas del descoco de la negra, manifestaron su desaprobación con un murmullo general y marcado. La nodriza, tirando a enmendar la falta, añadió a la carrera:
—Las niñas me han de dispensar si he dicho algo malo. Pero pónganse en mi lugar por un momento. Vamos a ver: si por una desgracia impensada, por un trastorno de la naturaleza cualquiera de las niñas que me escuchan se vuelve mujer de color, y cuando más dura le parece la esclavitud viene un individuo, sea blanco, mulato o negro, feo o bonito, y le dice: no llores más, consuélate, anímate, te compadezco, voy a libertarte. ¿Pensaría como piensa ahora de mí? ¡A que no! ¡Qué dulce no le parecería la palabra! ¡Qué buena, qué amable, qué angelical no le parecería a la persona! ¡Te voy a libertar! ¡Ay, niñas! Yo no he oído nunca esas palabras sin estremecerme, sin un regocijo interior inexplicable, como si me entraran calofríos... ¡La libertad! ¿Qué esclavo no la desea? Cada vez que la oigo pierdo el juicio, sueño con ella de día y de noche, formo castillos, me veo en La Habana rodeada de mi marido y de mis hijos, que voy a los bailes vestida de ringo rango, con manillas de oro, aretes de coral, zapatos de raso y medias de seda; todo como hacía cuando muchacha en el palacio de los señores condes de Jaruco.
«Pero, siguiendo mi cuento, niñas, lo peor de todo era que si yo me sonreía con el maestro de azúcar se ponía bravo el boyero, o el tejero, o el Mayordomo, o el médico, o el Mayoral, don Liborio Sánchez quiero decir, ése que acaba de botar Señorita por fiera con los negros, y que entró cuando salió don Anacleto Puñales. Ese era el más temible de mis enamorados. Quería que le quisieran a la fuerza, y si me negaba, allá iba el cuerazo. Por celos y piques me ha dado dos bocabajos y me ha crucificado las espaldas con el cuero. No saben sus mercedes cuánto me he alegrado de que lo botara Señorita. Tiente, niña, tiente aquí en los hombros y las paletas. Meta la mano.
La deslizó Adela, con cierto recelo, por entre la piel y las ropas de la negra y las retiró precipitadamente porque sus dedos de rosa fueron tropezando con verdugón tras verdugón, trazados en todos los sentidos, a la manera de los camellones del terreno recién arado, por la punta del látigo del celoso capataz. Entonces comprendió la joven una parte del martirio de su ama de leche. Doña Juana e Isabel se horrorizaron y vertieron más de una lágrima de simpatía por la martirizada esclava.
«Y de contra, niñas, prosiguió ella su interesante relación, don Liborio hacía que el Mayordomo le escribiera una carta al amo, donde le decía mil cosas de mí; que yo era una tal por cual; que traía revuelta la finca con mis enamoramientos; que por mí tenía que cambiar de operarios a cada rato. En efecto, botaba a los que suponía que me gustaban. También decía que apenas entraba un nuevo operario, yo me daba mi arte para vajearlo, y hacer que descuidara sus obligaciones por enamorarme. En fin, que yo sonsacaba a los hombres. ¡Yo sonsacadora! ¿Qué culpa tenía de que los blancos se enamoraran de mí? Si les correspondía, malo; si los rechazaba, peor. ¡Vaya mirando, niña, qué triste era mi situación!
«La contesta a la carta del Mayoral era siempre: Castigue a esa perra. Por supuesto, él se vengaba a su gusto de los desaires que yo le hacía. ¡Pobre de mí! ¡No tenía ni a quien quejarme! Vinieron unas Pascuas el amo y el niño Leonardo, más ninguno de los dos quiso oírme ni verme tampoco. Otra vez le dije al patrón Sierra lo que me pasaba: fue a La Habana, volvió y me contó que no pudo hablar con Señorita ni con su merced; sólo logró decir algo a Dolores.» Confirmó Adela en todos sus detalles esta última circunstancia, refiriendo brevemente la escena con su madre, descrita al final del Capítulo IX, Segunda parte.
Por sorda y ciega haber sido
Aquellos breves instantes,
La mitad diera gustosa
De sus días miserables.
El Duque de Rivas
Enseguida, la antigua nodriza continuó diciendo:
—Verá ahora la niña la causa verdadera del rigor con que he sido tratada. Un día... no me acuerdo bien, sólo sé que hace mucho tiempo, después de la tormenta grande de Santa Teresa, o el año en que ahorcaron a Aponte,[53] me llamó el amo al comedor. Estaba solo, y me dijo:
—María de Regla, como has perdido al chico y tienes buena y abundante leche, he pensado que debe aprovecharse. En tal virtud, te he alquilado por medio del señor doctor don Tomás Montes de Oca, con un amigo suyo para dar de mamar a una niña de algunos días de nacida. ¡Ea! con que estar lista para después de almuerzo.
«Después de almorzar, el amo salió y se metió en la calesa. Yo seguí detrás de él para ir a pie. Pero me hizo subir y me sentó a su lado. Me quedé sorprendida. ¡Sentarme el amo en los cojines de la calesa, cuando los negros sólo se sientan en el pesebrón! Luego ordenó a Pío que arreara para allá fuera. ¿Qué será? ¿qué será? pensaba yo. Salimos por la puerta de Tierra, cogimos la calzada de San Luis Gonzaga todo derecho, y no paramos hasta unas pocas casas de esquina del Campanario Viejo. Delante de una de dos ventanas de hierro y zaguán, mandó parar el amo junto a otra calesa vacía que se hallaba a la puerta. Creí que allí vivía el médico o el padre de la niña a quien iba a criar. El amo se apeó y me dijo:—Apéate. Entró en el zaguán y yo atrás de él. Entonces vi que había un torno grande, como para meter niños, en la pared de la derecha y que la vista del patio la ocultaba un cancel alto, con una puerta en medio.
«Se paró el amo y me dijo bajito y muy serio:—María de Regla, llamarás a esa puerta, preguntarás por el señor doctor Montes de Oca, y harás al pie de la letra cuanto él te ordenare. Oye bien lo que voy a decirte. Cuidado como hablas palabra con alma viviente de lo que aquí vieres, oyeres o entendieres. Tampoco, mientras dure la lactancia (sí, lactancia dijo) de la niña, pienses en ver a Dionisio ni a ningún otro de casa. Sobre todo, nadie ha de saber por tu boca quiénes son tus amos ni quien te trajo a esta casa. Para todo el mundo, ¿lo oyes? vas a ser de aquí adelante sorda, muda y tonta respecto de mí, de Señorita, de la niña que has de criar y de las personas que la rodearán en esta casa y en cualquiera otra a donde la llevaren, ¿me has oído? ¿Me has entendido? ¡Eh! No te digo más. Llama.
«Allí me dejó el amo hecha un mar de confusiones. Aunque el amo se retiró de prisa, no subió a la calesa hasta que vio que yo soné el aldabón y abrieron la puerta. ¡Si se figuraría que me iba a huir! Me abrió una morena vieja, y en cuanto que puse el pie dentro, conocí donde me hallaba. De todas partes oí llantos y chillidos de muchos niños. Me hallaba en la Casa Cuna. Había de todo en ella, quiero decir, niños blancos y mulatos y crianderas casi todas negras como yo. No tuve que preguntar por el señor de Montes de Oca, pues estaba en el comedor examinando un niño enfermo en los brazos de su criandera, y, sin más ni más, me dijo:—María de Regla Santa Cruz, ¿eh? Antes que yo pudiera contestarle sí, señor, o no, señor, me cogió por la muñeca, me tomó el pulso, me hizo sacar la lengua y me abrió los párpados con dos dedos para ver el color de los ojos. Todo esto callado o por señas. Luego me llevó al primer aposento. En el medio había una camita de caoba tapada con un mantón o velo grande de punto blanco, que el médico levantó con una mano, mientras que con la otra me señalaba para una niña blanca dormida entre pañales de holán batista, bordados o con encajes anchos. ¡Qué lujos, niñas, qué lujos! Me quedé boba. Debían ser muy ricos sus padres, más ricos que el Buey de Oro. El médico, con su vocecita fañosa, me dijo:—Esta es la niña que vas a criar. Cuídala como si fuera hija tuya, que no te pesará. Tú eres joven, eres buena y sana y debes tener mucha leche. Ve la marca azul que tiene en el hombro izquierdo. No se ha bautizado todavía.
«Me hice cargo de la niñita y me propuse criarla como si fuera mi hija, no tanto por la amenaza del amo como por la promesa del médico y porque me pareció una divinidad. Me encantó. Mejorando los presentes, no había visto niña más linda en la vida. Sólo podía compararse con su merced cuando nació. Se parecía tanto a su merced entonces, que si vive y no se ha descompuesto, es el mismo retrato de su merced. Ni jimaguas se hubieran parecido más.
«¡Qué blanca! añadió la nodriza, trazando a grandes rasgos el retrato de la chica en la Casa Cuna. «Blanca como coco, niñas: la cara redonda, la barba puntiaguda, la nariz afilada, la boca un botón de rosa, chiquita y colorada. ¿Y los ojos? No me diga nada: hermosísimos; las pestañas tamañas. No me cansaba de mirarla. Lo primero que hice en cuanto dispertó fue registrarle los hombros para verle la marca. Tenía una media luna pintada con aguja, salva sea la parte (sentando María de Regla la mano abierta en el omóplato izquierdo) aquí...
«Al principio la niña no quería darse conmigo: extrañaba el olor de la madre o de la primera mujer que le dio de mamar. Los días que estuve en la Casa me trataron como una princesa... ¡Ah! ¡Qué cuidado tenían conmigo! Eso sí, no me dejaban salir a la calle. El médico estuvo tres o cuatro veces a ver a la niñita y él fue quien trajo al padre Manjón, cura de la Salud, para que la bautizara. Le pusieron por nombre Cecilia María del Rosario, de padres no conocidos, y, por supuesto, Valdés.»
—¡Cecilia Valdés! repitió asombrada Carmen. Ese nombre no suena en mis oídos por la primera vez.
Confirmó Adela el parecer de su hermana, si bien ninguna de las dos pudo recordar la época precisa, la ocasión ni el lugar. Con esto se despertó más vivamente la curiosidad y el interés de las señoras.
«Por todas estas cosas, dijo la enfermera, me pasó más de una vez por la idea que podía ser el médico el padre de la niñita. Pero era tan feo, que me convencí que de él no podía nacer niña tan preciosa, aunque la hubiese tenido con la misma diosa Venus. Unos pocos días después de bautizada la niña vinieron a buscarla en un carruaje muy lujoso, de orden del médico. Entramos en La Habana por la puerta de la Muralla, dimos muchas vueltas y fuimos a parar a una casita del callejón de San Juan de Dios. Al apearme le pregunté al calesero de quién era, y me contestó:—De Montes de Oca. Pero cuando le pregunté quién vivía en aquella casita, echando a correr dijo:—Yo no sé.
«Me recibió a la puerta una mulata gorda, bien vestida y hermosa. Diciéndome:—Entra, María de Regla (sabía mi nombre), me arrebató la niña de los brazos y por poco se la come a besos. Esta es la madre, pensé yo. Mas luego me desengañé que no lo era, pues siguió con la niña hasta el segundo cuarto y se la presentó a otra mulata más joven, más bonita que ella, que se hallaba en una cama.—¡Charito! ¡Charito! le dijo. ¡Dispierta! Alégrate. Mira a quien tienes aquí, a tu Cecilita. ¡Mira qué linda está!
«Aunque estaba pálida como muerta, casi desnuda, flaca, con el pelo alborotado, se me dio aire a Cecilia, sí, se me pareció mucho a ella, me convencí de que era su madre.
