La alegría del corazón conserva la edad florida, la tristeza seca los huesos.

Parábolas de Salomón.

En la época de que venimos hablando, eran rara avis los dentistas de profesión en La Habana. Siguiendo aquel refrán castellano que enseña: al que le duele la muela que se la saque, el oficio o arte dental lo ejercían, por la mayor parte, en las poblaciones, los barberos; en los campos los cirujanos, quiénes armados con el potente gatillo de acero, no dejaban diente ni muela con vida.

Había también sacamuelas intrusos o aficionados. Entre éstos, uno de nombre Fiayo se había hecho célebre por la destreza y habilidad con que ponía las raíces al aire y sin dolores de esos apéndices de la masticación. Su fama y popularidad, sin embargo, provenían del hecho, primero, de no emplear instrumento quirúrgico de ninguna clase; segundo, de no llevar dinero por sus mágicas operaciones dentarias.

La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacía tiempo venía padeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento en la mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie de un molar. Los médicos consultados, después de probar la aplicación de apósitos, sanguijuelas, enjuagues y cabezales, sin fruto aparente, decidieron se hiciera la extracción. Pero la idea no más de que para llevarse a efecto había de emplearse el temible gatillo, ocasionaba sudores y desmayos en la dolorida joven.

Por aquellos días llegó a La Habana, desde el campo, el mágico dentista Fiayo, y, como de costumbre se hospedó[40] en casa del Doctor Montes de Oca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso la engancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a la calle de la Merced. Llena estaba la sala de pacientes, unos en solicitud de los consejos o remedios del médico, otros de los servicios del famoso sacamuelas. Este ocupaba el segundo cuarto, cuya puerta y ventana daban al patio, y era por eso el más claro y a propósito para las operaciones de la boca. Allí tenía una silla común de madera, en que hacía sentar al paciente con la cara para el este, y en un dos por tres ponía al aire las raíces de la muela o el diente que le indicaba el interesado. Sucedía a veces que encontraba mayor resistencia de la que podía vencer con la fuerza del pulgar y del índice de la mano derecha; en cuyo caso, disimuladamente metía ésta en la faltriquera del chaleco, cual si pretendiera enjugársela, se armaba de una llavecita de hierro, convertía el paletón en gatillo, el tronco en palanca, y el éxito era instantáneo y seguro.

La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antonia no causó poca sorpresa en las personas presentes en la sala, principalmente en Montes de Oca, que si bien era el médico de palacio y gozaba de extensa y merecida fama, no estaba acostumbrado a que le consultasen en su propia casa, señoras tan distinguidas y en la apariencia ricas. Tamaña condescendencia y amabilidad no podían menos de obligar a un médico de las condiciones y calidades del que tratamos ahora; así fue que, abandonando desde luego a sus pacientes, salió a recibir y atender a las recién llegadas. No conocía él sino de nombre y de vista a doña Rosa, a pesar de la estrecha y antigua amistad que le ligaba con su marido. Pero a tiempo de acercársele y hacérsela presente, le pasó por la mente que tal vez la inesperada venida de aquella respetable señora tenía que ver algo con la enferma del hospital de Paula, de la cual hablaba precisamente con la anciana seña Josefa, en los momentos en que entró en la sala. Y una vez metido este extraño pensamiento en su cabeza, ya no hubo forma de sacarle de ahí.

—La señora esposa de mi caro amigo el señor don Cándido Gamboa y Ruiz, si no estoy equivocado, dijo Montes de Oca.

—Servidora de Vd., contestó secamente doña Rosa.

—Yo lo soy de Vd. muy atento. ¿Y ésta es su señorita hija de Vd.?

—Sí, señor.

—Bien se conoce. Hermosa niña. Dios se la guarde. Tengan la bondad de pasar adelante y sentarse.

—No hay necesidad, dijo doña Rosa. Vd. es persona muy ocupada, y luego venía solamente...

—Lo adivino, lo sé, mejor dicho, y perdone que la interrumpa, dijo Montes de Oca con desusada oficiosidad. Me complace el ver que Vd., también se interesa por la salud de la enferma en el hospital de Paula. Tanta bondad y nobleza de alma son mucho de celebrarse. Lo veo, lo comprendo perfectamente, desea Vd., conocer cuanto antes cuál es mi diagnóstico acerca del estado de la pobre muchacha. Es de celebrarse.

No teniendo noticias de semejante enferma, la madre y la hija se miraron azoradas, azoramiento que el médico no sólo no entendió, sino que lo interpretó por uno de aquellos sentimientos de admiración mezclados de gratitud que sienten las personas bien criadas cuando les adivinan sus pensamientos y se anticipan a sus caros deseos. Halagada de este modo su vanidad, continuó diciendo, cada vez más satisfecho de su penetración:

—Diré a Vd., señora mía, con gran sentimiento, lo mismo que acabo de decirle a la anciana madre de la enferma, con quien me ha visto Vd., hablando hace poco. No es nada favorable mi diagnóstico. Con Vd. aun puedo ser más franco que con la madre. Ahí no hay ya fuerzas, sujeto, como decimos; quedan sólo alma en boca y huesos en costal, según se dice de los bozales recién llegados de Guinea. Su mal trae origen de una meningitis aguda, superveniente de un susto, que bajo el influjo de una fiebre puerperal, la privó del juicio y produjo un desorden general del sistema nervioso, cuyo estado ha pasado a crónico, para el que hasta ahora no se conoce remedio en la ciencia médica. En el día los síntomas más marcados son los de una consunción lenta, ya en el último período, cuyo término puede ser más o menos cercano, pero cierto y fatal que, o mucho me engaño, o no podría alargar una hora, un minuto el mismo Galeno[41] si para ello solamente volviese al mundo. Esta clase de enfermos acaban como las velas así que se evapora el sebo de que están hechas. Se apagará su vida el día y a la hora menos pensada. Lo peor de todo, misea[42] Rosa, es que ya es demasiado tarde para sacarla del hospital. Corremos riesgo de que se nos quede muerta entre las manos, que se apague la vela en cuanto le dé el aire libre del campo. Siento mucho no poder llenar los deseos del señor don Cándido...

En este punto hizo Rosa un movimiento de sorpresa que llamó la atención aun del embebecido médico, obligándole a dejar trunca la frase. No era para menos la especie. Mujer más joven, menos precavida que ella, habría hecho una exclamación demostrando mayor desazón y cólera. De tal naturaleza fue, sin embargo, la impresión que le causaron las últimas palabras de Montes de Oca, que cambió de color, poniéndosele rojo en el primer instante el rostro, y luego pálido, y desapareció, por supuesto, la plácida expresión con que había estado escuchando el ininteligible diagnóstico. Aunque de origen bien diverso, la misma sensación de extrañeza experimentó Antonia. No comprendía ésta, es cierto, por su juventud y ninguna experiencia, toda la malicia que podía encerrar el hecho de que su padre desease sacar del hospital de Paula a una muchacha enferma y desconocida para toda la familia, con el objeto de que se curase en alguna otra parte. Pero no se hallaba doña Rosa en el mismo caso. Lo que era oscuro e insignificante para la hija, era un mar de luz para la madre, la verificación de continuas sospechas, el aguijón de celos antiguos y siempre vivos. ¿Quién podía ser aquella moza, ni qué clase de relaciones tenía o había tenido con ella su esposo, que estaba empeñado en sacarla del hospital de Paula por medio del médico Montes de Oca? Debía de ser una mulata, pues que su madre era casi negra. Se hallaba gravemente enferma, el médico la había desahuciado, estaría hecho un esqueleto, fea, asquerosa, moriría ciertamente en breve; pero había sido su rival, había gozado a la par con ella del amor y de las caricias de Gamboa.

¿Por qué disposición del cielo averiguaba en la hora postrera un secreto tras el cual venía corriendo hacía más de una década? Ya era poco menos que inútil la venganza. La muerte se interpondría en breve entre la esposa y la manceba. ¡Qué desesperación! ¡Qué tumulto de pasiones! ¡Qué atar y desatar de cabos sueltos, ocultos mas no olvidados en los rincones del pensamiento! Quería hablar, gritar, desahogar de alguna manera su corazón oprimido. ¡Cuánto alivio no la habrían proporcionado las lágrimas! Cristiana y discreta como era doña Rosa, sin duda hubiera dado en aquel instante la mitad de su vida por retrotraer los sucesos al año 13 ó 14, en que, joven todavía, llena de fuerza y de encantos personales, con menos cordura y calma, la hubiera sido fácil, plausible, hacer valer sus derechos de esposa, de madre y de señora.

Mientras revolvía todas estas cuestiones en la cabeza, obra que no le costó muchos minutos, sino segundos de tiempo, y sentía que la sangre se asomaba toda a sus mejillas, pasole por la mente lo de la niña en la Casa Cuna y su lactancia por María de Regla, la esclava ahora de enfermera en el ingenio La Tinaja; y dedujo, por necesaria consecuencia, que esa historia se relacionaba estrechamente con la mujer enferma en el hospital de Paula. ¿Buscaba, pues, Gamboa salvarle la vida a la madre de su hija bastarda? ¿Quién sería ésta? ¿Vivía aún? ¿La reconocía como tal el padre? Fuerza era averiguarlo. Tal vez Montes de Oca estaba enterado. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la agitación ya a punto de embargarle los sentidos; y decidió apurar hasta las heces la copa de la curiosidad y de los celos. Así, tomando de nuevo el hilo de la conversación con Montes de Oca, que mostraba deseos de manifestar cuanto sabía, dijo:

—Yo también siento en el alma que no se pueda hacer nada de provecho con la pobre...

—Rosario Alarcón, sugirió el médico, viendo que doña Rosa titubeaba.

—Rosario Alarcón, repitió ésta. Lo más presente que yo tenía. Mi memoria es flaca en esto de recordar nombres. Se lo dije a Gamboa que ya era demasiado tarde y no dudo que el desengaño le causará un verdadero pesar. Luego la hija, así que lo sepa...

—En cuanto a eso, repuso prontamente Montes de Oca, pierda Vd. cuidado, misea Rosa. La abuela ha tenido la habilidad de ocultarle a la hija hasta la existencia de la madre enferma.

—¡Es posible! exclamó doña Rosa. Parece increíble...

—Nada más fácil, continuó el médico. Esto es, repito lo que me ha contado la anciana que acaba de salir de aquí y que yo no hallo absurdo. Supongo que Vd. no ignora que cuando pusieron en Paula a la Rosario Alarcón, la hija era una chiquilla, sin uso de razón para echar de menos a una madre a quien después no ha visto.

—Con que la hija, una mujer hecha y derecha...

—Y muy linda, sin desdoro de los presentes, dijo Montes de Oca, cortando otra vez la palabra a su interlocutora para interpretar a su manera un pensamiento no más que indicado.

—Quiere decir, dijo doña Rosa, que Vd. conoce a la mozuela. Estaría aquí con la abuela.

—No, señora, no la he visto nunca. Hablo por boca de ganso, repito lo que me ha contado la abuela. Mejor dicho, no la veo desde el primero o segundo mes de nacida, cuando la Real Casa Cuna o de Maternidad estaba situada en la calle de San Luis Gonzaga, cerca de la esquina de la del Campanario Viejo.

—Luego tal es la niña para cuya crianza se tomó en alquiler a mi esclava María de Regla.

—Puede ser, yo no sé de eso jota.

—¿Cómo que no, si por orden de Vd. se me pagaron las dos onzas mensuales del alquiler mientras duró la lactancia de la susodicha niña?

—¿Por orden mía? Perdone Vd. misea Rosa. No tengo idea de semejante inquilinato, y, por supuesto, de la tal mensualidad. ¿No estará Vd. equivocada?

—Vaya, señor Doctor, repuso doña Rosa. ¿Es olvido o pura modestia de Vd.?

—Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de lo que Vd. dice.

—Así será, dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía en guardia. Comprendo lo que pasa por Vd.: no quiere que se hable más de este asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifieste mi complacencia por el uso que hizo Vd. de los servicios de mi esclava, cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue, ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por el alquiler de la criatura, y que si al fin recibí el dinero fue porque se me dijo que de otro modo Vd. no la aceptaba.

Guardó silencio Montes de Oca. Únicamente inclinó respetuoso la cabeza como hombre que, cogido en un fallo, y sin salida plausible ni medios de defensa, se resigna y aguarda la sentencia. Pero lo poco que negó fue precisamente aquello de que debía estar más convencida doña Rosa, es a saber, del inquilinato de la nodriza y del salario que por ello la abonaron mes a mes, durante cierto tiempo. En lo que sí se equivocaba lastimosamente era en dar por hecho que Montes de Oca había sido el contratante y pagado el dinero del supuesto alquiler. Sobre este particular importante había sufrido dicha señora un engaño: ¡su marido no le había dicho la verdad!

Ahora bien: a la vista de la persistente negativa del médico, ¿salió doña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos, y por lo mismo nos limitamos a decir que, aclarados ciertos particulares oscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con la hija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sin esfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extraña de secretos de familia que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues, del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestias que le había ocasionado, sirviéndose decirla si Fiayo se hallaba dispuesto a examinarle la boca a su hija Antonia. Por sentado que lo estaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, don Tomás Montes de Oca tuvo la cortesía de acompañar a las dos señoras hasta el estribo del carruaje y de ayudarlas a montar en él. Y una vez sentada y emprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la cara con las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todo esto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolor físico, no había echado de ver la transformación del semblante de su madre así que se alejó de la presencia del médico.

Conviene advertir aquí que a consecuencia de un disgusto con su padre por la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya, Leonardo hacía tres o cuatro días que no paraba en su casa, sino en la de una tía materna. Esto contribuyó a aumentar el pesar de doña Rosa. No sólo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darle explicación alguna a don Cándido sobre los motivos de su sentimiento. En medio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre del hijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia de éste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en su busca con el carruaje. Vino el joven, y al punto doña Rosa, rodeándole con sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas. Dábale entre tanto los epítetos más cariñosos y le decía:—Hijo del alma, ¿dónde estabas? ¿Por qué huías de las caricias de tu madre? Mi amor, mi consuelo, no te apartes de mi lado. ¿No sabes que tu triste madre no tiene otro apoyo que el tuyo? Tú no mientes, tú dices siempre verdad, tú eres el único en esta casa que conoce lo que vale una madre y esposa leal. Mi vida, mi corazón, mi fiel amigo, mi todo ya en el mundo, ¿qué, ni quién tendrá bastante poder ahora para arrancarte de mis brazos? Sólo la muerte.

Al fin esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones de la fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeada de varias personas que le eran muy queridas, que la respetaban y que se apresuraron a enjugar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos y distracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacía de un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que le recibió, bien se conocía que el ángel de su guarda se le había apartado de los ojos hasta la hora en que su conocimiento la fuese menos doloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venía a turbar la serenidad de sus días, por otra parte siempre plácidos e iguales.

Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño ni los celos de doña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolación de la pobre seña Josefa, más desamparada y sola que antes desde el punto que se separó del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbral de su casita en la calle del Aguacate? Con razón pudo entonces exclamar con el salmista:—Venid, cielos y tierras, aves que pobláis el aire, peces que llenáis las aguas, brutos que holláis los campos, y decidme: ¿Hay dolor comparable con el dolor mío?

Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afligida. Cecilia, a quien encontró allí de vuelta, estaba harto disgustada para pensar en los disgustos ajenos. Nemesia también guardó un profundo silencio, diciendo sólo al despedirse de las dos:—Hasta después. Aun la imagen de la Virgen en el nicho, frente a su butaca, parecía que no debía ofrecerla esta vez consuelo. Transida por el dolor de la espada que le atravesaba el pecho, dirigía hacia otra parte sus amorosos ojos.

Y tal fue, después de todo, la indicación oportuna que recibiera seña Josefa en medio de su pavorosa soledad. La madre del Salvador del mundo, en los momentos de perderle enclavado en una cruz, claramente le enseñaba con su resignada, sublime actitud, que hay dolores tan grandes para los cuales no se encuentra consuelo aquí abajo, sino allá arriba, ¡en el cielo!

Capítulo XIV

Meditando su pena
Dentro del pecho el corazón se abrasa:
El fuego desordena
Los límites y pasa:
Y suelta ya la lengua, hablé sin tasa.

González Carvajal

La extraña conducta y las frases irónicas de su cara esposa traían alarmado a don Cándido Gamboa. Nunca había usado ella un lenguaje tan sarcástico. Por el contrario, en sus arranques de celos siempre había pecado por franca y desembozada. ¿Qué había averiguado de nuevo? ¿Dónde había estado aquella mañana, que la produjo tal cambio?

No entraban en el carácter, ni en las ideas de honor y dignidad de don Cándido el pedir a su esposa la explicación del misterio, menos a los hijos con quienes pocas veces hablaba, mucho menos a los criados, alguno de los cuales sabía más secretos de la familia de lo que convenía a la paz y a la dicha del hogar. Hombre de mundo y astuto, creyó que podía dejar al tiempo y a la indiscreción de la mujer o de los hijos el salir de dudas más tarde o más temprano.

Adoptó, eso sí, mayor cautela, observó con doble atención; y he aquí la sola novedad que se operó en su conducta en adelante respecto de su familia. Ni tuvo que mantener larga espectativa tampoco, porque días después, en la mesa del almuerzo, se habló de la neurosis facial de Antonia y del alivio que sentía después de la extracción de la muela por Fiayo. No necesitó de más don Cándido: su mujer había estado en casa de Montes de Oca, donde era notorio que aquél paraba y ejecutaba sus operaciones dentarias.

Precioso dato éste; sólo que, en vez de ayudarle a resolver el enigma, contribuyó a desorientarle y hasta cierto punto a adormecer sus recelos. Porque no cabía en su cabeza que el médico hubiese hablado a su esposa de la moza enferma en el hospital de Paula. Por flojo de lengua que le supiese, no podía imaginar siquiera que llevase la candidez (malicia no era) al extremo de comunicar a una persona extraña que veía por la primera vez, un asunto con el cual no tenía relación ni interés alguno. ¿Con qué motivo, tampoco, suscitar la conversación? Daba por hecho Gamboa, además, que él había hablado al médico sobre la enferma en confianza, y aunque no le había exigido el secreto, se entendía que debía observarse en todas circunstancias.

Ya se ha visto cuán falaces eran todos estos razonamientos de don Cándido. Del mismo erróneo tenor fue la reflexión de que seña Josefa, encontrándose por casualidad con doña Rosa en casa de Montes de Oca, tuvo una explicación, o habló delante de ella de la enferma en el hospital de Paula. En esta persuasión la esperó varias mañanas seguidas al postigo de la ventana de su casa.

Inútilmente. El médico había sido todavía más franco, diríamos más rudo con la anciana que con doña Rosa. De una vez le quitó toda esperanza, cuando en el lenguaje vulgar, no en el de la ciencia, le desahució a la hija. Para una mujer de sus años, agobiada por los trabajos y los pesares, cada vez más descontenta de su nieta, que llevaba, al parecer, el mismo camino de la madre moribunda, era aquella noticia más de lo que su espíritu y su cuerpo podían sobrellevar. Para valernos de sus propias palabras, ya había ella andado la via crucis, se hallaba en la cima del calvario, sólo faltaba la crucificación, la muerte que compasiva, pondría fin a una existencia ya muy larga para lo que había sufrido, tela inacabable de privaciones y de sacrificios.

De este golpe no se repuso más. Tras el llanto y otras demostracciones de dolor, acudió con doble ahinco que antes, al rezo, a la oración, a la confesión y comunión casi diarias, a la penitencia continua, recayendo al cabo en aquel estado de indiferencia y apatía mental y corporal para los negocios del mundo, que tanto se asemeja a la fatuidad o a la demencia. No parece sino que de repente se le había apagado el fuego misterioso que desde los primeros años de su existencia venía comunicando calor a su sangre, actividad a su espíritu. Porque dejó de ser comunicativa, se encerró en sí misma, descuidó a la nieta, se ocupó solamente de los actos de devoción que eran en ella una segunda naturaleza, un movimiento automático, se echó a dormir, en una palabra, desde entonces, el sueño de la vida.

Tal y tan repentino cambio no pudo menos de llamar la atención de Cecilia, quien, si al principio se aprovechó de él para satisfacer sus pasiones y caprichos, sintió luego mayor compasión y ternura por su abuela. Conociendo que sin enfermedad aparente, el día menos pensado caería muerta, empezó a asustarse y ocuparse más de su propio porvenir. En breve se quedaría sola en el mundo, destituida de parientes, de amigos respetables, de amparo, y redobló sus cuidados con la abuela, fue con ella más amable y servicial de lo que jamás había sido en su vida. Pero sus caricias, sus palabras amorosas, sus asiduos oficios de hija sumisa y tierna no obtenían correspondencia digna de este nombre, no excitaban a veces más que una sonrisa fría y... pavorosa para la inexperta joven, que creía ver en eso un signo de anticipada decrepitud, si no de demencia. Ni era que la anciana había perdido ya la facultad de sentir, porque más de una vez la sorprendió la nieta con las mejillas húmedas de las lágrimas. Si éste fue el estado de seña Josefa inmediatamente después de su última entrevista con Montes de Oca, mal pudo ella acercarse a don Cándido para hablarle de un asunto casi borrado de su memoria.

No era por cierto mucho más llevadera la situación de este caballero. Seguía guardando con él su esposa desusada reserva, tal que rayaba en despego; al paso que, como por pique, hacía con su hijo Leonardo dobles extremos de cariño y de ternura. Cada vez que salía a la calle, le acompañaba hasta el zaguán y allí le despedía con besos y abrazos repetidos. Si volvía tarde de la noche, cosa frecuente, le esperaba anhelosa a la reja de la ventana cual se espera a un amante, y lejos de reñirle cuando llegaba, le besaba y abrazaba de nuevo, como si hubiese durado largo tiempo su ausencia, o corrido un grave peligro fuera de casa. Todo le parecía poco a dicha señora para el hijo mimado. Ocioso es añadir que se anticipaba a sus gustos, que le adivinaba los pensamientos y que acudía a satisfacérselos, no como madre, sino como enamorada, con apresuramiento y afán de pródiga, sin pérdida de tiempo y costara lo que costase. Si al volver de una de sus correrías insinuaba siquiera que se sentía cansado o doliente, ¡santo Dios! ponía ella la casa toda en movimiento, haciendo que las hermanas, los criados, el Mayordomo, todos, no se ocupasen de otra cosa que del alivio y bienestar del enfermo.

Así tuviese don Cándido la calma del buey o la paciencia de Job, por fuerza que habían de cargarle estas cosas; más, hacerle hervir la sangre, no tanto porque la madre contribuía con sus halagos intempestivos a la perversión del hijo, cuanto porque así tiraba a mortificar al padre. Tan hostigado se vio, que la dijo un día:

—Si de propósito te pusieras, Rosa, a perder al muchacho, me parece que no lo harías mejor.

—No eres tú quien puede hacerme el cargo, contestó ella con mucho énfasis.

—No obstante, te lo hago.

—Lo veo, y lo atribuyo a que los hombres pierden a veces el... pudor.

—Dura es la palabra, mas la paso en obsequio de la paz.

—No la pases, si te parece. Lo mismo da.

—Es que se me figura que olvidas que yo estoy tan interesado en este asunto como tú.

—¡Tú interesado! ¡Tú interesado como yo en la buena o mala conducta del niño! Graciosa salida por cierto. Lo dudo, no lo creo, lo niego.

—En vano es negarlo, señora; no sería su padre si otra cosa dijese.

—Pues bien, yo que soy su madre, que le di el ser, que le crié en mis brazos, digo a Vd. que puede excusarse el trabajo de velar por la suerte del niño. El no tiene necesidad de los cuidados de padre, le bastan los de su madre.

—Eso no quita que yo mire con inquietud cómo la madre a posta echa a perder cada vez más al mozo.

—No creo que le importe mucho al padre que se pierda o se salve.

—Me importa más de lo que Vd. se figura, señora mía. Si no llevase mi nombre...

—¡Lindo nombre en verdad, donoso!

—Tan bueno es como el de otro cualquiera. Para mí vale mucho.

—Creería que eso era así si no hubiese visto que Vd. mismo le ha arrastrado por el suelo. Lindo nombre, digo. Esté Vd. seguro que si lo que he sabido ahora lo hubiese sabido hace veinticuatro años, mi hijo no llevaría el nombre que lleva. Pero yo tengo la culpa. No me sucedería esto si me hubiera llevado por los consejos de mi madre, que santa gloria haya.

—¿Y qué os aconsejó vuestra buena madre? ¿Se puede saber?

—No tengo embarazo en decirlo, pues me dijo: hija, no te cases con hombre de opuesta religión o naturaleza a la tuya.

—Lo que tanto vale como decir, me parece, agregó don Cándido bastante mortificado, que a Vd. la pesa ya haberse casado conmigo. ¿Hubiera Vd. preferido a un criollo jugador y botarate? Por supuesto.

Tal vez, repuso doña Rosa con mayor suavidad de tono mientras más punzantes eran sus palabras. Pero jugador o no, es probable que el criollo, el paisano mío, se hubiera portado conmigo con más lealtad y decencia. De seguro que el criollo no me hubiera engañado por el espacio de doce o trece años...

—¡Acabáramos! exclamó Gamboa respirando con más libertad. Protesto contra la acusación. Yo no la he engañado nunca.

—¿Y tiene Vd. valor de negarlo? ¿Quién sino Vd. me aseguró una y otra vez que María de Regla criaba a la hija bastarda de un amigo de Montes de Oca? ¿Quién inventó lo del alquiler de la negra? ¿Quién pagó las dos onzas de oro del supuesto inquilinato mientras duró la crianza de la chiquilla? No, no fue Vd. Fue otro, fue el amigo reservado de Montes de Oca. El dinero, sí, es verdad, no salió del bolsillo de Vd., salió del mío; por mejor decir, me lo quitó Vd., con una mano para devolvérmele con la otra.

—Ladrón, ladronazo; ni más claro ni más turbio, dijo don Cándido tratando de echar la cosa a broma.

—Lo ha dicho Vd. Y de que es exacta la calificación, se prueba con el hecho notorio de haber sido mi caudal mucho mayor y más saneado que el de Vd. cuando nos casamos.

—No tiene Vd., necesidad de recordármelo.

—¡Cómo que no! estalló doña Rosa con entereza. Aún tengo que recordarle otras cosas. Pues debo decirle que en caso igual mi marido el criollo quizás juega su dinero y el mío, pero de seguro que no hubiera gastado un peso en amoríos con mulatas. De seguro que no habría ido a Montes de Oca para que le sacara la manceba del hospital de Paula y se la curase en el campo. De seguro que no se desatinaría por una mozuela cuyo padre verdadero sabe Dios quién es.

—¿Conque todo eso me tenía reservado la señora doña Rosa Sandoval y Rojas?

—He aquí como me explico, continuó ésta sin hacer cuenta de la salida burlona de su marido, el odio, sí, el odio, ni más ni menos, que Vd. siempre le ha profesado a mi hijo. He aquí el verdadero motivo del empeño de Vd., en separarlo de mi lado y mandarlo a comer cebollas y garbanzos en España. Temía Vd. que descubriese lo que su madre acaba de descubrir por una rara casualidad. Temía que le despreciase y tuviese a menos el llevar el nombre de Vd., al ver con sus ojos los cenagales por donde Vd., ha venido arrastrándolo. Temía que se avergonzase e indignara de que su padre, no un criollo jugador y botarate, sino todo un hidalgo español, se la pegaba a su madre con una mulata sucia, que purga sus penas y pecados en un hospital de caridad.

—Espero que Vd. acabe para...

—¿Que yo acabe espera Vd.? le interrumpió doña Rosa sonriendo desdeñosamente. No tengo cuando acabar. ¿Para qué tampoco había de acabar? ¿Ni qué puede decir Vd., si yo lo oyera, en atenuación de su mala conducta con la más leal y consecuente de las esposas? ¿Podría, se atrevería Vd., a negar los hechos que le acusan?

—Negarlos a bulto no, explicarlos sí, y de manera que Vd. misma se convenciese que no soy el malvado que su imaginación la pinta.

—No quiero oír más explicaciones. Sobrado tiempo me ha tenido Vd., engañada con sus cuentos y enredos.

—Veo, pues, que Vd., lo que se propone es desfogar su cólera, no dar oídos a la razón y a la justicia.

—Lo que yo me propongo, señor don Cándido Gamboa y Ruiz, dijo su mujer alzando la voz y con ademán solemne, es que Vd. no continúe derrochando mi dinero ni el de mis hijos en querindangos y en la familia de la querida. Sobre esto y sobre lo de maltratar a mi hijo para que le pague sus desengaños en amor, mi resolución está tomada: o Vd., se enmienda o yo me divorcio.

Con lo dicho don Cándido se retiró a su escritorio callado y serio. Y su retirada la saludó doña Rosa con sinceros aplausos desde el fondo de su pecho. Porque es bueno que se sepa, que mientras duró el vivo diálogo que acaba de leerse, estuvo ella haciendo un grande esfuerzo sobre sí misma, a fin de decir cuanto tenía encerrado en largos años de zozobras y sospechas, antes que sus más nobles sentimientos recobrasen el acostumbrado imperio y se echase a perder la lección que había pensado darle a su marido. Bueno es decir, además, que ella se había casado por amor, no obstante la oposición de su madre, y quizás por eso mismo; y no quería romper con el padre de sus hijos y constante compañero. Después, en los veinticuatro años de matrimonio, no había tenido ocasión plausible de arrepentirse, por mucho que no hubiese sido nunca ejemplar la fidelidad de don Cándido.

También se habrá echado de ver en el curso de la presente verídica historia, que don Cándido, antes y después de casado, como se dice vulgarmente, no había reservado pluma. Bastante galán y de apuesta persona, en su mocedad había sido muy enamorado o mujeriego; y tal era su falta mas de bulto. Pero a pesar de la rudeza de sus maneras y de su poca cultura, había bondad e hidalguía en el fondo de su corazón, prendas éstas que redimían en gran parte aquel defecto. Precisamente porque amaba mucho y bien y era hombre de conciencia, cuando contraía un compromiso, fuera de la naturaleza que fuese, hacía cuanto estaba en su mano por cumplirlo, arrostrando a veces para ello con frente serena las dificultades todas que se le presentaban.

Dieciocho o veinte años atrás, esto es, cuatro o cinco después de casado, va con dos hijos de su legítima mujer, tropezó con una mozuela de singular belleza. Sin saber cómo ni cuándo contrajo con ella relaciones clandestinas; lazo fácil de formar cuando el hombre es joven, rico y buen mozo y la mujer bella, en los quince y de la raza mezclada. De estos necios amoríos resultó una niña, la cual don Cándido se empeñó en salvar, primero de la muerte cuando infante, luego de la miseria, de la oscuridad y de la degradación cuando joven. Un compromiso le metió en otro y otro, no ya sólo respecto de esa niña, sino de su abuela, que pronto tuvo que ejercer con ella los oficios de madre; aunque ninguna de las tres estaba ya en aptitud ni situación de apreciar sus favores ni de reconocer sus costosos sacrificios.

Pasado el tiempo de la efervescencia, el más propicio para las locuras de la mocedad, empezó a turbarle no poco el ánimo el recuerdo de sus debilidades. De esa fecha datan sus luchas tremendas para llenar sus obligaciones de amante y padre adúltero, sin descuidar las sagradas de esposo y honrado padre de familia. Pero los celos de doña Rosa, excitados a lo sumo por el orgullo de raza y de señora casada, por sus ideas sobre la virtud de la mujer y los deberes de la madre de familia, la ocupaban de manera y ofuscaban hasta tal punto su razón, que no la permitían notar que su marido estaba plenamente arrepentido de sus anteriores faltas, y que para enmendarlas ponía todos los medios que estaban a su alcance. Mientras dicha señora, justamente ofendida, le echaba en cara sus extravíos de mozo, no veía que laceraba una a una toda las fibras de su corazón; no veía que ya no existían ni podían existir después los motivos de celos que tanto la habían desazonado; no veía, en fin, que deplorando el pasado desde el fondo de su alma, don Cándido de algún tiempo a esta parte sólo trataba de evitar un gran escándalo, una catástrofe en no lejano porvenir.

Capítulo XV

Perdí el desamor
Con las libertades;
Quísele bien luego,
Bien le quise, madre.
Empecé a quererle,
Empezó a olvidarme:
Rabia le dé, madre.
Rabia que le mate.

L. de Góngora

Cursaban las horas, los días y las semanas y no llegaban a la ciudad letras ni noticias de Isabel Ilincheta, desde su partida para Alquízar. Cierto que eran entonces difíciles y raras las comunicaciones de la capital, aún con los pueblos de su misma jurisdicción. Pero no escaseaban los correos privados, trajinantes o buhoneros, que se prestaban a llevar y traer cartas y líos sin cargar porte. Y de éstos acostumbraba a valerse Isabel para mantener correspondencia con sus primas las Gámez y con Leonardo.

Salía éste bastante preocupado de casa de esas señoritas al oscurecer del 6 ó 7 de Diciembre, al propio tiempo que bajaba la calle en dirección de la de Teniente Rey una mujer, cubierta la cabeza con una manta oscura. Pareciéndole que la conocía, apresuró el paso, le ganó pronto la delantera, la observó de soslayo y la detuvo, visto que era Nemesia.