«Tardó mucho en dispertar la tal Charito, pero más valía que no, porque se armó allí la San Francia. Abrió los ojos, miró para todas partes como azorada y se sentó en la cama. Me pareció que hacía como si estuviera loca; y lo estaba, niñas, no me quedó duda. Cuando la mulata gorda, que la llamaban Chepilla, le metió la niña por los ojos, ella empujó a las dos y se echó fuera de la cama furiosa. Agarró a Cecilita por el pezcuezo con las dos manos y trató de ahogarla, y la hubiera ahogado si Chepilla no echa a correr para la sala con la niña y cierra la puerta del primer aposento. También entre una negra vieja, alta, que parecía un esqueleto andando que se apareció de repente por la puerta de la cocina, y yo, logramos sujetar a la loca y tumbarla en la cama. Tumbada y todo peleaba con nosotras, valiéndose de las uñas y de los pies, sin decir palabra, hasta que la negra esqueleto, hecha un mar de lágrimas, me dijo por señas que la amarrara con una sábana en el catre. Así lo hice y... remedio santo; la loca se quedó como en misa. Por eso, bien decía mi amo el señor Conde, que el loco por la pena es cuerdo.
«Quieta por aquí la gente, fui a coger la niña, pues la oí llorar; y encontré las puertas cerradas por dentro con la aldaba de garabato, y aunque toqué varias veces, no vino seña Chepilla a abrirme. Supuse que por miedo de la loca, y traté de aguaitar por un agujero, por si veía lo que estaba haciendo. La vi efectivamente de espaldas, asomada a un postigo de la ventana, presentándole la niña a un caballero que se hallaba en la calle y del cual sólo alcancé a verle el sombrero negro de ala angosta y copa como campana. Era de los llamados del situayén, que estaba de moda y me pareció haberlo visto antes.
«Sin duda con ese caballero hizo seña Chepilla venir al médico Rosaín, pues se apareció en la casa de buenas a primeras y derecho pasó al cuarto de la enferma y la estuvo examinando despacio. Su pronóstico fue fatal. Charito está loca de cepo, le dijo sin rodeos a seña Chepilla; y lo que es peor, hay que separar cuanto antes la hija de la madre o la madre de la hija. Ha tomado con ella el tema de su locura y es muy fácil que la ahogue en uno de sus arrebatos. Seña Chepilla, afligidísima, como deben figurarse sus mercedes, dijo que aunque veía el riesgo de que durmieran bajo el mismo techo la madre y la hija, no se atrevía a tomar una determinación hasta consultar a un caballero con quien ella consultaba todas sus cosas.—¿Será ese sujeto con quien Vd. me mandó a llamar? preguntó el médico.
«—El mismo, contestó la mulata gorda.
«—Pues me espera en la esquina, agregó el señor de Rosaín, para oír de mi boca el pronóstico del estado de la enfermedad de la doliente, y como el caso urge y no hay tiempo que perder, le haré venir para que Vd. le consulte...—No, no señor, repuso seña Chepilla asustada. Se perderá más tiempo. El no vendría ahora aquí. Mejor será que si Vd. tiene la bondad le haga por mí la consulta allá mismo y me diga después su resolución. Fue a la esquina el médico, a poco volvió y comenzó a decir:—Don Cán...—Calle, señor doctor, le atajó más azorada que nunca seña Chepilla. Calle, por vida suya, no diga más, yo sé su nombre y basta.
«—Bien está, continuó el médico con toda su calma; el caballero de la esquina es de opinión que se lleve a Charito a Paula, ahora mismo dispondrá que la conduzcan en una litera. ¡Ah! También es de opinión que se quede la niña con su criandera en esta casa.
—¿Quién era el caballero de la esquina? preguntaron a una Carmen y Adela.
—Yo no lo sé verdaderamente, niñas mías; contestó titubeante la antigua nodriza. No me atrevería a jurar que el médico dijo don Cán. Bien pudo decir en vez de don Cán, don Juan, don San u otra palabra acabada en an. Me hallaba distante, temía que me sintieran, y luego la niña continuaba llorando. Me pusieron en sospechas, lo confieso, los aspavientos de seña Chepilla, y el recuerdo del sombrero de moda que vi por el postigo de la ventana.
—¡Anjá! exclamó Carmen. Según eso, si no sabes de cierto quién fue el caballero que no acabó de nombrar Rosaín, lo sospechas. ¿Cómo crees tú que se llamaba?
—Yo no creo ninguna cosa, niña Carmita, contestó María de Regla turbada. Tampoco me atreveré a decir esta boca es mía.
—¿Qué temes? le preguntó Adela en tono blando.
—¡Ay, niña Adelita! Temo mucho, temo todo. Los negros han de mirar primero cómo hablan.
—Tu temor es vano. ¿Qué puede sucederte? Tanto tiempo hace de lo que vas a referir, que ya casi se ha olvidado. Además, el sospechar no es malo, la sospecha es natural algunas veces.
—Pero, niña, su merced parece que se olvida que lleva siempre la de perder el esclavo que sospecha de sus amos.
—¡Cómo! ¡Qué! interrumpió a la negra, Carmen, visiblemente enojada. ¿Acaso sospechas que fue papá?
—Yo no, niña de mi corazón, se apresuró a decir la antigua nodriza. Dios me libre de sospechar nada malo del amo. Me equivoqué, niña Carmita, se me trabucó la lengua. Yo no quise decir amos, yo quise decir blancos. Los esclavos no deben pensar nada malo de los blancos. ¿Entiende ahora la niña lo que quise decir?
—No, repuso Carmen con marcada seriedad. No quiero creer lo que dices ahora para disculparte y no referir lisa y llanamente lo que sucedió. Te haces la mosquita muerta cuando te conviene, y crees que sabes más que nosotras. Pero te engañas, y lo peor es que te contradices a las claras. Voy a probártelo. No te pareció malo contar que al médico don José Mateu se le caía la baba por ti, que lo mismo o poco menos le sucedió al Conde de Jaruco y a su hijo, y que la Condesa, por celos, se apresuró a casarte con Dionisio. ¿Qué más podías decir de unos caballeros blancos?
Hubo un momento de silencio, si penoso para la narradora, mucho más para Isabel, cuya viva imaginación traspasaba los límites del presente, junto con los del lugar; y, atando cabos, veía, como a través de un cristal, el cuadro nada limpio ni edificante de la familia con la cual iba a contraer lazos que no se rompen sino con la existencia. Nada preguntó, no desplegó los labios para hacer una exclamación o exhalar un suspiro; con lo que había referido la negra tuvo bastante para adivinar lo demás. En el mismo caso no se hallaban Carmen y Adela. Estas no poseían el talento, la edad ni la experiencia de su amiga, y fue natural que, lejos de asustarse, disgustarse o darse por satisfechas, sintieran mayor curiosidad y desearan averiguar hasta los más menudos incidentes de una historia que tenía todos los visos de escandalosa, si no de altamente inmoral.
—Vamos a ver, volvió a la carga Adela con su voz melosa y persuasiva expresión. Di de una vez, ¿quién te figuras que fue el caballero que viste por el postigo de la ventana?
—Voy a decirlo porque sus mercedes me lo exigen, no porque me sale de adentro. Dios me castigue si digo mentira, y no me tome en cuenta mis palabras si levanto un falso testimonio. Pero me figuré, niñas, que el caballero que vi al postigo de la ventana besando a la niña era... el amo. Se parecía mucho.
—¡Papá! exclamaron a una, ahora indignadas, Carmen y Adela. Eso no puede ser. Te engañaron tus ojos. Papá no ha tenido que ver nunca con mulatas y gente sucia.
—¡Mentira! recalcó Carmen, que no sentía ningún género de consideración por María de Regla. No fue papá. No, no, no. ¡Papá, tan serio, tan caballeroso, noble por nacimiento y por carácter, papá besar a hurtadillas, desvivirse por una muchachuela de la Cuna, una mulatica quizás! ¡Es imposible! Lo niego, lo rechazo con indignación. Si me lo juran por todos los santos del cielo no lo creo.
—Me engañé, niñas, dijo la negra compungida. Sus mercedes no deben dar crédito a mis palabras. Me engañé, vi mal. Tomé a otro caballero por el amo. Me confundía. Háganse cargo sus mercedes que yo estaba sofocada por la pelea con la loca, y de contra, que vi lo que pasaba en la ventana de la sala, por un agujerito en la puerta del aposento. No es mi culpa que yo haya guardado esa figuración tanto tiempo en el pecho. ¿Qué culpa tuve yo de que el amo me alquilara para criar la niñita? ¿qué culpa tuve yo de que el amo me llevara en su calesa a la Casa Cuna? ¿qué culpa tuve yo de que el amo me encargara el mayor silencio sobre lo que iba a ver y oír en la Cuna y en toda otra parte a donde llevarían la cría? ¿Sus mercedes no ven el misterio? Luego, ¿quién era el padre legítimo y verdadero de Cecilia? El médico Montes de Oca no era; el médico Rosaín no era; el amo no era, porque estaba casado con Señorita. ¿Quién era? Claro, el hombre que venía a menudo a ver la niñita, siempre escondiéndose de mí. ¿Por qué se escondía de la criandera de su hija y no de la ama de la casa? Yo cavilaba en esto, y luego daba la casualidad que ese hombre se parecía tanto al amo, que muchas veces me tragué que los dos eran uno. Pero sus mercedes me han sacado de la duda.
—Por supuesto, dijo Carmen, en quien la diplomacia de ama empezaba a ejercer su imperio sobre la pasión de hija. Por supuesto, tú estabas equivocada. Papá no ha tenido más arte ni parte en ese enredo que el buen deseo de sacar al médico Montes de Oca de un compromiso con un amigo suyo que necesitaba una negra para criar a una niña ilegítima. Tan claro se ve esto como la luz del día. Lo extraño es, muy extraño, agregó dirigiendo la palabra a sus amigas, que esta negra, la más despierta y resabida de las negras, no hubiese procurado averiguar quiénes eran las mujeres de la casita en el callejón de San Juan de Dios; ni cómo se llamaba el caballero que solía venir a ver la muchachita por el postigo de la ventana. He aquí la cosa más incomprensible para mí.
—¡Ah! exclamó la taimada enfermera. ¿Conque su merced cree eso? Pues mire la niña que trabajé todo el tiempo lo que fue bueno para averiguar lo más mínimo; y unas cosas supe y otras cosas no logré saberlas. ¡Vaya que si metí los dedos! ¡Vaya que si escarbaté! Más que una gallina con pollitos. Pero nada, no había modo de sacarles una palabra. Las dos mujeres, o eran muy sabichosas, o las habían alicionado gentes que sabían más que nosotras. Lo único que logré averiguar de cierto fue que la morena esqueleto se llamaba Madalena Morales y era madre de seña Chepilla, que seña Chepilla Alarcón era madre de seña Charito, y seña Charito era madre de Cecilia Valdés. Es querer decir, que Madalena, negra como yo, tuvo con un blanco a seña Chepilla, parda; que seña Chepilla tuvo con otro blanco a seña Charito Alarcón, parda clara, y que seña Charito tuvo con otro blanco a Cecilia Valdés, blanca. Ahora, ¿quién mantenía a esas mujeres? ¿quién pagaba la casa, la comida, el médico y el lujo? ¿Quién era el padre de la niña? Nunca pude averiguar lo cierto. No me valía meter los dedos con mucho disimulo. Seña Chepilla siempre estaba alerta. Porque si yo le hacía una pregunta, por inocente que fuera, de seguro que me salía con otra pregunta:—¿A dónde aprendiste esa labia?