—¿Qué prisa es ésta? la preguntó Gamboa.

—¡Ay, Jesús! exclamó la muchacha. ¡Cuidado que el caballero me ha dado un buen susto!

—Como que te me querías escapar de rengue liso, dijo Leonardo haciendo uso del lenguaje de la gente de color.

—No es mi natural el escaparme de rengue liso ni labrado, y menos de las personas de mi estimación.

—De tu estimación. ¿Soy yo por ventura de ese número?

—El primerito.

—El que te crea que le compre.

—¿Lo duda el caballero?

—¿Cómo que si lo dudo? No lo creo, porque dice el refrán que obras son amores y no buenas razones.

—¿Qué pruebas tiene el señor para decir eso?

—Muchas. Te daré una, la más reciente. El día en que me despedía de una amiga a la puerta de la casa de donde acabo de salir, ¿quién trajo a Celia para que me viese y se encelara conmigo? Tú. Nadie más que tú.

—¿Quién se lo dijo?

—Nadie. Lo sospeché entonces y ahora estoy convencido de ello. Tú eres más mala que Aponte, como decía mi abuela.

—No lo crea el señor, dijo Nemesia retozándole la risa en los ángulos de la boca. Créame el caballero, todo fue una pura casualidad. Yo iba a buscar costura en la sastrería de señó Uribe y Celia quiso acompañarme.

—Sí, hazte ahora la santica y la inocente. Sábete que cometes un pecado en declararme la guerra. Si lo haces porque te figuras que no hay en mi corazón amor más que para Celia, mira que te equivocas. Hay para ella, para la amiga en el campo y todavía queda para las malagradecidas como tú un mundo de cariño.

—Ahora sí que yo digo que el que crea al caballero que lo compre.

—Tienes que creerme, porque te lo digo y porque tú eres la mulata más salerosa que pisa la tierra.

—¡Lisonjero! ¡Veleidoso! exclamó Nemesia conocidamente pagada del requiebro. Cuidado que los hombres son malos. Sólo que a mí no me gusta partir con naiden ni ser plato de segunda mesa.

—En siendo plato, mujer, no importa de qué mesa. ¡Ay de las que no son plato de ninguna! porque es la prueba de que se quedaron para tías y para vestir santos. Celebremos un trato: no me hagas la guerra.

—Dale con la tema: yo no le hago la guerra al caballero.

—Sí, sí, me la haces. Lo veo, lo conozco. Celia está brava conmigo por ti. Pero has escogido un mal camino para alejarme de ella. No le eches leña al fuego. Aquí, aquí, añadió oprimiéndose el lado izquierdo del pecho con ambas manos, aquí hay lugar para Celia y para su más tierna amiga.

—No. Para que yo dentrara ahí habría de ser sola, solita. No quiero compaña en el corazón del hombre que yo ame.

—¡Egoísta! la dijo Leonardo echándole una mirada amorosa. Y se separaron, tirando Nemesia hacia la calle de Villegas en dirección de su casa en el callejón de la Bomba, y Leonardo todo derecho a la calle de O'Reilly.

Había aquélla oído de los labios del joven, de quien estaba perdidamente enamorada, que cabía en su corazón juntamente con Cecilia. Tal vez la cosa no pasaba de una mera galantería. ¿Qué decimos? Leonardo sólo se propuso propiciarla, halagando de paso su vanidad femenil con la esperanza de que en cierta contingencia podría ver realizado su amoroso deseo. Mas ella reflexionó que si cabía, lo más difícil en su concepto, bien podría suceder que entrase acompañada y se quedase sola y dueña del campo. Así que el descubrimiento, además de causarla un regocijo indecible, la confirmó más en el plan sobre cuya ejecución venía trabajando hacía algún tiempo. Para llevarle a debido efecto, dos medios se ofrecían a su traviesa imaginación. Con el conocimiento que tenía de los rasgos más marcados del carácter de su amiga, una índole eminentemente celosa, unida a una soberbia desapoderada, juzgó Nemesia, y juzgó bien, que si excitaba a lo sumo ambas pasiones, aún cuando no lograse que rompiera con el amante, ni suplantarla en el amor de éste, haría al menos que él la abandonase.

En la escena debía jugar José Dolores su hermano un papel principal. Daba por hecho que Cecilia no le amaría nunca. Esto poco importaba, porque una vez torcidos los amantes, no sería difícil infundir celos a Gamboa, por lo mismo que en su pique con el blanco era natural que ella se prestase a coquetear con el mulato. Ya veremos el desenlace fatal de estas intrigas.

Sucedió que al desembocar Leonardo Gamboa en la calle de O'Reilly, se separaba de la ventanilla de la casa de Cecilia un hombre que tenía toda la traza del hermano de Nemesia. Picó aquello su curiosidad, por lo cual, sin previo aviso, se acercó a media carrera, y con la punta de los dedos levantó el canto de la cortina blanca. Detrás se hallaba Cecilia sentada en una silla, con el codo descansando en el poyo de la ventana y la barba en la palma de la mano. Al reconocer a su amante en la persona que había levantado la cortinilla, no manifestó sorpresa ni alegría.

—Sí, la dijo él, muy mortificado por lo que había visto y por la indiferencia con que ella le recibía. Sí, disimula ahora. ¿Quién no la ve ahí? Parece que no quiebra un plato. ¿Qué haces?

—Nada, contesto seca y lacónicamente.

—¿Está fuera tu abuela?

—Sí, señor. Ha ido a la salve, ahí enfrente.

—Abre pues. Déjame entrar.

—De ninguna manera.

—¿De cuándo acá tanto rigor? Quisiera saberlo.

—No sé. Vd. dirá.

—Lo que yo sé es que de aquí acaba de salir un hombre.

—No, señor. Aquí no ha estado nadie desde que salió Chepilla.

—Le he visto con mis ojos.

—Sus ojos le engañaron. Ha sido una ilusión.

—Qué ilusión ni que niño muerto. Le vi, le vi, no me queda género de duda.

—Entonces creeré que Vd. ve visiones.

—No me hables más con ese aire desdeñoso, despreciativo diría, que me parece intolerable y ajeno de ti y de mí. No disimules tampoco ni busques persuadirme que fue un duende y no un hombre de carne y hueso, el que acaba de alejarse de esta ventana, tras de la cual te encuentro sentada y al parecer muy tranquila.

—¡Ah! Ya eso es otro cantar. Puede Vd. haber visto un hombre parado donde está Vd., ahora. Lo que yo niego y negaré siempre es que Vd. le viera salir de aquí, porque él no puso los pies en esta casa.

—De todos modos salió de aquí, de este lugar, estuvo conversando contigo y necesito saber quién es y qué buscaba.

—«Necesito», repitió Cecilia con desdén. ¡Qué guapo! ¿Ha de ser a la fuerza? Pues no lo digo.

—Sea como fuere, tienes que decírmelo, o de lo contrario me peleo contigo y no me vuelves a ver la cara en la vida.

—Eso es lo que yo quisiera ver.

—Lo verás. En fin, ¿me dices quién es?

—No lo digo.

—Tú parece que quieres jugar conmigo.

—No juego, hablo de veras.

—Bien. Abre la puerta y déjame entrar, porque me da vergüenza que me vea la gente que pasa. Van a figurarse que estamos peleando.

—Y se figurarán lo cierto.

—Vamos. ¿Te dejas de retrecherías?

—Yo digo lo que siento.

Leonardo la miró un rato con fijeza, como para medir el alcance de sus palabras, y trató luego de cogerla la mano que ella retiró, y después la cara con igual resultado. Cecilia no parecía dispuesta a ceder un punto de la actitud tomada desde el principio. ¿Sería ella capaz de dejarle por otro hombre? ¿Era el preferido aquél que vio alejarse de la ventana? Tanteemos un poco más, se dijo para sí, y enseguida añadió alto:

—¿Qué tienes tú en realidad? ¿Se puede saber?

—¿Yo? Nada.

—Si te encierras en ese círculo vicioso de: no sé nada, no lo digo, creo que lo mejor será que yo me vaya con la música a otra parte.

—Como Vd. guste.

—Cada vez te entiendo menos, Celia. Sospecho, sin embargo, que no dices ahora lo que sientes, y que si diera ascenso a tus palabras de poco vivir y me marchase, habías de derramar lágrimas de sangre. ¡Cómo! ¿Te quedas callada? ¿Qué dices? Contesta.

Iba siendo demasiado larga y violenta la posición asumida por Cecilia para que durase mucho tiempo. Amaba de veras. Si persistía en su desacostumbrada severidad, tal vez ahuyentaba al amante; fuera de que no tenía prueba patente de su inconstancia. Por todas estas razones, cuando precisada a responder categóricamente, inclinó la cabeza y rompió a llorar con grandes sollozos.

—¿Lo ves? la dijo él bastante conmovido. Ya sabía yo que en esto vendrían a parar tus bravezas. Tu corazón me quiere cuando tus labios me desdeñan. ¡Bah! Se acabó todo. No llores más, mi vida, porque concluiré por llorar contigo. Ahora lo que corresponde es: pelillos a la mar y tan amigos como siempre.

—Sólo bajo una condición haría yo las paces contigo, acertó a decir Cecilia entre sollozo y sollozo.

—Admitido. Afuera con esa condición.

—No. Es preciso primero que prometas cumplirla.

—¡Hombre! Eso es mucho pedir. Tal vez no está en mis facultades. Pero, ¿quién dijo miedo? Sí, prometo.

—No vayas al campo en las próximas Pascuas...

—¡Celia, por Dios!... ¡qué caprichos tan extraños tienes tú! ¿De qué nace tamaña exigencia? Sin duda te figuras que me alejo para siempre o que te he de olvidar. Reflexiona y no me pidas imposibles.

—Lo tengo bien pensado. ¿Te vas o te quedas?

—No me voy, ni me quedo; porque una ausencia de quince días en el campo no va a ninguna banda, no es una ida ni una quedada formal.

—Está bien, dijo Cecilia con firmeza, enjugándose las lágrimas. Ve. Yo sé lo que he de hacer.

—No tomes resolución que luego te pese. Te ruego de nuevo que reflexiones y veas mi posición tal cual es. ¿Te parece fácil que yo permanezca en La Habana mientras toda mi familia está en el ingenio de La Tinaja cerca del Mariel? Pues no lo es; en primer lugar no habrá en casa sino el mayordomo con algunos criados. En segundo lugar, aunque yo pretendiera quedarme, mi madre no lo consentiría, mucho menos mi padre. La marcha será del 20 al 22 para volver después del domingo de Niño Perdido. ¿Comprendes ahora?

—Lo que comprendo es que vas a divertirte en el campo con una mujer que detesto sin conocerla a derechas, y que no puedo, no debo, ni quiero consentirlo.

—Eres muy celosa, Celia. He aquí tu único defecto. Si yo te amo más que a mi vida, más que a todas las mujeres del mundo, ¿no te basta? ¿qué más quieres? Por otra parte, esta corta ausencia nos conviene a los dos, así nos querremos con mayor ternura a mi vuelta. Después, en Abril entrante me recibiré de Bachiller en derecho y entonces tendré más libertad para hacer lo que me dé la gana. Ya verás, ya verás cuanto vamos a gozar. Yo para ti, tú para mí.

Para este tiempo Cecilia se había puesto en pie, esperando quizás la retirada de su amante, callada y pensativa. Su hermoso busto, sus hombros y brazos torneados cual los de una estatua, el estrechísimo talle que casi se podía abarcar con ambas manos lucían a maravilla, alumbrados a medias por la bujía en el interior, en contraste con la oscuridad ya reinante en la calle. Más enamorado que nunca Leonardo de tanta belleza, añadió con la mayor ternura:

—Lo que falta ahora, cielo mío, es que me des un beso en señal de paz y de amor.

Cecilia no respondió palabra ni hizo el menor movimiento. Parecía transfigurada.

—¡Vaya con Dios!, dijo el joven desconsolado. ¿Tampoco me darás la mano?

El mismo silencio, igual inmutabilidad. La conversión no podía ser más completa, pues si respiraba, no daba señales el redondo y levantado seno, de agitación ni de perceptible movimiento.

—Tu abuela va a venir, agregó Gamboa. ¿Oyes? Se concluye la salve en Santa Catalina; yo no quiero que me vea. ¡Adiós, pues!... ¡Ah! ¿Me dirás el nombre de la persona que hablaba contigo cuando yo llegué?

—José Dolores Pimienta, contestó Cecilia en tono tan breve como solemne.

Sintió Leonardo que toda la sangre se le agolpaba al rostro y que le quemaba las mejillas; y como para mejor ocultar la impresión que le había causado aquel nombre en boca de Cecilia, se alejó de allí a toda prisa, a la sazón que los fieles salían del convento vecino.

Por su parte Cecilia se dejó caer en la silla y lloró amargamente.

Capítulo XVI

¡Conciencia, nunca dormida,
mudo y pertinaz testigo
que no deja sin castigo
ningún crimen en la vida!
La ley calla, el mundo olvida;
mas ¿quién sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
que a solas con el pecado,
fueses tú para el culpado
delator, juez y verdugo.

Núñez de Arce

Llega una época en la vida de cada hombre culpable de falta grave, en que el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la conciencia alarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente de circunstancias externas, no siempre está el cumplirla en la voluntad humana. Porque tiene eso de característico la culpa, que, cual ciertas manchas, mientras más se lavan, más clara presentan la haz.

Bien quisiera don Cándido romper de una vez con el pasado, borrar de su memoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sin poderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, en sus carnes el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste de su primitiva culpa. Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplices de ella. Recordábansela sin cesar y se la ponían delante a doquiera que tornase los ojos.

Aquí tiene el lector algunas de las razones por qué, a raíz del serio altercado con doña Rosa, don Cándido se hizo el encontradizo con Montes de Oca. No le riñó por las indiscreciones que había tenido con su esposa. ¡Qué reñirle! Al contrario, nunca le apretó con más efusión la mano. Es que le necesitaba para el arreglo de un proyecto en que venía meditando de poco tiempo a esta parte. Quería que, como médico, certificase que sin riesgo de la vida no era posible la traslación de la enferma en el hospital de Paula, a la nueva casa de locos. Esto, en primer lugar. En segundo lugar, pretendía que se prestara a servir de conducto por medio del cual seña Josefa, o en su defecto la nieta, recibiera una pensión mensual de veinte y cinco duros y medio por tiempo indefinido.

Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubo dificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara el encargo de la mensualidad. Este era un modo, por parte de don Cándido, de hacer del ladrón fiel; fuera de que sería quizás más riesgoso probar la discreción de tercera persona en aquel asunto.

Así cortaba, creía Gamboa, toda directa relación futura con las tres cómplices de su grave culpa, sin fallar a los compromisos con ellas contraídos. Pero aún quedaba el rabo por desollar. ¿Cómo librar a Cecilia Valdés de los lazos que la tendía su hijo Leonardo? Ellos se amaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a separarlos los regaños a ella de la abuela, ni las amenazas a él, por medio de doña Rosa, de don Cándido. No había, pues, más remedio que embarcar al galán y echarlo del país, o que secuestrar a la dama y ponerla donde no se viese ni se comunicase con él. Lo primero no había que pensarlo siquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, era riesgoso en alto grado y estaba I rodeado de dificultades casi insuperables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimo de don Cándido y le hacían sufrir las torturas del infierno por la época que vamos historiando.

Ahora bien: ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha? Convenía, mas no era de urgente necesidad en aquel momento, por dos razones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa y decadente; y porque dentro de dos semanas marcharía la familia a pasar las Pascuas en el ingenio de La Tinaja, y se había acordado que Leonardo fuese de la partida.

Efectivamente: una semana antes despachose al Mariel la goleta Vencedora: su patrón Francisco Sierra con las vituallas, conservas y vinos que no se encontraban por amor ni por dinero en aquellas partes, y con los criados del servicio particular de la familia de Gamboa, entre ellos Tirso y Dolores. También debían ser de la partida la señorita Ilincheta con su tía doña Juana; para lo cual Leonardo y Diego Meneses les darían escolta desde Alquízar.

El motivo de la próxima reunión de las dos familias en el ingenio de La Tinaja, tenía por objeto presenciar el estreno de una máquina de vapor para auxilio de la molienda de la caña miel, en vez de la potencia de sangre con que hasta allí se venía operando el primitivo pesado trapiche.

No quiso partir Leonardo sin tener una entrevista con Cecilia. Obtúvola fácilmente, así porque ambos la deseaban como porque a la fecha parecía que seña Josefa había perdido todo dominio sobre la nieta. Pero de nada valieron ruegos, halagos, promesas de mayor ventura ni amenazas de rompimiento. Cecilia cerró los oídos a todo eso y se mantuvo firme, cual una roca, en negar su consentimiento a la partida del amante para el campo. El corazón leal la anunciaba que él corría a reunirse con su temible rival; lo que equivalía a perderle para siempre. Otro, que el atolondrado joven habría parado mientes en la actitud y firmeza de la muchacha, y le habría concedido admiración ya que no simpatía. Mas él, ligero de cascos y soberbio, principió por creer que vencería su resistencia y acabó por darse por ofendido y retirarse despechado.

Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silencio vio alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintió que sus lágrimas, aun ido él, viniesen a revelar la angustia de su alma, dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes que rendirse al rigor de la suelte, creyó la soberbia muchacha que debía armarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato amante. Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió ella a la carrera, dio un beso a la abuela, que, como solía, se hallaba hundida en el fondo de enana butaca de Campeche y salió a la calle. Mas yendo en la dirección de la casa de Nemesia, en el callejón de la Bomba, se encontró en la esquina con Cantalapiedra, a quien no veía desde la noche del 24 de Setiembre. No le valió inclinar la cabeza, ni estrechar en torno del rostro los pliegues de la manta de burato. El Comisario la reconoció al punto, y, quiera que no, la detuvo en medio de la calle diciéndola:

—Alto a la justicia. Date o te va la vida.

—Con su licencia, replicó Cecilia seria, en ademán de seguir camino.

—Date presa, digo, o de lo contrario haré uso de la autoridad que me concede la ley. Respeta estas borlas (enseñándole las del bastón que llevaba bajo el brazo izquierdo) o le ordeno a Bonora (su esbirro, el de las grandes patillas, que se mantenía a respetable distancia) que proceda a prenderte.

—Como no he cometido ningún delito, contestó Cecilia muy tranquila, es inútil que me enseñe las borlas y me amenace con su teniente. Déjeme pasar, que no estoy para bromas.

—Sin ver antes esa carita fuera de la manta, no esperes que te deje dar un paso más.

—¿Tengo acaso monos pintados en la cara?

—¡Muchachita! Juégate conmigo y todavía te dan las doce sin campana.

—Yo no me juego, no estoy para juegos. Déjeme ir.

—¿A dónde vas?

—A una parte.

—¿Es cosa de cita?

—Yo no tengo citas con nadie, ni dejaría mi casa por ver al rey de los hombres.

—Quien te oye, segurito que se traga que hablas de veras.

—¿Sabe Vd., que yo haya hablado de mentira sobre estas cosas?

—Bien, veremos si eso que dices es verdad.

—¿De qué manera?

—Fácilmente, siguiéndote las aguas.

—¿Está Vd. loco, Capitán?

—No, sino muy cuerdo. Soy el Comisario del barrio y ¿qué se diría de mí si por descuido dejaba que una muchacha tan linda como tú daba un mal paso y luego andábamos de tribunales y pleitos?

—No me doy por ofendida de sus palabras, porque sé que Vd. es muy jaranero.

—Es que no jaraneo ahora. No deseo ofenderte ni en el negro de una uña; pero, repito, que ni como Comisario, ni como hombre, debo consentir que andes a estas horas por las calles sin galán que te guíe y te defienda.

—No me sucederá nada. Esté Vd. seguro. Voy aquí cerquita.

—Está bien, quiero creerte. Ve con Dios y la Virgen. ¿Mas no me dejarás verte la carita?

—¿No la está Vd. viendo?

—Así no me gusta verla. Echa hacia atrás los malditos pliegues de esa manta.

Hizo Cecilia lo que la dijeron, quizás para verse libre de aquel impertinente, descubriendo casi todo el busto con sólo dejar caer la manta sobre los hombros. En ese tiempo Cantalapiedra atizó el cigarro puro que fumaba, y produjo mayor claridad de la que reinaba en torno, puesto que no había faroles por allí, y las estrellas no alumbraban bastante.

—¡Ah! exclamó el Comisario lleno de entusiasmo. ¿Habrá quien no se muera de amor por ti? ¡Maldito de Dios y de los hombres el que no te adore de rodillas como a los santos del cielo!

Ante el cómico ademán y las exageradas expresiones del Comisario, no pudo menos de sonreírse Cecilia, la cual después continuó derecho a casa de Nemesia, sin cuidarse de averiguar si aquél seguía o no sus pasos. Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta, sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muy afanada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino, a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes en un candelero de hoja de lata.

—¡Qué atareada que está una mujer! dijo entrando.

—¡Hola! exclamó Nemesia soltando la costura y yendo al encuentro de Cecilia con los brazos abiertos. ¡Tanto bueno por acá! ¿Quién se querrá morir? Es preciso hacer una raya en el agua.

—¿Estás sola? preguntó Cecilia antes de sentarse en el columpio de madera que le presentó la amiga.

—Solita en alma, aunque José Dolores no tardará mucho.

—No quisiera que me encontrase aquí.

—¿Por qué, china?

—Porque los hombres luego se figuran que una los busca.

—Mi hermano no es de esos, chinita. El te ama, te adora, te idolatra, se le conoce, suspira siempre por ti; pero es tan vergonzoso que no se atrevería a decirte negros ojos tienes, cuanto más a figurarse que vienes por él.

—¡Ay, Nene! continuó Cecilia desentendiéndose de las manifestaciones de su amiga. La otra tarde me encontró Leonardo hablando con José Dolores por la ventana de casa. En mala hora. Me ha costado una tragedia con él.

—¡No me digas! repuso Nemesia sin poder ocultar del todo su contento. Pero ya habrán hecho las paces. ¿No?

—¡Ojalá! exclamó Cecilia suspirando. Se puso bravo y se ha ido peleado conmigo. ¿Quién sabe cuándo nos Núñez de Arce? Tal vez... nunca más. Él es muy perro y yo poco menos.

En diciendo estas palabras, callose por breve rato. Se le había atravesado la voz en la garganta, y en sus bellos ojos aparecieron gruesas lágrimas.

—¡Cómo! dijo Nemesia sorprendida. ¿De veras tú lloras? ¿No te da vergüenza?

—Sí, lloro, repuso Cecilia con visible sentimiento. Lloro, no de dolor, lloro de rabia conmigo misma, porque conozco que he sido una tonta.

—¡Anjá! Me alegro oírte. Ya te lo había dicho yo muchas veces, no debe fiarse una de ningún hombre.

—No lo digo por eso, Nene. ¿Llamas tú fiarme de un hombre el amarlo mucho? Puede ser; y yo te digo, ¿acaso está en tu mano amar o no amar? ¿Conoces algún remedio contra el amor y los celos? Lo mejor sería, china, no tener corazón. Así no sentiríamos cariño por nadie.

—Luego, parece que tú te das por engañada.

—Tal como engañada no. ¡Dios me libre! Leonardo no me ha dejado por otra ni creo que me deje. Si lo sospechase siquiera no estaría diciéndotelo desde esta silla.

—¿Y qué más quieres, mujer? Mucho temo que ese peje no vuelva a picar en tu anzuelo.

—¿Qué sabes tú? preguntó Cecilia asustada.

—Nada, nada, repitió Nemesia. Mas no puedo olvidar el dicho de seña Clara, la mujer de Uribe: cada uno con su cada uno.

—No entiendo.

—Más claro no puede ser. ¿Seña Clara no tiene más experiencia que nosotras? Desde luego. Es mayor de edad y ha visto doble mundo que tú y que yo. Pues si a menudo repite ese dicho, razón buena ha de tener. Aquí, inter nos, naiden me lo ha contado, pero yo sé que a seña Clara siempre le gustaron más los blancos que los pardos, y bien durita ya se casó con señó Uribe. Por supuesto, llevó más quemadas y desengaños que pelos tiene en la cabeza, y por eso ahora se consuela repitiendo a las muchachas como tú y como yo: cada uno con su cada uno. ¿Entiendes?

—Sí, bastante, sólo que no veo cómo me venga el refrán.

—Te viene pintiparado, chinita; te coge por derecho. ¿Tú no prefieres los blancos a los pardos, como seña Clara?

—No lo niego, mucho que sí me gustan más los blancos que los pardos. Se me caería la cara de vergüenza si me casara y tuviera un hijo saltoatrás.

—Desengáñate, mujer: bonitura, amor, cariño, constancia, nada sujeta a los blancos. Después, Leonardo no se va a casar tampoco contigo por la iglesia.

—¿Por qué no? replicó Cecilia con vehemencia. El me lo ha prometido y cumplirá su palabra. De otro modo yo no lo querría como lo quiero.

—¡Ay! Me da mucha pena oírte hablar así, mas no quisiera quitarte la ilusión. Sólo te digo que abras los ojos, no sea que mal haya venga muy tarde. No te fíes, no te fíes, y ten siempre presente que la hormiga por meterse a volar se quemó las alas.

—El que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe.

—Lo comprendo, mas si una muriese de repente, sin dolor, ni trabajos, pase, sea todo por Dios. El caso es, china, que antes de morir se sufre mucho. Ven acá, ¿duele tanto cuando un hombre blanco nos deja por una mujer de color, como cuando nos deja por una blanca? ¿A que no? Eso sí que duele. Y me se figura que a ti te está pasando eso ahora. Conque no hables, ni digas de esta agua no beberé.

Disponíase Cecilia a negar la exactitud del símil cuando apareció por la puerta del patio José Dolores Pimienta, y si ella no pudo o no supo decir lo que pensaba, él se quedó mudo y estático en el quicio del cuarto. No esperaba semejante compañía, mucho menos a aquella hora de la noche. Repuesto luego de su sorpresa, la manifestó en breves y escogidas frases cuánto se alegraba de verla. Cecilia dijo que había venido solamente a darle una caradita a Nemesia, y se puso en pie para marcharse.

—Tengo una buena noticia que darles, dijo el músico. El baile de etiqueta de la gente de color se ha convenido en darlo la víspera de la Noche buena, en la casa de Soto, esquina a Jesús María. Por supuesto, la señorita está convidada en primera línea, y se espera que vaya Nemesia y seña Clara, y Mercedita Ayala, y todas las amigas.

Será un baile de ringorrango. Hará raya, yo se lo digo a la señorita.

—Lo más fácil es que yo no pueda asistir, dijo Cecilia. Chepilla no está buena y temo dejarla sola.

—Pues si falta la señorita, cuente que no habrá luz para alumbrar el baile.

—No sabía que Vd. era tan lisonjero, dijo Cecilia sonriendo y moviéndose hacia la puerta.

—No debe la señorita ir sola, dijo José Dolores.

—Nadie me comerá, pierda Vd. cuidado. No se moleste. ¡Adiós!

No obstante su negativa, el músico y su hermana acompañaron a Cecilia hasta la puerta de la casa en que vivía.

Capítulo XVII

Y al punto que el triunfo creyera posible
De lúcido acero se vio traspasar.

J. L. Luaces

Dijo José Dolores Pimienta que el baile de la gente de color se celebraría en la casa de Soto. Ocupa la esquina occidental de la calle de Jesús María, en su encuentro con la calzada del Monte, opuesta al Campo de Marte.

Precede al zaguán o entrada un ancho portal con barandilla de madera. Desde éste, por las alterosas ventanas, enteramente abiertas, pudo el público, sin derecho a entrar, presenciar a su sabor la fiesta. En el cuadrado patio, que se cubrió con un toldo, se pusieron las mesas del ambigú; en el comedor tocaba la orquesta; en la amplísima sala se bailaba y en los cuartos se reposaba y tenían las conversaciones íntimas de los amigos o los amantes.

Los adornos de la sala se reducían a unas colgaduras de damasco rojo, el color nacional, recogidas con cintas azules en pabellones, a la altura de los dinteles de las puertas y ventanas. El alumbrado lo proporcionaban bujías de pura esperma, ardiendo en grandes arañas de cristal, con profusión de prismas de lo mismo que reflejaban la luz, la multiplicaban y descomponían en todos los colores del iris.

Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a entender uno muy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos, ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres y de las mujeres. Porque el de éstas debía consistir y consistió en falda de raso blanco, banda azul atravesada por el pecho y pluma de marabú en la cabeza. El de los hombres, en frac de paño negro, chaleco de piqué y corbata de hilo blanco, calzón corto de Nankín, media de seda color de carne y zapato bajo con hebilla de plata; todo según la moda de Carlos III, cuya estatua, hecha por Canova,[43] se hallaba al extremo del Prado, donde hoy se ostenta la fuente de la India o de La Habana.

Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial de los hombres; era preciso venir provisto de papeleta, la que debía presentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla y aposentar a las mujeres. Observose esta medida estrictamente al principio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis y Pimienta, principales aposentadores, delegaron el encargo en sujetos menos escrupulosos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tarde de la noche, penetrasen algunos individuos que, si bien en traje de ceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.

De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, que por poco que pasase él de los cuarenta años de edad, terminarían en una calva completa. Aunque se vestía como se había dispuesto, el frac le venía algo estrecho, el chaleco se le quedaba bastante corto, las medias estaban descoloridas por viejas, carecían de hebillas sus zapatos, no tenía vuelos la camisa y el cuello le subía demasiado hasta cubrirle casi las orejas, tal vez por ser él de pescuezo corto y morrudo.

Sea por estas faltas, o sobras, de que no estamos bien enterados, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos desde que puso el pie en el baile. Advirtiolo él, que no era ningún tonto, y naturalmente andaba al principio como azorado, esquivando la sala, donde la luz era más profusa y brillante; pero hacia las once de la noche hizo por incorporarse en los corrillos que se formaban en torno de las muchachas bonitas, hasta que se atrevió a invitar a una y bailar un minué de corte, con tanto compás y donaire que llamó por ello la atención general. Dos o tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba en Cecilia Valdés a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea; la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.

En uno de estos momentos, un oficial de la sastrería de Uribe que le observaba de cerca, le siguió fuera de la sala, le puso la mano en el hombro con alguna familiaridad y le dijo:

—¡Oiga! ¿Estás aquí?

—¿Qué, qué se ofrece? contestó él volviéndose y estremeciéndose de pies a cabeza.

—¿Qué haces por estos barrios, chiquete? le preguntó el oficial con mayor familiaridad.

—Sírvase decirme, señor mío, replicó el de las entradas, enfadado: ¿cuándo y dónde le he echado maloja?

—¡Hombre! repuso el oficial bastante mortificado, esas son palabras mayores.

—Mayores o menores, son las que uso con los importunos como Vd.

—No te vengas haciendo el misterioso y el señorón, que yo sé quién eres tú y tú sabes quién soy yo. Apéate, compadre, del tablado. Te se puede desvanecer la cabeza, y si te caes, das en el fogón de la cocina.

—Vamos, ¿y qué quiere Vd. conmigo ahora?

—Nada, no quiero nadita de este mundo. Reparé sólo que le hiciste el feo a la niña más linda del baile y esto picó mi curiosidad.

—¿Le va o le viene a Vd. algo en este ajiaco?

—Bastante, más de lo que tú te figuras.

—Y Vd. se propone defender a esa niña, ¿no?

—Creo que tú no las has injuriado. Las mujeres no son la cara del rey para agradar a todos. En gustar o disgustar no hay ofensa.

—Bien, entonces déjeme Vd. el alma quieta.

—Eres un mal agradecido, le dijo el oficial, serio. No tienes tú la culpa, sino yo que me ocupo de un individuo inferior a mí, cocinero y... esclavo. Llenose de ira el negro con esto y levantó la mano para pegarle una bofetada a su contrincante; pero, por razones que él se sabía, no descargó el golpe. Había penetrado en aquella casa sin papeleta, no conocía a nadie, era un intruso y todo escándalo que se armase debía redundar en su daño. Contentóse, pues, con amenazarle y decirle que arreglaría cuentas luego que terminase el baile; volviéndole la espalda con desprecio. Semejante salida excitó a lo sumo la risa del oficial de sastre, y dijo por burla:

—Casaca, suelta a ese hombre.

De seguidas buscó a su amigo José Dolores Pimienta, le contó la ocurrencia con el negro de las grandes entradas rieron los dos de la ocurrencia y no se ocuparon más del asunto.

Desde temprano el baile estaba lleno, de bote en bote, según reza la frase familiar. El golpe de gente de todos colores, sexos y condiciones que se apiñaba ante ambas ventanas del ancho portal, presentaba aspecto tan animado, como interesante y tumultuoso. En el gran salón no se cabía ni de pie, al menos mientras no se bailaba; los hombres se codeaban unos con otros, y ocultaban casi del todo a las mujeres sentadas alrededor. Cecilia, con Nemesia y seña Clara, la mujer de Uribe, ocupaba un asiento de frente para la calle, en el lienzo de pared medianero entre la puerta del comedor y la del aposento, y siempre que lo permitían los grupos de hombres que acudían a saludarla, podían oírse las exclamaciones de admiración que su peregrina belleza excitaba en las personas del portal.