«Una vez le pregunté a Madalena cómo se volvió loca Charito. En mala hora. No habló ni una palabra; se dimudó, se puso ceniza; resopló como un animal espantado; soltó muchos ufs y afs y salió disparada y se metió en la cocina. Otra vez le pregunté quién metió a Cecilita en la Casa Cuna. ¡Jesús! acabó de rematarse. No pudo hablar. Le pregunté otra vez: ¿cómo es la gracia del padre de Cecilita? Pareció que le pegaron candela; materialmente echó chispas por todo el cuerpo; se le pararon como culebras los moñitos de pasas en la cabeza; dijo:—¡oh! ¡ah! ¡abrió los brazos, uno para acá, otro para allá, formó dos cruces con los dedos cual si hubiera visto al diablo y me dejó con tamaña boca abierta. Le digo a las niñas que no me descuidaba.
«Lo malo es que yo, partiendo por la primera, creí que el caballero blanco, que venía casi todas las semanas a ver la niñita a escondidas mías, era el amo, y se lo dije a Dionisio en cuanto nos vimos. Por Pío supo él que el amo se apeaba a menudo en al callejón de San Juan de Dios, y que seguía luego a tomar el carruaje, o en la calle del Empedrado, o enfrente de la casa de don Joaquín Gómez, donde jugaba todas las noches al tresillo. Con estas señas, tanto hizo Dionisio hasta que dio conmigo. Seña Chepilla no me dejaba salir a la calle ni para hacer los mandados; pero yo y Dionisio nos veíamos, o de madrugada cuando él iba a la plaza, o tarde de la noche mientras todos dormían en la casa. Entonces conoció Dionisio a Cecilia y le tomó un odio... mortal, porque ella era la causante de nuestra separación. Para salir Dionisio de casa tarde de la noche, hacía que la vieja Mamerta robara la llave de la puerta de la calle, que se guardaba en el aposento de Señorita.
«Por fin, una madrugada nos pilló seña Chepilla a mí y a Dionisio conversando en la sala, y se puso tan brava que me quitó la niña y me prohibió darle de mamar. Por fortuna esto fue como a los nueve o diez meses de estarla criando, en que ya caminaba y podía mantenerse con mascaditos... A los pocos días seña Chepilla me dijo que ya no me necesitaba más y que podía irme para mi casa. Yo le contesté que no sabía las calles de La Habana y temía perderme. Admírense, niñas, al día siguiente vino Pío por mí. ¿Quién le avisó? El me dijo que el amo había mandado a buscarme. Pero, ¿cómo supo el amo que me habían botado?
«En casa me aguardaba Señorita con espada en mano. Yo, sin embargo, no temía nada, porque esperaba que me defendería el amo. ¡Qué había de defenderme! Al contrario, me pareció que se puso en contra mía y que atizó a Señorita para que me mandara al ingenio, sin hacer ninguna averiguación. Dionisio me había contado que Señorita y el amo habían tenido muchas pendencias por mi causa, por la niña que yo criaba, por haberme llevado el amo en la calesa a la Casa Cuna, porque no creía que el médico Montes de Oca me había alquilado; en fin, por otras mil cosas. Lo cierto es, que apenas entré por la puerta del zaguán, me llevó Señorita al cuarto escritorio donde estaba el amo sacando cuentas, y allí me puso en confesión. No recuerdo todo lo que me preguntó, ni lo que yo le contesté; lo que yo recuerdo bien es que le dije muchas mentiras y que me amenazó con mandarme al ingenio. El amo no dijo ni jí, ni já.
«Pero ya estaba yo embarazada de Dolores y Señorita de su merced. Ella se enfermó de estas resultas, y cuando nació su merced, como estaba delicada y yo había salido felizmente de mi cuidado, tuve que criar a su merced para que la vieja Mamerta criara a Dolores con leche de vaca y migas.
«Vean ahora, niñas, mi mala suerte. Yo, madre querendona, obligada a criar la hija de mi señora, mientras a la hija de mis entrañas, la primera que se me lograba, no podía darle de mamar, tan siquiera cogerla en mis brazos para besarla y calentarla en mi seno. Bien sabe Dios que a mí siempre me han gustado los niños; que si crié bien a Cecilia, con más veras la crié a su merced y la quise y la quiero como si la hubier aparido. Pero póngase en mi lugar, niña Adela, y considere cómo no sufriría yo cuando veía a su merced sanita, sonrosada, rolliza, limpia, con mucho birrete de punto, mucha faja bordada, mucha camisita de holán, faldellines con encajes, mediecitas de hilo y zapaticos de seda, durmiendo en cuna de caoba que la mandaron al amo de regalo desde el Norte, siempre en mis brazos o en los de Señorita, en los de la niña Antoñica, hasta en los del amo, porque su merced era muy chiqueada por todas las personas; porque su merced lloraba, o se quejaba de algo, se venía la casa abajo y eran pocos los amos, los amigos y los criados para correr por el médico, para ir a la botica y atender a la niña, hasta que se le pasaba el dolorcito y se ponía buena. La mayor parte de las veces yo tenía la culpa, según decía Señorita, del llanto de su merced, porque la había pellizcado al fajarla, porque el agua del lebrillo en que la bañé estaba muy fría o muy caliente, porque le prendí mal un alfiler y le arañaba, y por otras mil cosas. E intertanto ¿qué era de mi hija Dolores? Figúrese su merced cómo no me partiría el corazón de verla flaca, enfermiza, mocosa, sucia, casi desnuda, arrastrándose por el suelo, entre las gallinas del patio o entre las patas de los caballos en la caballeriza, o al lado del anafe de las planchadoras, o en la cocina salpicada de manteca caliente; chupando en una muñequita el pan o el arroz mojado en leche que para entretener el hambre le envolvía en un trapo sucio la mujer que la criaba. Si lloraba... ¡Jesús! En vez de consolarla, Señorita era la primera que decía:—¡Llévense esa negrita para la cocina! Me atormentan sus chillidos. Dionisio no sabía manejar niños, ni podía tampoco abandonar sus obligaciones. Mamerta, la encargada, era una solterona vieja que tampoco sabía cuidar niños, que no había tenido hijos en su vida y... no conocía el amor de madre.
«Yo me pasaba los días y las noches llorando. Me quedé en la espina. No me faltó por eso la leche, al contrario, luego que Señorita me hacía comer más de lo regular, se me derramaba en el seno. Podía haber criado a las dos niñas con descanso si me hubieran dejado. Pero ¡qué había de consentirlo Señorita! Ni pensarlo. Viendo Mamerta mi aflicción y mi tristeza, me trajo una noche a Dolores al cuarto donde yo dormía junto a la cuna de su merced. ¡Ah! ¡Con qué gusto le di de mamar! ¡No he sentido en mi vida mayor delicia! Aquella noche salió bien la trampa. Luego, Dolores se engrió conmigo; como que conoció la diferencia que había de chupar arroz mojado en la muñequita de trapo, a chupar leche en el seno de su madre. Para librarse Mamerta del llanto de Dolores y que la dejara dormir, me la trajo otras noches, cuando creía que todos dormían en casa. Mas tanto va el jarro al pozo hasta que se rompe. Una noche, estando conmigo en la tarima, despertó su merced, y fue preciso sacarla de la cuna para que no oyera Señorita y nos pillara a todos juntos. Coloqué a su merced a mi derecha, y a Dolores a mi izquierda y acostada boca arriba entre las dos, dejé que, como dos alacrancitos me chuparan hasta la última gota de leche. Pero sucedió, supongo, porque yo me dormí pronto, que Dolores se cansó de mamar por un lado, trató de chupar por el otro, y de buenas a primeras tropezó con las manos y la cabeza de su merced, abrazada con su parte. Allí fue Troya. Armaron las dos tal pelotera, que dispertó Señorita, vino al cuarto con una vela en la mano y nos pilló en el acto.
«Mamerta fue la que pagó el pato, porque le dio una de chuchos el Mayordomo, por mandato de Señorita, que no le quedaron más ganas de traerme a Dolores a la tarima. A mí no me dijeron nada; pero al mes siguiente o por ahí, Señorita consultó con el amo lo que había de hacerse conmigo; dio orden de embarcarme en la goleta de señó Pancho Sierra y me soplaron en el ingenio de La Tinaja el día menos pensado, para que purgara mis culpas y pecados.»
Ellos en aquesto
estando,
Su marido que llegó.
Pasadas las doce de la noche, entreoyó doña Rosa un murmullo de voces en el interior de la casa, y no creyendo menos sino que ocurría alguna novedad entre sus hijas, se levantó, y empujando puerta tras puerta por toda la crujía de los cuartos, no paró hasta el tercero, donde se celebraba el congreso femenil. Su primer impulso fue reprender a sus hijas, pero se contuvo a la vista de las señoritas Ilincheta y de su respetable tía doña Juana Bohorques. Entonces trató de averiguar el motivo de la velada.
Todas las señoras, más que menos asustadas, no acertaron a decir palabra en justificación de la desusada escena. No así Adela. Lejos de turbarse, salió con mucha risa a recibir a su madre, procurando ocultarle la antigua ama de leche con los pliegues de la falda; y en pocas palabras la explicó el objeto de la reunión y sus resultas. Enseguida agregó:—Aquí tienes a María de Regla. Te pide perdón (se había echado a los pies de su señora) y nosotras todas nos unimos a su ruego para que la dejes ir a La Habana al lado de Dionisio.
Cogida de sorpresa doña Rosa entre los brazos de su hija y la esclava a los pies, no supo qué responder; mas luego dijo con sentimiento.
—¡Ay, hija! ¡qué me pides! Eso es más, mucho más de lo que yo puedo concederte si he de cumplir con mi deber y mirar por mi tranquilidad y la de algún otro de la familia.
—¡Mamá! repuso Adela, ella nos ha contado su historia y la creemos inocente de todo cuanto la acusan. Oyéndola hemos llorado como unas niñas.
—Inocente, tú, dijo doña Rosa con sarcasmo, que has creído en sus cuentos y lágrimas de cocodrilo. No ha nacido negra más hipócrita y maligna que ésta. Me ha causado más disgustos que pasas tiene en la cabeza. Nunca me ha dicho palabra de verdad; ha tratado siempre de engañarme y me ha desobedecido muchas veces. Sí, aquí está donde merece. En ninguna otra parte podrían aguantarla, y me da lástima cuando te empeñas por semejante negra. Lo peor es, niña, que ella no te quiere, porque es incapaz de querer a nadie.
—Pero yo la quiero, mamá. Ella me crió y siempre me llora y me pide que le sirva de madrina contigo. No tengo ya fuerzas para resistir sus lágrimas y sus ruegos.
—Está bien, Adela, replicó doña Rosa después de breve rato de reflexión. Por ti y por Isabelita (que no podía reprimir el llanto) perdono a María de Regla. Que vuelva a La Habana, pero no a servirme, ni a vivir en casa, sino para que se alquile por su cuenta. Yo le daré papel. Con eso, el jornal que gane será para que tú y Carmen tengan todos los meses algún dinerito con que comprar alfileres.
Del contrario el pecho roto
Lanza ya de sangre un río...
El Duque de Rivas
Por necesidad mortal no resultó la herida que en riña al cuchillo con el músico José Dolores Pimienta, recibió Dionisio Jaruco o Gamboa. No le asestaron el golpe de punta, sino de corte, y aunque el hierro dividió diagonalmente los músculos del lado izquierdo del pecho, a la altura de la tetilla, no lastimó parte ninguna delicada en su largo trayecto. De manera que, si cayó de espaldas, no fue porque la herida le privó de hecho de las fuerzas. Tropezó con una piedra de la calle al esquivar el golpe, abatiéndole el susto y el fluir de la sangre.