A veces, tras las ponderaciones de las gracias de la muchacha, podían oírse voces de compasión, pues tomándola por una joven de pura sangre, era natural que les chocase de verla allí y que creyesen de bajos sentimientos a quien consentía en rozarse tan de cerca con la gente de color. Cecilia, entretanto, saboreaba a sus anchas el triunfo mayor que jamás alcanzó mujer alguna en la flor de su juventud y de su belleza. Uno tras otro, cuantos hombres de cierto viso llenaban el baile aquella noche, conociéndola o no, vinieron a saludarla y rendirla homenaje, cual saben rendirlo los negros criollos de Cuba que han recibido alguna educación y se precian de finos y atentos con las damas. Entre éstos podemos citar a Brindis, músico, elegante y bien criado; a Tondá protegido del Capitán General Vives, negro joven, inteligente y bravo como un león; a Vargas y a Dodge, ambos de Matanzas, barbero el uno, carpintero el otro, que fueron comprendidos en la supuesta conspiración de la gente de color en 1844 y fusilados en el paseo de Versalles de la misma ciudad; a José de la Concepción Valdés, alias Plácido, el poeta de más estro que ha visto Cuba, y que tuvo la misma desastrada suerte de los dos precedentes; a Tomás Vuelta y Flores, insigne violinista y compositor de notables contradanzas, el cual en dicho año pereció en la Escalera, tormento a que le sometieron sus jueces para arrancarle la confesión de complicidad en un delito cuya existencia jamás se ha probado lo suficiente; al propio Francisco de Paula Uribe, sastre habilísimo, que por no correr la suerte del anterior, se quitó la vida con una navaja de barbear en los momentos que le encerraban en uno de los calabozos de la ciudadela de la Cabaña; a Juan Francisco Manzano, tierno poeta que acababa de recibir la libertad, gracias a la filantropía de algunos literatos habaneros; a José Dolores Pimienta, sastre y diestro tocador de clarinete, tan agraciado de rostro como modesto y atildado en su persona.

Con este último y con Vargas se dignó Cecilia bailar danza, minué de corte con Brindis, otro con Dodge; conversó amablemente con Plácido, contestó con un saludo gracioso al que le hizo Tondá, habló de contradanzas con Vuelta y Flores, y celebró mucho el talento músico de Ulpiano, que dirigió la orquesta del baile.

Cualquiera mediano observador pudo advertir que, a vueltas de la amabilidad empleada por Cecilia con todos los que se le acercaban, había marcada diferencia entre los negros y los mulatos. Con éstos, por ejemplo, bailó dos contradanzas, con los primeros sólo minués ceremoniosos. Pero dio amplia rienda a su innato exclusivismo cuando se le presentó el negro de las entradas profundas y la rogó le admitiera como pareja para una danza o un minué. Eso sí, no llevó su negativa hasta el no áspero y seco; le dio sus razones para no bailar con él, que tenía comprometida la siguiente pieza, que se sentía muy cansada, etc. El hombre no se dio por satisfecho, antes se mortificó lo que es indecible y se alejó murmurando frases groseras y amenazantes.

No paró mucho en esto la atención Cecilia; pero cuando poco después se paseaba con Nemesia y seña Clara en torno de las mesas del ambigú y tropezó con el negro de las entradas, que parecía en acecho reclinado en la jamba de la puerta de uno de los cuartos laterales, tuvo miedo; y apretando el brazo de su amiga la dijo en voz baja y apresurada:—¡Ahí está!

—¿Quién? preguntó Nemesia volviendo el rostro.

—Mira, agregó Cecilia. Por acá. Ese.

En este momento el hombre se desprendió de la puerta y avanzó hasta tocar con la barba en el hombro de Cecilia, a la cual sin más preliminar le dijo:

—¿Conque no me ha creído la niña digno de ser su compañero esta noche?

—¿Qué dice Vd.? preguntó Cecilia más asustada que antes.

—Digo, continuó el negro echando una mirada siniestra a Cecilia, digo que la niña me ha hecho un desaire.

—Si lo cree Vd. así le pido mil perdones, porque no be tenido tal intención.

—La niña me dijo que estaba cansada y enseguida salió a bailar con otro. No busque disculpa la niña (añadió de carrera conociendo que Cecilia quería replicar), comprendo la razón por qué la niña me ha desairado. La niña me ve prieto, pobremente vestido, sin amigos en esta selecta reunión y se ha figurado que soy un cualquiera, un malcriado, un pelagatos.

—Se equivoca Vd.

—Yo no me equivoco. Sé lo que digo, como sé quién es la niña.

—Señor, Vd. me toma por otra.

—La conozco más de lo que imagina la niña. La conozco desde que la niña mamaba y gateaba. Conocí a su madre, conozco a su padre como a mis manos y tengo muchos motivos para conocer a la mujer que la crió por más de un año seguido.

—Pues yo no lo conozco a Vd., ni...

—¿Ni le importa tampoco a la niña? Lo comprendo. Debo decirle a la niña, sin embargo, que la niña me desprecia porque se figura que como tiene el pellejo blanco es blanca. La niña no lo es. Si a otros puede engañar, a mí no.

—¿Me ha detenido Vd. para insultarme?

—No, señorita. Yo no estoy acostumbrado a insultar a las personas que gastan túnico. Si como lleva túnico la niña, lleva calzones, crea que no le hablaría así. Me molesta tanto más el orgullo que la niña gasta conmigo...

—Bastante hemos hablado, le interrumpió Cecilia volviéndole la espalda.

—Como la niña guste, continuó él altamente irritado, mas déjeme decirle que baje un poco el cocote, porque si su padre es blanco, su madre no es más blanca que yo, y además, la niña es la causa de que me vea separado de mi mujer por más de doce años.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

—Debía de tener algo, pues mi mujer ha sido la verdadera madre de la niña, como que la crió desde que nació, no pudiendo criar a la niña su madre por estar loca...

—El loco es Vd., exclamó Cecilia en alta voz.

Nemesia y seña Clara rodearon entonces a su amiga y trataron de llevársela para la sala. Pero se detuvieron al ver a Tondá, a Uribe, al oficial de éste y al mismo José Dolores Pimienta (bajo cuya protección implícita estaba Cecilia), que oyeron el grito y acudieron presurosos para averiguar lo que pasaba. El último nombrado fue el primero a preguntarla.

—Nada. Ese moreno, dijo ella con soberano desprecio, se ha empeñado en tener un lance conmigo... como me ve mujer.

—¡Cobarde! gritó Pimienta, convertido de repente en león el modesto cordero.

Y se avalanzó al desconocido para castigarle; pero hurtó el cuerpo y se puso en guardia.

José Dolores estaba desarmado y se contentó con añadir:

—¿Quién es Vd.?

—Soy quien soy, contestó el otro con impavidez.

—¿Qué busca Vd. aquí?

—Lo que me da la gana.

—Pues ahora mismo sale Vd. de la casa o lo echo a patadas.

—Quisiera verlo.

—¡A, perro! Habías de ser esclavo. ¡Afuera!

En ese punto intervinieron Tondá, Uribe y el oficial de sastre, sin cuya presencia de seguro que se arma una riña sangrienta entre el galante músico y el desconocido de las grandes entradas. El oficial dicho le dio el nombre de Dionisio Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco, fueron empujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle. Mientras se le llevaban así, volvía con frecuencia la cara y decía, dirigiéndose a Cecilia:—Se figura que es blanca y es parda. Su madre vive y está loca. Hablando después con Pimienta, decía:—Señor defensor de las niñas, sangre de chincha, el que la debe la paga. No se ha de quedar riendo. Ya nos veremos las caras. Al oficial de sastre, que le repetía:—Cállate la boca, Dionisio Gamboa, vete a cocinar a casa de tu amo, no te metas a farolero, porque pueden darte un bocabajo que te chupes los dedos; casaca, suelta a ese hombre, le decía:—Yo no me llamo Gamboa me llamo Jaruco. Y acuérdate que también me la debes.

Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras del negro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto de sus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antes oído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela siempre que del caballero que las favorecía se trataba, era bastante para hacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra relación que la de un mero galanteo, aun cuando no le pasara por la mente que fuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometería unión eterna si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tan cercano parentesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejor autoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamás que hubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aun que estuviese loca. La mujer a quien seña Josefa solía visitar en el hospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labios en momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquiera sobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad. El cocinero Dionisio Gamboa o Jaruco estaba por fuerza equivocado, repetía meros rumores, hablaba de memoria.

En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre de Cecilia, no es de extrañarse que, tras pasajera preocupación, se entregase de nuevo en brazos de los placeres que le brindaba el baile. Sin embargo, en medio del torbellino de la danza y del incienso de adulación con que los hombres pretendían embebecerla, la inquietaba a veces el pensamiento del riesgo que corría el hermano de su amiga Nemesia, por haberla defendido de los insultos de un loco o de un asesino.

Por eso, como mujer agradecida, desde aquel punto empezó a sentir por José Dolores una especie de simpatía que no había sentido nunca, y en descuento de la deuda contraída no tuvo empacho en manifestarle sus temores. Riose él de ganas al oírla, replicándole, quizás para tranquilizarla que el Dionisio Gamboa, Jaruco o lo que fuese, era un miserable esclavo, muy bocón para parársele delante fuera del baile, porque dice el refrán que perro que mucho ladra no muerde. Observole Cecilia que siendo esclavo y cobarde era más de temer, pues atacaría a traición, no cara a cara. Replicó a esto José Dolores, que, efectivamente, tenía que ir prevenido y con los ojos muy abiertos, no fuera que le dieran por la espalda; pero que por lo demás ya él se había armado con un cuchillo que le acababa de prestar un amigo, y que tenía que ser lince el hombre que le matase del primer viaje.

Después del ambigú y de otra danza entre las doce y la una de la madrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa. Seña Clara, de brazo con Uribe, su marido; Cecilia y Nemesia con el hermano de ésta, en unión agradable se dirigieron a lo largo de las casuchas que había por aquel lado de la calzada, en dirección de la puerta de la muralla, llamada de Tierra por ser la más inmediata. Al acercarse a la primera esquina de la calle de Cienfuegos o Ancha, notó Cecilia la sombra de un hombre que, ganándoles la delantera, torció por allí a la derecha. Sospechó desde luego quién podría ser y trató de llamarle la atención a su compañero, al lado opuesto, indicándole el café nombrado de Atenas, solitario y oscuro, cerca de la estatua de Carlos III, a la entrada del paseo. Pero el hombre no pasó de largo cual ella esperaba; se plantó en la esquina y dijo alto:—Sinvergüenza, sangre de chincha, ven para acá, si eres guapo.

Preciso era que José Dolores tuviese sangre de ese insecto para que se desentendiese de un desafío semejante, hecho delante de la dama de sus pensamientos. Hizo, pues, por desprenderse de sus compañeras, las cuales, sujetándole cada una por un brazo, habrían conseguido el intento si no acude en su ayuda Uribe diciendo a las muchachas:

—Dejen que le dé una mojada.

Así fue. José Dolores sacó el cuchillo, tomó el sombrero en la mano izquierda para usarle como la capa el matador delante del toro, y siguió los pasos del contrario sin acercarse demasiado.

Cecilia, con Nemesia y seña Clara, agarradas de las manos y de Uribe, todas temblorosas y con la ansiedad que es de imaginar, se estuvieron a esperar cerca de la esquina el resultado de una lucha que no podía menos de ser sangrienta. A poco más oyeron la voz argentina de José Dolores que dijo:—Aquí; y la ronca del negro que respondió:—Aquí. Y comenzó sin más la horrible brega.

La carencia absoluta del alumbrado público, junto con la oscuridad de una noche sin luna, impedían ver claro los movimientos de los combatientes, no obstante la proximidad a que estaban del grupo espectador. Suponiendo que Dionisio tuviese el valor sereno de José Dolores, no tenía su agilidad y mucho menos su destreza en el manejo del cuchillo. Esto se echó de ver pronto, porque tras unos pocos esguinces y quites con el sombrero, se oyó primero un ruido extraño, como de tela nueva que se rasga con fuerza, y de seguidas el bronco de un cuerpo pesado que da en tierra. Cecilia y Nemesia dieron un grito penetrante y cerraron los ojos. ¿Quién de los dos había caído? ¡Momento de terrible ansiedad!

Mientras el caído continuaba gimiendo sordamente, el otro pareció acercarse a paso menudo hacia la calzada. En segundos, que no en minutos, salió de la densa oscuridad que le rodeaba, mucho más densa para los ojos de los que le aguardaban y que del sobresalto no podían ver claro. Venía riente, ligero como un gamo, envainaba el cuchillo y se ponía el sombrero hecho trizas. Era José Dolores Pimienta. Cecilia fue la primera a recibirle, y sin saber lo que hacía, por un impulso de su alma generosa y sensible, le echó los brazos al cuello, preguntándole con cariño:—¿Te han herido?

—¡Ni un arañazo! contestó él, tanto más orgulloso cuanto que sentía sobre su corazón la cabeza de la mujer a quien adoraba sin esperanza de correspondencia. En oyéndole ella, lloró de pura alegría cual la niña que recupera su muñeca cuando la juzgaba irrevocablemente perdida.


TERCERA PARTE

Capítulo I

Tú vistes de jazmines Al arbusto sabeo,
Y el perfume le das que en los jardines
La fiebre insana templará a Lieo.

A. Bello

Separose Leonardo Gamboa de su familia después de almuerzo en la dehesa o potrero de Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Meneses tomó por entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta de Alquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.

A pocas leguas se hallaron en lo que llaman por ahí Tierra Llana, planicie extensa e igual, cuyo centro por esa parte lo ocupa la población últimamente nombrada. Su fondo es un calcáreo muy poroso y puro, cubierto de una capa de tierra rojiza, o color de ladrillo, a trechos bastante espesa y suelta, acusando el óxido de hierro de que está cargada y de una fertilidad prodigiosa. Con algunas interrupciones de nivel se dilata hacia el oeste hasta Callajabos, al pie de las serranías de la Vuelta Abajo y hacia el este hasta los últimos límites de Colón, siendo su latitud general estrecha.

Por supuesto, en las porciones más elevadas de dicha mesa, no se ven fuentes naturales, ni llueve tampoco a menudo; pero es tan copioso el rocío nocturno, que moja el suelo y refresca la vegetación. No conociéndose en el país ningún sistema de regadío, a ese fenómeno meteorológico hay que atribuir la lozanía con que crecen y el verde esmeralda con que se visten las plantas en todas las estaciones del año. En cambio, el descuaje del arbolado, el cultivo general de la mesa, particularmente de aquella parte que iban recorriendo nuestros dos viajeros, habían ahuyentado los pájaros de cuenta, y apenas si se veían uno que otro grupo de judío de vuelo pesado y penetrante graznido, un par de tímidas tojosas, una fugaz bijirita y pequeños tomeguines escondidos en los arbustos inmediatos.

Mientras más se alejaban de Hoyo Colorado, más cafetales encontraban a uno y otro lado del camino; como que esas eran las únicas fincas rurales de cierta importancia en la porción occidental de la mesa, al menos hasta el año de 1840. Hablamos ahora del famoso jardín de Cuba, circunscrito entre las jurisdicciones de Guanajay, Güira de Melena, San Marcos, Alquízar, Ceiba del Agua y San Antonio de los Baños. No se fundaban entonces ahí granjas para la explotación agronómica, en el sentido estricto de la palabra, sino verdaderos jardines para la recreación de sus sibaritas propietarios, mientras se mantuvo alto el precio del café.

Contra el sistema legal de mensuras observado en Cuba desde ab initio, estaban divididas esas bellísimas fincas en figuras regulares, prevaleciendo el cuadrado, y acotadas todas con setos de limoneros enanos, con zarzas y más comúnmente con tapias de piedra seca, o cercas primorosas y artísticamente construidas. Cubríanse éstas de enredaderas o aguinaldos, especialmente de campanilla blanca, los cuales abrían por Pascuas de Navidad, daban aspecto risueño a la campiña con sus níveas flores, en contraste con el verdor fuerte del arbolado cercano, mientras que con su exquisito y trascendental perfume embalsamaban el ambiente por millas y millas a la redonda.

Sus ostentosas y cómodas viviendas no caían en las anchas calles o calzadas que separaban entre sí los diferentes predios. Más bien buscaban la reclusión y el sombrío que brindaba el interior, como que crecía ahí más frondoso el naranjo de globos de oro, el limonero indígena y exótico, el mango y la manga de la India, el árbol del pan, de ancha hoja; el ciruelo de varias especies, el copudo tamarindo de ácidas vainas, el guanábano de fruta acorazonada y dulcísima, la gallarda palma, en fin, notable entre la gran familia vegetal por su tronco recto, cilíndrico, liso y grueso como el fuste de una columna dórica, y por el hermoso cerco de pencas con que se corona perennemente.