Postrado y lamentoso, oprimiéndose la herida con ambas manos, se hallaba en medio de la calle Ancha cuando acertó a pasar un hombre de color, de formas atléticas. Iba descalzo y llevaba una correa de cuero crudo que, pasándole por el hombro derecho, se unía por las dos gazas de las extremidades en el costado izquierdo, a manera de tahalí. Era aguador o carretillero, como dicen en La Habana. Se acercó al oír los quejidos y se retiró luego de prisa, murmurando:—¡Matá! Dio mi libra.
Enseguida pasó otro, también hombre de color, aunque más civilizado que el precedente, si hemos de juzgar por el traje. Traía al brazo algo que parecía un instrumento músico, envainado en una funda de bayeta. Paró la atención en los lamentos del herido, se detuvo a respetable distancia, y, cerciorado de lo que pasaba, exclamó compadecido:—¡Pobre! ¡Qué mojáa le han dao! No se ha muelto entuavía. Pero ¿quién me mete a mi en honduras? ¡La justicia!... ¡Allá su arma su parma!
Este siguió camino a toda prisa, volviendo la cara atrás de cuando en cuando, no fuera que alguien le hubiese visto y le siguiera las huellas para achacarle el homicidio mañana o esotro día.
El tercero de los transeúntes, hombre así mismo de color, era un tipo sui generis; marcado, tanto por el traje que vestía como por sus acciones y su aspecto. Componíase aquél de pantalones llamados de campana, anchotes por la parte de la pierna, estrechos a la garganta del pie, lo mismo que hacia el muslo y las caderas; camisa blanca con cuello ancho y dientes de perro en vez de borde; pañuelo de algodón tendido en ángulo a la espalda y atado por delante sobre el pecho; zapatos tan escotados de pala y talón, que apenas le cubrían los dedos ni le abrigaban el calcañar, de modo que los arrastraba cual si fueran chancletas; y un sombrero de paja montado en un zarzal de trenzas de pasas, que tras de abultarle la cabeza demasiado, afectaban la forma de los cuernos retorcidos de un borrego padre. Pendían del lóbulo de sus orejas dos lunas menguantes que parecían de oro, pero que, tocadas en la piedra de toque, estamos seguros, el más inexperto platero las habría declarado de ordinaria tumbaga.
Trazamos ahora aquí con brocha gorda la vera efigie de un curro del Manglar, en las afueras de la culta Habana, por aquella época memorable de nuestra historia. No es nuestro original el majo que viste traje andaluz. Es, ni más ni menos, el negro o mulato joven, oriundo del barrio dicho o de otros dos o tres de la misma ciudad, matón perdulario, sin oficio ni beneficio, camorrista por índole y por hábito, ladronzuelo de profesión, que se cría en la calle, que vive de la rapiña, y que desde su nacimiento parece destinado a la penca, al grillete o a una muerte violenta.
Si hubiera cabido en la naturaleza del que nació curro, el aplicarse a alguna cosa buena o de provecho, no cabe duda que el de que hablamos ahora habría aprendido cuando menos las primeras letras; pues es un hecho histórico que en la época de su muchachez había en La Habana más escuelas de ese grado servidas por maestros de color que por blancos, y su padre, bien intencionado africano, tuvo siempre particular empeño en que recibiera alguna educación su callejero hijo.
Ahí cerca de la calle de los Corrales, donde nació y se crió nuestro curro, estaba la escuela de Lorenzo Meléndez, Teniente de granaderos de la milicia de color, concurrida de niños pardos, negros y blancos, donde se distribuía la enseñanza casi de balde, como que la pensión consistía, por la mayor parte, en legumbres, aves, huevos y velas de cera. Pero en vano el padre le condujo muchas veces en persona; en vano recomendó al maestro que le sentara la mano, porque el rapaz era de mala cabeza; en vano él por propia cuenta le propinó castigos atroces; no aprendió ni el cristus,[54] en las poquísimas visitas que hizo a la escuela del venerable maestro Meléndez.
Prefirió siempre la pesca de sardinas en Tallapiedra, o la de camarones en la Zanja Real, o el juego de papalotes en el placer de Peñalver, o el de mates en la plazuela de San Nicolás, o el del picado en las paredes de la iglesia de Jesús María. Esto, en el lenguaje vulgar de los chicos de la escuela, se llamaba fugitivarse. La fuga de ella traía consigo la necesidad de pasarse los días enteros al sol y al agua en las calles, hecho la piedra de escándalo de todo transeúnte pacífico, cuando no había oportunidad para guarecerse de algún cobertizo, como el del matadero de cerdos, o de una taberna, donde infaliblemente se sobraban las ocasiones de birlar algo con que entretener el hambre. Pero ya en una, ya en otra parte, lo más cierto era que sacaba siempre la cabeza descalabrada, bien a manos del compañero curro con quien jugaba, bien a las del tabernero, que no buscaba nunca en los tribunales de justicia la defensa y amparo de su propiedad.
Así aprendía él a fuerte, así se curtía desde pequeño, en la pillería y la maldad. Y como no era el único curro, pues abundaba la especie en la época mencionada, acontecía muchas veces el reunirse con otros varios de su edad y de sus aficiones, en cuyos casos sus correrías tomaban carácter más agresivo y malévolo. Formaba, en efecto, partido o bando con los de su barrio para batirse a pedradas con los del vecino, sus enemigos mortales; para arrebatar los medios que los padrinos solían arrojarles a la calle después del bautizo; para atarle mazas de lata a la cola de algunos perros y soltarlos en los sitios más concurridos de paseantes; para lanzar piedras a los tejados o patios de ciertas casas cuyos moradores les eran antipáticos: para hurgar con pinchos y embravecer en los corrales a los cerdos y toros destinados a la matanza; en fin, para esgrimir el cuchillo de palo hasta arañarse y sacarse sangre unos a otros, cosa de aprender y adquirir agilidad en el manejo de esa arma traidora.
Rayaba en la adolescencia cuando su padre, desengañado de que las letras no le entraban ni con sangre, le puso de aprendiz con el maestro zapatero Gabriel Sosa, que tenía su obrador en la calle de Manrique esquina a la de la Maloja, dándole carta blanca para tratar al mozo en todo conforme a la medida de sus merecimientos. Era el maestro Sosa hombre duro de carácter y recio de mano, por lo que, a fuerza de golpes con las hormas, de correazos con el tirapié y de atarle con cadena de hierro, cual animal indómito y montaraz, para quebrantarle la propensión a la fuga, al cabo de cuatro años logró que aprendiese siquiera a hacer zapatos de mujer. Después de cumplido el término del aprendizaje, solía concurrir dos o tres veces por semana a la misma zapatería con el objeto de ganarse la subsistencia, siempre que no se le presentaban las ocasiones de ganársela por medios, si no más honrosos, a lo menos más cómodos y de acuerdo con sus innatas inclinaciones.
La zapatería del maestro Sosa se hallaba en la cresta de una barranca cavada por las aguas llovedizas. Descendían por la calle de Manrique, y, después de recoger las de la calzada de San Luis Gonzaga, las de la Estrella y la Maloja, se precipitaban en cascada por entre los patios de las casas de más abajo, formando arroyo caudaloso. Había, pues, un desnivel grande entre el piso de la casa y el de la calle, y, consiguientemente, dificultad mucha de acceso por la altura del umbral.
Al entrar en la calle Ancha, traía nuestro curro la vuelta del Campo de Marte. Venía a paso largo, mejor a trancos, formando con los brazos un ángulo de 45 grados (tal vez para disimular su demasiada largura), a guisa de cigüeñas de piedra de afilar. No bien oyó los quejidos y echó de ver el bulto en el suelo, paró de repente el trote. Luego de llevarse ambas manos a las orejas, por si permanecían en su sitio las dos menguantes de tumbaga, diciendo para sí:—no están rompía, no me va a sucedel náa, resueltamente se dirigió al herido.
—¡Anjá! Paisano, le preguntó en su lenguaje y tonillo peculiares, ¿quién es usté?
—Yo soy Dionisio Jaruco, contestó él con voz apagada así que se cercioró que se las había con un moro de paz.
—Yo no ha oído ese nombre en mi vía.
—No es extraño, señor, porque soy medio forastero en esta ciudad. Y ¿cuál es su gracia de Vd.?
-¿Qué?
—Que cómo se llama Vd.
—Me ñaman Malanga.
—¿Malanga? repitió Dionisio cual si no hubiese oído bien.
—Malanga. Aunque éste no es mi nombre, sino Polanco. Er amo de mi paire era un tar Polanco. Pero asina me ñaman en el Manglal, polque mi paire es de nación, y mi maire tambié, y yo soy crioyo. Dende chiquito me ñaman asina.
Mentía el bellaco. Dábanle en el barrio del Manglar el apodo de Malanga por ser él desmalazado de porte y de carácter, por tener las zancas y brazos largos, en contraste con el tronco, que era corto, y sobre todo los pies grandes y gruesos.
—¿Y que hace el señol ahí tendió pansa arriba? ¿Se le ha subió el aseite a la chola?
—Yo no estoy borracho, Malanga, estoy mal herido.
—¡Jerío! ¿Y quién le ha hecho ese flaco selvisio?
—Un pardito que no vale una guayaba. Mire aquí.
—¡Güeña jeria! Se conoce que el paidito sabe su oficio. ¿Pero aónde ha estao el señol? ¿En un entierro?
—No he estado en ningún entierro. Yo venía de un baile, cuando me topé con el pardito; tuvimos unas palabras y en la pendencia me hirió a traición. Mas ¿por qué me hace Vd., esa pregunta?
—Pol náa. Como lo veo vestío de sacateca...
—Mi traje no es de zacateca, es traje de corte.
—Si es de colte arto o colte bajo, yo no sé, ma estoy mirando que si no es pol la bota, digo, la casaca, le coltan al señol la pata, digo, lo viran como cangrejo. Dispué, me paese que el señol es argo goldo pa pelial con cuchiyo. Dispué, es mu fatible que el señol hayga aprendió ya grande, y ése es un alte que debe de aprendeise dende que uno es chiquito. Dispué, usté tiene mu colto el brazo y no pué defendeise de los goipes de arriba. Dispué...
—¡Hombre!, le interrumpió el herido con voz desmayada. ¡Por el amor de Dios y la Virgen Santísima! no hablemos más de eso. Si Vd. es una persona caritativa y quiere favorecerme que sea pronto, porque me voy en sangre.
—Le amarraré un pañuelo pa que no saiga la sangre.
—No, es preciso lavar primero la herida.
—¡Laval! ¿Está loco er señol? ¿Y si se pasma? ¿Y si se muere? Dispué dirá el señol que pol mor de mí.
—No, no lo diré, esté Vd. seguro de ello. Si muero, no será por culpa de Vd., sino porque me llegó la hora. Vaya, señor Malanga, corra a la taberna de la esquina y tráigame una botella de vino seco y un vaso de aguardiente.
—Sí, señol, yo diré corriendo, ma el tabelnero ha serrao. Ya es mu talde. Dispué está él más escamao colmigo quel diablo, polque me conose y sabe que, anque mestá mar en desislo, he birao más de uno de esos cangrejos. Yo no pueo miral pa un catalán sin que me se suba la sangre...
—Bien, hombre, vaya, haga la diligencia. Tal vez abre. Toque recio.
—Es que... paisano, ¿el señol no entiende? digo que... que siel señol no pinta, le hago sabel que no tengo ni Jilacha. No he hecho ni la cruz esta noche.