A flor del camino sí erigían la entrada, portal, mejor, arco triunfal, bajo cuya sombra, como por las horcas caudinas, había que pasar para coger la ancha avenida, flanqueada de palmas y naranjos, que conducía a la apartada vivienda señorial, oculta allá en el espeso arbolado. Aún después de haber avanzado bien adentro, no siempre descubría de lleno el caserío, ni se llegaba a él derecho; porque a menudo ocurría dividirse la avenida en dos ramales, describiendo dos medios círculos, uno de entrada, otro de salida, que limitaban de un lado los cafetos o setos de zarzas, y del opuesto los jardines de flores, desplegados a un tiempo a la vista del sorprendido viajero. Siguiendo por cualquiera de esos medios círculos, de seguro que se daba con la morada de los dueños y sus dependencias inmediatas en primer término; después con la casa, por lo general exenta, del molino, en el centro de una como plaza o batey, en torno del cual se hallaban los tendales o secaderos de café, los almacenes o graneros, las caballerizas, palomar, corral de gallinas y la aldea formada por las cabañas de paja de los esclavos.

Leonardo Gamboa y su amigo, con los caballos algo sofocados, cubiertos ya unos y otros del polvo bermejo y sutil de la tierra llana, avistaron los linderos del cafetal La Luz, perteneciente a don Tomás Ilincheta, cosa de media legua distante del pueblo de Alquízar, pasadas las cuatro de la tarde del 22 de Diciembre de 1830. Por la derecha de los viajeros, bajo un cielo azul y sin nubes, se ponía entonces el glorioso sol de los trópicos, cuyos abrasadores rayos lanzaban manojos de luz a través de las ramas de los árboles, tendiendo cada vez más larga la sombra de las palmas sobre el campo verde, tachonado de gayadas flores, a tiempo que encendían el átomo térreo impalpable que se cernía en el tranquilo ambiente.

Resonaba a lo lejos con las pisadas de las caballerías el fondo poroso y hueco de la tierra llana; de manera que, mucho antes de que los jinetes tocaran el portal de la finca, ya se hallaba en la reja de hierro, dispuesto para abrirla, el portero negro, que acababa de salir de una especie de garita grande de mampostería y teja plana, hacia la izquierda. Reconoció desde luego a aquéllos y los recibió con los escorrozos tan propios de las gentes de su raza y condición diciendo:

¡Ojó! ¡ojó! Niño Leonardito ¿ya sumerce vinió? ¡Ah! ¡Ah!, y el niño Dieguito asina mismo.

—¿Cómo está la familia, congo? le preguntó Leonardo.

Toos güenos, grasi Dió. Ahorita dentraron las niñas con doña Juanita. Vinían del protero. Milagro que no se toparon con ellas los niños. Si susmercés jarrean un poco entoavía las alcanzan más pacá de la casa.

Y agregó luego hablando con Leonardo:—¡Ah! ¡Qué si va a legrá la niña Isabelita! ¡Y la niña Rosita! (hablando con Meneses). ¡No mi diga!

Los dos jóvenes se sonrieron y continuaron al paso de sus caballerías por el centro de la magnífica alameda, deseando en secreto, por extraña coincidencia de sentimientos, que se alargase algo más el término de su camino. Es que en los momentos de comparecer ante las damas de sus amores, temía Leonardo que le recibiese la suya, no cual solía, como amiga y amante tierna, sino como juez severo y duro, por sus pasadas flaquezas y veleidades. Para decir verdad, sentía algo que se parecía más a la vergüenza que al contento. Diego, por su parte, próximo a realizar el deseo más vivo e íntimo de su pecho, el de volver a ver a Rosa en su paraíso de Alquízar, después de un año de ausencia, quería probar si retardando el momento apetecido, se calmaba un tanto el tumulto de su sangre y podía saludarla con la compostura del respetuoso caballero.

Pero por ahora, ni la satisfacción de este capricho les fue dado realizarlo a nuestros amigos. Porque en desviándose de la avenida que traían, alcanzaron a ver a las hermanas penetrando en lo más intrincado del jardín, allí donde los rosales de Alejandría, los jazmines del Cabo y las clavellinas, competidores de los más bellos de que se precian Turquía y Persia, si no acertaban a envolverlas con sus ramas, sin duda que las envolvían con sus emanaciones aromáticas.

También las jóvenes, por las pisadas de los caballos, se apercibieron de la presencia de los viajeros, reconociéndolos, especialmente al primero que puso pie a tierra, abandonando la montura a su albedrío, y fue Leonardo Gamboa. Rosa, más joven y cándida que la hermana, hizo una exclamación involuntaria de alegría; Isabel experimentó sentimiento opuesto. Recordaba que su despedida de La Habana no fue agradable ni cordial, y creía que antes de dar entrada en su pecho al placer con que solía recibir a Leonardo, necesitaba cuando menos una explicación suya satisfactoria de lo pasado.

Ni Leonardo ni Diego se hallaban en aptitud de leer claro en el semblante de sus amigas lo que pasaba en sus espíritus cuando llegó el momento de saludarse, según el modo frío y rígido que piden las costumbres cubanas, esto es, sin el significativo apretón de manos. Fue bien marcado, no obstante, el cambio que se operó en el rostro de las dos hermanas. El de Isabel asumió aspecto serio y pálido; el de Rosa tomó el color de la flor de su nombre; y por breve rato, ellos ni ellas supieron qué hacerse ni qué decir. Tocó al cabo a la más avisada de las mujeres el advertir la embarazosa posición de todos, y, para salir pronto del paso, acudió a una de las coqueterías características de su edad y sexo. Tenía Isabel en la mano una rosa de Alejandría, abierta aquella misma tarde, y se la prometió a Meneses diciendo:

—¿No es ésta su flor preferida?

Asomáronsele los colores a la cara del agraciado, y se puso más colorada que antes la de Rosa, quien, ya quisiese ocultar su propio rubor, ya enmendar el aparente desaire hecho a Gamboa, se quitó un clavel que se había prendido en el cabello y se lo dio balbuceando:—¿No es ésta la flor que prefiere el amigo Leonardo?

Bastó esto poco a romper el encanto; sólo que por aquella tarde y noche Isabel se dedicó a obsequiar y atender a Meneses, aunque no veía el momento de conciliación con Leonardo. Entre tanto, juntos los cuatro fueron al encuentro de doña Juana y del señor Ilincheta que venían a saludar a los recién llegados.

Desaparecía por entonces la claridad del día, y el airecillo de la noche, por más que viniese cargado de los perfumes de las flores y de las emanaciones gratas que emite el campo a esa hora, empezó a dejarse sentir. Las señoras, sobre todo, tuvieron que apelar al abrigo acostumbrado, el pañolón de seda, echado al desgaire sobre los hombros. Pero en los momentos de trasladarse a la sala, resonó el melancólico tañido de la campana de la queda en los cafetales circunvecinos y en el de La Luz, llamando a amos y esclavos a la oración y al recogimiento. En oyéndolo doña Juana, sus sobrinas, los dos jóvenes y don Tomás Ilincheta, éstos con los sombreros en la mano, y los criados del servicio inmediato de la familia con los brazos cruzados, todos de pie, aquella señora comenzó diciendo:—¡Ave María Purísima!; a que contestaron los circunstantes en coro: Sin pecado concebida.—El Ángel del Señor (prosiguió la señora) anunció a María que el Hijo de Dios Padre encarnaría en sus entrañas, para redención del mundo. ¡Ave María! María Santísima lo admitió diciendo: ves aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra ¡Ave María! El Hijo de Dios se hizo hombre, y vivió entre nosotros. ¡Ave María!

Dadas las buenas noches, las hijas primero y tras ellas los criados, besaron la mano de doña Juana y de don Tomás, y recibieron en contestación el usual Dios te haga una santa, o un santo.

De seguidas una criada avisó a Isabel que el Contramayoral la esperaba en el otro lado del pórtico. Pidió ella permiso a los huéspedes. Su padre, hablando con éstos, explicó el motivo de su ausencia diciendo:—Es mi Mayordoma, cajera y tenedora de libros, y cree que primero es la obligación que la devoción. Lleva cuenta del café que se recolecta, del que se descascara, escoge y ensaca, del que se remite a La Habana. Cuando se vende, glosa ella las cuentas del refaccionista, cobra y paga. Todo como un hombre. En una palabra, desde que murió mi esposa, que santa gloria haya, mi Isabel está hecho cargo de la casa, del cafetal y de todos mis negocios. ¡Ay! No sé qué sería de mí si también ella me faltase.

¿Quién era el Contramayoral? Un negro como un trinquete, del color de la pez, cari-ancho, de aspecto franco y mirada inteligente. No bien se apareció su ama, la hizo una genuflexión para pedirla su bendición, porque él mismo acababa de dirigir el rezo de sus treinta o más compañeros en medio del batey, a la luz de las estrellas.

—Niña, la dijo, aquí está la cuenta de lo barrí llenao hoy. ¿Y le alargó un papel? ¿La hoja de una planta con signos caligráficos o aritméticos? Nada de eso. Aunque aquel esclavo había aprendido de coro ciertas oraciones del catecismo que le enseñaron para bautizarle, no sabía escribir ni pintar guarismos. La cuenta de que hablaba se reducía a dos o tres varas cortas de un arbusto del campo, con muchos cortes o muescas de través, tarjas o quipos modernos para indicar el número de barriles de café recolectados durante ocho horas de trabajo.

Con pasar Isabel las yemas de los dedos por las muescas de las tarjas, conoció que no había sido abundante la recolección, y así se lo dijo al esclavo.

—Niña, se apresuró él a explicar en su guirigay especial la causa de la deficiencia. Niña, la safra va de vencía, no queda café maúro en la mata, ni pa remedia. Brujuliando po aquí y po allí se ha llenao 25 barrí.

—Está bien, Pedro, repuso Isabel. No hay para qué estropear las matas, ni que tumbar el grano verde. Sería mucho menor la zafra el año entrante si eso se hiciera. Escúchame Pedro, con atención. Mañana bien temprano pon toda la gente a limpiar el batey y las guardarrayas principales hasta las nueve. Tenemos visitas y quiero que todo esté aseado y bonito. Por la tarde es preciso que unos pilen y avienten el café seco, y que otros, las mujeres y los más débiles, a escoger. El caso es aviar todo el pilado y aventado, mañana mismo si es posible.

Asina si jará, niña.

—¡Ah! Lo principal se me olvidaba, agregó Isabel en tono triste. A Leocadio que dé bastante maíz y yerba al trío moro y al trío dorado, porque tienen que emprender largo viaje pasado mañana.

¿Va a salí lamo?

—No, tía Juana, Rosita y yo, que vamos a pasar las Pascuas en la Vuelta Abajo.

¡Anjá! La niña si va otra vuelta, la casa parece robá.

—Papa se queda. Estamos convidados a pasar las Pascuas como digo, con la familia del señor Gamboa en su ingenio La Tinaja, allá lejos, muy lejos, por el Mariel. Han puesto una gran máquina de vapor para moler caña; romperá la molienda la víspera de Pascuas y aguardan por nosotros. Aquí han llegado a buscarme el niño Leonardito y el niño Diego Meneses, que tú conoces.

¿Con que si va otra vuelta?, repitió el Contramayoral pensativo.

—Estaremos ausentes muy poco tiempo, cuando más hasta después del domingo de Niño perdido. Me da mucha pena dejar a papá solo. Pero espero en Dios que no le sucederá nada, antes me prometo que Vds. le cuidarán bien.

Asina si jará niña.

—Pero si por desgracia se enfermare en nuestra ausencia, te encargo, Pedro, que sin pérdida de tiempo me despaches un propio al ingenio La Tinaja, cerca del pueblo de Quiebrahacha. Acuérdate de estos dos nombres: Tinaja y Quiebrahacha.

Asina si jará, niña.

—Rafael o Celedonio, cualquiera de los dos, sirve para el mandado. Ellos conocen el camino de aquí a Guanajay; de allí al Quiebra Hacha se sabe que quien tiene lengua a Roma va.

Asina si jará, niña.

—Bueno, confío en ti, Pedro. Es un gran descanso para nosotros, cuando salimos, dejar el cuidado de la casa y de la finca a un hombre tan racional y honrado como tú.

Ni porque le hicieron este elogio franco cuanto sincero, hizo uso el negro de su conocida muletilla. Sólo sacudió la cabeza cual si quisiera desterrar una idea enojosa, y volvió a un lado el rostro, sin darle la espalda a su señorita, lo cual habría sido una falta de respeto.

—Atiende, Pedro, continuó Isabel. Hay que traer del potrero el caballo careto para llevar a Guanajay uno de los dos tríos. El que le lleve, sea Rafael o Celedonio, debe salir al Ave María o con los primeros claros del día de pasado mañana, apearse en la posada de Ochandarena, frente a la plaza, hacer que bañen y den un buen pienso a los caballos y aguardar por nosotros, pues tendrá que regresar con el trío que saquemos de acá. ¿Recordarás todas estas cosas, Pedro?

Mi ricorde, niña, dijo el Contramayoral afectado; añadiendo a la carrera: Le pobre negre va a tené una Pacua mu maguá.

—¿Por qué? preguntó Isabel con exagerada sorpresa. Le diré a papá que les deje tocar tambor en los dos días de Pascuas y el día de Reyes.

Ma como la niña no etá allante, le negre no se diviete.

—¡Qué bobería! Nada, a bailar, a divertirse para que esté contenta la niña cuando vuelva del paseo. ¡Eh! Nada más, Pedro.

Se retiraba éste despacio y de mala gana, e Isabel, que quedaba pensativa apoyada en el barandal del pórtico, llamole luego, diciendo:—Pedro, ¿ya lo ves? Por tus interrupciones y majaderías se me iba o olvidar una de las cosas que tenía más presente. Debo hacerte otro encargo, mi último encargo. Mira, Pedro, estoy pensando que por sí o por no, lo mejor será que guardes el látigo en tu bohío hasta después de Pascuas. Sí, sí, mejor será pues mientras le tengas en la mano has de querer usarlo, y yo no quiero que se levante el látigo para nadie, ¿lo oyes, Pedro? Que no suene el látigo en mi ausencia.

Le negre etá perdío, dijo Pedro sonriéndose, por mor de la niña.

—Me importa poco, replicó Isabel con firmeza. Tú sabes que papá botó al mayoral en abril porque daba mucho cuero. Recuerda que la cogió contigo. No ha de oírse un latigazo en el cafetal en mi ausencia. Lo repito, lo quiero así, lo mando, Pedro.

Volviendo de su breve diálogo con el Contramayoral, encontró Isabel puesta la mesa para la cena en medio de la sala. Serían las ocho de la noche. El lujo de la vajilla de plata, de cuyo metal eran hasta los grandes macizos candeleros, parecía competir con la abundancia de los manjares. Mas nada de esto se hacía por vano alarde. En primer lugar, porque habiendo comido la familia a las tres de la tarde, según la costumbre del campo entonces, suponían que los dos huéspedes tuviesen hambre y querrían satisfacerla. En efecto, las señoritas, la tía y el señor Ilincheta, que por cumplimiento habían ocupado juntos un costado de la mesa, participaron únicamente del chocolate o del café con leche; haciendo, eso sí, Isabel, los honores con gracia y naturalidad características.

Tras la cena y una conversación agradable, se levantó don Tomás y se retiró a su cuarto, recomendando a sus hijas no detuvieran mucho a los huéspedes, quienes por fuerza estarían cansados y desearían reposar de las fatigas del viaje.

La casa vivienda del cafetal La Luz estaba hecha a la francesa, es decir, conforme al sistema que para habitaciones tales se seguía en las fincas de igual naturaleza por los criollos de la Guadalupe y Martinica; pues de hecho la había trazado y dirigido un arquitecto natural de una de esas islas. El plano figuraba una cruz con dobles brazos, cuyo centro lo ocupaba la sala, y las ocho alcobas, ambos brazos de la misma, formadas por dos pasillos que terminaban en dos saletas, debajo de los cobertizos de las culatas de la casa. En los ángulos de los pórticos había cuatro cuartos que interiormente se comunicaban con las saletas dichas, y exteriormente con los jardines y aquéllos. Los pórticos, pues, se extendían cuanto la sala, corrían paralelos a ella y estaban cerrados por barandillas de madera y por cortinas de cañamazo en vez de persianas. El techo del cuerpo principal estaba formado con las hojas de la palma llamada cana, por su espesor, duración y frescura; y el de los pórticos o cobertizos con teja plana. Las puertas y ventanas, en número por cierto excesivo, abrían todas hacia afuera, dejando entrar a raudales, al menos de día, la luz y el aire siempre cargado con el perfume de las flores o de las frutas en que tanto abundaba aquella morada encantadora.

Por razones que es fácil colegir, las señoras no siguieron desde luego el ejemplo del amo de la casa. Los jóvenes no sentían inclinación ninguna a separarse por el resto de la noche, sin comunicarse con una palabra, con una mirada aunque fuese algo de lo mucho que bullía en sus cabezas. Así es que, por instinto casi, después de la cena volvieron al pórtico fronterizo y emprendieron paseos de arriba a abajo, en dos grupos: el de Isabel con su tía y Meneses y el de Rosa y Leonardo a retaguardia. A la primera vuelta preguntó éste a aquélla, en tono bajo, indicando a la hermana mayor:

—¿Qué tiene la niña?

Este era casualmente el primer verso de una canción muy popular entonces; y Rosa, que era viva y traviesa, contestó al punto con el segundo verso que la daba nombre:

—Sarampión.

—¿Con qué se le cura?, volvió a preguntar Leonardo con el tercer verso.

—Con coscorrón; concluyó Rosa sin poder tener la risa.

—¿De qué se ríen Vds.?, preguntó Isabel muy atenta a lo que pasaba a sus espaldas.

—No le diga, Gamboa, dijo Rosa. Déjela con su curiosidad. Ella no es de nuestro bando.

Parecía que Isabel se proponía monopolizar por el resto de la velada la conversación y la sociedad de Diego Meneses. De aquí el motivo aparente del pique de Rosa con ella, según lo revelaban sus últimas palabras. La misma sospecha y con igual copia de razones podía abrigar Isabel respecto de su hermana menor, dado que desde el principio se apropió las atenciones y compañía de Leonardo. Mas ninguno de los jóvenes estaba satisfecho de sí mismo ni del otro. Esta era la verdad; de suerte que se cansaron de los paseos más pronto de lo que podía razonablemente esperarse, sólo que en vez de sentarse se apoyaron como por acaso en la barandilla, quedando, también casualmente, cual deseaban en secreto: Isabel al lado de Leonardo. Rosa al de Meneses, y doña Juana fuera del grupo. Amaba ésta a sus sobrinas con amor de madre, como quien las había criado desde pequeñuelas; deseaba su establecimiento, y, siendo ella casamentera de índole, claro está que no tomó a mal una eliminación mediante la cual aquéllas podían tener un rato de íntima comunicación con sus galanes.

Reinaba en torno de la casa la calma más profunda, habiendo abatido el airecillo que se levantara a las puestas del sol. No se movían las ramas de los árboles, ni era bastante la luz de las estrellas, ni la transparencia del cielo para reflejarse en las anchas hojas del plátano, cuyo tallo fibroso sobresalía entre los enanos y espesos cafetos. El único rumor que se apercibía era el distante y sordo procedente de esclavos, los cuales, antes de entregarse al descanso, preparaban la frugal cena a la lumbre de sus bohíos mientras discutían la novedad de la noche, a saber: la próxima ausencia de su señorita. Pero más cerca de nuestros jóvenes no puede decirse con exactitud que formaban ruido apreciable el chirriar de los grillos ocultos en la yerba, ni el aleteo de las mariposillas nocturnas que con fugaz zumbido pasaban del jardín a la casa, atraídas por la luz de la vela dentro de la guardabrisa o fanal en la mesa del centro de la sala.

El sitio, pues, la hora, el silencio de la tierra y del cielo, el aspecto sombrío del pórtico ancho, gacho y de limitado horizonte por el espeso arbolado inmediato, la misma lucha de la débil claridad artificial interior con la oscuridad exterior, todo predisponía a la exaltación de las pasiones de los jóvenes, arrobadas sus almas en la contemplación del bellísimo cuadro que los rodeaba por todas partes. En tales momentos, las mujeres menos agraciadas parecen aéreas y adorables; los hombres más tímidos se atreven a todo, y sintiendo más se expresan con mayor elocuencia.

—Isabel, dijo Leonardo, me extraña tu conducta conmigo.

—Califíquela, repuso Isabel sonriendo.

—No me corresponde calificarla, por la sencilla razón de que soy el agraviado.

—¿Eso más? Pues era lo que faltaba.

—¿Te sorprende? ¿Cómo se compagina, si no, nuestra amigable despedida de La Habana (por mi parte, se entiende), con tu silencio e indiferencia enseguidas...?

—¿Sin motivo que justificara el cambio?

—Sin motivo que lo justificara. Yo al menos no he podido penetrarlo todavía.

—Refresque Vd. la memoria de los hechos.

—Nada, Isabel, no alcanzo, desconozco el motivo.

—¿De verás?

—De veras.

—Entonces he sido una loca, una tonta, he visto visiones.

—Tanto como eso no, Isabel. ¿No te ocurre que hayas podido interpretar mal un acto inocente mío o de otra persona hacia mí?

—Si no se trata de interpretaciones, señor don Leonardo, se trata de lo que yo vi con mis ojos.

—Sepamos lo que vio mi señora doña Isabel con sus ojos.

—Vi lo que Vd. vio, mejor dicho, lo que le pasó Vd. al estribo del quitrín.

—¿Y ése era motivo suficiente para que tú me perdieras el cariño y estuvieras a punto de olvidarme?

—Lo era y grande, para enojarse cualquier mujer de vergüenza, por mucho que la cegara la pasión.

—Veo claro, Isabel, que en todo ello ha habido una equivocación de tu parte, y que, sin quererlo has sido injusta conmigo.

—Explíquese Vd., dijo Isabel con aparente ansiedad.

—Te diré en pocas palabras lo que pasó, continuó Leonardo, poniéndose colorado, porque de hecho pensado iba a mentir. Mientras te decía el último adiós, naturalmente extendí un pie sobre la acera. Una de las dos mulatas que pasaban tropezó conmigo, y, creyendo que le había armado una zancadilla, llena de ira me dio un empellón. Tú sabes lo insolente que son esas mujerzuelas cuando se creen ofendidas.

—Sí, dijo Isabel pensativa. Después de un breve rato añadió: Mas ¿qué motivo le di yo para que me dijese la palabra indecente que aún me zumba en los oídos?

—Tu exclamación, Isabel, y luego el llamarla Adela, cuando tal vez se llamaba Nicolasa o Rosario fue sin duda lo que aumentó su cólera.

—Si la llamé por el nombre de Adela, mejor dicho, si en mi exclamación solté ese nombre, fue porque me figuré que era ella su hermana de Vd. Además de tomarla por el vivo retrato de Adela, no pude, ni debí imaginar que otra mujer tuviese con Vd. semejantes bromas.

—¡Toma! El cuento es que no hubo broma de su parte.

—Luego ella le conoce a Vd. y le maltrató por... celos.

—La conozco de vista, lo confieso, ya me había llamado la atención su semejanza con mi hermana Adela; mas no la he dado jamás ocasión a encelarse de mí.

—Quizá le ama a Vd. en secreto.

—No tendría nada de particular, sólo que en mi vida le he dicho «ojos negros tienes».

—Sentiría hacer a Vd. una injusticia, Leonardo. Las apariencias, sin embargo, le condenan.

—No, Isabel, no. Soy inocente. Si te engañase en este momento, si no te dijese toda verdad, si te pintara una pasión que no sentía, si en consecuencia te hubiese dado justo motivo de agravio, sería el más malo de los hombres...

—Está bien; doblemos la hoja, le interrumpió Isabel convencida.

—¿Pelillos a la mar?, le preguntó Leonardo con amoroso acento.

—Pelillos a la mar, contestó ella con celestial sonrisa. No habría dicha para mí si me viese condenada a dudar de la palabra del hombre a quien tenía por amigo y caballero.

—Bien, agregó Leonardo más animado. ¿No crees tú que debíamos sellar esta dulce reconciliación...?

Diciendo esto dejaba correr disimuladamente la mano por el barandal para coger la de Isabel, que se apoyaba en el mismo. Pero ella, evitando la ocasión, evitó el peligro. Se puso seria y pasó al lado de su tía, a quien dijo alto que era hora de recogerse. El reloj de Leonardo marcaba las once de la noche.

Había volado el tiempo. Diego Meneses, no obstante sabedor de que la ocasión la pintan calva, supo aprovecharla lo que bastaba para hacer a Rosa una formal declaración de amor; habiendo encontrado el tema o pretexto de la conversación en el regalo del clavel que esa joven hizo a Leonardo en el jardín. ¡Cándida paloma del vergel de Alquízar! Ella, que no había escuchado antes un «te amo, Rosa» dicho con intención y con fuego. Ella, que se sentía atraída hacia aquel joven como la aguja al imán, como la avecica a la serpiente, no pudo desviar la atracción, deshacer el encanto; no encontró a mano gesto, palabra ni ardid para negar que había sucumbido y que también amaba a su tentador desde la primer temporada que pasaron juntos en el cafetal La Luz.

Capítulo II

Y en los bellos cafetales
todo es frescura y olores,
besadas sus blancas flores
por las brisas tropicales.

J. Padríñez

Como novia de Cupido desde la víspera, Rosa Ilincheta, por el temor pudoroso de encararse con su cómplice a la clara luz del día, retardó cuanto pudo su salida del tocador. Pero Isabel tenía obligaciones que llenar y bien temprano apareció en el pórtico del sur de la casa con la sombrilla en la mano derecha, una cestita calada al brazo izquierdo por el aro, y por todo abrigo el pañolón de seda bordado de realce.

Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbrando una parte del jardín y proyectando la sombra de aquélla y de los árboles, por largo trecho, sobre el espacioso batey de la finca. Había sido abundante el rocío de la madrugada. Empapado estaba el césped, apagado el polvo bermejo de los caminos y las hojas de las plantas y las corolas de las flores cuajadas de menudos aljófares; otros tantos prismas que descomponían la luz del almo sol, al recibirla de soslayo.

Echó Isabel una mirada inquisitiva por todo el país desplegado ante ella, y se aventuró fuera del pórtico; porque desde allí echó a ver una rosa de Alejandría que acababa de abrirse al dulce calor solar, en el cuadro del sudeste del jardín. Cortola sin punzarse ni mojarse, y cuando se adornaba con ella la espléndida trenza de sus cabellos, volvió maquinalmente los ojos hacia la casa y le pareció que uno de sus huéspedes la observaba desde el postigo de la ventana del cuarto, en el extremo del pórtico, donde en efecto se habían los dos alojado. Era Diego Meneses, que por no haber disfrutado de sueño tranquilo, dejó la cama desde el amanecer y aspiraba el puro ambiente del campo, a la sazón que Isabel apareció en medio de sus gayadas flores.

De tal modo la turbó este incidente, que por breve rato estuvo indecisa entre si volvía atrás o seguiría adelante, porque los actos de adornarse el cabello y de mirar para la casa, magüer que inocentes y casuales, podían interpretarse de diversas maneras, y ella huía tanto de la frivolidad como de la necia coquetería. Pero tenía que salir y salió con firme paso.

Por el lado del sur, una cerca de piedra separaba el campo del cuadrado en que se comprendía el variado caserío de la finca. En el centro se alzaba el molino del café, entre los dos pares de tendales, capaces de contener a un tiempo, secándose, la mitad de la cosecha. Más lejos, cerrando el gran espacio por la izquierda, se veía el grueso y oscuro brocal del pozo con su horca y garrucha para la extracción del agua; el palomar después, el corral de las aves y algunos chiqueros; al fondo y a la derecha, el campanario, o más bien el pilar de madera de cuyo brazo cubierto con un tejadillo, pendía la campana; los graneros o almacenes, las caballerizas, el establo de las vacas y las otras dependencias. Los bohíos de los esclavos figuraban una aldea de regular tamaño.

Ni estaba desprovisto de vegetación el magnífico batey que hemos venido describiendo, pues muchos árboles, y sin duda los más copudos y corpulentos de toda aquella hacienda, le adornaban y daban sombra. Entre ellos varios aguacates, mameyes colorados, mangos y caimitos; sobre todo los primeros, cual las coníferas del continente, parecían escalar el cielo con la cúspide de sus ramas. Aquéllos más empinados y coposos eran los escogidos por las gallinas de Guinea (Numidas Meneagris de Cuvier), conocida la hurañía de esas aves exóticas, para sus querencias de noche. La banda, que bien podía componerse de cien, desde antes de aparecer el sol empezaron a removerse y a repetir el clamor o cacareo peculiar suyo, en que parece que una dice pascual y la otra contesta, pascual, hasta que todas despiertan y se preparan para descender de sus elevadísimas y naturales alcándaras. Ni los pichones ni las gallinas daban aún señales de vida: aquéllos por no ser madrugadores, éstas por el encierro y la oscuridad de su casa.

Por lo demás, se notaba bastante movimiento en todo el batey. De los esclavos de ambos sexos, quiénes recogían con sus guatacas o azadones las hojas secas y briznas del suelo; quiénes con los mismos instrumentos rozaban la yerba de los caminos; quiénes con ambas manos abiertas levantaban la basura amontonada y la metían en canastas que otros conducían fuera a la cabeza; quiénes a brazo sacaban agua del profundo pozo y la vertían en una amplia cubeta de piedra al pie del brocal para que otros, en unos baldes rústicos hechos del pecíolo de la palma, la distribuyesen en los depósitos de los varios departamentos de la hacienda. A la vera del pozo daba agua y bañaba los caballos de dos en dos o de tres en tres, el calesero Leocadio. Dentro del molino resonaba la voz penetrante del negrito, que, sentado al extremo del eje de la rueda vertical, con que girando en la solera se descascaraba el café, aguijaba sin cesar a la caballería que servía de motor. Cuatro esclavas, entre tanto, tendían el grano, aún no bien seco; mientras otros conducían el pilado o descortezado al aventador, cuyas paletas hacían un ruido tremendo y despertaban los ecos doquiera que la ola sonora encontraba obstáculo elástico en su trayecto. Y una vez limpio de toda paja o polvo, era llevado a los almacenes para que allí se escogiese y clasificase por otros esclavos.

Ninguno de los que pasaban al alcance de Isabel dejaba de darla los buenos días y de pedirla su bendición, doblando la rodilla en señal de sumisión y respeto. Pedro, el Contramayoral, sin la insignia ominosa de su oficio, yendo de un lado a otro, animaba a sus compañeros al trabajo y daba la mano en muchos casos, como para imprimir mayor peso a la palabra con la obra. La subida o aparición de Isabel en los tendales fue la señal para que el negrito del molino alzase la voz argentinada y aguda con la canción, tan ruda como sencilla, improvisada quizás la noche anterior, la cual principiaba con esta especie de verso: La niña sen va, y terminaba con este otro, repetido en coro por todos los demás negros: Probe cravo llorá. Entre la primera letra y el estribillo o pie insertaba el guía, no obstante que criollo, nacido en el cafetal, frases en congo puro, a que también contestaba el coro con el obligado: Probe cravo llorá.

Inútil fuera pedir armonía, siquiera música a una canción, ni civilizada ni salvaje del todo; pero si parecía asaz monótona a oídos delicados, también es verdad que el tono y la letra rebosaban en melancólico sentimiento. Así lo estimó Isabel, aunque hizo como que no oía ni entendía palabra, y siguió adelante hasta el pie de los árboles, donde ya bullían y corrían en todas direcciones las aborotosas gallinas de Guinea. Algunas, las más ariscas, al verla quisieron emprender vuelo, estallando en el grito nasal, chillón y alto con que suelen dar la voz de alarma a sus compañeras. Mas conocida la voracidad de esas aves, bastaron a tranquilizarlas y contenerlas unos granos de maíz que Isabel sacó de la cestita que llevaba al brazo y que tuvo cuidado de arrojarlos en un punto dado, cerca de sí. La banda en masa se echó sobre el escaso alimento, depuesta la vigilancia, olvidado el peligro, y sólo ocupada de egullir granos o pedrezuelas. De esta circunstancia se aprovechó una de las esclavas, a una señal de su señorita, para arrastrarse por el suelo y pillar dos, sin que lo echaran de ver las otras. Muy gustosa es la carne de estas aves, tan gustosa como la de la perdiz, razón por qué Isabel se propuso obsequiar a sus huéspedes con un par de ellas, asadas, en el almuerzo.