—Vamos, amigo, ¿por qué no me lo dijo antes con antes? Aquí hay dinero. Meta Vd., la mano en esta faldriquera del chaleco. Ahí debe haber una amarilla, dos doblones y un dobloncito. Coja Vd. el más chico y corra, que se me va la cabeza... no veo nada.
Y se desmayó el herido. El curro, sin embargo, no hizo alto en ello. Sólo se ocupó de registrar el sitio designado y de coger en la mano la moneda de oro que rara vez, si alguna había poseído en su vida, con permiso del dueño. Enseguida partió para la taberna que, cual esperaba, encontró cerrada a cal y canto; y se puso a tocar con las falanges de los dedos, al principio a la sordina, luego con el puño a golpes recios y repetidos. De suerte que así fuera sordo de cañón el tabernero, hubo de oír y acudir presuroso al llamado, a fin de evitar que le echaran la puerta abajo. No había de ser un ladrón quien le sacaba de la cama de aquel modo en hora tan avanzada de la noche. Por precaución, sin embargo, no abrió ni el postiguillo enrejado; contentose con echar la voz con acento puro catalán por el ojo de la llave, preguntando:
—¡Oya! ¿Qui ets?
—Yo, ño Juan.
—Ma, ¿qui est jo?
—Malanga, ño Juan, ¿no me conose? Abra la puelta.
—¡Abrit le porta! ¡Vota va Deus! ¿y per questa embajat m'ha fet salir del cama? Andat, andat tu camin, Malangue. Jo no abrirat le porta. ¡Qué cinich descaro!
—Abra, ño Juan, pol er amol de su maire. Ahí está un probe moreno jerío.
—¿Ferido dises? Pera el diable que te abra. ¡Mare de Deu! ¡la justicia! ¡Perderat cuant jo tinga! ¡Meus dinés! Bona nit, noy.
—Oiga, oiga, ño Juan. Yo no dentraré. Abra la gatera. Aquí hay mejengue.
—¡Ah! Ese's altre contare. Vinga lo diné.
—Dando y dando, ño Juan. Deme una boteya de bino seco. No mojao. ¿Entiende? Y un baso del que quema.
—Done, done.
—¿Cuánto?
—Un pese fort et mitje.
—Tenga una amariya chiquita.
—Ten la boutelle et ten lo vaso. Et ten el volte. Per caridat te sirve esta vegada, noy.
Con la botella en una mano y el vaso en la otra, que recibió por el ventanillo enrejado, sin pararse a contar el cambio que le dio el tabernero, acudió en socorro del cocinero. Luego que le lavó la herida, es decir, que se la empapó por encima de la camisa, que se la vendó lo mejor que supo y pudo con dos pañuelos, que le dio a beber el aguardiente, le ayudó a levantarse y por la mano le condujo hasta un cuarto de tablas en el interior de una ciudadela o casa de vecindad que había a la puerta inmediata del teatro de Jesús María. Por fortuna, mientras duró esta cómico-trágica escena, no pasó por allí alma viviente, si exceptuarse puede uno que otro gato o perro que, lejos de emprenderla con nuestros personajes, o huyó despavorido, o se retiró ladrando.
¿Pero de dónde nacía la no vista amabilidad que desplegó aquella alma de cántaro, el malvado Malanga, en tan crítica ocasión? Procedía del hecho que, habiendo tocado las monedas de oro en la faltriquera del chaleco de Dionisio, calculó con razón que, ora muriese de la herida, ora sanase, sería él su heredero forzoso, o se valdría de la fuerza o del engaño para heredarle en vida. A este fin primordial llevó Malanga más adelante todavía sus buenos oficios para con un hombre que le era enteramente desconocido. Cediole la cama, consistente de un catre de viento, sucio y desvencijado, sin más ropa ni manta con que cubrir las mataduras; y a la mañana siguiente muy temprano fue hasta la esquina de la calle de la Maloja y la del Campanario Viejo, donde vivía el cirujano romancista Zarza, le despertó, y, quiera que no, le condujo ante el enfermo, encargándole inviolable secreto. Servicios tales se pagan sólo con dinero entre gente honrada y leal. Así lo comprendió Dionisio, quien, tanto por gratitud cuanto por precaución, se apresuró a pagar la deuda, dando al nuevo amigo que se había echado, la mayor parte de la suma que poseía, no fuera que se cobrase de mano poderosa.
Durante la convalecencia de Dionisio, le entretuvo Malanga con la gráfica relación de su arrastrada vida y de sus aventuras. Nada le ocultó: sus trabajos de muchacho; sus raterías de mayorcito; sus puñaladas dadas y recibidas en riñas desiguales; por último, sus maravillosas escapadas de las persecuciones de la justicia. Especialmente refirió, por cierto con feroz complacencia, llevando la cuenta con marcas hechas en el brazo izquierdo, el número de los cangrejos (según llamaba a los taberneros o pulperos, en su mayoría catalanes), que había birado en sus pocos años de vida; esto es, asesinado a sangre fría.
Como hiciese Malanga en estos casos frecuente uso de los vocativos Dionisio y aún Jaruco, prevínole éste no le diera ninguno de estos dictados, exponiéndole las razones que tenía para aquella precaución.
—Llámame paisano, prosiguió. Así me dirigió Vd. la palabra cuando me encontró más muerto que vivo en medio de la calle. Desgraciadamente soy esclavo, amigo mío, y no me hallo aquí con licencia de mis amos. Yo me aproveché de su ausencia en el campo para coger del escaparate de la señora la ropa que Vd. se figuró era de zacateca. Ahí tomé también el dinerito con que nos hemos venido bandeando. Dentro de dos días no queda ni para encenderle una vela a las ánimas del purgatorio. Gana Vd. poco y eso con mucho riesgo. Así, es necesario pensar en salir a la calle y ver cómo se hace por la vida.
—No se aflija er señol, dijo Malanga en confianza, que entuavía tengo yo una prenda con que se puée haseil plata.
—Venga la prenda, repuso Dionisio alegre.
Desenvainó el matón el buido cuchillo, que siempre llevaba consigo debajo de la camisa, escarbató el suelo natural del cuarto hacia un rincón, oculto por el catre, y sacó algo pesado, envuelto en un trapo. Enseguida, teniendo el bulto alto, añadió:
—Es querei desisde ar señol, que dende el año pasao, entre yo, un paidito ñamao Picapica y un morenito ñamao Cayuco, paranos de mañanita temprano, junto a la plasoleta de Santa Teresa, a un blanquito mu currutaco que en cuanto que le enseñé el jierro me se quedó muelto entre las manos y mos dio toas las prendas que tenía arriba de su cueipo. Misamigos se cogieron la plata y yo me cogí esta prenda. Dispué se la yebé a un platero de la Calsáa pa vel si me la meicaba; ma en cuanto que la miró bien, va y me dise: Esta prenda es robáa, y yo no doy poleya ni un cabo de tabaco. Míe, paisano, cogí piche, y dende ese día la tengo enterráa. Es factible quer señol puea vendesta.
—Daca la prenda dichosa, dijo Dionisio con gran prosopopeya.
Pero no bien la tuvo en la mano, exclamó sorprendido:
—¡Yo conozco este reloj, amigo Polanco!
—¿Beldá? dijo Malanga, ¡míe que caso!
Era de oro, y de la argolla pendía, doblada en dos, en vez de cadena o cordón, una cinta moaré azul y encarnado, cuyas extremidades recogía una hebilla, así mismo de oro.
—Conozco este reloj, repitió Dionisio. Señorita, quiero decir, mi señora, se lo regaló al niño Leonardo en octubre del año pasado. Debe tener una marca.
Abierta la contratapa, el ex-cocinero leyó: L. G. S., oct. 24-1830; Leonardo Gamboa y Sandoval, que pasa las Pascuas con su familia en el campo.
—Y ¿qué endivíos son ésos?, preguntó Malanga desconcertado.
—Mis amos, contestó Dionisio. La señora chiquea mucho a su hijo y le hace cada día un regalo.
—Pue me ha de peidoná er señol, agregó el curro apesarado. Yo no sabía que esos endivíos eran conosíos der señol.
—No hay para qué perdonarle, amigo Malanga. Si para hacer uno por la vida tuviera que pararse en melindres, se moriría de hambre. Estoy seguro, prosiguió Dionisio, que a estas horas se hallan mis amos muy descansados en La Habana, y su primer cuidado ha sido pregonarme por el Diario. Me parece que leo el edicto en que se ofrece pagar bien por mi captura. No faltará quien, por ganarse la propina, me siga los pasos, y desde ahora digo, que bien puede amarrarse los calzones el que pretenda echarme garra... Yo no me entrego vivo, tendrán que hacerme picadillo. Tal vez Tondá, que me conoce, se habrá hecho cargo de la comisión... No le arriendo la ganancia. Pero no hay necesidad de comprometer un lance, porque dice el refrán que el que evita la ocasión evita el peligro, y yo estoy resuelto a vivir y ser libre ahora que me he escapado. Yo no nací para ser esclavo toda la vida, señor Malanga. No. Yo me crié en medio de la grandeza y de la abundancia; ni conocí los rigores de la esclavitud mientras estuve con mis primeros amos. Esos sí que eran caballeros. Ahora estoy casado y tengo dos hijos. Digo mal. La mujer hace muchos que me la tienen desterrada allá en las quimbámbulas del silencio, en un ingenio, y ha tenido un mulato con un blanco. Pero yo la quiero y quiero con el alma a mi hija, y debo trabajar para comprarles su libertad y la mía. Con que vaya viendo, amigo Malanga, si conviene que no me llame Dionisio, ni Jaruco, los dos únicos nombres por los cuales soy conocido en esta ciudad. Mientras Tondá no oiga mi nombre, ni me vea la cara, estoy seguro.
—Pa eso que a mí no me vale er que me ñamen Polanco o Malanga, dijo éste con cierta resignación. Lo mismito da. Tóos me conosen pol los dos nombres. Yo soy más conosío en esta suidá que los perros. Y míe er caso, yo tambié estoy pregonao. Mes capé de las uñas de Tondá pol un milagro. Pue, señol, dentré yo una noche der año pasao con dos amigos, argo talde, en la tabelna que está en la esquina de Manrique y la Estreya. Pedimos un poco der que quema, bebinos y salinos de rengue liso, cuando er tabelnero va y me coge pol la camisa pa que le pagáranos la bebía. Míe, paisano, me se subió el diablo: metí mano ar jierro y le di una mojáa na más aquí (pasándose el índice por la garganta) sarva sea la paite. Der viaje sortó un caño de sangre como un toro jerío, y pa que vea er señol, sartó el mostraól y nos corrió atrás hasta la esquina, donde tubo que agarraise, cayó y dejó maicaos los deos con sangre en la paré.[55] Dispué, Tondá se olió que habíanos sido nosotros, y tanto nos buscó hasta que dio con los tres en un velorio, allá pol lo Sitios. Yo salí safando, ma mis dos amigos cayeron en er laso, y entuavía maman cáisel. Dende entonce ando sin sombra, polque Tondá es mú júbilo. ¿No ve? Sargo solo de noche y a pena ni paso pol la tienda.
—¿Qué tienda?
—La tienda der maestro Sosa.
—¿Maestro de qué?
—De sapatos.
—¿Zapatos de hombre?
—De tóo. Yo trabajo ahí cuando no pueo ganai la vía de otra manera. Yo hago sapatos de mujé.
—Y yo también los hago, dijo Dionisio animándosele el semblante. Aprendí a hacerlos con el calesero Pío, de mi casa. No soy un chambón en el oficio. Y me ocurre una idea: que si Vd. tiene la bondad de hablarle al maestro Sosa, quizás me tome, en cuyo caso nos hemos salvado. No podrá sospechar siquiera Tondá, que me he refugiado en una zapatería.