A la vista del alimento, arrojado ahora a puñados, acudieron presurosos los pichones. Estos, menos huraños que las guineas, a las cuales temían, y más capaces de simpatía que ellas, revolotearon al principio en torno de la joven, luego se posaron en su cabeza, en sus hombros y en el brazo de la cesta, acabando por arrebatarle el maíz de las manos y aun picarle en la boca. Tales y tan tiernas demostraciones de inocentes avecicas, por más que repetidas un día con otro, siempre la enternecían, y jamás, sino en casos extraordinarios, consintió que las matasen fuera de su vista. Por éste y otros actos parecidos en que se ponía de manifiesto la influencia ejercida por Isabel sobre cuantos seres se le acercaban, no creían menos sus esclavos sino que Dios la había dotado de una especie de encanto o poder secreto, el cual no cabía aludir ni repeler.

Seguía Diego Meneses con la vista los pasos de su amiga, y, bien que, a fuer de hombre civilizado, no estaba dispuesto a conceder nada sobrenatural en ella, sí creía, como los demás, que era una mujer extraordinaria. Desde su puesto de observación daba cuenta fiel de lo que veía u oía, a Leonardo, quien continuaba en la cama descansando y gozando de las finísimas sábanas cargadas de encajes y perfumadas con los pétalos de las rosas de Alejandría, obra toda de las industriosas manos de Isabel. Decía Meneses a Gamboa, entre otras cosas:

—Es mucha mujer ésa, amigo.

—¿No te lo decía yo?, contestaba éste satisfecho.

—Vale un Perú. No se ven muchas como ella por ahí.

—¿Quieres cambiar? La cambio pelo a pelo por Rosa. Vamos.

—No te burles, compadre, contestaba Diego serio. Que reconozca en Isabel prendas raras, dignas de encomio, no quiere decir que me guste más que otras mujeres, ni que esté prendado de ella. Pero la verdad es que cada vez me convenzo más de que tú no te la mereces.

—¡Pues qué! ¿Te figuras que ella es mejor que yo? replicaba Leonardo, herido de la observación de su amigo. Te equivocas, chico, de medio a medio. Ten presente que Isabel es hija de un antiguo empleado del gobierno, empleado cesante, un cafetalista arruinado, un pobretón, en suma; mientras que mis padres tienen potreros, cafetal, ingenio, son hacendados ricos y hacen diferente papel en La Habana. ¿Está Vd.?

—Estoy, sólo que no me referí a nada de eso cuando te dije que no te merecías esa muchacha. Hablando en plata, Leonardo, tú no la quieres.

—¿Por qué supones que no la quiero?

—¡Qué! ¿Acaso no tengo ojos? Desde que llegamos vengo observando tus acciones y palabras, y nada en ti me persuade que amas a Isabel.

—¡Hombre, Diego! Te diré francamente lo que me pasó, dijo Gamboa tras breve rato de silencio. No siento por Isabel aquella pasión ciega y ardiente que sientes tú, por ejemplo... por Rosa.

—Di mejor, le atajó prontamente Meneses, que la que tú sientes por Cecí...

—¡Calla! exclamó Leonardo alarmado, y medio incorporado en la cama. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Te pueden oír: las paredes oyen. Ese nombre es vedado aquí.

—Poco importa un nombre. Es muy común y no creo que Isabel lo haya oído en su vida.

—Probable es que no, pero por el hilo se saca el ovillo, cuanto más que Isabel no tiene pelo de tonta.

—Y ahora que viene al caso, ¿cómo te has compuesto respecto a la escena delante de la casa de las Gámez en el momento de la partida de Isabel?

—Creo que sospecha algo y tengo para mí que sus primas le han contado o escrito sobre eso algún cuento. Ello es que Isabel se muestra recelosa y al parecer muy sentida conmigo.

—No dudo que las primas hayan despertado sus celos. La cosa fue, no obstante, muy clara para que se dejase de alarmar Isabel y sospechar lo mismo que tú y yo sabemos. ¡Qué osadía la de aquella muchacha!

—¿Qué quieres? La cegó el demonio de los celos, comprometiéndome a los ojos de Isabel y de sus primas. No puedes imaginarte cuánta fue mi vergüenza.

—Lo considero. Yo, en tu lugar, escondo la cara bajo siete estados de tierra. Mas ¿de dónde sacó Isabel que podía haber sido tu hermana Adela?

—Ahí verás, Diego. Con todo, si bien recuerdas, se parecen mucho a primera vista.

—Ya había hecho yo la misma observación. ¡Qué malo que tu padre tuviese que ver con semejante parecido!

—¿Quién sabe? A él le gusta la canela tanto como a mí. No tendría nada de extraño que, andando a salto de mata, como solía cuando mozo, hubiese dado un tropezón... Lo que es de C... está que se le cae la baba. Me consta.

—Luego no puede ser su padre.

—¡Qué había de serlo! Ni pensarlo. ¡Disparate!

—Pues por ahí se corre que lo es.

—Habladurías de las gentes, Diego. ¿Conciben que estaría enamorado de C... si le ligasen esas relaciones de parentesco con ella?

—Quizás lo ignore, porque tú dices, fue todo a consecuencia de un tropezón. Quizás también la cela de ti, sabedor del parentesco que media entre Vds. dos. ¡Cuando el río suena!...

—En este caso el río no lleva agua, ni piedra. Sólo porque da la casualidad que se parecen mucho C... y Adela se encapricha la gente y habla... Lo que te sé decir es que él me ha hecho pasar más sustos que pelos tengo en la cabeza. Cuando menos lo espero me doy con él de manos a boca. Casi, y sin casi, me causa doble inquietud que el músico Pimienta. Lo único que me tranquiliza por esta parte, es que ella desdeña tanto a los viejos como desprecia a los mulatos.

—No te fíes, sin embargo. Cosa sabida es que hijo de gato ratón caza, y que por donde salta la madre salta la hija. Mas volviendo a nuestro cuento, el resultado de estas misas es que tú no estás en el mejor pie con Isabel.

—No. Como te decía, ella sospecha algo, o alguien la ha predispuesto contra mí. Isabel es, además, muy perra para explicarse con franqueza; yo soy punto menos, de modo que así iremos pasando hasta que Dios quiera, o ella deponga el orgullo y se reconcilie conmigo.

—Esa misma conformidad tuya, observó Meneses, me confirma en la creencia de que tú no amas a Isabel.

—O yo no me he sabido explicar, o tú no me entiendes, Diego. No habiendo puntos de comparación bajo ningún concepto entre las dos mujeres, no puedo querer a la una como quiero a la otra. La de allá me trae siempre loco, me ha hecho cometer más de una locura y todavía me hará cometer muchas más. Con todo, no la amo, ni la amaré nunca como amo a la de acá... Aquélla es toda pasión y fuego, es mi tentadora, un diablito en figura de mujer, la Venus de las mula... ¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirle la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir: te quiero, y no se le trastorna el cerebro cual si bebiera vino? Ninguna de esas sensaciones es fácil experimentar al lado de Isabel. Bella, elegante, amable, instruida, severa, posee la virtud del erizo, que punza con sus espinas al que osa tocarla. Estatua, en fin, de mármol por lo rígida y por lo fría, inspira respeto, admiración, cariño tal vez, no amor loco, no una pasión volcánica.

—Y pensando como piensas, Leonardo, ¿te casarás con Isabel?

—¿Por qué no? Precisamente así es como debe buscarse la mujer para esposa. El que se casa con Isabel está seguro de que no padecerá de... quebraderos de cabeza, aunque sea más celoso que un turco. Con las mujeres como C... el peligro es constante, es fuerza andar siempre cual vendedor de yesca. No me ha pasado jamás por la mente casarme con la de allá, ni con ninguna que se le parezca, y sin embargo, aquí me tienes que me entran sudores cada vez que pienso que ella puede estar coqueteando ahora mismo con un pisaverde o con el mulato músico.

—Lo que prueba, amigo mío, que no hay forma de servir a dos amos.

—En negocios de amores, o galanteos, se puede servir hasta a veinte, cuanto y más a dos. La de La Habana será mi Venus citerea,[44] la de Alquízar mi ángel custodio, mi monjita Ursulina, mi hermana de la caridad.

—Es que no se trata aquí de amores ni de meros galanteos, se trata de amar mucho a una y de casarse con otra que no se ama tanto.

Ya veo que tú no entiendes de la misa la media. Para gozar mucho en la vida el hombre no debe casarse con la mujer que adora, sino con la mujer que quiere. ¿Entiendes ahora?

—Entiendo que tú no has nacido para casado.

Prosiguiendo Isabel en su excursión matutina, muy ajena de la conversación que se tenían los jóvenes habaneros sobre ella, se llegó al pozo. Allí, como en todas partes, impuso respeto su presencia. Por lo que toca al aguador, suspendió el trabajo, no fuera que al verter el agua en la cubeta salpicase el traje de su señorita, que se había acercado demasiado. Al contrario, el calesero criollo, poco más o menos de la edad de aquélla, y que por haberse criado a su vista la trataba con más confianza, no detuvo el bañado de los caballos, dado que se quitó el sombrero. Tampoco dobló la rodilla, cual su compañero, al desearla los buenos días, circunstancia que estamos seguros no advirtió Isabel, ya por estar acostumbrada, ya por no concordar con sus sentimientos filantrópicos la humillación, ni en el esclavo.

—Blas, dijo dirigiéndose al aguador, ¿tiene mucha agua el pozo?

A bombón (por mucha), niña.

—¿Cómo lo sabes tú?, le preguntó ella.

¡Ah, niña! Yo oye siempre bu, bu, bu.

—Luego se podrá ver el movimiento del agua.

Se pue, niña, se pue. Yo mira jervir.

—Veamos, dijo Isabel acercándose todavía más al brocal.

¿Sumelsé mira?, preguntó el negro muy asustado. No, no mira. Mu jondo. Diablo rempuja la niña.

De los aspavientos del compañero riose Leocadio y sugirió que la señorita podía satisfacer su curiosidad sin riesgo si se afirmaba de un ramal de la soga mientras ellos dos sujetaban el otro cabo. De esta manera se hizo; pero Isabel no alcanzó a ver el fondo por la demasiada profundidad, por el espesor del brocal de mampostería y por los innumerables helechos adheridos a las paredes interiores, que con sus graciosas palmas casi cerraban la boca del pozo.

Enseguida Isabel preguntó al calesero si los caballos estaban en disposición de emprender el viaje del día siguiente:

—Niña Isabelita, contestó él en lenguaje más inteligente que el de su compañero: Pajarito y Venao necesitan herraura nueva.

—¿Por qué no me lo habías dicho, Leocadio de mis culpas?

—¿Y yo he tenío tiempo? Hasta anoche no supe na del viaje. Dispués de bañar los caballos iba a decírselo a la niña.

—Pues tienes que ir al pueblo a herrarlos.

—Iré dispués de almuerzo. Deme la niña la papeleta para el herraor. Si no se ha emborrachao, estamos bien.

—Por eso, ve lo más temprano que puedas. Y echa ahora a correr y sofocar los caballos antes de tiempo.

—La niña siempre se figura que uno mata los caballos.

—Debías llamarte mata-caballos, no Leocadio.

No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel lado del batey; mas al cruzar al opuesto, echó de menos a uno de los esclavos de campo y la informó el Contramayoral que por enfermo no se había presentado en la fila la noche anterior. Reprendió a Pedro que no le dio el aviso oportuno, siguiendo derecho a la enfermería. Se hallaba sentado el enfermo en el suelo, junto a la lumbre, abatido y con un pañuelo atado en la cabeza. Por pronta providencia la enfermera le había suministrado sendas jícaras de infusión de corteza de naranja, endulzada con azúcar de raspaduras. Isabel le tomó el pulso, comprendió que tenía fiebre y dispuso se recogiera entre tanto venía el médico. De vuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en que se escogía el café.

La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su hermana, su tía y su padre. Parecía natural que quien tan puntualmente había desempeñado las obligaciones de administradora de la heredad y de las cosas a ella adscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y más dispuesta para el desempeño de sus deberes como ama de casa. En el semblante risueño y animado con que tornó al lado de la familia, se echó bien de ver que la dueña cariñosa y blanda de esclavos sumisos, sabía ser amable y atenta con sus iguales y amigos. Desde ese momento se consagró a obsequiarlos y a hacerles cuanto agradable se pudiese su corta estada en el cafetal.

Como la mañana siguiese siendo fresca y de poco sol, propuso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Poca cosa se le alcanzaba del arte de la jardinería, mucho menos de botánica; tampoco se había propagado en Cuba el gusto por la floricultura, ni Pedregal u otros jardineros franceses habían importado de Francia la gran variedad de rosas que adelante trajeron la invasión rosada a La Habana. Pero Isabel era florista por instinto y por afición decidida, y como había plantado con sus manos, sabía de coro la historia de todas las flores que crecían en su delicioso pensil. Guardóse, no obstante, de mencionar siquiera el rosal de flores pálidas en que Leonardo, hacía un año cabal, había injertado de púa el rosal de flores encarnadas. Vigoroso y lozano se mostraba, ostentando en cada nudo rosas de uno y otro color; remedo fiel y poético de dos seres sensibles ligados por la más humana de las humanas pasiones: el amor.

Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuo movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma infalible de la extrema dolencia conocida por nostalgia.

Así cursó el 2 de diciembre y vino la melancólica mañana del 24. Mucho antes de aclarar había partido para Guanajay el postillón con el relevo de las tres caballerías. En la silla, y armado al uso general con el látigo y largo machete de cabo de carey y plata, aguardaba por las viajeras el apuesto calesero Leocadio. Cerca de allí se veían varias esclavas y algo más distante los otros siervos, aparentemente preparándose para emprender las faenas del nuevo día, en realidad, como después se vio, en expectativa de la tristísima escena que allí se representaría.

Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento de la separación, abrazó a su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y, con los ojos empañados por las lágrimas, salió a la avenida del este para tomar el carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino, de seda oscuro y el sombrerito de paja o gorra al estilo francés. A su aparición se observó un movimiento general seguido de un murmullo entre los esclavos espectadores, quienes prorrumpieron a una en el clamor o canto monótono de la víspera: La niña sen va, probe cravo llorá, repetido en coro solemne a la luz matinal del nuevo día, que apenas alumbraba la cúspide de los más empinados árboles.

Este inesperado saludo acabó de desconcertar a Isabel. Flameó el pañuelo hacia el grupo de esclavos en señal de despedida y apresuró más el paso. Entonces reparó en el Contramayoral.

A pie firme, callado, la cabeza erguida, dejando ver a través de los cabezones de la camisa el cuello rollizo y parte del membrudo pecho, Espartaco por su varonil musculatura, flaca mujer por la sensibilidad de su inculto espíritu, tenía de la cama del freno de plata el inquieto caballo de Gamboa. Junto a él se hallaba su mujer, también inmóvil y callada, con un niño en los brazos, hondamente afligida, según lo mostraban las gruesas gotas de lágrimas que rodaban por sus mejillas de ébano. Tan conmovida como ella, Isabel le puso la mano en el hombro, imprimió un dulce beso en la frente del niño y dijo a su marido:

—¡Pedro, Pedro!, no le olvides de mis encargos.

Sin aguardar respuesta tomó refugio en el carruaje.

En ese asilo comenzaron las que pudieran llamarse cariñosas importunidades de los esclavos. Las negras especialmente, convencidas de que se marchaba su señorita, rodearon el quitrín y las más expresivas se agolparon al estribo, metían la cabeza por debajo de la cortina o capacete, y, según su costumbre, clamaban a grito herido:

—¡Adiós, niña! ¡Vuelva pronto, niña! ¡No se quede por allá, niñita mía! ¡Dios y la Virgen lleven con bien a la niña! Acompañando estas frases, que hemos traducido en gracia del lector, con sus extravagantes demostraciones, como oprimirle suavemente los pies, besárselos cien veces, lo mismo que las manos con que ella quería rechazarlas. Todo esto dicho y expresado con verdadero sentimiento, con exquisita ternura, y sin dejar de contemplar su angelical semblante, cual el de un ídolo o de una imagen sagrada.

Pobres, sensibles, aunque ignorantes y sencillos esclavos, tenían a su ama por la más hermosa y buena de las mujeres, por un ser delicado y sobrenatural, y se lo demostraban a su manera ruda e idólatra.

Poco a poco, ya por ruegos, ora por amonestaciones suaves, logró Isabel apartar de sí a las más petulantes, dio la orden de partir, y anegada en llanto exclamó:—Yo no sirvo para estas escenas.

A tiempo de montar echó Gamboa una mirada desdeñosa al espectáculo en torno del carruaje, y dijo alto, de modo que lo oyó Pedro, que le tenía el estribo:

—¡Ay! ¡Qué falta hacía aquí un buen cuero!

El calesero llamó la atención hacia las riendas del caballo de fuera, y cuando Isabel pudo tomarlas en la mano ya el quitrín y los viajeros habían salvado la portada y se hallaban casi en los límites, por el oeste, del cafetal La Luz.

Capítulo III