—Güeno, si er señol quié lo yebaré una talde destas, mejol, una mañanita, polque como Tondá anda siempre en cabayo, no sale nunca temprano a la calle.
Efectivamente, Malanga, así que su amigo recobró la salud y se halló en disposición de trabajar, lo condujo a presencia del maestro Gabriel Sosa y se lo recomendó de todas veras, no ya sólo como oficial experto en zapatos de señora, sino como persona distinguida y hombre honrado a carta cabal; que había caído en desgracia y apelaba al oficio para no morirse de hambre. Por donde vino a repetirse aquí el cuento, algo parecido, del león herido a quien recogió un esclavo prófugo en las soledades del África, para que después el animal alimentara al hombre y le protegiera contra las demás fieras, cuando al cabo de muchos años se encontraron los dos en el circo de Roma.
Ille dolet tere qui sine teste dolet
Verdadero es el dolor del que sin testigos llora.
Marcial
Hasta la puerta de la casita en la calle del Aguacate, acompañaron a Cecilia el sastre Uribe, Clara su mujer, Pimienta y su hermana Nemesia.
Así que llamó Cecilia del modo particular convenido, rodó la tranca y se abrió por sí misma la puerta. Es que la abuela, muy enferma para esperar en pie a la nieta, había atado el cabo de una cuerdecita al extremo de la tranca, cerca de su punto de apoyo, y el otro cabo a uno de los pilares de la cama, al alcance de su mano. Por lo pronto no se hablaron una palabra.
Mientras Cecilia se desnudaba casi a tientas, por la poca claridad de la mariposa en el nicho, se le escaparon uno tras otro involuntarios y hondos suspiros. Esos eran los amarguísimos dejos de la fiesta. Allá había corrido para aturdirse con el movimiento de la danza, las armonías de la música y las adulaciones de los hombres; para ahogar en el tumulto de las vastas y heterogénea reunión el recuerdo del amante ausente, desdeñoso y quizás olvidadizo, para ver de vengarse de su ingratitud, para probar, en fin, si podría olvidarle en caso de más indefinida y seria separación.
Todo le salió al revés. Repasó en la mente las peripecias de la diversión, y halló que había sido demasiado prolongada, la música ruidosa y chillona, las mujeres desgarbadas y feas, los hombres petulantes y necios, la reunión harto vulgar e insípida para haberla alegrado y entretenido. Comparó esa fiesta con la del 24 de setiembre en casa de la Ayala, donde gozó como reina del amor y de la hermosura en brazos de su amado, hoy ausente, y se le oprimió el corazón y estuvo a punto de que la ahogara el sentimiento. Pensó en su suerte, deduciendo, por necesaria consecuencia, que peor había sido el remedio que la enfermedad, y que la venganza entre los amantes terminan siempre en el castigo de una de las partes contendientes, en la muerte para la dicha o para la vida terrenal.
Tan triste y miserable se sentía Cecilia, que hasta el momento de meterse en la cama no advirtió que la abuela era presa de una desazón terrible. La pobre anciana se retorcía y gemía sordamente, cual si estuviera a punto de acabársele la vida. Buscó entonces su frente, y no bien le puso la mano encima, la retiró exclamando:
—¡Ay, mamita! Su merced tiene calentura.
—¿Ya viniste? replicó la anciana con voz moribunda. Si tardas un poquito más no me encuentras viva.
—Su merced no estaba así cuando yo salí para el baile. Véase qué disparate ha hecho en mi ausencia.
—Ninguno. Me pasé la prima rezándole a la Virgen; pero desde por la mañana me siento malísima. Me ha dado en el corazón que se acerca mi fin. ¿Qué hora es?
—Son las dos. Acabo de oír el reloj del convento.
—¿Crees tú que está levantado el padre Aparicio?
—No lo creo, mamita. El no llega al convento antes de las cuatro, que es cuando principian los maitines. Pero ¿para qué quiere su merced el padre a estas horas?
—¡Hija mía!, para confesarme. Siento que se me acaba la vida y no quiero morir como un perro.
—¿Su merced no se confesó y comulgó ayer por la mañana?
—Sí, niña. ¿Y qué?
—Bien. Pues eso basta.
—No basta. Somos pecadores. A cada momento pecamos y debemos estar preparados para que cuando llegue la hora, nuestra alma comparezca ante su Divina Majestad, limpia como una patena.
—No estaba su merced anoche de cuidado. Si lo sospecho ¿cómo hubiera ido al maldito baile? Nunca. Lo que no comprendo es por qué se ha puesto su merced tan mala que le haga temer la muerte en horas.
—De la salud a la enfermedad no hay más que un paso, y lo mismo se vive que se muere.
—¿Podría su merced explicar lo que siente ahora?
—Es imposible, mi vida. Lo único que te diré es que se me arranca el alma, y que mientras más pronto vayas por el padre...
—El padre no va a curarle la calentura, y su merced no tiene otra cosa. Es muy aprensiva su merced. Mejor será que vaya por el médico. Si iré por él en cuanto amanezca. Entretanto le daré un baño de pies y le pondré unos sinapismos para que se le quite el dolor de cabeza. Verá, verá su merced cómo la alivia, si no la pongo buena. Su merced no puede estar tan mala que no tenga cura. Todavía su merced me entierra a mí.
—Nuestro ángel custodio San Rafael y la Virgen Santísima te oigan, hija mía. Sentiría morir por ti, no por mí. Tú principias a vivir, ya yo terminé la jornada... Pero, ve, haz como gustes y sea lo que Dios quiera... Se me parte la cabeza, agregó, oprimiéndose con ambas manos la frente...
Con esto se apresuró Cecilia a hacer lumbre en el fogón, debajo del cobertizo en el patio, valiéndose de la usual pajuela y de unos pocos carbones. Así, en minutos quedó listo el baño y puesto en un lebrillo grande. Enseguida procedió a darle el baño a la abuela con no menos fe y cariñosa humildad que la mujer que le lavó los pies a Jesucristo en casa de Simón. Mientras se los enjugaba, mejor dicho, enjugándoselos, se los sobaba blandamente, y de cuando en cuando les imprimía un ardiente beso, o se los arrimaba a las mejillas para comunicarles algo del calor que ardía en sus venas.
Conmovida la abuela, puso una mano en la cabeza de la nieta, y dijo:—¡Pobre Cecilia! Esto quiere decir, mi vida, que tú misma conoces que mis horas están contadas. Digo mis horas, cuando pueden ser mis minutos, mis segundos... y me preparas para la cena antes de emprender...
No prosiguió; la emoción o el dolor le ahogó la voz en la garganta. Por su parte Cecilia, al sentir la mano de la abuela en la cabeza, experimentó una sensación muy parecida a la que se experimenta cuando recibimos una descarga eléctrica, y sus lágrimas, hasta entonces contenidas por fuerza, empezaron a correr hilo a hilo por sus mejillas, aumentando el agua del lebrillo.
Advirtiolo la anciana, y sacando fuerzas de flaqueza, como suele decirse, agregó:
—No llores, alma mía, que me afliges más de lo que estoy. Consuélate. Tú eres una niña todavía: tienes delante un porvenir risueño. Aunque no te cases nunca, todo te sobrará. Siempre habrá quien mire por ti y te proteja. Y si no, allá está Dios en el cielo que no le falta a nadie. Ya siento algún alivio. Tal vez el mal da tiempo... ¿Qué sabemos? Vamos, hijita, cálmate. Valor. Necesitas descanso. Si te acuestas ahora mismo, de aquí al día tienes dos horas de sueño para recuperar las fuerzas... Las muchachas de tu edad son como la flor de la maravilla: cátala muerta, cátala viva. Ven, dame un beso, y... hasta mañana. El ángel de la guarda te proteja con sus amorosas alas.
¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrieron las puertas de la ciudad y comenzó a oírse, en las calles el cencerro desconchado de los arrieros de carbón, dejó furtivamente la cama y corrió en demanda de su cara amiga Nemesia, para que se quedara al cuidado de la enferma mientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes le había dado la abuela, a prevención, las señas de la morada del galeno con estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro, puerta colorada de zaguán, en medio de la cuadra, acera del Sur. No se equivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó un aldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado.
Al cabo de corto espacio de mortal silencio, se abrió un postiguillo de la ventana y asomó por él el rostro de una dama tan por extremo hermoso y sonrosado, que se quedó Cecilia estupefacta. Figúrese el lector unos ojos negros y rasgados, a los que dan sombras cejas espesas en arco, una boca pequeña de labios encendidos, una nariz aguileña y muy expresiva, una cabeza amorosa poblada de profusa cabellera negra que azuleaba, el todo encuadrado y puesto de relieve por una graciosa papalina de batista, «cual la nieve blanca», guarnecida de un vuelo menudo de tiras bordadas. Tales eran los rasgos fisonómicos que más sobresalían en doña Agueda Valdés, joven esposa del célebre cirujano don Tomás Montes de Oca.
Este bosquejo a la pluma es copia del retrato al óleo de esa dama, hecho por el pintor Escobar,[56] que cuando jóvenes pudimos contemplar extasiados, pendiente de las desmanteladas paredes de la sala de su casa, en la calle de la Merced. Respecto de su fisonomía moral, el rasgo más prominente, a lo menos aquél de que nos es dado hablar en estas páginas, eran los celos. Su propia sombra se los inspiraba, no embargante que su marido carecía de aquellas prendas físicas que hacen atractivo al hombre a los ojos de las mujeres. Pero era médico, célebre y rico, y ella tenía muy pobre opinión de las hembras, diciendo a menudo que no había hombre feo para la enamorada y ambiciosa.
Movida por los malditos celos, ejercía una vigilancia constante sobre su marido, sobre los clientes que él visitaba y sobre los que acudían en demanda de sus profundos conocimientos médico-quirúrgicos, especialmente si arrastraban faldas. Por eso madrugaba tanto; por eso cuando no podía adquirir informes por sí misma, cometía la debilidad de poner en confesión al estúpido y malicioso calesero, su esclavo, el cual, aun cuando a veces la revelaba hechos reales y positivos, casi siempre la llenaba la cabeza de un centón de cuentos de brujas.
Es de suponer cuál no sería el regocijo interior de doña Agueda al descubrir que la que había llamado a la puerta era una moza de medio pelo que, pues se recataba bajo la manta de burato bordada de colores y, por supuesto, costosa, de lujo, no podía menos de ser alguna de sus amigas con el disfraz de paciente.
—¿Qué quieres?, le preguntó la celosa señora con cierta aspereza y precipitación, no fuera que volviese a tocar.
—Vengo por el señor doctor, contestó tímidamente Cecilia, acercandóse a la ventana y levantando entonces los ojos de lleno a la desconocida señora.
—¡Tate! dijo ella entre sí, luego que notó el buen parecer de la muchacha. Aquí hay gato encerrado. El médico, añadió alto, ha pasado mala noche, y duerme...
—¡Qué lo siento! exclamó Cecilia dando un suspiro desgarrador.
—¿Qué médico es el que buscas, muchacha? preguntó la señora sonriendo maliciosamente. Porque podría ser que estuvieses equivocada.
—Vengo por el señor doctor don Tomás Montes de Oca, repuso Cecilia en voz alta, aunque temblosa. ¿No vive aquí el caballero?
—Sí, aquí vive Montes de Oca. ¿Tú le conoces?
—Lo he visto muy pocas veces.
—¿Dónde vives tú?
—En la calle del Aguacate, al costado del convento de Santa Catalina.
—¿Eres tú la enferma?
—No, señora, mi abuela.
—¿Es él su médico?
—No, señora.
—Entonces, ¿por qué vienes por este médico en vez de solicitar cualquiera otro que quizás vive más cerca de tu casa?
—Porque mi abuela conoce al señor don Tomás y el señor don Tomás la conoce a ella.
—¿Dónde se han visto?
—En casa y aquí también.
—¿Tú vives con tu abuela?
—Sí, señora.
—¿Tú abuela es casada?
—Viuda. Enviudó mucho antes de que yo naciera.
—¿Cuántas veces ha estado Montes de Oca en casa de tu abuela?
—Yo no las he contado. Pocas veces.
—Ni más claro ni más turbio. ¿Te conoce a ti Montes de Oca?
—No lo creo. Es decir a la señora, no creo que me haya visto nunca cara a cara.
—¿Dónde has estado tú cuando él ha ido a visitarlas?
—En casa, pero mi abuela es quien siempre le ha recibido, yo no me le he presentado...
—¡Cosa extraña! ¿Qué motivo has tenido para esconderte de él?
—Ninguno, señora, sólo que ha dado la casualidad de no estar yo bien vestida cuando él ha ido a ver a mi abuela.
—¡Oiga! ¿Conque pretendías coquetear con él? ¿Tú no sabes que es feo y viejo para ti?
—Yo no he pretendido coquetear con el señor doctor.
—¿Qué tratos y contratos tiene Montes de Oca con tu abuela?
—Yo no sé, señora. Nada malo.
—¿Eres casada?
—No, señora.
—Pero tendrás novio y te casarás pronto, ¿no es así?
—No tengo novio ni me voy a casar pronto. En fin, tendrá la señora la bondad de decirme si el señor doctor...
—Ya te he dicho, interrumpió doña Agueda, que Montes de Oca ha pasado mala noche y dio orden de que no lo despertaran hasta las diez.
—¡Ay de mí! exclamó Cecilia profundamente afligida. ¡Qué desgracia!
Tocado con esto a lo vivo el corazón amoroso de doña Agueda, preguntó con intención:
—¿Y tú quién eres?
—Yo soy Cecilia Valdés, contestó la joven llorando.
—¡Cecilia Valdés! repitió doña Agueda entre sorprendida y cavilosa. Después añadió con vivacidad: Ven, entra.
Sin aguardar respuesta ni esperar objeción ninguna de parte de la muchacha, fue por sí misma a correr el cerrojo de te con que se cerraba el postigo de la puerta, y la dio franca y amable entrada en su casa.
En medio de su aflicción creyó notar Cecilia algo extraño en la hermosa señora, algo que tenía semejas con la locura. Pero no la inspiró eso el más leve temor, antes se sintió fuertemente atraída hacia ella, no ya sólo por la naturalidad de sus palabras, sino también por la gracia de sus acciones y la dulzura imponderable de su voz. Ello es, que como dominada por una poderosa fuerza magnética, callada y sumisa se dejó llevar hasta el comedor, donde penetraba alguna claridad, gracias a su inmediación al patio, y donde su conductora tomó asiento de espaldas contra una mesa grande de bruñida caoba. Allí, teniendo a la joven (que se conservó en pie) por ambas manos, muy cerca de sus rodillas, la estuvo contemplando y examinando desde el cabello a la planta un buen espacio, y, cual si hablara con una estatua, o con una persona que no entendía su idioma, repetía con énfasis: ¡No se parece! ¡Qué! Nada, no se parece. No puede ser hija suya. Tal vez ha salido a la madre, que es la cierta.
—¿Sabes quién es tu padre? le preguntó de repente.
—No, señora, contestó Cecilia con la mansedumbre de antes.
—¿No te lo ha dicho nunca tu madre?
—No, señora. Yo no conocí a mi madre. Ella se murió poco tiempo después de nacer yo.
—¿Quién te ha contado ese cuento?
—¿Qué cuento?
—Pues, el de que murió tu madre después de nacer tú.
—No es cuento, señora, lo de la muerte de mi madre. No tengo ni el más mínimo recuerdo de ella.
—¿Qué edad tienes tú ahora?
—Yo nací, según me ha dicho mi abuela, en el mes de octubre de 1812. Haga la señora la cuenta.
—Y ¿cómo es que tu abuela no te ha dicho quién es tu padre? ¿No lo conoce ella? ¿Sabes que te echaron a la Casa Cuna?
—Sí, señora. Me pusieron en la Casa Cuna para que me bautizaran con el apellido de Valdés.
—Pues yo no soy inclusera y también llevo ese apellido. De suerte que tu padre, aun sin pasarte por la Casa Cuna bien pudo bautizarte, poniéndote en la fe de bautismo «de padres no conocidos», como es costumbre. Se conoce que tenía malas entrañas. ¿Te crió tu madre?, esto es, te dio el pecho?
—Creo que no. A mí me crió una negra.
—¿Dónde te crió? ¿En la Casa Cuna?
—No, señora, en casa de mi abuela.
—¿Cómo se llamaba tu criandera?
—Me parece que María de Regla Santacruz.
—¿Vive? ¿En dónde está ahora?
Después de titubear por breve rato, contestó Cecilia conocidamente confusa:
—Entiendo que mi madre de leche se halla desterrada en el campo por sus amos. Al menos así me lo dijo un negro con quien tuve anoche unas palabras en el baile de la gente de color, allá afuera.
—Otro cuento tenemos. Mentira. Tu criandera no es esclava de los condes de Jaruco. El que alquiló a esa negra para que te diera de mamar en la Casa Cuna y en casa de tu abuela, ése es tu padre. ¡Míralo!
Aprovechose doña Agueda del momento en que Cecilia buscaba el objeto que ella le había indicado con la palabra y la mano, para levantarse y desaparecer en el cuarto más próximo, empujando la puerta que daba al patio. Perpleja y azorada la muchacha, giró en torno y casi se le escapa un grito del susto, cuando reparó que un hombre de cara larga y pálida, sin pelo de barba, cual si fuera de la raza india, cuya cabeza cubría hasta las orejas un gorro mugriento de seda, la miraba fijamente con ojicos de mono, a través de la reja de hierro, medianera entre el aposento y el comedor.
—¿Qué traes?, la preguntó el hombre en voz gangosa de falsete.
—Caballero, repuso Cecilia dudosa, vengo por el señor don Tomás Montes...
—Yo soy, la interrumpió él. ¿Qué se ofrece?
—¡Ay! ¿Es el caballero? ¿Pues no decía la señora...?
—No hagas caso. La señora está... (e hizo un movimiento rotatorio con el índice de la mano derecha, apuntando para su propia cabeza) ¿Para quién?
—Para mi abuela.
—¿Qué tiene tu abuela?
—¡Ay! señor doctor, está muy mala. Se muere... Si el señor doctor tuviera la bondad de ir ahora mismo...
—¿Quién es tu abuela?
—Creía que el señor doctor me había conocido... Josefa Alarcón, criada del señor doctor...
—¡Ah! La madre de... Sí, sí, ya, protegida por el señor don... ¡Qué! ¡tengo la cabeza!... ¡Ah! y tú eres su hija... ¡Toma! Tu nombre es... Cecilia. Yo bien decía. Cecilia, Cecilia Gam... Pues, Cecilia Valdés. No era posible que yo me olvidase. Sólo que como tengo la cabeza hecha un güiro, se me habían trabucado las especies. Tu abuela y tú me están muy recomendadas. Pero aquí entrenós (añadió en tono más bajo), no hagas caso de lo que ha ensartado mi mujer de mí, de ti, de tu madre, de tu padre, de tu criandera, etcétera, porque todas ésas son cosas de su cabeza. Ella está... (y volvió a barrenarse las sienes con el dedo índice de la mano derecha). Tú no entiendes. No creas nada. Cecilia Gam... quiero decir, Valdés. Te pareces bastante, te pareces mucho... ¡Ah! Dile a tu abuela que para allá iré así que me pongan la volante. El calesero debe haber ido a bañar los caballos al muelle de Luz... Si no ha tomado un trago por el camino, ahorita está de vuelta; y detrás de ti... Ve. Di a tu abuela que para allá voy. El señor don, don, don... digo, que paga bien los servicios... Es generoso, espléndido... Ve pronto.
Al retirarse Cecilia despechada y firmemente persuadida de que aquélla era una casa de orates en toda la acepción de la palabra, echole el médico una mirada intensa y escudriñadora, y se quedó clavado a la reja, repitiendo a media voz:—¡Se parece bastante, mucho, muchísimo! Estaba por decir que es su vivo retrato. No creía yo que fuese tan linda como me la pintaban. ¡Guapa muchacha! Sí, guapa, ¡muy guapa! ¡Mira! Si la mandamos con su madre al ingenio Jaimanita, allá con los padres de Belén... ¡Qué belén no se habría formado! ¡Ja, ja, ja!—Y rió como un verdadero loco.
Puntual fue Montes de Oca a la promesa hecha a Cecilia, presentándose en su casa a las nueve de la mañana; con lo cual dio, además, prueba palmaria de que sabía llenar los compromisos que contraía con sus amigos.
Para asistir a la enferma, pues que no entendían de eso Cecilia ni Nemesia, ya se había constituido en la casita seña Clara, la mujer de Uribe, a quien no tuvo empacho Montes de Oca de comunicar en secreto el juicio que había formado acerca de la enfermedad, según el breve examen hecho. En una palabra, pronosticó adversamente. Y aunque no dio las razones en que se fundara para pronosticar con la franqueza y certidumbre que solía, era claro que, dados los años, las desventuras y la rigurosa vida ascética y de mortificación de la enferma, debía esperarse un fin próximo y fatal. En tales sujetos adquiere, además, carácter grave cualquier dolencia, por ligera que sea en su origen.
Lo único que dijo en general Montes de Oca fue, que ante todo y sobre todo era preciso combatir con mano fuerte el síntoma comatoso que presentaba la enfermedad (con cuya palabra es seguro que dejó completamente a oscuras a sus oyentes), y, en consecuencia, siguiendo al pie de la letra el método antiflogístico de curar, muy en boga entonces, recetó al exterior tres vejigatorios bien cargados de cantáridas, una a la nuca y los otros dos a las pantorrillas; al interior una opiota para calmar los nervios y ver de provocar el sueño restaurador, y nada de alimento hasta que no declinase el estado inflamatorio de la calentura cerebral.
Cecilia, anegada en llanto, acompañó al médico hasta la puerta de la calle, esperando sin duda una palabra suya de consuelo antes de marcharse, pero él, o no la entendió, o estaba embebida su mente en cosas muy ajenas a la enfermedad de la abuela y al dolor de la nieta. Ello es, que sólo se ocupó de decirla que no la sentaba tamaña aflicción, que su amigo (con énfasis en esta frase de doble sentido) la tenía muy presente, y que volvería por la tarde para ver qué tal seguía la enferma.
La tomó una mano, puso en ella, sin explicar de quien procedía, una onza de oro, y a tiempo de partir le dio un apretón que podía traducirse de diversos modos. En nada de eso paró la atención Cecilia; pero hecho todo a ciencia y paciencia del malicioso calesero, aunque al parecer no veía, oía ni entendía, podía apostarse cualquier cosa a que le fue con el canutazo a su ama doña Agueda Valdés de Montes de Oca.
Menudeó el médico las visitas profesionales. ¿Y cómo no? Nada temía por lo que respectaba a la paga de su trabajo ni por el monto tampoco, que podía ser cuantioso; y luego las lágrimas de Cecilia, realzando sus naturales encantos, eran capaces de ablandar las piedras, cuanto y más que el corazón de Montes de Oca no tenía nada de duro ni de piedra. Pero si de veras se propuso acertar esta vez y curar al enfermo, la erró, y muy probablemente por carta de más. Recordó infinidad de casos parecidos e iguales que había tratado felizmente en su larga práctica; registró todos sus libros de medicina, entre otros el publicado últimamente en París por Broussais, padre del método antiflogístico, titulado «La irritación y la locura», que había hecho tanto eco en el mundo; probó las tisanas más aceptadas, las cataplasmas, las unturas, las ventosas, los vomitivos, los purgantes, las sanguijuelas; como último recurso propinó la píldora de Ugarte, con cuyo heroico remedio había salvado más de un moribundo de las garras de la muerte. No cabe duda ninguna que si hubiese habido más resistencia y jugo vital en el cuerpo descarnado de la triste seña Josefa, más pruebas y experimentos habría hecho en él Montes de Oca. A los doce o quince días de lucha incesante y fiera, al menos por su parte, convencido de que el momento final se acercaba al galope, entregó la enferma en brazos de la religión y se retiró con sus honores.
Su retirada repentina naturalmente causó sorpresa, con mayoría de razón que en las primeras horas de la noche del 12 de enero, noche nublada y fría por cierto, había abierto los ojos la enferma y dado otras señales de vida. Con todo, habiendo ordenado que se dispusiese seña Josefa, pues que había vuelto en su acuerdo, no había mas que obedecerle. Cecilia, en tal virtud, rogó a José Dolores Pimienta, que velaba con ella mientras dormían Nemesia y seña Clara Uribe, fuese por los santos óleos a la iglesia de San Juan de Dios. Entretanto la joven, sin pérdida de tiempo, ni de valor, improvisó un altar de su propia cómoda en el cuarto de la enferma, poniendo sobre la empolvada tabla un lienzo blanco, a falta de mejor mantel, y un crucifijo entre dos velas de cera en sus respectivos candeleros de cobre.
Como advirtiese la abuela los preparativos de la nieta, le preguntó en tono de voz casi inaudible:
—¿Qué haces ahí, niña?
—¿No lo ve su merced?, contestó ella temblando del susto y de la pesadumbre. Compongo el altar.
—¿Para qué?
—Para el padre.
—¿Han llamado a misa?
—Todavía. Mas el padre ha de venir pronto...
—¿Por qué no me has dispertado en tiempo? Yo no estoy vestida.
—Su merced puede confesarse como está.
—¡Confesarme!
—Sí, mamita, confesarse. ¿No se acuerda su merced que me pidió el confesor?
—¡Ah! Sí, ¡es verdad! Ya me acuerdo. Bien, niña, échame una manta por encima. ¿Qué hora es?
—Son las siete o las ocho.
—¿Tan tarde?
En esto se oyó el sonido peculiar de la campanilla tocada por un muchacho, anunciando desde lejos la aproximación de los santos óleos. Conducíalos el padre Llópiz en las manos juntas y altas, caminando a pie entre José Dolores y el sacristán de la iglesia, cada cual con un farol encendido para hacer reverencia al Sacramento y alumbrar la vía. A su paso por las calles se asomaban los vecinos a la puerta de sus casas, se postraban en tierra y alumbraban también con una vela en la mano. Todos estos ruidos y rumores llegaron a los oídos de Cecilia, a tiempo que la procesión desembocó en la calle de O'Reilly, viniendo por la de Compostela. Aún las monjas en el convento de Santa Catalina, enteradas de lo que pasaba en su vecindario, hicieron tocar agonías, y en sus fervientes oraciones encomendaron el alma del moribundo a la merced de su munífico creador.
Puede afirmarse con verdad que seña Josefa no estaba en su cabal juicio y sentidos cuando se confesó, comulgó y recibió la extremaunción. A haber vivido horas no más después de esos actos solemnes e imponentes, de nada de ello habría sabido darse cuenta. Fue todo para ella el resultado de un hábito inveterado. De otra manera, la vista del cuadro que se ofreció en torno de su lecho de agonía, mientras el padre la auxiliaba a bien morir, habría sido bastante conmovedor para apresurarle la muerte. Cecilia y Nemesia de un lado, seña Clara y José Dolores del otro, un oficial de la sastrería de Uribe que llegó en aquellos momentos y el sacristán a los pies, todos arrodillados, murmurando devotas oraciones y alumbrando la triste escena con un farol o una bujía, formaban grupo interesante, original y digno del pincel de un inspirado artista.
A la conclusión de la tristísima ceremonia, todos los circunstantes, que más que menos, experimentaron una especie de alivio interior, porque se cree en general que trae aparejada la muerte. Aun la enferma pareció reanimada, en vista de que sacó el brazo derecho de debajo de las sábanas y empezó a tentar por varias partes del lecho, como si buscase algo que se le había perdido. Le detuvo la mano Cecilia, y preguntó:
—¿Qué buscas, mamita?
—A ti, mi corazón, respondió la abuela con mucho trabajo.
Esta tierna solicitud, esta salida inesperada hizo saltar las lágrimas de Cecilia, quien, para que la abuela no se impresionara, volvió el rostro a otro lado.
—Pues aquí me tiene su merced, dijo, apretando la mano de la enferma.
—No te veía, agregó ella con sentimiento. ¡Está esto tan escuro...!
—Apagué las luces por su merced.
—¿Estás sola?, preguntó la anciana después de largo silencio.
—Sí, mamita.
Dijo verdad, porque en oyéndola, prudentemente se retiraron a la sala las otras dos mujeres; y los hombres aún no habían vuelto de la iglesia, a donde habían ido para acompañar al viático.
—Querría... decirte una... cosa, dijo seña Josefa muy despacio, después de otra larga pausa.
—Pues diga, mamita, diga. Ya escucho.
—Acércate. ¿Por qué te alejas, mi vida?
—Yo no me alejo. No. Estoy cerquita de su merced.
—¡Pobre Charito! ¿Qué será de ella? Me voy primero... me voy.
—¡Jesús, mamita! No se aflija ahora su merced pensando en eso. Le hace daño, mucho daño. Sosiéguese.
—¡Pobrecita! Pero tú... rompe... relaciones... el caballerito... Ese es tu...
—¿Mi qué, mamita?, preguntó Cecilia sobresaltada y con instancia, pues la abuela tardaba en terminar la frase. ¿Mi qué, mamita del alma? Hable, diga; por la Virgen Santísima, no me deje en esta terrible indecisión. ¿Es mi enemigo? ¿Mi tormento? ¿Mi infiel amante? ¿Mi que?
—Es tu... tu... tu... t..., continuó repitiendo seña Josefa, cada vez a más largos intervalos y más bajo tono, hasta que el ruido de la sílaba misteriosa se convirtió en lúgubre murmullo y el murmullo en un mero movimiento de los labios, que no duró mucho tampoco. La enfermedad tuvo su crisis. Había expirado.
No había visto Cecilia morir a nadie, así que, al convencerse por el tacto de que la abuela no alentaba precisamente cuando la creía más viva, el horror más bien que el pesar le arrancó un grito terrible y le privó del sentido. Acudieron seña Clara y Nemesia, y la encontraron en la cama abrazada con el cadáver, del cual les costó trabajo separarla. Justo era su inmenso dolor. Desde aquel momento le faltaron de una vez su protectora, su compañera, su tierna amiga, su pariente, su madre adorada; y para mayor desesperación, quedole siempre después el remordimiento de que en la confusión había olvidado poner en la mano de la moribunda la vela del alma, preparada con tanta anticipación para ese mismo caso.
Mientras duró la enfermedad de la Josefa Alarcón, fue entregando el médico a Cecilia, siempre sin decirla palabra de quien procedían, diversas cantidades de dinero, las mismas que ella recibía con una mano y con la otra pasaba a las de José Dolores Pimienta, creado de hecho su mayordomo y cajero. Corrió él, en efecto por ese breve tiempo (brevísimo para quien ansiaba se repitieran las ocasiones de acercarse a Cecilia y de prestarle cada día nuevos servicios), con todos los gastos que ocasionó la enferma; y muerta, ajustó con el conocido muñidor Barroso los preparativos para el entierro. Siendo muy estrecha la casita de la calle del Aguacate para recibir a las visitas que vendrían a dar el pésame a Cecilia, y para celebrar el velorio, dispuso Pimienta se trasladara el cadáver a la sala de la casa en que él y su hermana vivían, en la calle de la Bomba, donde estuvo de cuerpo presente desde las diez de la noche hasta las tres de la tarde del siguiente día. No se erigió catafalco: vestida de muerta con el hábito mercedario, color de pajuela, que ceñía la correa negra usual de la Orden de la Merced, y metida en su caja forrada de paño negro, se depositó en unas andas comunes, entre grandes cirios de cera y candelabros plateados.
El maestro Uribe, con sus oficiales y amigos y los numerosos de Pimienta, velaron toda la noche, y a la hora del entierro condujeron las andas a hombro, relevándose de cuatro en cuatro hasta el cementerio, situado en el pequeño arrabal de San Lázaro, al extremo de la calzada de este nombre.
El único incidente que en cierto modo marró la solemnidad del acto, fue el que en breves palabras vamos a referir. Distaba la casa mortuoria del cementerio sobre media legua, y la vía más corta no conducía por las calles de la población, sino por veredas tortuosas, sombreadas del lujoso arbolado de las quintas y jardines, que entonces ocupaban el área toda del hoy extenso barrio titulado del Monserrate.
Allí donde se alza la moderna iglesia que le da nombre, se unió de repente a la fúnebre comitiva, procurando confundirse con ella, un negro desconocido y de mala catadura, que parecía cansado de mucho correr. Tras éste se apareció a poco otro a caballo en traje militar, de chaqueta de paño, con dos charreteras de oro y sable de caballería. Era joven y de ademán bizarro. Sin andarse en chiquitas, se precipitó sobre el fugitivo, y, apuntándole con el arma al pecho, gritó:—Date, Malanga, o te mato.
—¡Tondá! ¡Tondá! exclamaron los de la comitiva que le conocían de vista o de trato.
Cogido, pues, Malanga entre la punta del sable y las andas en que iba la difunta, no tuvo más remedio que entregarse a merced del captor; el cual, sin desmontarse, le amarró codo con codo, le echó por delante, y saludando a la militar con el arma al aire, dijo a los del duelo:—Señores, espero me dispensen el mal rato. Tenía orden de Su Excelencia el Capitán General, de coger a este pícaro, vivo o muerto, y la he cumplido. Que siga el entierro. Salud, señores.
La primera parada de la fúnebre procesión se hizo a la reja grande que mira al azulado mar Atlántico de la casa de la Beneficencia, a fin de que los niños hospicianos de ambos sexos cantasen un responso por el alma del difunto, mediante el pago de una moneda de oro, en calidad de limosna.
La segunda parada se efectuó delante de la reja del cementerio, debajo del gracioso arco de entrada, para que el capellán hiciese la aspersión del ataúd con agua bendita, antes de consignarle al sepulcro. Cuando se ejecutaba este acto final y siempre triste, los acompañantes, en actitud reverente, permanecieron de pie y descubiertos, formando grupo en torno de la huesa.
José Dolores Pimienta, Uribe y algunos otros arrojaron un puñado de tierra sobre el ataúd de la que fue en vida Josefa Alarcón y Alconado, no menos distinguida por su belleza que por sus desgracias, su ardiente amor de madre y prácticas religiosas de sus últimos años; y el primero, que hacía de cabeza del duelo, al darles las gracias a sus amigos y despedirlos, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos, acaso porque se le vino a la mente en aquel instante el cuadro de su idolatrada Cecilia, transida del dolor y desmayada en brazos de Nemesia.